CAPÍTULO CUATRO
—YO TENÍA TRECE AÑOS CUANDO NOS ENCONTRARON —dice Seis cuando entramos en Tennessee, quince minutos después de abandonar el motel de Trucksville. Yo le he pedido que nos cuente cómo las habían capturado a Katarina y a ella—. Habíamos huido al oeste de Texas desde México tras cometer una estupidez. Las dos estábamos emocionadísimas con un mensaje que había escrito el Número Dos en Internet, aunque entonces no sabíamos quién de nosotros lo había escrito, y respondimos. Estábamos solas en México, viviendo en una ciudad polvorienta y aislada, y necesitábamos saber si realmente lo había escrito un miembro de la Guardia.
Yo asiento. Sé a qué se refiere. Henri también vio el mensaje de ese blog cuando vivíamos en Colorado. Yo estaba en la escuela, en una competición de deletreo, y la cicatriz me salió estando en la tarima. Me llevaron corriendo al hospital, donde el médico vio la primera cicatriz, y la quemadura reciente de la segunda, que llegaba hasta el hueso. Cuando Henri llegó, le acusaron de malos tratos, y aquello fue lo que hizo que huyéramos del estado y adoptáramos una nueva identidad, que empezáramos otra vez de nuevo.
—«Nueve, y ahora ocho. ¿Estáis ahí los demás?» —digo.
—Eso decía.
—O sea, que fuisteis vosotras las que contestasteis —digo. Henri había sacado capturas de pantalla del mensaje para que yo lo viera. Intentó por todos los medios colarse en el ordenador de Dos para borrar el mensaje antes de que fuera demasiado tarde, pero no fue lo bastante rápido. La mataron enseguida. Y justo después alguien borró el mensaje. Supusimos que habían sido los mogadorianos.
—La que respondió fue Katarina. Solo escribió «Estamos aquí», y menos de un minuto después apareció la cicatriz —recuerda Seis, negando con la cabeza—. Fue una estupidez por parte de Dos mandar aquel mensaje, sabiendo que era la siguiente. Todavía no entiendo por qué se arriesgó de esa manera.
—¿Y sabéis dónde estaba? —pregunta Sam. Yo miro a Seis.
—¿Tú lo sabes? —le pregunto—. A Henri le parecía que era Inglaterra, pero no lo sabía a ciencia cierta.
—Ni idea. Solo sabíamos que, con lo poco que habían tardado en llegar hasta ella, no tardarían mucho en encontrarnos a nosotras.
—Pero ¿cómo sabéis que colgó ella el mensaje? —pregunta Sam. Seis se le queda mirando.
—¿A qué te refieres?
—No sé; ni siquiera tenéis claro dónde estaba, así que ¿cómo podéis estar tan seguros de que era ella?
—¿Quién más podría ser? —pregunto yo.
—Bueno, no hay más que fijarse en lo cautelosos que sois John y tú. No me imagino a ninguno de los dos haciendo una tontería semejante sabiendo que sois los siguientes. Sobre todo teniendo en cuenta todo lo que sabéis de los mogadorianos. No os imagino colgando un mensaje así, eso para empezar.
—Tienes razón, Sam.
—A lo mejor ya habían cogido a Dos y estaban intentando que alguno de vosotros se delatara antes de matarla. Eso explicaría por qué murió pocos segundos después de que respondierais. Pudo ser un farol. O quizá Dos sabía lo que estaban haciendo y se mató para dar la voz de alarma y que huyerais, o algo así. Quién sabe. Al fin y al cabo son solo suposiciones, ¿no?
—Es verdad —digo yo. Pero no son descabelladas. Y no se me habían ocurrido. Me pregunto si se le ocurrieron a Henri.
Continuamos nuestro viaje en silencio, pensando en aquello. Seis se mantiene en el límite de velocidad, y algunos coches nos adelantan. La autopista está flanqueada por farolas altas que hacen que las montañas adquieran un aspecto siniestro al pasar.
—Puede que estuviera asustada y desesperada —digo yo—. Quizá eso le llevó a hacer una tontería, como escribir un mensaje en Internet sin pensar en las consecuencias.
—A mí no me parece lo más probable —dice Sam encogiéndose de hombros.
—Es verdad —asiento—. Pero puede que ya hubieran matado a su cêpan, y que ella estuviera histérica. Debía de tener doce años, trece a lo sumo. Imagínate que tienes trece años y que estás solo —digo, antes de darme cuenta de que estoy describiendo exactamente la situación de Seis. Ella me dirige una mirada fugaz, y luego vuelve la vista hacia la carretera.
—No se nos había ocurrido que pudiera ser una trampa —dice—. Aunque tiene sentido. Nosotras estábamos asustadas. Y yo tenía el tobillo ardiendo. Es difícil pensar con claridad cuando te duele el pie como si te lo estuvieran cortando con una sierra.
Yo asiento, pensativo.
—Pero incluso después del miedo inicial, no se nos ocurrió verlo así. Contestamos, y eso fue lo que los puso sobre nuestra pista. Fue una estupidez por nuestra parte. Puede que tengas razón, Sam. Solo espero que, a partir de ahora, seamos un poco más listos. Los que quedamos.
Esta última frase permanece flotando en el aire. Solo quedamos seis. Seis contra cuantos quiera que sean ellos. Y sin forma alguna de saber cómo encontrarnos los unos a los otros. Pero somos la única esperanza, y unidos seremos más fuertes. El poder de los seis. Ese pensamiento hace latir mi corazón al doble de su ritmo normal.
—¿Qué? —pregunta Seis.
—Que quedamos seis.
—Eso ya lo sé. ¿Y qué?
—Somos seis, y puede que algunos de los otros todavía conserven a sus cêpan; o puede que no. Pero solo somos seis para luchar contra quién sabe cuántos mogadorianos. ¿Mil? ¿Cien mil? ¿Un millón?
—Oye, no os olvidéis de mí —apunta Sam—. Y de Bernie Kosar.
—Lo siento, Sam; tienes razón. Somos ocho —asiento. De repente, me acuerdo de otra cosa—. Seis, ¿sabes algo de la segunda nave que salió de Lorien?
—¿Otra nave aparte de la nuestra?
—Sí, salió justo después de la nuestra. O al menos, creo que lo hizo. Iba cargada con quimeras. Había unas quince más o menos, y tres cêpan, y puede que un bebé. Lo vi en visiones cuando Henri y yo estábamos entrenando, aunque él no lo tenía claro. Pero, hasta el momento, todas mis visiones han resultado ser verdad.
—No tenía ni idea.
—Despegó en un viejo cohete parecido a las lanzaderas de la NASA. De esas que funcionan con combustible y que dejan un rastro de humo tras de sí.
—Entonces no pudo llegar hasta aquí —dice Seis.
—Ya, eso mismo dijo Henri.
—¿Has dicho que había quimeras? —pregunta Sam—. ¿Como Bernie Kosar? —Asiento, y él se anima—. Quizá fue así como llegó aquí. ¿Te imaginas que llegaron todas? ¿No visteis lo que Bernie hizo durante la batalla?
—Sí, sería una pasada —coincido—. Pero estoy bastante seguro de que el pequeño Bernie venía en nuestra nave.
Deslizo mi mano por el lomo de Bernie Kosar, palpando el pelaje apelmazado por las costras que todavía lo cubren. Sam suspira y se retrepa en el asiento con expresión de alivio, imaginándose probablemente a un ejército de quimeras viniendo en nuestra ayuda en el último minuto para acabar con los mogadorianos. Seis mira por el retrovisor, y los faros del coche que va detrás dibujan una franja de luz sobre su frente. Después vuelve la vista hacia la carretera con la misma expresión introspectiva que Henri siempre tenía cuando conducía.
—Los mogadorianos… —empieza a decir suavemente, tragando saliva, mientras Sam y yo volvemos a centrar nuestra atención en ella— dieron con nosotras al día siguiente de que respondiéramos al mensaje de Dos, en un pueblo desolado al oeste de Texas. Katarina llevaba conduciendo quince horas seguidas desde México, se estaba haciendo tarde y las dos estábamos agotadas por la falta de sueño. Salimos de la autopista y paramos en un motel no muy distinto al que acabamos de dejar. Estaba en un pueblecito que parecía sacado de una peli antigua del oeste, lleno de cowboys y rancheros. Incluso había postes al lado de algunos edificios para que la gente pudiera atar los caballos. Era muy raro, pero nosotras veníamos de un pueblecito perdido de México, así que no nos lo pensamos dos veces y paramos.
Hace una pausa mientras un coche nos adelanta. Ella lo sigue con la vista y comprueba el indicador de velocidad antes de volver a centrarse en la carretera.
—Fuimos a comer algo a una cafetería. Hacia la mitad de la cena más o menos, un hombre entró y se sentó. Llevaba una camisa blanca y un corbatín, un corbatín como de vaquero, y su ropa parecía pasada de moda. Nosotras no le hicimos caso, aunque yo me di cuenta de que los demás clientes le miraban como a un bicho raro, igual que a nosotros. En un momento dado, él se volvió y miró hacia nosotras, pero como los demás habían hecho lo mismo antes, no le di mayor importancia. Yo solo tenía trece años, y en ese momento me costaba pensar en otra cosa que no fuera en comer y dormir. Cuando terminamos la cena, nos volvimos a nuestra habitación. Katarina se metió en la ducha y, nada más salir, envuelta en un albornoz, alguien llamó a la puerta. Las dos nos miramos. Ella preguntó quién era, y un hombre contestó que era el director del motel, que nos traía toallas limpias y hielo; sin pensármelo dos veces, me dirigí hacia la puerta y la abrí.
—Oh, no —dice Sam.
Seis asiente.
—Era el hombre de la cafetería, el del corbatín. Entró en la habitación sin mediar palabra y cerró la puerta. Yo llevaba mi colgante a plena vista. Él supo inmediatamente quién era yo, y nosotras supimos inmediatamente quién era él. De un solo movimiento limpio, sacó un cuchillo de la cinturilla del pantalón y me lo lanzó a la cabeza. Fue rápido, y yo no tuve tiempo de reaccionar. Aún no tenía los legados, no podía defenderme. Estaba muerta. Pero entonces ocurrió una cosa muy extraña: mientras el cuchillo se clavaba en mi frente, era su cráneo el que se abría. Yo no sentí nada. Luego me enteré de que no tenían ni idea de que nos protegía el encantamiento: no podían matarme hasta que no hubieran muerto los cinco primeros. El tío se desplomó y reventó convertido en cenizas.
—Qué fuerte —dice Sam.
—Espera —interrumpo yo—. Por lo que he visto, los mogadorianos son bastante reconocibles. Tienen la piel tan pálida que parece blanqueada con lejía. Y sus dientes y sus ojos… —añado, sin terminar la frase—. ¿Cómo no os disteis cuenta en la cafetería? ¿Cómo le dejasteis entrar en la habitación?
—Juraría que solo los rastreadores y los soldados tienen ese aspecto. Son como el ejército de los mogadorianos. O al menos eso era lo que decía Katarina. Los demás parecen humanos normales, como nosotros. El que entró en la cafetería parecía un contable, con sus gafas de montura metálica, sus pantalones negros, su camisa blanca de manga corta y su corbatín. Incluso tenía un bigote como anticuado. Recuerdo que estaba bronceado. No nos imaginábamos que nos hubieran seguido hasta allí.
—Ahora ya me siento más tranquilo —digo en plan irónico. Revivo la imagen del cuchillo clavándose en el cráneo de Seis y matando al mogadoriano en su lugar. Si uno de ellos intentara clavarme un cuchillo ahora mismo, me mataría. Aparto ese pensamiento de mi mente y pregunto a Seis—: ¿Crees que siguen en Paradise?
Durante un minuto ella no dice nada y, cuando al fin habla, me arrepiento de habérselo preguntado.
—Puede que sí.
—Entonces, ¿Sarah está en peligro?
—Todos están en peligro, John. Todas las personas de Paradise que conocemos, y también las que no conocemos.
Seguramente todo el pueblo estará bajo vigilancia, y yo sé que es peligroso acercarse a menos de cien kilómetros a la redonda. Y llamar. Incluso mandar una carta, porque entonces deducirían la importancia que Sarah tiene para mí, la relación que hay entre nosotros.
—Total —dice Sam, queriendo volver al tema—, que el contable mogadoriano se cae al suelo y se muere. ¿Y qué pasó luego?
—Katarina me lanzó el Cofre y cogió nuestra maleta, y salimos a toda prisa del motel, ella aún con el albornoz puesto. La camioneta no estaba cerrada, y nos metimos dentro en un segundo. Otro mogo salió disparado de detrás del motel. Kata estaba tan aturullada que no encontraba las llaves. Aun así bloqueó las puertas. Además, las ventanillas estaban subidas. Pero aquel tío no perdió el tiempo: le dio un puñetazo al cristal de la ventanilla del acompañante y me agarró por la camisa. Katarina gritó, y varios hombres que estaban por allí entraron en acción.
»Otros salieron de la cafetería para ver lo que estaba pasando. El mogadoriano no tuvo más remedio que soltarme para encararse a ellos.
»—¡Las llaves están en la habitación! —gritó Katarina. Me miró con unos ojos muy abiertos, enormes, desesperados. Estaba aterrorizada. Las dos lo estábamos. Yo salí de la camioneta y corrí a la habitación a por las llaves. De no haber sido por aquellos hombres de Texas, no habríamos podido huir; nos salvaron la vida. Cuando salí de la habitación con las llaves, uno de ellos estaba apuntando a un mogadoriano con una pistola.
»No tengo ni idea de lo que pasó después, porque Katarina arrancó a toda velocidad y no miramos atrás. Escondimos el Cofre unas semanas más tarde, justo antes de que nos cogieran de verdad.
—¿No tienen ya los cofres de los tres primeros? —pregunta Sam.
—Estoy segura de que sí, pero ¿qué más da? En cuanto morimos, los cofres se abren solos y todo lo que contiene se vuelve inservible —explica Seis. Yo asiento, pues sé que es así por las conversaciones que tuve con Henri.
—Y no solo se vuelven inservibles —añado—, sino que se desintegran, igual que pasa con los mogadorianos cuando alguien los mata.
—Qué fuerte —dice Sam.
Entonces recuerdo la nota que leí cuando fui a Athens, Ohio, a rescatar a Henri.
—Por cierto, Henri fue a ver a unos tíos que publicaban la revista Están entre nosotros.
—¿Qué pasa con ellos?
—Tenían un informador que afirmaba haber capturado a un mogadoriano y haberlo torturado para sacarle información, y supuestamente sabía que habían rastreado al Número Siete hasta España y que el Número Nueve estaba en Sudamérica.
Seis se queda pensando un instante. Se muerde el labio y mira por el retrovisor.
—Me consta que el Número Siete es una chica; eso lo recuerdo del viaje en la nave.
Justo entonces, una sirena suena detrás de nosotros.