CAPÍTULO DIEZ

YA NUNCA DUERMO SIN TENER PESADILLAS. TODAS las noches se me aparece el rostro de Sarah, justo un segundo antes de que, engullida por la oscuridad, lance un grito de socorro. Por mucho que la busque frenéticamente, no la encuentro por ningún lado. Y ella sigue gritando; una voz asustada, desgarrada y solitaria, y yo nunca consigo localizarla.

Y después veo a Henri: un cuerpo retorcido y humeante que me mira sabiendo que nuestro tiempo juntos ha tocado a su fin. Lo que veo en sus ojos nunca es miedo, reproche ni tristeza, sino más bien orgullo, alivio y amor. Parece querer decirme que siga adelante, que luche, que gane. Y entonces, justo al final, abre los ojos de par en par como pidiendo más tiempo. «Venir aquí, a Paradise, no ha sido por casualidad», dice otra vez, y sigo sin entender a qué se refiere. Y prosigue: «No cambiaría ni un segundo de lo que hemos pasado, hijo. Ni por todo Lorien. Ni por todo el mundo». Esta es mi maldición: tener que ver morir a Henri cada vez que sueño con él. Una y otra vez.

Veo Lorien, los días previos a la guerra, las selvas y los mares con los que he soñado cientos de veces. Me veo de niño, corriendo libremente entre la hierba alta mientras los que me rodean sonríen, ajenos a los horrores que están por venir. Después veo la guerra, la destrucción, los asesinatos y la sangre. A veces, en noches como esta, tengo visiones nítidas de lo que creo que es el futuro.

Cierro los ojos pero no por mucho tiempo, porque enseguida me veo transportado a otra parte. Y nada más empezar el sueño entro en un paisaje que, aunque sé que no he visto antes, sigue resultándome conocido.

Corro por un sendero flanqueado por montones de escombros y residuos. Vidrios rotos. Plástico quemado. Acero oxidado y retorcido. Una niebla agria me llena la nariz y me humedece los ojos. Unos edificios ruinosos se recortan contra el cielo gris. Un río oscuro y estancado se agazapa a mi derecha. Percibo un tumulto más adelante: gritos y estampidos metálicos que se propagan en el denso aire. Me encuentro con una multitud enfurecida que, al otro lado de una valla, rodea una pista asfaltada donde está a punto de despegar una gran nave espacial. Atravieso una verja de alambre de púas y entro en la pista de despegue.

La pista está delimitada por pequeños riachuelos que tienen el color del magma. Unos soldados mogadorianos mantienen a raya a la multitud mientras un tropel de rastreadores prepara la nave, un globo de ónice suspendido en el aire, para el despegue.

Se elevan gritos de furia mientras los mogadorianos contienen al gentío a golpes. Son de menor tamaño que los soldados que he visto, pero tienen la misma tez cenicienta. Se oye retumbar un rumor sordo procedente de más allá de la nave. La multitud calla y, atemorizada, da unos pasos atrás a la vez que los soldados de la pista se sitúan en filas ordenadas.

Y entonces cae algo del cielo brumoso. Un oscuro vórtice absorbe las nubes cercanas, dejando una estela espesa y negra tras de sí. Me tapo los oídos justo antes de que el objeto, al estrellarse, propague por el suelo unas vibraciones tan fuertes que casi me tumban. Todo se queda en silencio mientras el polvo se asienta para revelar una nave en forma de esfera perfecta, blanca y opaca como una perla. Una puerta circular se abre y de ella emerge un gigantesco ser. El mismo que intentó decapitarme con su espada en la fortaleza de piedra.

Un gran alboroto recorre la valla cuando todos intentan escapar frenéticamente del monstruoso mogadoriano. Es más descomunal de lo que recordaba, con unos músculos perfectos y el pelo muy corto, como rapado. Unos tatuajes le serpentean por los brazos y unas cicatrices le surcan los tobillos, ninguna de ellas tan grande ni llamativa como la de su cuello, grotesca y violeta. Un soldado saca de la nave un bastón de oro, con el puño curvado en forma de martillo y un ojo negro pintado en un lado. Cuando el gigantesco ser lo empuña, el ojo cobra vida girando a un lado y a otro, explorando su entorno, hasta que al final me encuentra.

El mogadoriano examina la multitud, percibiendo mi presencia cercana. Entorna los ojos y da un paso de gigante hacia mí, levantando el bastón dorado. El ojo negro palpita.

En ese momento, uno de los presentes lanza un grito al monstruo, sacudiendo la valla con furia. El gran mogadoriano se vuelve hacia el alborotador y blande la vara hacia él. Del ojo surge un resplandor rojizo y justo después el hombre queda hecho pedazos, atravesado por la alambrada. Estalla una gran barahúnda mientras el gentío intenta escapar por todos los medios.

El gigante dirige de nuevo su atención hacia mí y me apunta a la cabeza con la vara. Me asalta una sensación de caída. El vértigo se apodera de mi estómago hasta el punto de querer vomitar. Lo que veo colgado de su cuello es tan perturbador, tan chocante, que me despierto de golpe, con la sensación de haber sido alcanzado por un rayo azul.

El amanecer irrumpe por las ventanas, inundando la pequeña habitación con la intensa luz de la mañana. Los objetos recuperan su forma. Estoy bañado en sudor y sin aliento. Y, con todo, aquí estoy, y el dolor y la confusión de mi corazón me confirman que sigo vivo, que ya no estoy en un lugar de pesadilla donde un hombre puede morir desgarrado entre los pequeños agujeros de una alambrada de púas.

Hemos encontrado una casa abandonada en el límite de un parque natural, a pocos kilómetros del lago George, en Florida. Es el tipo de casa que le gustaba a Henri: aislada, pequeña y tranquila, sin personalidad pero segura. Es de un solo piso, con la fachada pintada de color verde lima. En el interior, las paredes están decoradas en varios tonos de beige y la moqueta es de color marrón. Hemos tenido mucha suerte de que el agua no estuviese cortada. A juzgar por el denso polvo que flota en el aire, hace bastante tiempo que nadie vive aquí.

Me doy la vuelta en la cama para ponerme de lado y mirar el teléfono móvil que tengo al lado de la cabeza. Lo único que podría quitarme de la cabeza el horror que acabo de presenciar es Sarah, a la que llevo ya dos semanas sin ver. Recuerdo la vez que estuvimos en mi habitación, justo cuando ella acababa de volver de Colorado, y cómo nos abrazamos. Si pudiese quedarme con un solo momento de los que hemos pasado juntos, elegiría ese. Cierro los ojos, tratando de imaginar lo que debe de estar haciendo en este preciso instante, qué lleva puesto, con quién está hablando. En las noticias han dicho que cada uno de los seis institutos más cercanos a Paradise ha absorbido a una fracción de los alumnos desplazados en espera de que se construya un nuevo edificio. Me pregunto en cuál de ellos estará estudiando Sarah, y si seguirá haciendo fotografías.

Acerco la mano al móvil, que funciona con tarjeta prepago y que va a nombre de Julio C. Sar (Henri no dejaba de sorprenderme con su particular sentido del humor). Enciendo el teléfono por primera vez desde hace días. Solo tengo que marcar el número de Sarah para oír su voz. Así de simple. Pulso los números que tan bien conozco, uno por uno, hasta llegar al último. Cierro los ojos, tomo una profunda bocanada de aire, y finalmente apago el teléfono y cierro la tapa. Sé que no puedo pulsar el último número. El miedo por la seguridad de Sarah, por su vida (y la de todos nosotros) me lo impide.

En la salita, Sam ve la CNN en línea con uno de los portátiles de Henri sobre las rodillas. Menos mal que todavía funciona la tarjeta de conexión inalámbrica de Henri, sea cual sea el nombre falso con el que la registró en su momento. Sam escribe notas a toda velocidad en un cuaderno. Han pasado tres días desde el incidente de Tennessee, y no llegamos a Florida hasta anoche, saltando de un camión a otro hasta tres veces (aunque uno de ellos nos llevó trescientos kilómetros en una dirección equivocada) antes de colarnos en el tren que nos ha traído hasta aquí. Sin el uso de los legados (nuestra velocidad, la invisibilidad de Seis), nunca lo habríamos logrado. Nuestra intención es permanecer ocultos una temporada hasta que las noticias se calmen. Después nos reorganizaremos, empezaremos a entrenar y evitaremos a toda costa más percances como el de los helicópteros. La primera tarea de la lista es encontrar otro vehículo. La segunda, pensar qué haremos después. Ninguno de nosotros lo tiene muy claro. Una vez más, me abruma la ausencia de Henri.

—¿Dónde está Seis? —pregunto, entrando de golpe en la salita.

—Ahí fuera, haciéndose unos largos o algo —contesta Sam. Una cosa genial que tiene la casa es la piscina de detrás, que Seis enseguida llenó haciéndole caer un intenso chaparrón encima.

—Me extraña que no quieras ir a ver qué tal le sienta el bañador —le digo, dándole un codazo.

Él se pone colorado.

—Venga ya, colega. Quería echar un vistazo a las noticias. Para ser útil, más que nada.

—¿Alguna novedad?

—¿Aparte de haberme convertido en un cómplice por cuya captura ofrecen una recompensa que ha aumentado a medio millón de dólares? —pregunta Sam.

—En el fondo te encanta, no lo niegues.

—Sí, mola bastante —reconoce, sonriendo—. Pero no, no hay ninguna novedad. No sé cómo Henri podía manejar todo esto. Salen miles de artículos cada día, no exagero.

—Henri no dormía.

—Y tú, ¿no quieres ir a ver qué tal le queda el bañador a Seis? —me pregunta, centrándose de nuevo en la pantalla. Me sorprende la ausencia de ironía en su tono. Él sabe lo que siento por Sarah. Y yo sé lo que él siente por Seis.

—¿A qué viene eso?

—He visto cómo la miras —responde, y hace clic en un enlace referente a un accidente de avión en Kenia. Un superviviente.

—¿Y cómo la miro, Sam?

—Déjalo —dice. El superviviente es una anciana. Está claro que no es una de nosotros.

—Los lóricos nos enamoramos para toda la vida, colega. Y yo estoy enamorado de Sarah. Tú ya lo sabes.

Sam levanta la vista por encima de la pantalla.

—Sí, ya lo sé. Es que, no sé, eres el tipo de tío que le gustaría a ella, no un friki de las matemáticas obsesionado por los alienígenas y el espacio exterior. No veo cómo Seis podría enamorarse de alguien como yo.

—Tú eres la caña, Sam. No lo olvides nunca.

Salgo por la puerta corredera de cristal que da a la piscina. Más allá hay un césped descuidado, tras el cual se alza un muro de ladrillos que cerca la propiedad y nos mantiene fuera de la vista de cualquiera que pueda pasar por allí. No hay vecinos en medio kilómetro a la redonda, y el pueblo más próximo se encuentra a diez minutos en coche.

Seis surca el agua, deslizándose por su superficie como un insecto acuático. A su lado, nadando el doble de rápido, hay un mamífero con forma de ornitorrinco pero de pelaje largo y blanco y con barba. No tengo ni idea de en qué animal se ha transformado Bernie Kosar. Seis percibe mi presencia y se detiene al final de la piscina, sacando medio cuerpo del agua y apoyando los brazos en el borde. Bernie Kosar sale de un salto y, tras recuperar la forma de beagle, se sacude para secarse y me salpica todo el cuerpo. Me resulta refrescante, y no puedo evitar pensar lo agradable que es volver a estar en el sur del país.

—Más te vale no machacar a mi perro —le digo. Me sorprendo a mí mismo admirando sus hombros perfectos, su cuello esbelto. Puede que Sam tenga razón. Puede que mire a Seis del mismo modo que él la mira. Siento más que nunca el impulso de correr adentro, encender el móvil y oír la voz de Sarah.

—Más bien es él el que me está machacando a mí. Por cómo nada ese canijo, diría que ya está del todo curado. Y hablando de curarse, ¿qué tal tienes la cabeza?

—Todavía me duele —respondo, pasándome una mano por ella—. Pero no es nada que no pueda aguantar. Estoy preparado para empezar a entrenar hoy, si lo dices por eso.

—Perfecto. Ya estaba harta de no hacer nada. Hace mucho que no entreno con nadie.

—¿Estás segura de que quieres entrenar conmigo? Sabes que puedes acabar herida, ¿no? —Ella se ríe, y acto seguido me lanza un chorro de agua con la boca—. Tú lo has querido: ¡luz! —digo, visualizando la superficie de la piscina y lanzando una ráfaga de aire encima.

Una onda de agua se abalanza hacia su cara. Seis se zambulle debajo de la superficie para evitar el choque, y cuando resurge lo hace encima de una ola enorme que casi absorbe toda el agua de la piscina. Se acerca a mí montada en la cresta y, aunque se aparta en el último momento, la ola sigue su recorrido. Antes de darme tiempo a reaccionar, me arrolla y me lanza contra la parte trasera de la casa. Oigo las risas de Seis mientras el agua retrocede de vuelta a su lugar. Me pongo de pie e intento empujarla hacia la piscina, pero ella desvía mi telequinesia, y de pronto me encuentro cabeza abajo y volando por los aires, donde me quedo agitando los brazos indefenso.

—¿Qué puñetas estáis haciendo ahí fuera? —pregunta Sam, que está de pie frente a la puerta de cristal.

—Pues… como Seis se estaba poniendo chulita, he decidido ponerla en su sitio. ¿No se nota?

Sigo vuelto del revés, suspendido a un metro de altura sobre la piscina. Noto la telequinesia de Seis sujetándome por el tobillo derecho, y la sensación es la misma que la que tendría si estuviera agarrándome con una mano.

—Sí, ya lo veo. La tienes contra las cuerdas —responde Sam.

—Estaba a punto de contraatacar. Tomándome mi tiempo y eso.

—¿Qué dices tú, Sam? —pregunta Seis—. ¿Le doy su merecido?

Una sonrisa recorre el rostro de mi amigo.

—Todo tuyo.

—¡Oye! —exclamo justo antes de que ella me suelte y me haga caer de cabeza al agua. Cuando salgo, Seis y Sam están riéndose a carcajadas.

—Eso solo ha sido el primer asalto —protesto mientras salgo de la piscina. Me quito la camiseta y la arrojo contra el suelo de cemento—. Me has pillado por sorpresa. Tú espera y verás.

—¿Dónde está ahora el tío duro y curtido? —pregunta Sam—. ¿No te describiste así cuando te rapaste la cabeza?

—Simple estrategia —contesto—. Estoy dando falsas esperanzas a Seis, y cuando se confíe, verá de lo que soy capaz.

—¡Ja! Lo que tú digas —se ríe él antes de añadir—: Jo, cómo me gustaría tener legados.

Seis se ha plantado entre los dos, riéndose todavía. Lleva su bañador negro liso, y el agua le recorre la piel de los brazos y las piernas mientras se inclina ligeramente hacia delante y se retuerce el pelo para escurrírselo. La cicatriz de su pierna todavía tiene mal color, pero no está tan violeta como la semana pasada. Finalmente, se echa el pelo hacia atrás. Sam y yo la miramos embobados.

—Bueno, entonces ¿entrenamos esta tarde? —pregunta Seis—. ¿O todavía piensas que me vas a hacer daño?

Hincho las mejillas y suelto el aire despacio.

—Vale, pero no te meteré mucha caña. Esa cicatriz que tienes en la pierna todavía tiene mala pinta. Pero sí, cuenta conmigo.

—Sam, ¿tú también te apuntas?

—¿Queréis que entrene con vosotros? ¿En serio?

—Pues claro. Ahora eres de los nuestros —responde Seis.

Él asiente, frotándose las manos.

—Contad conmigo —dice, sonriendo como un niño con zapatos nuevos—. Pero si solo me queréis para practicar el tiro, me vuelvo a casa.

Empezamos a las dos del mediodía, pero el cielo está tan gris que no creo que el entrenamiento vaya a durar mucho. Sam salta sobre las puntas de los pies, equipado con pantalones cortos de deporte y una camiseta enorme. Es todo rodillas y codos, pero si el corazón y el coraje pudieran medirse, seguramente él sería tan grande como el mogadoriano que he visto a bordo de esa nave.

Seis empieza enseñándonos las técnicas de combate que ha aprendido, que es mucho más de lo que yo sé. Su cuerpo se mueve con fluidez y con la precisión de una máquina cuando lanza una patada o un puñetazo, o cuando da una voltereta hacia atrás para eludir un ataque. Nos muestra cómo contraatacar y las ventajas de la destreza y la coordinación, y repite una y otra vez las mismas maniobras hasta que surgen de forma espontánea. Sam resiste todo lo que le lanza, incluso cuando sus golpes le hacen caer rodando por el suelo o le dejan sin aliento. Ella ensaya los mismos ataques conmigo, y aunque hago como si me lo tomara como un juego, me esfuerzo al máximo, y aun así me muele a golpes. No me puedo imaginar cómo puede haber aprendido todo eso por su cuenta. La segunda vez que termino con la boca llena de tierra y hierba comprendo lo mucho que tengo que aprender de ella.

Media hora más tarde empieza a llover. Primero es un ligero goteo, pero al poco rato el cielo se nos cae encima y tenemos que refugiarnos dentro. Sam se pasea por la casa lanzando patadas y puñetazos a enemigos invisibles. Mientras tanto, yo me siento en una silla, apretando mi amuleto azul en el puño y clavando la mirada en la ventana principal durante un buen rato, contemplando el espectáculo mientras recuerdo que las dos últimas tormentas que he visto se produjeron porque Seis las invocó.

Cuando me doy la vuelta, la veo dormir profundamente en un rincón de la salita, acurrucada con Bernie Kosar, al que abraza como si fuera una almohada. Siempre duerme así, hecha un ovillo, y es entonces cuando sus duros rasgos se suavizan.

Las blancas plantas de sus pies apuntan hacia mí, y cuando utilizo la telequinesia para hacerle unas cosquillas suaves en la planta del pie derecho, lo agita como si quisiera espantar una mosca pesada. Le hago cosquillas de nuevo. Vuelve a agitar el pie, esta vez con más fuerza. Espero unos pocos segundos y entonces, con la máxima suavidad, le hago cosquillas a lo largo de todo el pie, desde el talón hasta el dedo gordo. Seis retira el pie y, al enderezar la pierna con una patada, crea una fuerza telequinética que me lanza hacia la pared, donde dejo un agujero por el que se ven los cables y tacos del interior. Sam irrumpe en la salita y adopta al instante una perfecta posición de combate.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién está ahí? —grita.

Me levanto del suelo frotándome el codo, que es el que se ha llevado la mayor parte del golpe.

—Idiota —dice Seis, incorporándose.

Sam me mira a mí y después a ella.

—Debería daros vergüenza —dice mientras se retira de vuelta a la cocina—. Vuestro ligoteo me ha dado un susto de muerte.

—Para susto de muerte, el que me he llevado yo —contesto, pasando por alto la parte del ligoteo, pero él se ha ido ya y no me oye. ¿Estoy ligoteando? ¿Pensaría Sarah que eso era ligoteo?

Seis bosteza, levantando los brazos hacia el techo.

—¿Todavía llueve?

—Un montón, pero míralo por el lado bueno; el tiempo te ha salvado de que te dé una paliza.

—Esa pose de tipo duro ya cansa, Johnny —dice ella, meneando la cabeza—. Y no olvides lo que puedo hacer con los elementos.

—Ni en sueños —respondo, pero intento cambiar el tono. Me doy rabia a mí mismo por flirtear con otra chica—. Oye, hay una cosa que quería preguntarte: ¿de quién es esa cara de las nubes? Cada vez que creas una tormenta veo ese rostro tan loco y amenazador.

Rascándose la palma del pie derecho, me contesta:

—No lo sé, pero cada vez que he podido alborotar el tiempo, aparece siempre la misma cara. Me imagino que debe de ser lórica.

—Sí, supongo. Pues yo creía que era un ex novio loco al que todavía no has conseguido olvidar.

—Claro, porque los hombres de noventa años son mi debilidad. Qué bien me conoces, John.

Me encojo de hombros, y los dos sonreímos.

Por la noche hago la cena en una parrilla oxidada pero aprovechable que hemos encontrado en el jardín trasero. O intento hacerla, mejor dicho. Como fui a clases de economía doméstica con Sarah en el instituto de Paradise, soy el único que sabe cómo preparar algo que pueda parecer un menú aunque sea remotamente. Esta noche: pechugas de pollo, patatas y una pizza de pepperoni descongelada.

Estamos sentados en la moqueta de la salita formando un triángulo. Seis se ha echado una manta encima de la cabeza y los hombros; debajo lleva una camiseta negra de tirantes, y su amuleto queda colgando a la vista. Verlo me trae a la mente el sueño que he tenido. Cuánto deseo disfrutar de una cena normal en torno a una mesa y dormir tranquilamente por las noches sin que me atormente mi pasado lórico. ¿Serían así las cosas en Lorien antes de que nos fuéramos?

—¿Piensas mucho en tus padres, en la vida que teníais en Lorien? —pregunto a Seis.

—Ahora ya menos. En realidad no sabría ni decirte qué cara tenían. Eso sí, recuerdo cómo me sentía estando con ellos, no sé si me explico. Pienso bastante en esa sensación, diría yo. ¿Y tú?

Cojo una porción de pizza quemada, y decido no volver a comer nunca pizza descongelada en una parrilla.

—Los veo mucho en sueños. Es bonito, pero al mismo tiempo me parte el corazón. Eso me recuerda que están muertos.

La manta le resbala a Seis de la cabeza y le queda colgando de los hombros.

—¿Y tú, Sam? —dice—. ¿Echas de menos a tus padres?

Sam abre la boca y la vuelve a cerrar. Sé que está planteándose decirle a Seis que cree que unos alienígenas se llevaron a su padre, que le abdujeron cuando salió a comprar pan y leche. Finalmente dice:

—Los echo de menos a los dos, a mi madre y a mi padre, pero prefiero estar con vosotros. Teniendo en cuenta todo lo que sé, no creo que pudiera quedarme en casa.

—Sí, sabes demasiado —asiento, y me siento culpable de que tenga que tragarse esta cena espantosa en el suelo de una casa abandonada en lugar de disfrutar de la comida de su madre en una mesa como Dios manda.

—Sam, siento que te hayamos metido en esto. Pero también me alegro de que estés aquí —dice Seis, y él se sonroja.

—No sé por qué, pero estoy empezando a sentir una conexión muy fuerte con todo lo que está pasando. ¿Puedo preguntaros una cosa? ¿Está muy lejos Mogador de la Tierra?

Recuerdo el día en que Henri activó las siete esferas de cristal. Sopló sobre ellas para que cobraran vida, y al instante siguiente estábamos contemplando una réplica flotante de nuestro sistema solar.

—Está mucho más cerca que Lorien, ¿por qué?

Sam se levanta del suelo y pregunta:

—¿Cuánto se tardaría en llegar hasta allí?

—Puede que unos pocos meses —contesta Seis—. Depende de la nave en la que viajes y del tipo de energía que utilice.

—Creo que el gobierno de los Estados Unidos tiene que haber construido una nave que pueda cubrir esa distancia —dice Sam, caminando en círculos—. Seguro que tienen un prototipo ultrasecreto oculto en una montaña que a su vez está oculta bajo otra montaña. Lo que estaba pensando es qué pasaría si tuviéramos que llevar la lucha a su territorio, a Mogador, pero no pudiéramos encontrar vuestra nave. Siempre hay que tener un plan B, ¿no?

—Claro. Y el plan A, ¿cuál dices que es? —pregunto, y me muerdo la lengua. No puedo ni imaginarme cómo sería enfrentarnos a un planeta de mogadorianos en su propio campo.

—Encontrar mi Cofre —responde Seis mientras vuelve a echarse la manta sobre la cabeza.

—¿Y después?

—Entrenar.

—¿Y después? —pregunto.

—Ir a buscar a los demás, supongo.

—No sé, es que lo veo como ir de acá para allá y poco más. Me da la impresión de que Henri o Katarina nos harían hacer cosas más productivas. Como estudiar maneras de matar a ciertos enemigos. ¿Sabéis lo que son los piken?

—Son esas bestias enormes que destruyeron el instituto —responde Seis.

—¿Y los kraul?

—Esa especie de animales, más pequeños, que nos atacaron en el gimnasio. ¿Por qué?

—Cuando estaba soñando en Carolina del Norte, ¿recuerdas que tú y Sam me oísteis hablar mogadoriano? En el sueño aparecían esos dos nombres, pero no los había oído antes. Henri y yo los llamábamos «las bestias», sin más. —Tras un silencio, añado—: Hoy he tenido otro sueño.

—A lo mejor no son sueños —dice ella—. Igual lo que tienes son visiones.

Asiento, diciendo:

—No tengo muy clara la diferencia, la verdad. Porque esos sueños son muy parecidos a las visiones que tuve de Lorien, pero en estos dos no estaba en Lorien —explico—. Henri me dijo una vez que cuando tengo visiones es porque contienen algún significado personal para mí. Y eso siempre se ha cumplido: las primeras visiones siempre eran de cosas que ya habían sucedido. Pero diría que lo que he presenciado en el sueño de esta mañana… No lo sé. Es como si lo estuviera viendo al mismo tiempo que estaba sucediendo.

—Qué caña —dice Sam—. Eres como una tele.

Seis hace una bola con la servilleta de papel y la lanza al aire por encima de su cabeza. Le prendo fuego sin pensarlo, y se queda reducida a la nada antes de llegar a la alfombra. Entonces Seis me dice:

—No es algo descabellado, John. Hay constancia de que algunos lóricos tenían esa habilidad. O, al menos, eso me dijo Katarina.

—Pero el caso es que creo que estaba en Mogador, que, por cierto, es tan asqueroso como me imaginaba que sería. El aire era tan denso que los ojos me lagrimeaban. Todo era gris y desolador. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Y cómo podía captar mi presencia ese tío tan gigantesco de Mogador?

—¿Cómo de gigantesco? —pregunta Sam.

—Tan gigantesco que debía de medir más del doble que los soldados que he visto, como seis metros de alto, puede que más, y mucho más inteligente y poderoso. Se le notaba solo con verle. Y estaba claro que era algún tipo de líder. Lo he visto ya dos veces. La primera vez fue cuando escuché una conversación que tenía con un esbirro que le estaba informando acerca de nosotros y de lo que había sucedido en el instituto. Y esta segunda vez, mientras se disponía a embarcar en una nave. Pero, antes de subirse, uno de los otros mogadorianos se le acercaba corriendo y le daba algo. Al principio yo no sabía qué era, pero justo antes de que se cerrara la puerta de la nave se volvió hacia mí para asegurarse de que me enterara de qué se trataba exactamente.

—¿Y qué era? —pregunta Sam.

Yo sacudo la cabeza, hago una bola con la servilleta de papel y la quemo en la palma de la mano. Después, contemplo el sol poniente por la puerta de cristal: un ardiente fulgor de color naranja y rosa vivo, como las puestas de sol que veíamos Henri y yo en Florida desde nuestro porche elevado. Si él todavía estuviera aquí, podría ayudarme a sacar algo en claro de todo esto.

—John, ¿qué era? —pregunta Seis—. ¿Qué le habían dado?

Levanto la mano para coger mi amuleto.

—Era esto. Amuletos. Tres amuletos. Los mogadorianos debieron de guardarlos después de cada asesinato. Y este gigantesco líder, o quienquiera que fuera, se los colgó al cuello como si fueran medallas olímpicas, y luego se quedó ahí quieto el tiempo necesario para que yo los viera. Los tres emitían una luz azul y, cuando me desperté, el mío también brillaba.

—Entonces, ¿crees que era una premonición, como si hubieras visto tu destino? ¿O simplemente has tenido un sueño muy raro debido a la tensión de los últimos días? —pregunta Sam.

Negando con la cabeza, contesto:

—Creo que es verdad lo que dice Seis, y que son visiones. Y que es lo que está sucediendo ahora mismo. Pero lo que más miedo me da es que, si ese mogadoriano se ha subido a una nave, es muy probable que venga para acá. Y, si una nave puede viajar desde Mogador tan rápido como dice Seis, no vamos a tardar mucho en tenerlo aquí.