CAPÍTULO OCHO

NOS COLAMOS EN UN TREN MERCANCÍAS EN TENNESSEE, y, tras acomodarnos en el vagón, Seis nos cuenta que a Katarina y a ella las capturaron mientras se encontraban en el norte del estado de Nueva York, justo un mes después de haber escapado de los mogadorianos en el oeste de Texas. Tras aquel primer intento frustrado, habían planificado bien la siguiente jugada: eran más de treinta los que irrumpieron en la habitación donde ellas se encontraban. Seis y Katarina pudieron llevarse a algunos por delante, pero enseguida fueron reducidas, atadas, amordazadas y drogadas. Cuando Seis despertó, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Se encontraba sola en una celda excavada en la roca, en el interior de una montaña. No supo que estaba en Virginia Occidental hasta algún tiempo después. Por lo que averiguó posteriormente, los mogadorianos habían estado rastreándolas todo el tiempo, observándolas con la esperanza de que los condujeran hasta los demás, porque, como dice Seis, «¿Por qué matar a una sola cuando los demás pueden andar cerca?». Al oír esto me revuelvo, inquieto. Tal vez estén siguiéndola todavía y estén esperando el momento idóneo para matarnos.

—Pusieron un localizador en nuestro coche mientras estábamos comiendo en la cafetería de Texas, y a ninguna de las dos se nos ocurrió tomar precauciones —dice, y entonces se sume en un largo silencio.

Aparte de una puerta de hierro que contaba con una ventanilla corrediza en el centro para hacer pasar la comida, la minúscula celda estaba compuesta de roca en su totalidad, con paredes de dos metros y medio de largo a cada lado. No entraba ni un resquicio de luz en ella, y carecía de cama y de aseo. Los dos primeros días transcurrieron en una oscuridad y un silencio totales, sin comida ni agua (aunque Seis no llegó a sentir hambre ni sed, cosa que se debía, como averiguó más tarde, al efecto del propio encantamiento), y Seis empezó a creer que se habían olvidado de ella. Pero no tuvo esa suerte, porque al tercer día vinieron a buscarla.

—Cuando abrieron la puerta, estaba acurrucada en la esquina más lejana. Me echaron un cubo de agua fría encima, me levantaron del suelo, me vendaron los ojos y me sacaron a la fuerza.

Después de arrastrarla por un túnel, le dejaron seguir por su propio pie, aunque rodeada por unos diez mogos. No veía nada, pero oía mucho: gritos y lamentos de otros prisioneros que estaban allí por quién sabe qué razones (al oír esto, Sam se pone en alerta y parece querer interrumpirla para hacerle preguntas, pero no dice nada), rugidos de bestias encerradas en otras celdas y golpes metálicos. Después, la arrojaron a otra estancia, le encadenaron las muñecas a una pared y la amordazaron. Le arrancaron la venda y, cuando sus ojos se adaptaron, vio a Katarina en la pared opuesta, también encadenada y amordazada, y en un estado mucho peor de como ella se sentía.

—Y entonces entró él, un mogadoriano que no parecía muy diferente de cualquier persona que puedas encontrarte por la calle. Era bajo, con los brazos peludos y un bigote espeso. Casi todos llevaban bigote, como si hubieran aprendido a mimetizarse mirando películas de principios de los ochenta. Llevaba una camisa blanca con el botón del cuello desabrochado y, por algún motivo, la vista se me perdía en el espeso mechón de pelo negro que le asomaba. Miré aquellos ojos negros y su sonrisa me indicó que estaba deseando hacer lo que estaba a punto de hacer, y entonces rompí a llorar. Me dejé caer por la pared hasta que quedé colgando de los grilletes que me aprisionaban las muñecas, viendo entre lágrimas cómo él iba preparando hojas de afeitar, cuchillos, pinzas y un taladro en una mesa que tenían en el centro de aquella sala.

Cuando el mogadoriano hubo terminado de sacar más de veinte instrumentos, se dirigió hacia Seis y se quedó a pocos centímetros de su cara, tan cerca que ella podía oler su agrio aliento.

—¿Ves cuántas cosas tengo? —le preguntó, pero ella no respondió—. Tengo la intención de utilizar todas y cada una de ellas en ti y en tu cêpan, a menos que respondas con sinceridad a todas las preguntas que te haga. Si no lo haces, te aseguro que las dos acabaréis deseando estar muertas.

Dicho esto, cogió su primer instrumento (una fina hoja de afeitar con un mango de goma) y acarició con él la mejilla de Seis.

—Llevo mucho tiempo buscándoos, mocosos —dijo—. Hemos matado a dos y ahora tenemos a otra justo aquí, sea cual sea tu número. Como podrás suponer, tengo la esperanza de que seas el Número Tres.

Seis seguía sin abrir boca, y apretó su cuerpo contra la pared como si pudiera atravesarla. El mogadoriano sonrió, sujetando todavía la parte plana de la cuchilla contra la cara de su víctima. Entonces la giró de modo que el filo quedara tocando la mejilla de Seis y, mirándola directamente a los ojos, bajó la cuchilla de un tirón y le hizo un largo y fino tajo que le recorrió toda la cara. O eso es lo que quiso hacerle, porque en realidad fue su propia cara la que se rajó. La sangre empezó a brotarle de la mejilla al instante, y el torturador, gritando de rabia y dolor, chocó contra la mesa y la volcó, haciendo saltar por los aires todos sus instrumentos, y salió hecho una furia de la sala. Seis y Katarina fueron arrastradas de vuelta a sus celdas, donde permanecieron dos días más antes de verse de nuevo amordazadas y encadenadas a la pared de la sala. Allí, sentado a la mesa y con la mejilla vendada, estaba el mismo mogo, aunque parecía mucho menos seguro de sí mismo que la vez anterior.

Entonces se levantó de un salto, quitó la mordaza a Seis, cogió la misma cuchilla con la que había querido cortarle la otra vez y la mantuvo frente a la cara de ella, girándola para que la luz centelleara a lo largo del filo.

—No sé qué número eres tú… —Por un segundo, ella pensó que volvería a intentar cortarle, pero en lugar de eso él se dio la vuelta y cruzó la sala en dirección a Katarina. Se quedó plantado a su lado sin dejar de mirar a Seis, y después tocó el brazo de la cêpan con la cuchilla—. Pero vas a decírmelo ahora mismo.

—¡No! —gritó Seis.

Y entonces, con mucha lentitud, el mogadoriano hizo una incisión en el brazo de Katarina solo para asegurarse de que podía hacerlo sin peligro para él. Su sonrisa se alargó. Realizó otro corte junto al primero, más profundo esta vez. Katarina dejó escapar un gemido de dolor mientras la sangre empezaba a correrle por el brazo.

—Puedo pasarme todo el día haciendo esto. ¿Me entiendes? Vas a decirme todo lo que quiero saber, empezando por tu número.

Seis cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, él volvía a estar junto a la mesa, dando la vuelta a un puñal que cambiaba de color con cada movimiento. Lo sostuvo en alto con la intención de que Seis viera la hoja girar y resplandecer al cobrar vida. Percibía el hambre del puñal, su insaciable sed de sangre.

—Y ahora… el número. ¿Cuatro? ¿Siete? ¿Has tenido suerte y eres el Número Nueve?

Katarina negaba con la cabeza para instar a su protegida a callarse, y Seis sabía que ningún tipo de tortura haría hablar a la cêpan. Pero también sabía que prefería la muerte a verla herida y mutilada. El mogadoriano se dirigió a Katarina y alzó el puñal de forma que la punta quedara a la altura del corazón de su víctima. La hoja daba tirones en su mano, como si el corazón fuera un imán que la atrajera hacia sí. El torturador miró a Seis a los ojos.

—Tengo todo el tiempo de las galaxias para hacer esto —dijo sin un ápice de emoción—. Mientras vosotras estáis aquí conmigo, otros están en otra parte con el resto de vosotros. No te creas que nos hemos quedado parados solo porque ya te tengamos a ti. Sabemos más de lo que te imaginas. Pero queremos saberlo todo. Si no quieres verla cortada en pedacitos, ya puedes ir empezando a hablar, y rápido. Y más te vale que no digas ni una palabra que no sea verdad. Si mientes, lo sabré.

Seis le contó todo lo que recordaba de la huida de Lorien y del viaje a la Tierra, los cofres, dónde habían estado escondiéndose. Hablaba tan rápido que casi todo le salía de forma atropellada. Le dijo que sí, que era el Número Ocho, y en su voz había tal desesperación que él la creyó.

—Pues sí que eres débil. Tus parientes de Lorien, aunque cayeron rápido, al menos eran combativos. Tenían valentía y dignidad. Pero tú… —dijo, y meneó la cabeza como si estuviera decepcionado— tú no tienes nada, Número Ocho.

Acto seguido, clavando el puñal con fuerza, atravesó el corazón de Katarina. Seis no pudo hacer otra cosa que gritar. Los ojos de ambas se encontraron durante un segundo antes de que Katarina perdiera la vida, todavía con la boca amordazada, y resbalara lentamente hacia el suelo hasta que la cadena no dio más de sí. Se quedó colgando inerte de las muñecas al mismo tiempo que la última chispa de luz abandonaba sus ojos.

—Iban a matarla de todos modos —dice Seis en voz baja—. Al contarles todo eso, al menos le evité unas torturas horribles, si es que eso puede servir de consuelo.

Seis se abraza las rodillas y se queda mirando a un punto lejano por la ventanilla del vagón.

—Pues claro que sirve de consuelo —intento animarla, deseando tener el valor de levantarme y rodearla con mis brazos.

Para mi sorpresa, Sam sí que tiene ese valor. Se pone de pie y se acerca a ella. No dice ni una palabra cuando se sienta a su lado, sino que le ofrece sus brazos. Seis hunde la cara en el hombro de Sam y prorrumpe en lágrimas. Al cabo de un rato, se incorpora y se seca las mejillas con la mano.

—Cuando Katarina murió, intentaron matarme por todos los medios, y con eso quiero decir todos los medios: electrocución, asfixia, explosivos. Me inyectaron cianuro sin efecto alguno. De hecho, ni siquiera sentí el pinchazo de la aguja en el brazo. Me encerraron en una cámara llena de gas venenoso, y el aire de dentro era el más fresco que hubiera respirado nunca. El mogadoriano que apretó el botón al otro lado de la puerta, en cambio, murió en cuestión de segundos. —Seis se pasa otra vez el dorso de la mano por la mejilla—. Es curioso, pero creo que maté más mogadorianos siendo su prisionera que en la batalla de Ohio. Al final me arrojaron a otra celda, y creo que decidieron mantenerme allí encerrada hasta que hubieran matado del Tres al Siete.

—Es genial que les dijeras que eras el Número Ocho —comenta Sam.

—Ahora me siento mal por haberlo hecho. Es como si hubiera ensuciado el honor de Katarina, o el del verdadero Número Ocho.

Sam le coloca las manos encima de los hombros.

—Eso no es así, Seis.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí metida? —pregunto.

—Ciento ochenta y cinco días. Creo.

—Me quedo boquiabierto. Más de medio año encerrada, en la más terrible y completa soledad, esperando el momento de que la mataran.

—Lo siento muchísimo, Seis.

—Mi única esperanza era esperar que mis legados se manifestaran de una vez y me permitieran salir de allí. Y un día por fin apareció el primero. Fue después del desayuno. Bajé la vista y vi que no tenía mano. Me puse como histérica, claro, pero entonces caí en la cuenta de que todavía podía tocármela. Fui a coger una cuchara y lo hice sin dificultad. Y entonces fue cuando comprendí lo que estaba pasando. Y la invisibilidad era justo lo que necesitaba para escapar.

Mi caso no fue muy diferente del de Seis: todo empezó cuando la mano me empezó a brillar en mitad de mi primera clase en el instituto Paradise High.

Dos días más tarde, Seis consiguió hacerse completamente invisible. Cuando llegó la hora del almuerzo y el guardia mogadoriano abrió la ventanilla de la puerta para hacer pasar la comida por ella, se encontró con una celda vacía. Miró frenéticamente a su alrededor y después hizo sonar un dispositivo de alarma que proyectó un ensordecedor pitido por toda la cueva. La puerta metálica se abrió de golpe y cuatro mogos irrumpieron en la celda. Mientras ellos se quedaban allí plantados, preguntándose perplejos cómo había escapado su prisionera, ella se deslizó a hurtadillas a su lado y salió a toda prisa a la galería que había al otro lado de la puerta, lo que le permitió ver la caverna por primera vez.

Era una laberíntica red de túneles largos e interconectados, todos ellos oscuros y ventosos. Había cámaras por todos lados. Seis pasó por delante de gruesos cristales que dejaban ver salas parecidas a laboratorios científicos, limpios y muy iluminados. Los mogadorianos que había dentro llevaban trajes de plástico blancos y gafas protectoras, pero ella pasó tan deprisa que no llegó a ver lo que estaban haciendo. Una sala que parecía no tener fin alojaba como mínimo un millar de pantallas de ordenador, y sentado frente a cada una de ellas había un mogadoriano. Seis supuso que estaban buscando pistas de nuestro paradero. «Como hacía Henri», pienso. En un túnel se alineaban pesadas puertas de acero, que sin duda retenían a otros prisioneros. Pero ella siguió sin aminorar la marcha, consciente de que su poder no estaba desarrollado del todo ni mucho menos, y aterrorizada por la idea de no poder permanecer invisible más tiempo. La sirena sonaba sin cesar. Y al fin llegó al corazón de la montaña: un vastísimo salón de casi un kilómetro de ancho, y tan tenebroso y profundo que apenas llegaba a ver el fondo.

El aire era sofocante en los túneles, y Seis ya estaba sudando. Unos enormes enrejados de madera recorrían las paredes y el techo para impedir que la caverna se viniera abajo, y unas estrechas repisas talladas en la roca conectaban entre sí los túneles que desembocaban en las oscuras paredes. Por encima de su cabeza, una serie de arcos elevados habían sido esculpidos en la misma roca para servir de puente sobre la gran sima que dividía el espacio en dos.

Seis tenía el cuerpo pegado a un peñasco y lanzaba miradas en todas direcciones en busca de una salida. Parecía haber un número infinito de galerías. Abrumada, se quedó allí quieta, escrutando con los ojos en la honda oscuridad pero sin ver nada que le infundiera la más mínima esperanza. Hasta que al final lo encontró: a lo lejos, al otro lado de la brecha, había un pálido resquicio de luz natural al final de un túnel más ancho. Pero justo antes de trepar por un enrejado de madera para pasar por el puente de piedra que conducía al túnel, algo le llamó la atención: el mogadoriano que había matado a Katarina. No podía dejarlo escapar. Decidió seguirlo.

Lo vio entrar en la sala donde había asesinado a la cêpan.

—Me fui directamente a la mesa y cogí la cuchilla más afilada que encontré, y entonces lo agarré por detrás y le corté el pescuezo. Y mientras veía la sangre brotar a borbotones y derramarse por el suelo, y cuando él explotó en una nube de polvo, me sorprendí a mí misma deseando haber podido matarlo más lentamente. O matarlo otra vez.

—¿Y qué hiciste cuando saliste por fin? —le pregunto.

—Subí por la siguiente montaña, y cuando llegué a la cima, me pasé una hora entera mirando la cueva para memorizar todos los detalles que pudiera. Cuando consideré que era suficiente, tomé nota de todo lo que vi en el trecho de ocho kilómetros que corrí hasta la carretera más cercana, y desde allí salté a la caja de carga de una camioneta que circulaba a poca velocidad. Cuando el conductor se paró unos kilómetros más adelante para repostar, le robé un mapa, una libreta y un par de bolígrafos que había en la cabina. Ah, y una bolsa de patatas fritas.

—Mooooola. ¿Qué clase de patatas? —pregunta Sam.

—Tío, contrólate —le digo.

—¿Qué pasa?

—A la barbacoa, Sam. Marqué la ubicación de la caverna en el mapa que os enseñé en el motel, y en la libreta dibujé un croquis de todo lo que recordaba, una especie de plano para que cualquiera que lo leyese pudiese encontrar la entrada fácilmente. Luego me entró la neura y escondí el croquis cerca de la siguiente ciudad, pero me guardé el mapa. Después robé un coche y me fui directamente a Arkansas, pero claro, para entonces ya hacía tiempo que se habían llevado mi Cofre.

—Lo siento mucho, Seis.

—Yo también —contesta ella—. Pero de todos modos no van a poder abrirlo sin mí. A lo mejor lo recupero algún día.

—Por suerte todavía tenemos el mío —digo yo.

—Deberías abrirlo cuanto antes —me recuerda, y sé que tiene razón.

Ya debería haberlo hecho. Sea lo que sea lo que hay en ese Cofre, sean cuales sean los secretos que contiene, Henri quería que los conociera. «Los secretos. El Cofre». Eso fue lo que dijo con su último aliento. Me siento como un tonto por haberlo aplazado tanto tiempo; intuyo que el contenido del Cofre, sea cual sea, marcará el principio de un viaje muy largo y tortuoso para los cuatro.

—Lo haré —le respondo—. Pero antes tenemos que salir de este tren y buscar un lugar seguro.