CAPÍTULO TRECE
SEIS SE HA IDO AL PUEBLO A COMPRAR PRODUCTOS en nuestro nuevo todoterreno de color negro carbón, que hemos comprado por 1500 dólares en una tienda de segunda mano al aire libre que estaba en una salida de la carretera, a tres kilómetros de distancia. Mientras está fuera, Sam y yo practicamos lucha en el jardín trasero. Los tres llevamos una semana entrenando, y me asombra lo mucho que él ha avanzado en tan poco tiempo. A pesar de su pequeña talla, tiene una aptitud innata y, lo que le falta en fuerza, lo compensa con la técnica, que supera en mucho a la mía.
Al término de cada día, mientras Seis y yo nos retiramos a descansar a la salita o a nuestras habitaciones, Sam se queda levantado, estudiando técnicas de lucha en Internet. El método de combate que Seis ha aprendido con Katarina, y yo con Henri, es una mezcla entre lo que se conocería en la Tierra como jiu-jitsu, taekwondo, karate y bojuka, un sistema centrado en la memoria muscular que incluye técnicas de sujeción, blocajes, movimiento corporal fluido, manipulación de articulaciones y golpes a puntos vitales del sistema nervioso central del contrincante. Seis y yo, que contamos con la ventaja de la telequinesia, nos centramos en captar el más sutil movimiento en nuestro entorno inmediato y reaccionar en consonancia. En el caso de Sam, necesita mantener a sus enemigos delante.
Mientras que Seis termina cada sesión sin un rasguño, Sam y yo siempre añadimos nuevos arañazos y moretones a nuestra colección. Pero eso nunca hace mella en el entusiasmo ni en la motivación de mi amigo. El entrenamiento de hoy no es una excepción. Viene hacia mí con la barbilla baja y la mirada alerta. Me lanza un golpe cruzado que bloqueo enseguida y después una patada lateral con la izquierda que contrarresto haciéndole una zancadilla a la pierna derecha que le hace caer al suelo. Se pone de pie y vuelve a abalanzarse contra mí. Aunque muchas veces no consigo esquivarlos o bloquearlos, sus golpes no son muy efectivos, debido a mi fuerza. Pero a veces finjo sentir dolor para animarle.
Seis vuelve a casa una hora más tarde. Se pone unos shorts y una camiseta de manga corta y se une a nosotros. Entrenamos un rato, repitiendo sin prisa la misma maniobra de bloqueo y patada una y otra vez hasta que nos sale de forma automática. Pero, mientras que yo no me empleo a fondo contra Sam, Seis pone toda la carne en el asador, y con cada golpe me empuja hacia atrás tan fuerte que me deja sin aire. A veces eso me irrita, pero de todas formas noto que estoy mejorando. Seis ya no puede desviar mi telequinesia con un ligero movimiento de la mano. Ahora tiene que emplear todo el cuerpo.
Sam se toma un descanso y nos observa desde un lado con Bernie Kosar.
—Puedes hacer mucho más que eso, Johnny. Enséñame de una vez de qué eres capaz —me reta Seis después de derribarme al suelo como respuesta a la torpe patada circular que le he lanzado.
Yo me lanzo hacia ella, eliminando la distancia que nos separa en una décima de segundo. Le dirijo un gancho de izquierda pero ella lo bloquea y, agarrándome del bíceps, se sirve de mi impulso para hacerme volar sobre su cabeza. Me preparo para una caída dolorosa, pero ella no me suelta el brazo, sino que me hace girar sobre su hombro para que mis pies se posen en el suelo.
Acto seguido, envuelve mis brazos con los suyos, de forma que se queda con el pecho apretado contra mi espalda. Pegando su cara a la mía, me besa la mejilla en broma. Antes de que yo pueda reaccionar, me golpea la parte de atrás de la rodilla con el pie y caigo de culo en el césped. Seis me aparta los brazos del suelo de un golpe y me deja tirado de espaldas. Me inmoviliza sin dificultad, y la tengo tan cerca que podría contarle los pelos de las cejas. Un hormigueo me invade el estómago.
—Ya está bien —interviene finalmente Sam—. Le has hecho morder el polvo. Ahora déjale que se levante.
La sonrisa de Seis se ensancha, y la mía también. Nos quedamos en esa posición un segundo más hasta que ella se echa atrás y me ayuda a levantarme tirándome de las axilas.
—Ahora me toca a mí con Seis —dice Sam.
Inspiro profundamente y agito los brazos para desentumecerlos.
—Toda tuya —le digo, y empiezo a desfilar hacia la casa.
—John… —me llama Seis justo cuando estoy llegando a la puerta trasera. Me doy la vuelta, intentando sofocar el extraño cosquilleo que siento al verla.
—¿Sí?
—Ya llevamos una semana en esta casa. Creo que ya va siendo hora de que dejes atrás cualquier tipo de apego emocional o miedo que estés arrastrando. —Por un segundo, después de lo que acaba de ocurrir, me creo que está hablando de Sarah—. El Cofre —añade.
—Ya lo sé —respondo, y entro en la casa cerrando la puerta corredera detrás de mí.
Me meto en mi habitación y me pongo a dar vueltas dentro, inspirando profundamente mientras intento comprender lo que acaba de suceder en el jardín.
Entro en el baño y me echo agua fría en la cara antes de mirarme al espejo. Sarah me mataría si me pillara mirando así a Seis. Me repito una vez más que no tengo nada de qué preocuparme, porque los lóricos amamos a una sola persona para toda la vida. Si Sarah es mi amor verdadero, entonces lo de Seis es un cuelgue pasajero.
De vuelta en mi habitación, me tumbo de espaldas, cruzo las manos sobre la barriga y cierro los ojos. Hago profundas inspiraciones y cuento hasta cinco antes de soltar el aire por la nariz.
Treinta minutos después, abro la puerta y oigo a Sam y a Seis en la salita. El único sitio de la casa que he encontrado para esconder el Cofre es el cuartito de la limpieza, encima del termo. Hago un esfuerzo por sacarlo haciendo el mínimo de ruido posible. Después, vuelvo de puntillas a mi habitación y cierro la puerta con llave.
Seis tiene razón. Ya va siendo hora. Se acabó la espera. Sujeto el candado del Cofre. Se calienta enseguida y después se agita en la palma de mi mano para adoptar una forma casi líquida antes de abrirse con un chasquido. Del interior surge un intenso resplandor. Nunca había hecho esto antes. Meto la mano dentro y saco la lata de café con las cenizas de Henri, y después su carta, que sigue dentro de un sobre cerrado. Cierro la tapa y vuelvo a echar el candado. Puede parecer una tontería, pero es como si, mientras no lea la carta que Henri me dejó, todavía pudiera mantenerlo con vida. Una vez la haya leído, ya no quedará nada más que me pueda contar, nada más que me pueda enseñar, y de él solo quedará el recuerdo. Todavía no estoy preparado para eso.
Abro el armario donde tengo apilada mi ropa y entierro la lata de café y la carta debajo del montón. Cojo el Cofre y salgo de la habitación, antes de aguardar en el pasillo para escuchar a mis amigos, que están viendo en Internet un programa llamado «Los alienígenas de la Antigüedad». Sam bombardea a Seis con preguntas sobre la veracidad de todas las teorías sobre contactos extraterrestres que ha oído, y ella se las va confirmando o desmintiendo basándose en lo que le ha enseñado Katarina. Él anota las respuestas frenéticamente en su libreta, de donde surgen más preguntas que Seis va respondiendo con paciencia en la medida de lo que sabe. Sam está pendiente de cada una de sus palabras, que relaciona con sus propias conclusiones.
—¿Y las pirámides de Guiza? ¿Las construyeron los lóricos?
—En parte sí, aunque la mayor parte la hicieron los mogadorianos.
—¿Y la Gran Muralla China?
—Los terrícolas.
—¿Y qué ocurrió en Roswell, Nuevo México?
—Una vez le hice la misma pregunta a Katarina y me dijo que no tenía ni idea. Así que yo tampoco lo sé.
—Espera, ¿cuánto tiempo llevan viniendo los mogadorianos?
—Casi tanto como nosotros —responde ella.
—Entonces, la guerra entre unos y otros, ¿es nueva?
—No necesariamente. Lo que sé es que ambos bandos llevamos miles de años viajando a la Tierra; algunas veces coincidimos, y, por lo que sé, en general todo se desarrolló en términos amistosos. Pero entonces ocurrió algo que estropeó nuestra relación con ellos, y los mogadorianos pasaron mucho tiempo sin venir aquí. Aparte de eso no sé nada más, y no tengo ni idea de cuándo empezaron a volver.
Me acerco a ellos y planto el Cofre en mitad del suelo de la salita. Sam y Seis levantan la vista hacia mí. Ella me sonríe, lo que de nuevo me provoca un extraño cosquilleo. Le devuelvo la sonrisa, algo forzada.
—He pensado que, ya puestos, podríamos abrir esto juntos.
Sam empieza a frotarse las manos con una mirada ansiosa en los ojos.
—Para ya, Sam —le digo—. Parece que vayas a matar a alguien.
—Venga, tío. Llevas casi un mes provocándome con ese cofre y, aunque he sido paciente y he mantenido la boca cerrada por respeto a Henri y todo eso, ¿cuántas veces en la vida se te presenta la oportunidad de ver los tesoros de un planeta alienígena? No dejo de pensar en que los de la NASA matarían por estar ahora mismo en mi lugar. No puedes reprocharme que esté tan impaciente.
—¿Te enfadarías si al final no hubiese más que ropa sucia dentro?
—¿Ropa sucia alienígena? —pregunta Sam en tono irónico.
Me río, y acto seguido me agacho y agarro el candado. Mi mano resplandece con el solo contacto del metal frío, y una vez más el candado se calienta, se estremece y se retuerce en mi mano, manifestando los poderes ancestrales que lo mantienen cerrado. Cuando oigo el chasquido de apertura, aparto el candado y apoyo la mano sobre la tapa del Cofre. Seis y Sam se acercan expectantes.
Levanto la tapa. El Cofre vuelve a iluminarse con un fuerte fulgor que me daña los ojos. Lo primero que hago es sacar la bolsa de terciopelo con las siete esferas que componen el sistema solar de Lorien. Me acuerdo de Henri y del resplandor que vimos palpitar en el centro del planeta y que demostraba que aún quedaba vida latente en él. Dejo el saquito en la mano de Sam y los tres nos asomamos a mirar dentro del Cofre. Algo más se ilumina.
—¿Qué es esa luz? —pregunta Seis.
—Ni idea. Nunca había hecho eso antes.
Acto seguido, Seis mete la mano dentro y saca una piedra del fondo del Cofre. Es una esfera perfecta de cristal no más grande que una pelota de ping-pong. Cuando ella la toca, la luz se intensifica. Después se atenúa de nuevo y empieza a palpitar lentamente. Observamos el cristal, fascinados por el resplandor. De pronto, Seis lo deja caer al suelo. La esfera deja de palpitar y vuelve a resplandecer de forma continuada. Sam se agacha para recogerla.
—¡Espera! —grita Seis, y él levanta la vista, desconcertado—. Tiene algo que me da muy mala espina.
—¿A qué te refieres? —pregunto.
—He notado pinchazos en la palma. Cuando la he cogido he tenido una sensación muy desagradable.
—Todo esto es mi herencia —reflexiono—. ¿Y si soy el único que puede tocarla?
Me agacho y recojo con cautela el cristal resplandeciente. Pocos segundos después, es como si tuviera un cactus radioactivo en la mano; el estómago se me comprime y siento algo ácido trepándome por la garganta. Lanzo rápidamente el cristal sobre una manta. Trago saliva y digo:
—Igual estoy haciendo algo mal.
—Puede ser que no sepamos usarlo. Decías que Henri no quería que miraras lo que había dentro hasta que estuvieras preparado. ¿Y si todavía no lo estás?
—Eso sería un rollo, la verdad —contesto.
—Menudo chasco —dice Sam.
Seis se va a la cocina y regresa con dos paños y una bolsa de plástico. Extremando precauciones, coge el reluciente cristal con un paño y deja caer ambas cosas en la bolsa, que después envuelve con el otro paño.
—¿Crees que es necesario todo esto? —pregunto, sintiendo todavía el desagradable retortijón en el estómago. Ella se encoge de hombros y contesta:
—No sé si te habrá pasado lo mismo, pero la sensación que he tenido cuando he tocado esto era muy chunga. Más vale prevenir que curar.
El Cofre contiene toda mi herencia, y no sé muy bien por dónde empezar. Meto la mano dentro y saco un objeto que ya he visto antes: la piedra oval que Henri utilizó para extender el lumen de mis manos al resto del cuerpo. Enseguida cobra vida inundando la salita con su intensa luz. En el centro de la piedra empieza a arremolinarse algo que parece humo, girando en una dirección y luego en otra, como se lo he visto hacer antes.
—Esto ya es otra cosa —comenta Sam.
—Toma —digo entregándole la piedra, que se queda inerte al cambiar de manos—. Esto ya lo había visto.
Dentro del Cofre hay otros cristales más pequeños, un diamante negro, una colección de hojas quebradizas entrelazadas con un cordel y un talismán en forma de estrella que tiene el mismo color azul claro que el amuleto que llevo al cuello. Por el color deduzco que es loralita, un mineral muy preciado que solo se encuentra en el corazón de Lorien. También hay un brazalete oval rojo y una piedra de color ámbar en forma de gota.
—¿Qué dirías que es esto? —pregunta Sam señalando una piedra plana y circular del mismo color blanco que la perla que hay engarzada en un lado.
—No lo sé —respondo.
—¿Y eso? —inquiere, y esta vez señala un pequeña daga cuya hoja parece de diamante.
Lo sostengo en el aire. Mi mano se acomoda en el puño como si estuviera hecho para mí, y no me extrañaría que así fuera. La hoja no debe de superar los diez centímetros, y me basta con ver la forma en que la luz se refleja en el filo para darme cuenta de que corta más que cualquier navaja que pueda encontrarse en la Tierra.
—¿Y eso, qué es? —repite Sam señalando otro objeto, y no me cabe la menor duda de que repetirá lo mismo una y otra vez hasta que haya preguntado acerca de todo lo que hay dentro.
—Mira, esto te va a gustar —le digo mientras dejo la daga y cojo las siete esferas para mantenerle ocupado.
Soplo sobre ellas y unas minúsculas luces parpadean en su superficie. Después lanzo al aire las esferas, que cobran vida al instante y empiezan a rotar y a orbitar alrededor del sol central, que tiene el tamaño de una naranja.
—Es el sistema solar de Lorien —explico—. Seis planetas y un sol. Y este de aquí —añado señalando la cuarta esfera, que conserva las mismas tonalidades de gris ceniza que la última vez que lo vi—, es Lorien en su estado actual, tal y como es ahora mismo. La lucecita del centro es todo lo que queda de vida en él.
—Uau —exclama Sam—. Los de la NASA fliparían en colores si vieran esto.
—Pues ahora verás —digo, encendiendo mi mano derecha. Paso la luz sobre la esfera, y de pronto la superficie pierde los deprimentes tonos grisáceos para adoptar los vibrantes azules y verdes de los mares y los bosques—. Así era el planeta el día antes del ataque.
—Uau —repite Sam, contemplando boquiabierto la escena.
Aprovechando que los planetas en movimiento le tienen fascinado, vuelvo a mirar el Cofre.
—¿Te suena algo de lo que hay aquí? ¿O sabes para qué sirve? —pregunto a Seis, pero ella no me contesta.
Me doy la vuelta y veo que está igual de embelesada como Sam por el sistema solar, que gira a apenas un metro del suelo. Como Henri me había dicho que no formaban parte de mi herencia, es decir, que en un principio no estaban guardados en el Cofre, di por sentado erróneamente que ella los había visto antes. Pero es lógico que no sea así, ya que solo pueden activarse una vez ha aparecido el primer legado.
—Seis —la llamo. Volviendo al presente, ella gira la cabeza hacia mí, y, sin poder evitarlo, aparto la vista cuando nuestras miradas se cruzan—. ¿Conoces alguno de estos objetos?
—Poca cosa —murmura, pasando la mano sobre la superficie de las piedras—. Esta es la piedra sanadora que Henri y yo utilizamos en el instituto —dice señalando una gema plana y negra que ya había visto en esa ocasión. De pronto se queda petrificada, y una leve exclamación escapa de sus labios. Sam y yo intercambiamos miradas confusas. Ella saca del Cofre una piedra de color amarillo pálido, con una superficie cérea y lisa, y la sujeta en alto para verla a la luz—. ¡Dios mío! —se maravilla, dando vueltas a la piedra.
—¿Qué es? —pregunto. Ella me mira directamente a los ojos y contesta:
—Xitharis. Procede de nuestra primera luna.
Dicho esto, se lleva la piedrecita a la frente y cierra los ojos con fuerza. El tono amarillo pálido se oscurece levemente. Después, Seis abre los ojos y me da la piedra. Frunzo el ceño y cojo la xitharis. Al hacerlo, rozo con la punta de los dedos la palma de su mano.
Sam hace una brusca inspiración, sorprendido.
—Pero ¿qué…? —exclama con expresión aterrorizada, estirando las manos para palparme como haría un ciego.
—¿Qué pasa? —pregunto mientras me aparto las manos de Sam de la cara.
—Eres invisible —dice Seis en voz baja.
Bajo la vista y veo que es verdad: he desaparecido por completo. Suelto la xitharis como si fuese una patata caliente, y enseguida vuelvo a ser visible.
—Las xitharis permiten que un guardián transfiera a otro su legado —explica Seis—, pero solo durante un breve espacio de tiempo. Una hora, creo, o dos. No lo sé seguro. Se carga centrando tu energía en la piedra. Te la pones en la frente y listos.
—O sea, ¿que se carga como si fuera una batería? —pregunta Sam.
—Eso es, y no empieza a transmitir el legado hasta que otro guardián la toca.
Echo una ojeada a la piedra.
—Mola. Parece que ya no tendrás la exclusiva de las incursiones al pueblo.
—Y que tú ya no tendrás la exclusiva de la inmunidad al fuego —contesta ella, siguiendo con la broma.
—Eso parece, pero solo si te portas bien —le digo.
Sam recoge la xitharis del suelo y tensa todo el cuerpo mientras se concentra profundamente. No ocurre nada.
—Por favor —dice a la piedra—. Prometo usar el poder solo para hacer el bien. Nada de espiar en los vestuarios de las chicas.
—Lo siento, Sam —le dice Seis—, pero esto solo funciona con nosotros.
Resignado, Sam deja la xitharis. Inspeccionamos el resto del Cofre para ver si hay algo más que se active con el contacto. Pero al cabo de una hora de examinar y manipular los diecisiete objetos que hay en total, de soplar sobre ellos, de apretarlos con fuerza, no hay nada más que reaccione aparte del resplandeciente cristal envuelto en el paño, la piedra oval con el centro humeante y el sistema solar que sigue rotando en el aire. Utilizo la piedra sanadora para curarme los rasguños y moretones que me ha dejado Seis por todo el cuerpo.
—He esperado casi toda mi vida el momento de abrir esto y, ahora que lo he hecho, la mayoría de las cosas que hay me parecen inútiles —me lamento.
—Estoy segura de que su utilidad se revelará por sí sola con el tiempo —me reconforta Seis—. Este tipo de cosas es mejor consultarlas con la almohada. Las respuestas suelen venir cuando menos preguntas te haces.
Asiento, volviendo la mirada hacia los objetos que hay desperdigados en torno al Cofre. Seis tiene razón; obsesionarse con las respuestas es la mejor forma de evitar que lleguen.
—Pues sí, a lo mejor hay cosas que solo se activan cuando se manifiestan nuevos legados. Quién sabe —digo, encogiéndome de hombros.
Vuelvo a meterlo todo dentro y, siguiendo un impulso, mantengo el cristal resplandeciente envuelto en el paño. Dejo el sistema solar fuera, que prosigue su tránsito circular. Después, cierro el Cofre con el candado y me lo llevo por el pasillo.
—No te desanimes, John —dice Seis mientras me voy—. Como dijo Henri, es posible que todavía no estés preparado para verlo todo.