CAPÍTULO ONCE
LO QUE RECUERDO DE NUESTRA LLEGADA A SANTA Teresa son en su mayoría fragmentos de un largo viaje que pensé que no acabaría nunca. Recuerdo tener el estómago vacío y los pies doloridos, y sentirme extenuada la mayor parte del tiempo. Recuerdo a Adelina mendigando monedas o comida; recuerdo los mareos en el mar y los vómitos. Recuerdo las miradas de desprecio de los transeúntes. Recuerdo todas las veces que cambiamos de nombre. Y recuerdo el Cofre, con todo lo voluminoso que era, al que Adelina se negaba a renunciar por desesperada que fuera nuestra situación. Recuerdo que, el día que finalmente llamamos a la puerta que abrió la hermana Lucía, el Cofre estaba en el suelo, bien apretado entre los pies de Adelina. Y sé que ella lo escondió en la penumbra de algún rincón oculto del orfanato. Los días que he pasado buscándolo han sido infructuosos, pero no he renunciado a encontrarlo.
El domingo, una semana después de la llegada de Eli, nos sentamos en el último banco durante la misa. Es la primera a la que asiste, y capta su atención tanto como la mía: o sea, nada. Salvo por las clases, ha pasado casi todo el tiempo a mi lado desde la mañana en que le ayudé a hacer la cama. Vamos y volvemos del colegio juntas, desayunamos y cenamos juntas, hacemos nuestras oraciones de la noche juntas. He empezado a sentirme muy unida a ella, y, por la forma en que me sigue a todas partes, diría que ella también se siente muy unida a mí.
Cuando el padre Marco lleva sermoneando más de tres cuartos de hora, yo cierro los ojos, pensando en la cueva y preguntándome si debería llevar hoy a Eli conmigo o no. Hay varios problemas al respecto. El primero es que no hay luz dentro, y que ella no podrá ver en la oscuridad como puedo yo. El segundo es que la nieve aún no se ha derretido, y no sé si podrá atravesarla caminando. Pero el principal problema es que me preocupa ponerla en peligro. Los mogadorianos podrían aparecer en cualquier momento, y ella estaría indefensa. Pero, a pesar de todos esos inconvenientes y preocupaciones, estoy deseando llevarla conmigo. Quiero enseñarle mis dibujos.
El martes, minutos antes de salir para el colegio, me encontré a Eli sentada sobre su cama, encorvada. Seguía masticando una galleta del desayuno, y cuando miré sobre su hombro la vi haciendo a toda prisa un dibujo exacto de nuestro dormitorio. Me quedé impresionada por el nivel de detalle, la precisión técnica de cada grieta de la pared, su habilidad para reflejar hasta el menor rayo de sol de la mañana que entraba por las ventanas. Era como mirar una fotografía en blanco y negro.
—¡Eli! —la llamé impulsivamente.
Ella dio la vuelta al papel, metiéndolo en un libro de texto con sus pequeñas manos. Aunque sabía que era yo, no se dio la vuelta.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —le susurré—. ¿Dónde has aprendido a dibujar así?
—Me enseñó mi padre —susurró ella a su vez, manteniendo el dibujo oculto—. Era un artista. Y mi madre también.
Yo me senté en su cama.
—Y yo que pensaba que pintaba bien.
—Mi padre era un pintor magnífico —opinó con franqueza. Pero antes de que pudiera hacerle más preguntas, la hermana Carmela nos interrumpió y luego nos echó del dormitorio. Aquella noche encontré el dibujo debajo de mi almohada. Es el mejor regalo que me han hecho nunca.
Ahora, sentada en misa, pienso que quizá Eli pueda ayudarme con mis dibujos. Seguro que puedo encontrar una linterna o una luz en algún sitio para llevárnosla a la cueva. Entonces suena una risilla a mi lado que interrumpe mis pensamientos.
Abro los ojos y echo un vistazo. Eli ha descubierto una oruga peluda de color negro y rojo trepando por su brazo. Yo me llevo el dedo a los labios para pedirle que se calle. Eso le hace parar un instante, pero luego la oruga sube más, y ella vuelve a reírse. Se le pone la cara roja mientras intenta contener la risa, pero el intento solo empeora las cosas. Finalmente, no puede evitarlo y suelta una carcajada. Todo el mundo se vuelve para ver qué está pasando, y el padre Marco interrumpe su sermón a media frase. Yo le quito a Eli la oruga del brazo y me siento derecha, devolviendo la mirada a los que nos están observando. Eli deja de reírse. Poco a poco, las cabezas se van girando otra vez, y el padre Marco, claramente molesto por haber perdido el hilo, retoma su sermón.
Yo sostengo dentro del puño a la oruga, que serpentea para liberarse. Al cabo de un minuto abro la mano, y ese repentino movimiento hace que el peludo animalito se haga una bola. Eli enarca las cejas y ahueca las manos, y yo coloco la oruga dentro. Ella se queda mirándola sonriente.
Recorro con la vista la primera fila. No me sorprende en absoluto ver a la hermana Dora lanzándome una mirada furiosa. Luego niega con la cabeza antes de volver su atención hacia el padre Marco.
Me inclino hacia Eli, acercándome lo suficiente como para susurrarle al oído sin que nadie más nos oiga.
—Cuando termine la oración, tenemos que salir de aquí lo más rápido que podamos. Y mantente alejada de la hermana Dora.
Antes de la misa, yo le había recogido el pelo en una trenza tirante; ahora, mirándome con sus enormes ojos marrones, parece como si la pesada trenza tirara de su cabeza hacia atrás.
—¿Me van a castigar? —pregunta Eli.
—No te preocupes. Pero, por si las moscas, mejor salimos corriendo antes de que la hermana Dora nos coja por banda. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dice ella.
Pero no tenemos suerte. Justo cuando faltan unos minutos para que acabe la misa, la hermana Dora se levanta como si nada, se dirige hacia el fondo de la nave y se queda esperando junto a la puerta, a unos pasos de nosotras. Cuando vuelvo a abrir los ojos después de recitar la última oración y santiguarme, ella me coloca una mano sobre el hombro izquierdo.
—Por favor, ven conmigo —le dice a Eli, estirándose junto a mí para agarrarla por la cintura.
—¿Qué está haciendo? —le pregunto.
La hermana Dora pasa junto a mí, con Eli agarrada.
—No es asunto tuyo, Marina.
—¡Marina! —me llama Eli en tono suplicante. Mientras la hermana Dora se la lleva, ella me mira con ojos asustados. A mí me entra el agobio y corro hacia los primeros bancos, donde está Adelina, de pie, hablando con una señora del pueblo.
—La hermana Dora ha cogido a Eli y se la ha llevado —digo apresurada, interrumpiéndola—. ¡Adelina, tienes que detenerla!
Ella me mira sin dar crédito.
—No pienso hacer tal cosa. Y llámame «hermana Adelina». Ahora, si me disculpas, estoy en mitad de una conversación —dice.
Yo no doy crédito. Mis ojos se llenan de lágrimas. Adelina ya no se acuerda de lo que es pedir ayuda y no recibirla.
Doy media vuelta y salgo de la nave para subir por la escalera de caracol a las dependencias del convento. Al final del pasillo, a la izquierda, la única puerta que está cerrada es la del despacho de la hermana Lucía. Corro hacia ella, intentando pensar qué hacer. ¿Llamo a la puerta? ¿O entro por las buenas? Pero ni siquiera tengo oportunidad de hacer ninguna de las dos cosas. Cuando estoy a punto de agarrar el pomo de la puerta, oigo un golpe de palmeta, seguido inmediatamente de un grito. Me quedo helada de la impresión. Eli grita al otro lado y, un segundo después, la hermana Dora abre la puerta.
—¿Qué haces aquí? —me espeta.
—Venía a ver a la hermana Lucía —miento.
—Pues no está aquí, y tú deberías estar en la cocina. Venga —dice, echándome por donde he venido—. Yo también voy para allá.
—¿Eli está bien?
—Eso no es asunto tuyo, Marina —dice, y luego me agarra por el brazo y me hace dar media vuelta con un empujoncito—. ¡Hala, venga! —me ordena.
Yo me alejo del despacho, odiando el miedo que me entra cada vez que me veo implicada en una confrontación. Siempre ha sido así: con las hermanas, con Gabriela García, con Linda en el muelle. Siempre siento lo mismo, los mismos nervios que rápidamente dan paso al pánico y que siempre me hacen salir corriendo.
—¡Más rápido! —me grita la hermana Dora, siguiéndome por la escalera de caracol en dirección a la cocina, donde me esperan las tareas del ágape.
—Tengo que ir al baño —miento antes de llegar a la cocina; quiero asegurarme de que Eli está bien.
—De acuerdo. Pero date prisa. Te estaré esperando.
—Lo haré.
Me escondo tras la esquina y espero treinta segundos para asegurarme de que se ha ido. Luego corro por donde he venido, subo por la escalera de caracol y recorro el pasillo. La puerta del despacho está entornada, y entro por ella. El interior está oscuro, sombrío. Una capa de polvo cubre las estanterías que se alinean en las paredes y que están llenas de libros antiguos. La única luz que hay entra por una vidriera sucia.
—¿Eli? —la llamo, pensando por alguna razón que podría haberse escondido. Pero no contesta.
Salgo del despacho y me asomo a las habitaciones al otro lado del pasillo, pero están vacías. Sigo llamándola. En el otro extremo del pasillo está el dormitorio de las hermanas. Allí tampoco hay señales de Eli. Vuelvo a bajar las escaleras. La gente ya está en el comedor. Entro en la nave, buscando a mi amiga. No está allí, ni en ninguno de los dos dormitorios, ni en la sala de ordenadores, ni en los almacenes. Cuando ya he mirado en la mayoría de los sitios que se me ocurren, ha pasado media hora, y sé que cuando llegue al comedor tendré problemas.
Pero en vez de eso, me quito la ropa de los domingos a toda prisa, cojo mi abrigo del colgador, quito la manta de la cama y corro afuera. Me abro camino entre la nieve, lejos del pueblo, incapaz de apartar de mi mente los palmetazos y el grito de Eli. Tampoco soy capaz de perdonar la bronca de Adelina. Con todo el cuerpo en tensión, centro mi energía en las grandes rocas junto a las que paso, usando la telequinesia para levantarlas y lanzarlas contra la ladera de la montaña. Es una buena forma de liberar tensión. La superficie de la nieve se ha endurecido, creando una fina capa de hielo que cruje bajo mis pies pero que no evita que las rocas se deslicen ladera abajo. Estoy tan enfadada que podría dejarlas caer descontroladas hacia el pueblo. Pero las paro en seco. En realidad, no es con el pueblo con quien estoy enfadada, sino con el convento que lleva el mismo nombre y con quienes viven en él.
Paso junto a la joroba de camello. Aún me falta medio kilómetro. El sol me calienta la cara. Está alto, y un poco inclinado hacia el este, lo que significa que tengo al menos cinco horas antes de volver. Hace mucho tiempo que no dispongo de tanto tiempo libre, y, con ese sol radiante y el viento fresco ahuyentando mi humor de perros, apenas me importa lo que me espera cuando regrese. Me vuelvo para comprobar si la capa está borrando mis huellas en la nieve endurecida, y me preocupo al comprobar que esta vez no lo ha hecho.
De todas formas, sigo adelante hasta que veo el arbusto redondeado asomando entre la nieve; corro hacia él, sin darme cuenta al principio de lo que mis ojos deberían estar entrenados para ver: que la nieve que hay frente a la cueva está revuelta y apartada a los lados. Pero en cuanto llego a la entrada, me doy cuenta inmediatamente de que hay algo que no cuadra en absoluto.
Provenientes del sur, unas huellas de botas, el doble de grandes que las mías, salpican la ladera de la montaña, formando una línea perfecta que corta la nieve desde el pueblo hasta la cueva. Parecen haber estado dando vueltas en la entrada. Me aturullo, convencida de que estoy pasando algo más por alto. Y entonces caigo: las huellas llegan hasta la cueva, pero no salen de ella.
Quien las haya hecho sigue allí dentro.