CAPÍTULO CATORCE
NO PUEDO DORMIR. EN PARTE ES POR EL COFRE. No tengo ni idea de si alguna de las gemas que contiene podría darme el poder de transformarme en diferentes criaturas, como Bernie Kosar, o de crear una barrera de hierro a mi alrededor que ningún ataque enemigo pueda atravesar. Pero sin Henri, ¿cómo podré saberlo? Me siento triste. Derrotado.
Pero sobre todo no puedo dejar de pensar en Seis, no puedo evitar recordar su cara a pocos centímetros encima de la mía, el aroma azucarado de su respiración, o la forma en que el sol poniente se reflejaba en sus ojos. En aquel momento sentí un impulso irreprimible de interrumpir el entrenamiento para envolverla en mis brazos y apretarla junto a mí. El anhelo de hacer justo eso, horas después, sigue instalado en mi corazón, y en realidad es eso lo que me mantiene en vela. Y también la culpabilidad abrumadora que siento por sentirme atraído por ella. La persona a la que debería estar deseando es Sarah.
Me resulta imposible dormir con tantas cosas en la cabeza, tantas emociones: dolor, deseo, confusión, culpabilidad. Sigo tumbado veinte minutos más antes de resignarme a no conciliar el sueño. Aparto la manta y me pongo unos pantalones y una camiseta gris. Bernie Kosar me sigue mientras salgo de la habitación y recorro el pasillo. Asomo la cabeza por la salita para ver si Sam duerme. Efectivamente, está envuelto en una manta sobre el suelo, como una larva en su capullo. Doy media vuelta para volver sobre mis pasos. La habitación de Seis queda justo enfrente de la mía en el pasillo, y tiene la puerta abierta. Me quedo parado mirándola, y oigo a Seis dando vueltas en el suelo.
—¿John? —susurra.
Doy un respingo, y mi corazón se acelera al instante.
—¿Sí? —contesto, todavía al otro lado de la puerta.
—¿Qué haces?
—Nada —susurro—. No puedo dormir.
—Entra —dice. Empujo la puerta para pasar. La habitación está completamente a oscuras, y no veo nada dentro—. ¿Va todo bien?
—Sí, todo va bien —respondo. Enciendo muy levemente el lumen, y el tenue resplandor es como el de una luciérnaga. Mantengo la vista fija en la alfombra para no mirar a Seis—. Es que tengo muchas cosas en la cabeza. Había pensado en salir a pasear o a correr.
—Bueno, eso es un poco peligroso, ¿no te parece? No olvides que estás en la lista de los diez más buscados por el FBI y que ofrecen una jugosa recompensa por tu cabeza —me recuerda.
—Ya lo sé, pero… todavía está oscuro, y tú podrías hacernos invisibles a los dos, ¿no? O sea, si te apetece apuntarte.
Al aumentar la luz de mis palmas, veo a Seis sentada en el suelo con un par de mantas encima de las piernas. Lleva el pelo recogido hacia atrás, y dos mechones le caen sueltos a los lados de la cara. Se encoge de hombros antes de quitarse las mantas de encima y ponerse de pie. Lleva pantalones negros de yoga y una camiseta blanca de tirantes. No puedo evitar contemplar sus hombros descubiertos, pero aparto la vista cuando me asalta la absurda sospecha de que pueda sentir mi mirada sobre ella.
—¿Por qué no? —dice, quitándose la cinta que le sujetaba el pelo y rehaciéndose la coleta—. Siempre me cuesta dormirme. Y más si es en el suelo.
—Ya somos dos —asiento.
—¿No vamos a despertar a Sam?
Yo niego con la cabeza, y ella responde con un encogimiento de hombros antes de tender la mano hacia mí. La cojo inmediatamente. Seis desaparece, pero mi mano todavía resplandece levemente, lo que me permite ver las huellas de sus pies en la alfombra. Apago mi luz y salimos de puntillas de la habitación. Bernie Kosar nos sigue por el pasillo. Cuando llegamos a la salita, Sam levanta la cabeza del suelo y mira directamente hacia nosotros. Seis y yo nos paramos, y yo contengo la respiración para no hacer ruido. Teniendo en cuenta lo colado que Sam está por ella, imagino que se llevaría un disgusto si nos viera cogidos de la mano.
—Hola, Bernie —dice con aire somnoliento, y acto seguido deja caer la cabeza de nuevo y se da la vuelta de espaldas a nosotros.
Después de esperar unos segundos en silencio, Seis y yo cruzamos la salita, y, pasando por la cocina, salimos por la puerta trasera.
Es una noche cálida, en la que suenan el canto de los grillos y el balanceo de las hojas de palma. Inspiro profundamente mientras los dos caminamos cogidos de la mano. Al sentir la de Seis en la mía, me llama la atención que sea tan pequeña y delicada a pesar de su asombrosa fuerza física. Su contacto me hace sentir bien. Bernie Kosar echa carreras a través de los espesos matorrales que flanquean el camino de gravilla, mientras Seis y yo paseamos en silencio por el centro. Cuando el camino desemboca en una estrecha carretera, giramos a la izquierda.
—No puedo dejar de pensar en todo lo que has pasado —digo al fin, pero lo que debería decirle en realidad es que no puedo dejar de pensar en ella—. Vivir encerrada medio año, estar allí cuando a Katarina… en fin, ya sabes qué quiero decir.
—A veces no soy consciente de que haya pasado todo eso. Y otras veces no puedo dejar de pensarlo durante días —contesta.
—Ya —digo con voz entrecortada—. No sé… No hace falta que te diga cuánto echo de menos a Henri, y me cuesta mucho hacerme a la idea de que ha muerto. Pero después de oír tu historia, me doy cuenta de la suerte que he tenido. Al menos pude despedirme de él y todo eso. Además, estuvo conmigo cuando se manifestaron mis primeros legados. No me imagino cómo debe de haber sido para ti pasar sola por todo eso.
—Ha sido muy, muy duro, ya te lo puedo decir. Ojalá hubiera podido contar con Katarina cuando empecé a adquirir el legado de la invisibilidad. O cuando necesitaba charlar de cosas de chicas al hacerme mayor. Ellos eran como nuestros padres en la Tierra, ¿verdad?
—Sí —respondo—. Lo más curioso es que, ahora que Henri no está, lo que más recuerdo de él son las cosas que más rabia me daban. Como cuando teníamos que huir de casa y nos chupábamos horas y horas de carretera hacia algún lugar del que nunca había oído hablar, y durante todo el trayecto solo deseaba poder salir del coche. Eso sí, las conversaciones que teníamos en esos viajes son las que más recuerdo. O cuando empezamos a entrenar en Ohio y él me obligaba a repetir el mismo ejercicio una y otra vez… No lo soportaba, ¿sabes? Pero ahora no puedo evitar sonreír cuando pienso en todo eso.
»Una vez, justo después de que se me manifestara la telequinesia, estábamos entrenando en la nieve, y él me lanzaba un objeto tras otro para que yo aprendiera a desviarlos. Tenía que mandárselos de vuelta y, cuando me lanzó un martillo ablandador de carne con mucha fuerza, aproveché la propia inercia que llevaba para arrojárselo con toda mi mala leche. Tuvo que tirarse de cabeza a la nieve en el último momento para evitar el batacazo —recuerdo, sonriendo para mí—. Y resulta que debajo del montón de nieve donde cayó había un rosal lleno de espinas. No te puedes ni imaginar los gritos que soltó. Este tipo de cosas son las que nunca olvidaré.
Justo entonces se acerca un coche por la carretera y nosotros nos apartamos a toda prisa hacia la cuneta para esperar a que pase. El vehículo vira hacia un camino de piedra que lleva a una casa, se detiene, y de él sale escopeteado un hombre con una chaqueta negra de piel. Después, empieza a aporrear la puerta principal y a gritar a quien sea que esté dentro para que le abra.
—¡Pero bueno! ¿Qué hora es? —pregunto a Seis.
Ella empieza a acercarse hacia la casa, cogiéndome todavía de la mano.
—¿Acaso importa?
Seguimos acercándonos sigilosamente, y, cuando estamos a tres metros del hombre, me llega el olor a alcohol. Él deja de golpear la puerta con el puño y grita:
—¡Ya puedes estar abriendo esta condenada puerta, Charlene, o te vas a enterar de lo que soy capaz!
Seis ve el revólver que lleva al cinto al mismo tiempo que yo, y me aprieta la mano.
—Que se joda —susurra Seis.
El hombre sigue aporreando la puerta sin cesar hasta que se encienden las luces de la ventana frontal. Y entonces, desde el otro lado de la puerta, una mujer grita:
—¡Vete de aquí! ¡Vete ya, Tim!
—¡Abre la puerta ahora mismo! —grita él a su vez—. ¡Si no, te vas a enterar! ¿Me oyes, Charlene?
Estamos tan cerca de él que podríamos tocarle. Veo un tatuaje algo decolorado debajo de su oreja izquierda: un águila calva con una serpiente en las garras.
Ella contesta también a gritos, pero con voz más temblorosa que antes:
—¡Déjame en paz, Tim! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no me dejas en paz ya?
A modo de respuesta, él sigue gritando y golpeando la puerta con más fuerza. Estoy a punto de agarrarle por el pescuezo y apretar esa águila hasta dejarle sin aire cuando veo el arma subir lentamente desde su cintura hasta apartarse flotando de él, sujeta por la mano invisible de Seis. Acto seguido, ella dirige el cañón hacia la nuca del hombre y lo apoya en su pelo castaño.
Entonces, amartilla el arma con un sonoro clic y él deja de aporrear la puerta. Incluso deja de respirar. Seis clava con más fuerza el cañón en la cabeza del hombre antes de dar un brusco empujón hacia la derecha, obligándole a girar la cabeza. Al ver el revólver flotando enfrente de sus narices, el hombre se pone blanco como la leche. Parpadea y sacude la cabeza enérgicamente con la esperanza de despertarse en su cama o en el callejón del bar del que haya salido. Seis mueve el revólver de lado a lado y yo me quedo esperando a que ella diga algo y le dé el susto de su vida, pero en lugar de eso apunta el arma hacia el coche y dispara. Una telaraña de cristal roto aparece en el parabrisas. El hombre lanza un estridente grito y prorrumpe en lágrimas. Seis vuelve a encañonarle la cara y él cierra la boca mientras un hilo de mocos le cae sobre el labio superior.
—Por favor, por favor, por favor —dice—. Lo siento, Dios. A… ahora mismo me voy. Lo prometo. Ya me voy. —Seis vuelve a amartillar el arma. Veo que las cortinas de la ventana frontal se apartan a la derecha, y tras ellas aparece la cara de una mujer rubia y corpulenta. Aprieto la mano de Seis y ella aprieta la mía a su vez—. Ya me voy. Me voy, me voy —farfulla el hombre, hablando al revólver. Seis vuelve a apuntar al coche y vacía el cargador con un fuerte estampido; la ventanilla trasera de la izquierda explota en mil pedazos.
—¡No! ¡Vale, vale! —grita el hombre, y de pronto, una mancha húmeda se extiende por la entrepierna de sus vaqueros. Seis apunta el arma hacia la ventana de la casa, y él establece contacto visual con la mujer rubia de dentro—. Y ya nunca volveré. Nunca, nunca, nunca volveré.
El arma se balancea un par de veces a la izquierda para indicar al hombre que ya puede irse. Obediente, él abre la puerta del coche de un tirón y se mete dentro de cabeza. Los neumáticos escupen algunas piedrecillas en todas direcciones mientras el vehículo da marcha atrás por el camino de entrada a la casa y se aleja zumbando por la carretera. La mujer de la ventana sigue mirando boquiabierta al revólver que está flotando delante de su puerta principal, y es entonces cuando Seis lo arroja por encima de la casa con la fuerza suficiente como para que aterrice en el siguiente condado.
Volvemos a la carretera a toda prisa y seguimos corriendo hasta que ya no se ve ninguna casa. Me gustaría poder ver la cara de Seis.
—Podría pasarme el día haciendo cosas así —dice ella al fin—. Es como si fuéramos superhéroes.
—A los terrícolas les encantan los superhéroes —es todo lo que se me ocurre decir—. ¿Crees que ella llamará a la policía?
—No. Seguramente pensará que todo ha sido un sueño.
—El mejor sueño que haya tenido nunca, diría yo.
Nuestra conversación se desvía para centrarse en todas las cosas buenas que podríamos hacer por la Tierra con nuestros legados si no tuviéramos que utilizarlos para escapar de los que nos cazan o de los que nos odian.
—Por cierto, ¿cómo has hecho para aprender tanto? —le pregunto—. Si Henri no hubiera sido tan insistente, no sé si habría podido entrenar solo.
—¿Qué otra opción tenía? La vida es adaptarse o morir. Y eso es lo que hice: me adapté. Katarina y yo estuvimos años entrenando antes de que nos capturaran, pero eso fue antes de que se manifestaran mis legados. Cuando por fin conseguí escapar de esa caverna, me prometí a mí misma que su muerte no sería en vano, y la única forma de hacer eso era vengarme. Así que decidí seguir por donde lo habíamos dejado. Al principio fue muy duro porque estaba sola, pero poco a poco empecé a aprender y a hacerme más fuerte. Además, he tenido más tiempo que tú. Mis legados aparecieron antes que los tuyos, y yo soy mayor que tú.
—¿Sabes una cosa? —le digo—, mi cumpleaños (o al menos el día que lo celebraba con Henri) fue hace dos días. Cumplí dieciséis.
—¡John! ¿Por qué no nos has dicho nada? —pregunta, y entonces me suelta la mano y me da un empujoncito cuando me vuelvo visible—. Podríamos haberlo celebrado.
Sonrío y tiendo la mano a ciegas hacia Seis. Ella me la coge y entrelaza sus dedos con los míos, dejando que mi pulgar se apoye en el suyo, pero lo separo en cuanto me viene a la cabeza la imagen de Sarah.
—Bueno, ¿y cómo era Katarina?
Transcurre un momento en silencio.
—Compasiva. Siempre estaba ayudando a los demás. Y era muy graciosa. Me reía un montón con sus ocurrencias, aunque te cueste creerlo, viendo lo seria que soy normalmente.
—Lo has dicho tú, no yo —digo con una risita.
—Oye, no cambies de tema. ¿Por qué no habías dicho nada de tu cumple?
—No lo sé. En realidad no me acordé hasta ayer, y después me pareció que no valía la pena, con todo lo que estaba pasando.
—Es tu cumpleaños, John; siempre vale la pena. Todos los años que tengamos la suerte de cumplir son motivo de celebración, teniendo en cuenta quiénes nos están cazando. Además, si lo hubiera sabido incluso podría haber aflojado un poco en el entrenamiento.
—Sí, tiene que ser muy duro para ti dar una paliza a un tío que está celebrando su cumpleaños —digo, dándole un codazo.
Ella me devuelve el codazo. Bernie Kosar sale de los matorrales y salta hacia nosotros. Tiene arrancamoños enganchados al pelaje como si fueran de velcro, y suelto la mano de Seis para quitárselos.
Llegamos al final de la carretera. Enfrente tenemos un prado de hierba alta y un río serpenteante. Damos media vuelta y regresamos paseando hacia la casa.
—¿Lamentas no haber podido abrir nunca el Cofre? —pregunto tras unos minutos de silencio.
—En cierto modo creo que eso me animó aún más a seguir. Lo había perdido y no había nada que pudiera hacer, de modo que tomé la decisión que me pareció mejor y me concentré en buscaros a los demás. Ojalá hubiese podido encontrar a Tres antes que ellos.
—Bueno, a mí sí que me encontraste. No creo que hubiese sobrevivido de no haber sido por ti. Ni yo, ni Bernie Kosar, de hecho. Ni Sarah.
En cuanto pronuncio ese nombre, Seis afloja un poco el contacto. Un sentimiento de culpa me sube por el pecho durante el camino de vuelta a la casa. Quiero a Sarah, pero me cuesta imaginar tener una vida con ella estando tan lejos, siempre huyendo, sin saber adónde me va a llevar el futuro. La única vida que puedo imaginar es la que tengo ahora. La que tengo con Seis.
Cuando llegamos a la casa, me descubro deseando que el paseo no haya terminado. Intento retrasar el momento de separarnos aminorando el paso, entreteniéndome al alcanzar el final del camino de entrada.
—Por cierto, solo te conozco como Seis —le digo—. ¿Has tenido alguna vez un nombre?
—Claro que sí, pero no lo he usado muy a menudo. No he ido a la escuela como tú.
—Entonces, ¿cómo te llamabas?
—Maren Elizabeth.
—Hala, ¿en serio?
—¿Qué te sorprende tanto?
—No lo sé; Maren Elizabeth suena refinado y femenino. Creo que esperaba que tuvieras un nombre impresionante y mítico, como Atenea, o tal vez Xena, ya sabes, la princesa guerrera. O incluso Tormenta. Tormenta te habría venido como anillo al dedo.
Seis se ríe, y el sonido de su risa me da ganas de acercarla a mí. No lo hago, por supuesto, pero el hecho de que lo desee es lo más revelador.
—Pues en otros tiempos yo era una niñita que llevaba cintas en el pelo.
—¿Sí? ¿De qué color?
—Rosa.
—Pagaría por ver eso.
—Ni lo sueñes. No eres lo bastante rico.
—Eso está por ver —le digo, imitando el tono juguetón que está empleando—. Tengo un cofre de piedras preciosas a mi disposición. Tú dime dónde hay una casa de empeños.
Ella vuelve a reírse antes de contestar:
—Estaré atenta por si veo una.
Seguimos parados al final del camino. Levanto la vista hacia las estrellas y la luna, que en pocos días estará llena. Escucho los sonidos del viento y de los pies de Seis sobre la gravilla mientras ella, inquieta, desplaza el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Tomo una profunda bocanada de aire.
—Me alegro mucho de haber salido a pasear —digo.
—Yo también.
Miro hacia donde está ella, deseando que fuera visible para poder leer su expresión.
—¿Te imaginas cómo sería si todas las noches fueran como esta, si pudiéramos hacer nuestra vida sin tener que preocuparnos de qué o quién puede estar acechando en las sombras, sin tener que mirar siempre hacia atrás para comprobar que no nos están siguiendo? ¿No sería alucinante poder olvidar, aunque fuera por una vez, qué acecha más allá del horizonte?
—Claro que sería genial —contesta ella—. Y será genial cuando un día tengamos ese lujo.
—Odio lo que tenemos que hacer. Odio la situación en la que estamos. Ojalá todo fuera distinto.
Miro al cielo, hacia Lorien, y suelto la mano de Seis. Ella se hace visible, y entonces la cojo por los hombros y la encaro hacia mí.
Seis hace una profunda inspiración.
Justo cuando inclino mi cabeza hacia ella, una explosión sacude la parte trasera de la casa. Soltando un grito, Seis y yo nos dejamos caer al suelo. Una columna de humo se eleva desde el tejado, y enseguida las llamas empiezan a propagarse en el interior.
—¡Sam! —grito.
Desde quince metros de distancia, arranco las ventanas frontales, que se rompen en mil pedazos al caer sobre el suelo de cemento. De los huecos salen nubes de humo.
Sin pensarlo dos veces, salgo disparado hacia la casa. Tomo aire y, dando un salto, arranco la puerta de sus goznes e irrumpo en la casa.