CAPÍTULO SEIS
CUANDO AL FIN SALGO FUERA, TRAS PONERME ROPA más caliente y echarme la manta de la cama debajo del brazo, el sol se ha trasladado hacia el oeste y no hay ni una nube en el cielo. Son las cuatro y media, lo que me deja un margen de una hora y media como mucho. Odio el contraste de ritmo de los domingos, la forma tan lenta en que avanza el día hasta el mismo momento en que somos libres: a partir de entonces empieza a ir muy deprisa. Miro hacia el este, y la luz reflejada en la nieve me hace entrecerrar los ojos. La cueva se encuentra más allá de dos colinas rocosas. Con toda la nieve que hay en el suelo, dudo que pueda localizar hoy la entrada. No obstante me pongo el sombrero, me abrocho la chaqueta, me echo la manta alrededor del cuello a modo de capa y me dirijo hacia el este.
Dos grandes abedules marcan el comienzo del camino, y mis pies se quedan fríos nada más adentrarme en los profundos ventisqueros nevados. La manta que llevo encima barre la nieve detrás de mí, borrando mis huellas. Paso frente a algunos elementos reconocibles del camino: una roca que sobresale de las demás, un árbol ligeramente inclinado… Al cabo de unos veinte minutos paso junto a las rocas con forma de joroba de camello, lo que me indica que casi he llegado.
Tengo la ligera sensación de que alguien me observa, incluso de que me siguen. Me doy la vuelta y echo un vistazo a la ladera de la montaña. Silencio. Nieve. Nada más. La manta me está viniendo de maravilla para eliminar mi rastro. Una sensación incómoda me recorre lentamente la nuca. He visto cómo los conejos se camuflan con el entorno, cómo pasan desapercibidos hasta que casi estás encima de ellos, y sé que porque yo no vea a nadie no significa que no me estén viendo a mí.
Cinco minutos más tarde diviso al fin el arbusto redondeado que tapa la entrada a la cueva. Parece una madriguera gigante de marmota excavada en la montaña, y con eso precisamente la confundí hace años. Pero al mirarla más detenidamente, me di cuenta de que no era así. La cueva era profunda y oscura, y entonces apenas podía ver con la poca luz que entraba. Pero interiormente deseaba descubrir sus secretos, y me pregunto si aquello fue lo que hizo que se manifestara mi legado de ver en la oscuridad. Aunque no veo igual de bien que a la luz del día, hasta los lugares más recónditos y oscuros se muestran ante mis ojos como iluminados por una vela.
Me arrodillo y aparto con la mano la nieve suficiente como para deslizarme dentro de la cueva. Tiro la bolsa por delante de mí, me desato la manta del cuello y la paso sobre la nieve para borrar mis huellas. Luego la cuelgo en la entrada para resguardar la cueva del viento. La abertura es estrecha a lo largo de los primeros tres metros, tras los cuales se abre un pasadizo ligeramente más ancho que acaba descendiendo por una pronunciada pendiente lo bastante alta como para poder recorrerla en posición erguida; por último, la cueva se abre, revelándose en toda su amplitud.
El techo es alto y hace reverberar el sonido, y las cinco paredes se suceden suavemente formando un polígono casi perfecto. Un arroyo atraviesa el rincón del fondo, a la derecha. No tengo ni idea de dónde sale ni adónde va a parar el agua, que brota de una de las paredes para desaparecer en las profundidades de la tierra, pero el nivel nunca varía, proporcionando una reserva de agua helada a todas horas y en cualquier época del año. Con esa fuente constante de agua potable, la cueva es el lugar perfecto para esconderse. De los mogadorianos, de las hermanas —incluida Adelina— y de las chicas. También es el sitio perfecto para practicar mis legados.
Dejo la bolsa junto al arroyo, saco los alimentos no perecederos y los coloco sobre una repisa de roca, en la que ya hay varias chocolatinas, bolsitas de muesli, copos de avena, barritas de cereales, leche en polvo, un bote de mantequilla de cacahuete y varias latas de fruta en almíbar, verdura en conserva y sopa. Lo suficiente para varias semanas. Cuando ya he escondido todo, me levanto y me permito recrearme en los paisajes y las caras que he pintado en las paredes.
Desde la primera vez que cogí un pincel en el colegio, me enamoré de la pintura. Pintar me permite ver las cosas como quiero, y no necesariamente como son; es una válvula de escape, una forma de conservar recuerdos y pensamientos, de crear sueños y esperanzas.
Enjuago los pinceles, frotando la pintura seca de las cerdas, y luego mezclo la pintura con agua y sedimento del lecho del arroyo, creando unos tonos terrosos que combinan con el gris de las paredes de la cueva. Luego me dirijo hacia el rostro a medio pintar de John Smith, que me recibe con su vacilante sonrisa.
Dedico mucho tiempo a sus ojos azul oscuro, intentando plasmarlos bien. Tienen un destello difícil de reproducir; cuando me canso de intentarlo, empiezo un dibujo nuevo, el de la chica de pelo azabache con la que he soñado. A diferencia de los ojos de John, no tengo ningún problema con los de ella, y dejo que la pared gris haga su magia; creo que, si encendiera una vela frente a ellos, el color cambiaría ligeramente, como estoy segura de que lo hacen sus ojos según el humor del que esté y la luz que la rodee. Es la sensación que tengo. Las demás caras que he pintado son las de Héctor, Adelina y algunos comerciantes del pueblo que veo durante la semana. Al ser una cueva tan profunda y oscura, creo que mis dibujos están a salvo de los ojos de todo el mundo salvo los míos. Aun así sé que es un riesgo, pero no puedo evitarlo.
Al cabo de un rato, me levanto y aparto la manta, asomando la cabeza fuera de la cueva. Solo veo ventisqueros y la esfera solar besando el horizonte por la parte inferior, lo que me indica que ha llegado el momento de volver. No he pintado tanto ni durante tanto rato como me habría gustado. Antes de limpiar los pinceles, me dirijo a la pared que hay frente a John y miro el gran cuadrado rojo que he pintado en ella. Debajo había dibujado una estupidez, algo que sabía que me habría delatado como miembro de la Guardia: había hecho una lista.
Deslizando los dedos por la pintura seca y resquebrajada del cuadrado, pienso en los tres primeros números que hay detrás, profundamente apenada por lo que significan. Si su muerte tiene algún sentido es que ahora pueden descansar en paz sin vivir con miedo.
Me aparto del cuadrado, de la lista oculta; limpio los pinceles y lo escondo todo.
—Nos vemos la semana que viene, chicos —digo a las caras.
Antes de abandonar la cueva, me quedo mirando el paisaje que he pintado en la pared junto al pasadizo de entrada a la cueva. Se trata de la primera pintura que intenté hacer allí, aproximadamente a los doce años, y, a pesar de que la he ido retocando de vez en cuando a lo largo de los años, está prácticamente igual que el primer día. Son las vistas de Lorien desde la ventana de mi dormitorio, que todavía recuerdo perfectamente. Suaves colinas y verdes praderas salpicadas de grandes árboles. Y un grueso trazo de azul del río que corta el terreno. También hay pinceladas por aquí y por allá que representan a las quimeras bebiendo de sus frescas aguas. Y por último, arriba del todo, erguida a lo lejos sobre los nueve arcos que representan a los nueve Ancianos del planeta, está la estatua de Pittacus Lore, tan pequeña que apenas se distingue, pero no cabe duda de que es ella, sobresaliendo entre las demás: como un faro de esperanza.
Salgo corriendo de la cueva hacia el convento, atenta ante cualquier cosa sospechosa. Cuando abandono el camino, veo que el sol se ha escondido tras el horizonte, lo que significa que llego tarde. Abro las pesadas puertas de roble y oigo las campanas de bienvenida sonando. Ha llegado alguien nuevo.
Me uno a las demás de camino a los dormitorios. En el convento tenemos una costumbre para dar la bienvenida: junto a nuestras camas y con las manos a la espalda, mirando de frente a la chica nueva, nos presentamos una a una. Cuando yo llegué, me pareció una costumbre horrible; odiaba estar tan expuesta cuando lo único que deseaba era esconderme.
En la entrada, de pie junto a la hermana Lucía, hay una niña de pelo caoba, con unos ojos marrones y curiosos y unos rasgos pequeñitos, no muy distintos a los de un ratón. Está mirando el suelo de piedra mientras cambia el peso de una pierna a otra, incómoda. Sus dedos juegan con la cintura de su vestido gris de lana, que está estampado con flores rosas. Lleva una pequeña horquilla rosa en el pelo, y unos zapatos negros con hebillas metálicas. Me da pena. La hermana Lucía espera a que todas sonriamos, las treinta y siete, y entonces empieza a hablar.
—Esta es Eli. Tiene siete años, y se va a quedar con nosotras a partir de ahora. Confío en que todas la haréis sentir como en casa.
Luego, las demás chicas susurran que, según se rumorea, sus padres han muerto en un accidente de coche, y que la han traído al convento porque no tiene más familiares.
Eli mantiene la vista en el suelo, y solo la levanta brevemente cada vez que una de las chicas se presenta. Es evidente que tiene miedo y que está triste, pero me doy cuenta de que es el tipo de niña que despierta simpatía entre la gente. No estará aquí mucho tiempo.
Todas nos dirigimos a la nave, para que la hermana Lucía le explique a Eli lo que significa esta parte de la iglesia para el orfanato. Gabi García está al fondo del grupo, bostezando, y yo me vuelvo para mirarla. Justo detrás de ella, enmarcada por uno de los paneles lisos de la vidriera del muro del fondo, veo una silueta oscura, observando desde fuera. La luz crepuscular me permite entrever a un hombre de pelo negro, grandes cejas y bigote poblado. Tiene los ojos puestos en mí; de eso no cabe duda. El corazón me da un vuelco. Ahogo un grito y retrocedo un paso. Todo el mundo se gira para mirar.
—Marina, ¿estás bien? —me pregunta la hermana Lucía.
—Nada —contesto yo, negando con la cabeza—. Quiero decir, sí, estoy bien. Lo siento.
Mi corazón late con fuerza y me tiemblan las manos. Las junto y las aprieto para que no se me note. La hermana Lucía dice no sé qué más sobre dar la bienvenida a Eli, pero yo estoy demasiado angustiada como para oírla. Vuelvo a mirar la ventana. La silueta ha desaparecido. El grupo se ha dispersado.
Cruzo corriendo la nave y miro afuera. No hay nadie, pero veo un par de huellas de botas en la nieve. Me aparto de la ventana. Quizá fuera un candidato a padre de acogida que nos estaba mirando desde la distancia, o tal vez uno de los verdaderos padres, mirando furtivamente a la hija que no puede mantener. Pero por alguna razón no me siento segura. No me gusta la forma en que ese hombre me estaba mirando.
—¿Estás bien? —dice una voz detrás de mí. Me doy la vuelta de un brinco. Es Adelina, con las manos cruzadas frente a la cintura. Un rosario cuelga de sus dedos.
—Sí, estoy bien —digo.
—Parece que hayas visto un fantasma.
Era peor que un fantasma, pienso yo, pero no se lo digo. Después del bofetón de la mañana aún tengo miedo, y me meto las manos en los bolsillos.
—Había alguien mirándome al otro lado de la ventana. Ahora mismo —susurro, y sus ojos se entrecierran—. Mira, mira las huellas —digo, dándome la vuelta para señalar el suelo.
La espalda de Adelina está derecha y rígida, y por un momento me da la sensación de que está realmente preocupada, pero entonces adopta una actitud más relajada y da un paso al frente.
—Estoy segura de que no es importante —dice mirando las huellas.
—¿Cómo que no es importante? ¿Cómo puedes saberlo?
—Yo de ti no me preocuparía. Puede haber sido cualquiera.
—Me estaba mirando.
—Marina, despierta de una vez. Con la incorporación de hoy, ya sois treinta y ocho chicas. Hacemos todo lo posible por manteneros a salvo, pero no podemos evitar que de vez un cuando algún chico del pueblo se asome a echar un vistazo. Ya hemos pillado a algunos. Y no penséis que no sabemos cómo visten algunas, que se cambian la ropa de camino al pueblo para ir más provocativas. Seis de vosotras cumpliréis pronto la mayoría de edad, y todo el pueblo lo sabe. Yo no me preocuparía por el hombre que has visto. Seguramente era un chico del colegio. —Yo estoy segura de que no lo era, pero tampoco lo digo—. Sea como sea, quería disculparme contigo por lo de esta mañana. No he debido pegarte.
—No pasa nada —digo, y por un instante se me pasa por la cabeza volver a sacar el tema de John Smith, pero al final decido no hacerlo. Solo serviría para generar más tensión, y eso es precisamente lo que intento evitar. Echo de menos cómo eran las cosas antes entre nosotras. Ya es suficientemente duro vivir aquí como para además tener a Adelina enfadada conmigo.
Antes de que diga nada más, la hermana Dora aparece corriendo y susurra algo al oído de Adelina. Ella me mira, asiente y sonríe.
—Hablamos luego —me dice.
Las dos se marchan, dejándome allí sola. Yo vuelvo a mirar las huellas, y un escalofrío me recorre la columna.
Durante la siguiente hora, me paseo de habitación en habitación mirando hacia el pueblo, sumido entre las sombras de la ladera de la montaña, pero no vuelvo a ver la silueta acechante. Quizá Adelina tenga razón.
Pero, por mucho que intente convencerme a mí misma, no creo que la tenga.