CAPÍTULO NUEVE
CUANDO SUENA EL TIMBRE, SOY LA PRIMERA EN levantarme de la cama. Siempre lo soy. Y no porque sea una persona madrugadora, sino porque prefiero entrar y salir del baño antes que las demás.
Me apresuro a hacer la cama, algo que con el tiempo ya se me da de maravilla. La clave está en remeter bien la sábana, la manta y el cobertor en los pies. A partir de ahí solo se trata de estirar el resto hacia la cabeza, remeter los laterales y añadir la almohada para darle un acabado impecable y esponjoso.
Para cuando he terminado solo hay otra chica levantada, Eli, la que llegó el domingo. Tiene la cama que hay junto a la puerta, en el otro extremo del dormitorio. Está intentando imitar la forma en que yo hago la cama, igual que los dos días anteriores, aunque le cuesta. Su problema es que intenta hacerlo de arriba abajo, en vez de abajo arriba. Aunque la hermana Catalina ha sido indulgente con Eli, su turno semanal acaba hoy, y el de la hermana Dora empieza esta noche. Y sé que ella no le exigirá a Eli nada menos que la perfección, sin importar lo nueva que sea o cómo lo esté pasando.
—¿Te ayudo? —le pregunto, atravesando la habitación.
Eli me mira con ojos tristes. Sé que no le importa la cama. Imagino que ahora mismo pocas cosas le importan, y no la juzgo, teniendo en cuenta la reciente muerte de sus padres. Me gustaría decirle que no se preocupe, que, a diferencia de nosotras, condenadas a estar siempre aquí, ella saldrá antes de un mes, dos a lo sumo. Pero ¿acaso le servirá eso de consuelo en estos momentos?
Inclinándome a los pies de la cama, tiro de la sábana y la manta hasta que hay suficiente trozo como para remeterlas debajo del colchón, y luego extiendo el cobertor por encima de ambas.
—¿Estiras tú el otro lado? —le pregunto, señalando con la cabeza la parte izquierda de la cama mientras yo me coloco en el derecho. Juntas, estiramos la ropa de cama para que quede tan impecable como la mía.
—Perfecta —digo.
—Gracias —contesta ella tímidamente. Bajo la vista hacia sus grandes ojos castaños y no puedo evitar sentir simpatía por ella, y cierta necesidad de protegerla.
—Siento lo de tus padres —le digo. Tengo la sensación de que he sobrepasado mis límites, pero ella esboza una sonrisa educada.
—Gracias. Los echo mucho de menos.
—Estoy segura de que ellos también te echan de menos.
Abandonamos la habitación juntas, y me fijo en que anda de puntillas, como para no hacer ruido. En el lavabo, agarra el cepillo de dientes muy cerca del cabezal, casi tocando las cerdas con sus pequeños dedos, lo que hace que parezca más grande de lo que es. Cuando intercepto su mirada en el espejo, le sonrío. Ella me devuelve la sonrisa, mostrándome una hilera de dientecillos. La espuma se le sale de la boca y le recorre el brazo, goteándole por el codo. La forma de letra «S» que describe me trae recuerdos, y dejo mi mente divagar.
Era un caluroso día de junio. Las nubes se deslizaban por el cielo azul. Las frescas aguas del lago se rizaban bajo el sol. El aire llevaba aroma de pino. Lo respiré y dejé que las tensiones de Santa Teresa se disolvieran en la nada.
Aunque creo que mi segundo legado se desarrolló poco después del primero, no lo descubrí hasta casi un año después. De hecho, lo descubrí por casualidad, lo que me hace dudar de si habrá otros legados esperando a ser descubiertos.
Todos los años, cuando acaban las clases y llega el verano, las hermanas organizan una acampada de cuatro días en la montaña para premiar a las chicas que ellas consideran que han sido «buenas». A mí me encantan esas acampadas, por la misma razón que me encanta la cueva que se oculta justo en la dirección opuesta: porque supone una escapada, una de las pocas oportunidades que tengo de pasar cuatro días nadando en un enorme lago enclavado en las montañas, hacer senderismo, dormir bajo las estrellas y respirar aire fresco en lugar de los húmedos pasillos del orfanato. Es, en resumidas cuentas, una oportunidad para comportarme conforme a mi edad. Incluso he pillado a algunas hermanas riéndose y sonriendo cuando pensaban que nadie las veía.
En el lago hay un muelle flotante. A mí se me da fatal nadar, y muchos veranos me he limitado a sentarme en la orilla y mirar a las demás reírse, jugar y saltar del muelle al agua. Necesité un par de veranos de práctica cerca de la orilla, yo sola, antes de aprender, el año de mi decimotercer cumpleaños, a nadar al estilo perrito, con la cabeza fuera. Así conseguía llegar hasta el muelle, y eso me bastaba.
La principal diversión en el muelle consiste en empujar a las demás para tirarlas al agua. Las chicas se enfrentan en grupos, hasta que solo queda una chica en cada uno, y entonces es cuando van una contra otra. Yo pensaba que aquello sería una victoria cantada para la Gorda, por ser la más fuerte y corpulenta del orfanato, pero por lo visto rara vez lo es: a menudo cae derrotada por chicas más pequeñas y astutas, y no creo que nadie haya cosechado más victorias jugando a «la reina del muelle» que una chica llamada Linda.
Pero aquella vez yo no quería jugar a eso. Me conformaba con sentarme a un lado y sumergir los pies en el agua, pero entonces Linda me empujó con fuerza por detrás, mandándome de cabeza al lago.
—O juegas o te vuelves a la orilla —dijo, echándose la melena hacia atrás por encima del hombro.
Yo volví a trepar al muelle y corrí derecha hacia ella. La empujé con todas mis fuerzas, y ella cayó de espaldas y se estrelló contra el agua.
Pero no oí a la Gorda acercárseme por detrás, y de repente dos fuertes manos me empujaron por la espalda. Mis pies resbalaron sobre la madera mojada, y caí con el hombro y la sien contra el filo del muelle. Me quedé inconsciente durante un segundo, y cuando abrí los ojos me encontré debajo del agua. Todo estaba oscuro, e instintivamente agité los pies y los brazos para subir a la superficie. Pero entonces me golpeé la cabeza contra la parte inferior del muelle, y me di cuenta de que había solo unos pocos centímetros entre el agua y los tablones de madera que formaban el suelo. Intenté inclinar la cabeza hacia atrás para respirar por encima de la superficie, pero el agua se me metía por la nariz. Sentí pánico. Los pulmones me ardían. Me revolví hacia la izquierda, pero no había salida; estaba atrapada entre los toneles de plástico que sirven de flotación al muelle. El agua me inundaba los pulmones mientras me venía a la cabeza lo absurdo que sería morir ahogada. Pensé en los demás, en que sus tobillos estaban a punto de quemarse. ¿Creerían que era el Número Tres quien había muerto, o por alguna razón sabrían que era yo? ¿Sería su quemadura distinta de si hubiera muerto a manos de los mogadorianos, en vez de por mi propia estupidez? Los ojos se me cerraron lentamente, y empecé a hundirme. Justo cuando noté salir el último chorro de burbujas de mis labios, los ojos se me abrieron de golpe, y una especie de calma se apoderó de mí. Los pulmones ya no me ardían.
Estaba respirando.
El agua me hacía cosquillas en los pulmones, pero al mismo tiempo sentía que satisfacía mi desesperada necesidad de respirar. Entonces me di cuenta de que acababa de descubrir mi segundo legado: la capacidad de respirar bajo el agua. Y lo había descubierto porque había estado a punto de morir.
No quería que me encontraran las chicas que se habían tirado al agua para buscarme, por lo que me dejé caer hasta el fondo, y el mundo se difuminó tras un telón oscuro hasta que mis pies tocaron el suelo fangoso del lago. Cuando mis ojos se hubieron adaptado, me di cuenta de que podía ver a través del agua turbia. Transcurrieron diez minutos. Luego veinte. Finalmente, las chicas se marcharon del muelle. Supuse que habría sonado la campana del almuerzo. Esperé a estar completamente segura de que se habían ido todas, y entonces caminé lentamente por el fondo del lago hacia la orilla, con los pies hundidos en el fango. Al cabo de un rato, el agua helada empezó a sentirse más cálida y luminosa, y el fango dio paso primero a las rocas y luego a la arena, hasta que mi cabeza emergió finalmente del agua. Oí a las chicas, la Gorda y Linda incluidas, gritar y chapotear en dirección a mí, aliviadas. Al llegar a la orilla evalué mi estado, y me di cuenta de que tenía un corte en el hombro que estaba dejando un rastro de sangre por el brazo en forma de letra «S».
Las hermanas me hicieron sentarme y pasar el resto de la tarde en la mesa del picnic, debajo de un árbol. Pero no me importaba. Tenía otro legado.
En el baño, Eli me pilla mirando en el espejo la espuma que le chorrea por el brazo. Parece avergonzada, e intenta imitar mi forma de cepillarme los dientes, pero le cae aún más espuma de la boca.
—Pareces una fábrica de espuma —le digo con una sonrisa, cogiendo una toalla para limpiarla.
Salimos del baño cuando las demás llegan, nos vestimos rápidamente en el dormitorio y, cuando las demás entran, nosotras salimos, yendo un paso por delante del grupo, como me gusta a mí. En el comedor, cogemos nuestras bolsas con el almuerzo y salimos a la fría mañana. Yo me como mi manzana de camino al colegio. Eli hace lo mismo. Hoy llevo diez minutos de adelanto, lo que me deja un ratito libre para entrar en Internet a ver si hay novedades sobre John Smith. Sonrío al pensar en él.
—¿Por qué sonríes? ¿Te gusta el colegio? —me pregunta Eli. Yo la miro. La manzana a medio comer se ve grande en su mano menuda.
—Hace una mañana bonita —digo—. Y hoy estoy en buena compañía.
Atravesamos el pueblo cuando los comerciantes empiezan a prepararse para la jornada. La nieve, que no se ha derretido, está amontonada a ambos lados de la calle principal, pero el camino está despejado. Más adelante, a la derecha, la puerta de la casa de Héctor Ricardo se abre, y aparece su madre en una silla de ruedas, empujada por Héctor. Hace mucho que su madre padece la enfermedad de Parkinson. Lleva cinco años en silla de ruedas, y tres sin poder hablar. Él la coloca bajo un rayito de sol y pone el freno en las ruedas. Mientras el sol parece reconfortar a su madre, él se escabulle para sentarse a la sombra, con la cabeza gacha.
—Buenos días, Héctor —le digo. Él levanta la cabeza y abre un ojo. Me saluda con una mano temblorosa.
—Marina, la del mar —dice con voz ronca—. Las únicas limitaciones de mañana son las dudas de hoy.
Yo me detengo y le sonrío. Eli también se detiene.
—Esa es una de tus mejores frases —le digo.
—Nunca subestimes a Héctor; todavía tiene algunas cosas que enseñar —dice.
—¿Qué tal estás?
—Fuerza, confianza, humildad y amor. Esos son los cuatro principios de Héctor Ricardo para una vida feliz —dice, lo cual no tiene nada que ver con lo que le he preguntado, pero me hace sentir bien igualmente. Él fija su mirada en Eli—: ¿Y quién es este angelito?
Eli me coge de la mano y se refugia detrás de mí.
—Se llama Eli —digo, mirándola—. Eli, este es Héctor. Es mi amigo.
—Héctor es uno de los buenos —dice él, aunque Eli sigue detrás de mí.
Héctor se despide de nosotras con la mano y nosotras retomamos nuestra ruta hacia el colegio.
—¿Sabes adónde tienes que ir? —pregunto a Eli.
—Tengo clase con la señora López —contesta ella, sonriendo.
—Vaya, eres una chica con suerte. Yo también la tuve. Ella también es una de las buenas de este pueblo, como Héctor —le digo.
Estoy desolada; los tres ordenadores del colegio están ocupados por tres niñas del pueblo desesperadas por acabar un trabajo de ciencias, con los dedos corriendo a toda prisa por el teclado. Yo paso la jornada sin contratiempos, solitaria, cuando de repente una idea me asalta la mente: John Smith está en los Estados Unidos, huyendo de la policía, y yo estoy aquí atrapada, en Santa Teresa, un pueblo rancio y antiguo en el que nunca pasa nada. Siempre había pensado que me iría cuando cumpliera los dieciocho años. Pero ahora que sé que John Smith está por ahí, perseguido, me doy cuenta de que tengo que irme lo más pronto posible, para unirme a él. El único problema es cómo lo encontraré.
Mi última clase es historia de España. La profesora está soltando un rollo sobre el general Francisco Franco y la Guerra Civil. Yo desconecto y me pongo a escribir en mi cuaderno notas sobre John, sobre lo que he descubierto en el último artículo que he leído.
John Smith.
Vivió 4 meses en Paradise, Ohio.
Lo paró un agente de policía en Tennessee cuando se dirigía al oeste en una camioneta. En mitad de la noche, junto a otras 2 personas de aproximadamente la misma edad.
¿Hacia dónde se dirigían?
Se cree que una de esas dos personas es Sam Goode, también de Paradise; en un principio se pensó que era un rehén, pero ahora se le considera cómplice.
¿Quién es la tercera persona? Una chica de pelo negro. La chica de mi sueño tenía el pelo negro.
¿Dónde está Henri? ¿Cómo escaparon de 2 helicópteros y 35 agentes de policía? ¿Por qué se estrellaron los 2 helicópteros?
¿Cómo puedo contactar con él O con los demás?
¿Poniendo un anuncio en Internet?
Demasiado peligroso. ¿Hay alguna forma de hacerlo evitando a los mogos? De ser así, ¿lo verán los demás?
John es ahora un fugitivo. ¿Mirará alguna vez Internet?
¿Sabe Adelina algo que yo no sepa?
¿Podría sacarle el tema sin que sea demasiado descarado?
Indecisa, mantengo el bolígrafo en el aire, encima de la página. Internet y Adelina son las dos únicas ideas que se me han ocurrido, y ninguna parece muy prometedora. Pero ¿qué más puedo hacer? Todo lo demás parece tan fútil como subir a lo alto de la montaña y ponerme a hacer señales de humo. Pero no puedo evitar sentir que se me escapa algo: algo importante y a la vez tan evidente que parece que lo tenga delante de las narices.
La profesora sigue con su rollo. Cierro los ojos y repaso todo mentalmente. Nueve guardianes. Nueve cêpan. Una nave que nos trajo a la tierra, la misma nave que debería llevarnos finalmente de vuelta, escondida en algún lugar de la Tierra. Lo único que recuerdo de ella es que aterrizó en algún lugar remoto en mitad de una tormenta. Un encantamiento lanzado para protegernos de los mogadorianos, que no se activó hasta que nos hubimos separado, y que solo funciona si estamos separados. Pero ¿por qué? Un encantamiento que nos mantenga separados no parece que tenga mucho sentido para ayudarnos a combatir y derrotar a los mogadorianos. ¿Qué sentido tiene? Mientras me hago esta pregunta, mi mente descubre algo más. Cierro los ojos y me dejo llevar por la lógica.
Debíamos mantenernos ocultos, pero ¿durante cuánto tiempo? Hasta que se manifestaran nuestros legados y tuviéramos los medios necesarios para luchar, para ganar. ¿Cuál es la cosa que podemos hacer cuando ese primer legado aparece al fin?
La respuesta parece demasiado evidente como para ser la correcta. Con el bolígrafo aún en la mano, escribo la única respuesta posible:
El Cofre.