CAPÍTULO CINCO

ES SÁBADO POR LA NOCHE, Y LA NIEVE HA CESADO. El rechinar de las palas rozando el asfalto se eleva en el aire nocturno. Desde la ventana veo las tenues siluetas difusas de los vecinos que amontonan la nieve donde no moleste, dejando libre el camino para el paseo matutino y las tareas del domingo. Ver trabajar a los aldeanos en esta noche serena, todos unidos por un propósito común, tiene un cierto efecto sedante, y me gustaría estar allí, con ellos. Y entonces suena el aviso que anuncia la hora de acostarse. En el dormitorio, las chicas no tardan ni un minuto en meterse en la cama, y acto seguido se apagan las luces.

Empiezo a soñar en cuanto cierro los ojos. Es un día cálido de verano, y estoy de pie en un campo floreado. A mi derecha, a lo lejos, el contorno de una escarpada cadena montañosa recorta el telón de fondo de la puesta de sol; a mi izquierda se encuentra el mar. Una chica vestida de negro, con pelo azabache y unos espectaculares ojos grises, surge de la nada. Lleva una sonrisa en la boca, rebelde y llena de confianza. Estamos las dos solas. Entonces, estalla una gran turbulencia detrás de mí, como si se estuviera produciendo un terremoto aislado, y el suelo se resquebraja y se separa. No me doy la vuelta para ver qué está sucediendo. La chica levanta la mano, invitándome a cogérsela, con su mirada clavada en la mía. Extiendo el brazo hacia ella. Mis ojos se abren.

Un chorro de luz entra por las ventanas. Aunque parece que hayan pasado solo unos minutos, en realidad ha transcurrido toda la noche. Intento quitarme el sueño de la cabeza sacudiéndola. El domingo es el día de descanso, aunque paradójicamente para nosotras es el día más ajetreado de la semana, y empieza con una larga misa.

En apariencia, la gran masa de gente que acude los domingos se debe a la devoción religiosa de la comunidad, pero en realidad se debe al ágape que se ofrece después de la misa. Todas las que vivimos aquí debemos contribuir a preparar la comida. Mi puesto está en el comedor, atendiendo la cola. No quedamos libres hasta que acaba el banquete. Con suerte, terminaremos antes de las cuatro, y después podremos estar fuera hasta que se ponga el sol. En esta época del año, esto ocurre un poco después de las seis.

Corremos a las duchas, nos lavamos rápidamente, nos cepillamos los dientes y el pelo y nos ponemos la ropa de los domingos: unos uniformes blancos y negros, todos idénticos, que solo nos dejan las manos y la cabeza al descubierto. Cuando ya han salido casi todas las demás chicas, Adelina entra en el dormitorio. Se planta delante de mí y me arregla el cuello de la túnica, cosa que me hace sentir como una niña. Oigo la muchedumbre llenando la nave de la iglesia. Adelina no abre la boca. Yo tampoco. Me fijo por primera vez en los mechones grises de su pelo de color caoba. Se le ven arrugas en torno a los ojos y la boca. Tiene cuarenta y dos años, pero parece diez años mayor.

—He soñado con una chica de pelo muy negro y ojos grises que me tendía la mano —le digo, rompiendo el silencio—. Quería que se la cogiera.

—Ah, ¿sí? —me dice; no entiende por qué le estoy contando mi sueño.

—¿Crees que podría ser de los nuestros?

Ella da un último tirón al cuello.

—Creo que no deberías dar tanta importancia a los sueños.

Quiero rebatírselo, pero no sé cómo, y al final solo le digo:

—Parecía muy real.

—Eso pasa con muchos sueños.

—Pero hace tiempo me dijiste que en Lorien a veces podíamos comunicarnos a través de distancias muy largas.

—Sí, y después de eso te leía cuentos de lobos que derribaban casitas soplando y de gallinas que ponían huevos de oro.

—Pero eran fábulas.

—Eso también es una gran fábula, Marina.

—¿Cómo puedes decir eso? —protesto con los dientes apretados—. Las dos sabemos que no es una fábula. Las dos sabemos de dónde venimos y por qué estamos aquí. No sé por qué actúas como si no vinieras de Lorien y no tuvieras el deber de enseñarme.

Ella se coge las manos por detrás de la espalda y mira al techo.

—Marina, desde que llegué aquí, desde que llegamos aquí, hemos tenido la suerte de aprender la verdad sobre la creación, nuestro origen y cuál es nuestra auténtica misión en la Tierra. Y todo eso está en la Biblia.

—¿Y la Biblia no es una fábula?

Sus hombros se agarrotan. Arruga la frente y aprieta la mandíbula.

—Lorien no es una fábula —digo sin darle tiempo a responderme, y, utilizando la telequinesia, levanto una almohada de una cama cercana y la hago girar en el aire.

Adelina hace entonces algo que nunca había hecho antes: me da un bofetón. Muy fuerte. Boquiabierta, dejo caer la almohada y me aprieto la mejilla dolorida con la mano.

—¡Ni se te ocurra hacer eso delante de nadie! —dice con rabia en la voz.

—Lo que he hecho ahora mismo no era una fábula. No formo parte de una fábula. Y tú eres mi cêpan, y tampoco formas parte de una fábula.

—Llámalo como quieras —insiste.

—Pero ¿es que no has leído las noticias? Sabes que ese chico de los Estados Unidos es uno de los nuestros; ¡no puedes negarlo! ¡Puede que represente nuestra única oportunidad!

—¿Nuestra única oportunidad de qué? —me pregunta.

—De tener una vida con sentido.

—¿Y qué es lo que hacemos aquí según tú?

—Pasar los días viviendo las mentiras de la gente de otro planeta —contesto.

—Déjalo ya, Marina —me dice meneando la cabeza, y cuando sale de la habitación no tengo más remedio que seguirla.

Marina. Es un nombre que ahora me suena muy normal, muy yo. No tengo que pensarlo cuando Adelina me llama así para regañarme o cuando una de las chicas del orfanato grita ese nombre desde la puerta del colegio, agitando un libro de matemáticas que he olvidado al salir. Pero no siempre me he llamado así. Cuando vagábamos sin rumbo buscando un plato de comida caliente o una cama donde dormir, antes de llegar a España y a Santa Teresa, antes de que Adelina fuera Adelina, yo había sido Geneviève, y ella, Odette. Esos eran nuestros nombres franceses.

—Tenemos que cambiar de nombre cada vez que cambiemos de país —me susurró Adelina una vez, cuando se llamaba Signy y acabábamos de llegar a Noruega, donde había atracado nuestro barco después de haber pasado meses en el mar. Ella había elegido el nombre de Signy porque estaba escrito en la camisa de una camarera.

—¿Y cómo voy a llamarme yo? —pregunté entonces.

—Como tú quieras —me contestó. Estábamos en una cafetería de una aldea perdida, disfrutando del calor de la taza de chocolate caliente que habíamos pedido para las dos. Signy se había levantado para coger de una mesa cercana el suplemento dominical de un periódico. En la portada había una foto de la mujer más guapa que había visto nunca: pelo rubio, pómulos pronunciados, ojos de un azul intenso. Se llamaba Birgitta, y ese fue el nombre que elegí.

Incluso estando en un tren, viendo pasar por la ventana un país tras otro a toda velocidad, como si fueran árboles, siempre cambiábamos de nombre, aunque fuera por unas horas. Por supuesto, lo hacíamos para eludir a los mogadorianos o a cualquier otro que anduviera tras nuestra pista, pero también era lo único que nos elevaba la moral, minada por todas nuestras calamidades. A mí me parecía tan divertido que deseaba recorrer Europa entera varias veces. En Polonia, yo elegí el nombre de Minka y ella el de Zali. En Dinamarca, ella era Fátima, y yo, Yasmin. En Austria tuve dos nombres: Sophie y Astrid. Ella le cogió apego al de Emmalina.

—¿Por qué Emmalina? —le pregunté entonces.

—Pues no lo sé —rio ella—. Supongo que porque es como dos nombres en uno: Emma y Lina. Los dos son bonitos, pero si los juntas te sale un nombre increíble.

De hecho, ahora me pregunto si aquella fue la última vez que la oí reír. O la última vez que nos abrazamos o que hicimos propósitos respecto a nuestros destinos. Lo que sí sé es que fue la última vez que noté que le importaba ser mi cêpan y la suerte que corriera Lorien… o la que corriera yo.

Llegamos a la misa justo antes de que empiece. Los únicos sitios libres están en la última fila, que de todos modos es donde prefiero sentarme. Arrastrando los pies, Adelina se acerca a la primera fila para sentarse con las hermanas. El padre Marco, el sacerdote, arranca con una oración inicial pronunciada con su voz lúgubre de siempre, y la mayoría de sus palabras me llegan tan difusas que no soy capaz de entenderlas. Prefiero que sea así, para poder mantener mi distanciada apatía durante todo el tiempo que dura la misa. Intento apartar de mi mente el bofetón de Adelina, y me entretengo pensando en lo que haré cuando por fin termine el ágape. La nieve no se ha derretido ni un ápice, pero aun así estoy decidida a ir a mi cueva. Tengo cosas nuevas que pintar, y quiero terminar el retrato de John Smith que empecé la semana pasada.

La misa dura una eternidad, o al menos es lo que parece, con su liturgia: los ritos, las lecturas, los salmos, las oraciones, la homilía, la comunión. Para cuando llegamos a la oración final ya estoy agotada, y no me molesto siquiera en fingir que rezo como suelo hacer normalmente, y en lugar de eso me quedo sentada con la cabeza alta y los ojos abiertos, mirando desde atrás las cabezas de los presentes. Casi todos son gente conocida. Hay un hombre que se ha quedado dormido en el banco, con la espalda derecha, los brazos cruzados y la barbilla pegada al pecho. Lo observo hasta que se sobresalta por algún sueño y se despierta con un ronquido. Varias cabezas se vuelven hacia él mientras recupera la compostura. No puedo evitar sonreír y, cuando aparto la vista, mis ojos se encuentran con los de la hermana Dora, que me mira con expresión severa. Bajo la cabeza, cierro los ojos y finjo unirme a la oración, moviendo la boca de acuerdo con las palabras que recita el padre Marco desde el altar, pero sé que me han pillado. Es la especialidad de la hermana Dora. Su misión en la vida es pillarnos haciendo algo que no deberíamos.

Nos santiguamos todos después de la oración, acto con el que concluye la misa. Me levanto del sitio antes que nadie y corro de la nave a la cocina. Aunque la hermana Dora es la más corpulenta de todas las monjas, hace gala de una sorprendente agilidad cuando la ocasión lo requiere, y no quiero darle la oportunidad de interceptarme. Si me escapo de ella, tal vez evite el castigo. Y parece que me salgo con la mía, porque cuando entra en el comedor cinco minutos después y me encuentra pelando patatas al lado de una chica desgarbada de catorce años llamada Paola y su hermana de doce, Lucía, se limita a mirarme con gesto agrio.

—¿Qué le pasa? —me pregunta Paola.

—Me ha pillado sonriendo en la misa.

—Menos mal que no ha querido azotarte —añade Lucía, hablando por un lado de la boca.

Yo asiento y prosigo con mi tarea. Aunque duran poco, son estos pequeños momentos los que crean lazos entre las chicas, unidas frente a un enemigo común. Cuando era más pequeña, creía que la vida en comunidad, el hecho de ser huérfanas viviendo bajo el mismo techo tiránico, nos convertiría a todas en amigas desde el primer momento y para siempre. Pero en realidad solo servía para dividirnos, para crear pequeñas facciones dentro de un grupo ya de por sí pequeño: las guapas haciendo pandilla (exceptuando a la Gorda, que se incluía en esta categoría de todos modos), las listas, las deportistas y las pequeñas, pero a mí acabaron dejándome sola.

Media hora más tarde, cuando la comida está lista, la llevamos de la cocina a la cola de gente que está esperando y que nos recibe con un aplauso. Al final de la cola veo a mi vecino favorito de Santa Teresa: Héctor Ricardo. Lleva la ropa sucia y arrugada, y el pelo revuelto. A sus ojos enrojecidos se añade un tono casi escarlata de la cara y las mejillas. Incluso desde la distancia a la que estoy yo se le ve un ligero temblor en las manos, como le ocurre siempre los domingos (el único día de la semana que no bebe, cumpliendo su promesa). Hoy se le ve especialmente demacrado, aunque cuando al fin le toca el turno, extiende la bandeja con firmeza y lleva en la cara la sonrisa más optimista que puede mantener.

—¿Cómo te va la vida, mi querida reina del mar? —me pregunta, y yo le respondo con una leve reverencia.

—No me va mal, Héctor. ¿Y a ti?

Él se encoge de hombros antes de contestar:

—La vida es como un buen vino: hay que saborearla sin prisa.

Me hace reír. Héctor siempre sale con algún viejo dicho.

Lo conocí cuando yo tenía trece años. Él estaba sentado en la terraza del único bar de la calle principal, bebiendo una botella de vino a solas. Era media tarde, y yo volvía al convento después de clase. Nuestras miradas se encontraron cuando pasé delante de él.

—Marina, la del mar —me dijo entonces, y me llamó la atención que supiera mi nombre, aunque no era tan extraño, puesto que se puede decir que llevaba viéndolo todas las semanas en la iglesia desde el momento en que llegué—. Ven a hacerle un poco de compañía a un viejo borracho.

Y eso fue lo que hice, no sé por qué. Tal vez porque Héctor tiene algo que le hace muy agradable. A su lado me siento relajada, y no finge ser algo que no es, como hace mucha gente. Todo en su actitud comunica el mensaje: «Este soy yo; o lo tomas o lo dejas».

Aquel primer día pasamos un rato charlando, lo bastante como para darle tiempo a terminar la primera botella de vino y pedir otra.

—Con Héctor Ricardo estás a salvo —me dijo cuando llegó el momento de que volviera al convento—. Yo cuidaré de ti; me obliga mi nombre. La raíz griega de Héctor significa «defender, ser fiel». Y Ricardo significa «rey fuerte» —explicó, dándose dos golpes en el pecho con el puño derecho—. ¡Héctor Ricardo te defenderá!

Noté que lo decía en serio. A continuación, me dijo:

—Marina, la del mar. Eso es lo que significa tu nombre, ¿lo sabías?

Le dije que no, porque era extranjera. Me pregunté qué significaría Birgitta. Y Yasmin. En qué se basaba el nombre de Emmalina.

—Eso quiere decir que eres la reina del mar de Santa Teresa —afirmó con una sonrisa ladeada.

Yo me reí, diciéndole:

—Me parece que has bebido demasiado, Héctor Ricardo.

—Pues sí —contestó—. Soy el borracho del pueblo, mi querida Marina. Pero no te dejes engañar por eso. Héctor Ricardo sigue siendo un defensor. Además, enséñame a un hombre sin vicios y yo te enseñaré a un hombre sin virtudes.

Años más tarde, sigue siendo una de las pocas personas a las que puedo llamar amigo.

Tardamos veinticinco minutos en dar su ración del día a los pocos centenares de personas que han acudido; luego, cuando ya no queda nadie en la cola, nos toca a comer a nosotras, sentadas en un grupo aparte. Comemos tan rápido como podemos, sabiendo que cuanto antes recojamos y limpiemos, antes quedaremos libres para salir por nuestra cuenta.

Quince minutos después, las cinco que hemos atendido la cola nos ponemos a fregar cazos y sartenes y a limpiar superficies. En el mejor de los casos, tardamos una hora en hacer la limpieza, y eso solo si todos se van después de haber comido, cosa que rara vez ocurre. Mientras limpiamos, y cuando sé que no hay nadie mirando, meto en una bolsa los alimentos no perecederos que quiero llevarme hoy a la cueva: fruta confitada, frutos secos, una lata de atún, otra de judías. Esto se ha convertido en una costumbre semanal más para mí. Durante mucho tiempo me convencía a mí misma de que lo hacía para poder picar mientras pintaba las paredes de la cueva, pero la verdad es que estoy creando una reserva de comida en caso de que llegue lo peor y tenga que esconderme. Y cuando digo lo peor, me refiero a ellos.