CAPÍTULO TRES

UN LEVE SUSURRO LLEGA HASTA MÍ. ES UNA VOZ fría. Escucho con atención, aunque no soy capaz de moverme.

Ya no estoy dormido, pero tampoco despierto. Estoy paralizado, y a medida que se intensifican los murmullos, mi vista viaja a través de la impenetrable oscuridad de mi habitación de motel. La electricidad que siento mientras la visión se despliega sobre mi cabeza me recuerda al momento en que mi primer legado, el lumen, me encendió las palmas de las manos en el pueblo de Paradise, Ohio. En aquella época, Henri todavía estaba conmigo, estaba vivo. Pero Henri ya no está, y no va a volver. Incluso en mi presente estado, no puedo eludir esa realidad.

Entro completamente en la visión que flota sobre mí, rompiendo la oscuridad con mis manos encendidas, pero el resplandor termina engullido por las sombras. Y entonces me detengo en seco. Todo se queda en silencio. Levanto las manos frente a mí pero no llego a alcanzar nada. Mis pies no tocan el suelo, como si estuviera suspendido sobre un gran vacío.

Oigo más susurros en un idioma que no reconozco, y sin embargo lo comprendo sin saber cómo. Las palabras manan impulsadas por un sentimiento de ansiedad. La oscuridad se disipa, y el mundo en el que me encuentro adopta un tono grisáceo antes de iluminarse con una luz tan blanca que tengo que entornar los ojos para mirar. La bruma que flota delante de mí se hace jirones y revela tras de sí una espaciosa sala con velas colocadas a lo largo de las paredes.

—No… no sé qué ha podido salir mal —dice una voz, claramente trastornada.

La sala es larga y amplia, del tamaño de un campo de fútbol. Un agrio olor a azufre me quema los agujeros de la nariz y me humedece los ojos. El aire es caliente y denso. Y es entonces cuando las veo, en el extremo más alejado de la sala: dos figuras envueltas en sombras, una mucho más grande que la otra, y amenazadora incluso vista desde lejos.

—Se han escapado. No sé cómo, pero se han escapado.

Me acerco un poco más. Siento el tipo de calma que a veces tienes en sueños, cuando sabes que estás dormido y que nada puede dañarte en realidad. Las sombras aumentan a medida que me aproximo paso a paso.

—Todos muertos. Los han matado a todos, junto con tres piken y dos kraul —dice la figura más menuda de las dos, hablando con manos nerviosas al lado de la sombra más corpulenta—. Ya los teníamos. Estábamos a punto de… —prosigue la figura, pero la otra le interrumpe y otea el aire para ver lo que ha presentido ya. Me detengo, dejo de moverme y contengo la respiración. Y entonces me encuentra. Un escalofrío me recorre la columna.

—John —dice alguien, y su voz es como un eco lejano.

La sombra de mayor tamaño se acerca a mí. Es una figura imponente, de seis metros, musculosa, con una mandíbula de contornos afilados. No lleva el pelo largo como los demás, sino corto. Tiene la piel morena. Nos sostenemos la mirada mientras se acerca lentamente. Quince metros nos separan, y después diez. Se detiene a cinco metros de distancia. El colgante que llevo en el cuello se hace cada vez más pesado, y la cadena se me clava en la nuca. En torno a su garganta, como si fuera un collar, veo una cicatriz grotesca, de tonos morados.

—Te he estado esperando —me dice con voz monótona y tranquila.

Levanta el brazo derecho y saca una espada de una vaina que lleva a la espalda y que cobra vida al instante, conservando su forma aunque el metal pasa a un estado casi líquido. La herida que me produjo en el hombro el puñal de un soldado en la batalla de Ohio grita de dolor, como si recibiera de nuevo la puñalada. Me desplomo de rodillas.

—Ha pasado mucho tiempo —dice.

—No sé de qué estás hablando —le respondo en un lenguaje que nunca había hablado antes.

Quiero irme inmediatamente, sea cual sea este sitio. Intento levantarme, pero es como si de pronto me hubieran clavado al suelo.

—Ah, ¿no? —me pregunta.

—John —oigo decir otra vez a una voz procedente de un lugar indeterminado. El mogadoriano no parece oírla, y su mirada tiene algo que atrapa la mía. No puedo apartar la vista.

—No debería estar aquí —digo. Mi voz suena apagada, como si estuviera bajo el agua. Todo se difumina hasta que solo estamos él y yo, nada más.

—Puedo hacerte desaparecer, si es eso lo que deseas —me dice, formando un ocho con la espada, que deja una intensa estela blanca en el aire que ha surcado la hoja. Y acto seguido se abalanza hacia mí enarbolando su espada, que crepita de poder. Describe un arco con el arma, que cae como una bala en dirección a mi garganta, y yo sé que no hay nada que pueda hacer para impedir que me decapite de un solo golpe.

—¡John! —vuelve a gritar la voz.

Los ojos se me abren de repente. Dos manos me sujetan con fuerza por los hombros. Estoy cubierto de sudor y sin respiración. Primero miro a Sam, que está de pie frente a mí, y luego a Seis y a sus ojos claros y penetrantes que a veces parecen azules y a veces verdes. Está arrodillada a mi lado, con aire cansado y agobiado, como si acabara de despertarla. Cosa que probablemente he hecho.

—¿A qué venía todo eso? —pregunta Sam.

Sacudo la cabeza y dejo que la visión se disipe, y entonces analizo lo que me rodea. La habitación está a oscuras y las cortinas están echadas. Estoy tumbado en la misma cama en la que he pasado la última semana y media, curándome las heridas de combate. Seis ha estado recuperándose a mi lado, y ni ella ni yo hemos salido de aquí desde que llegamos, dejando que Sam fuera por comida y otros productos. Es una habitación de motel deslustrada con dos camas dobles cerca de la calle principal de Trucksville, en Carolina del Norte. Para alquilarla, Sam ha empleado uno de los diecisiete permisos de conducción que Henri creó para mí antes de que le mataran, y por suerte el anciano de recepción estaba demasiado pendiente de la tele como para examinar la fotografía. El motel, situado en el borde noroeste del estado, se encuentra a un cuarto de hora en coche de los estados de Virginia y Tennessee, una ubicación elegida más que nada porque ya habíamos viajado lo más lejos que podíamos teniendo en cuenta la gravedad de nuestras heridas. Poco a poco, se han ido curando, y estamos recobrando al fin todas nuestras fuerzas.

—Estabas hablando en un idioma que nunca había oído antes —dice Sam—. Para mí que te lo inventabas, colega.

—No, estaba hablando en mogadoriano —le corrige Seis—. Y también un poco de lórico.

—¿De verdad? —pregunto—. Qué cosa más rara.

Seis se acerca a la ventana y retira la parte derecha de las cortinas.

—¿Es que estabas soñando?

—No lo sé muy bien —digo, negando con la cabeza—. Estaba soñando pero no estaba soñando, ya me entiendes. Supongo que estaba teniendo visiones. Sobre ellos. Estábamos a punto de batirnos pero yo estaba… no sé… demasiado débil o confundido o algo. —Levanto la vista hacia Sam, que está mirando la tele con el ceño fruncido—. ¿Qué pasa?

—Malas noticias —suspira, meneando la cabeza.

—¿Qué? —digo mientras me incorporo en la cama y me froto los ojos para despejarme.

Sam señala con la cabeza hacia la parte de la habitación que tengo delante, y llevo la vista hacia el destello del televisor. Mi cara ocupa toda la mitad izquierda de la pantalla, y en la parte derecha hay un retrato robot de Henri. El dibujo no le hace justicia: su rostro se ve más afilado y demacrado, lo que le hace parecer veinte años mayor de lo que es. O era.

—Como si no fuera bastante malo que te consideren una amenaza para la seguridad nacional o un terrorista —comenta Sam—, ahora ofrecen una recompensa.

—¿Por mí? —pregunto.

—Por ti y por Henri. Cien mil dólares a cambio de cualquier información que permita vuestra captura, y doscientos cincuenta mil si alguien os pilla a cualquiera de los dos por su cuenta.

—He sido un fugitivo toda mi vida —digo, frotándome los ojos—. ¿Cuál es la novedad?

—Ya, bueno, pero yo no, y ahora también ofrecen una recompensa por mí —contesta Sam—. Unos míseros veinticinco mil, ¿te lo puedes creer? Y no sé si estoy hecho para ser un fugitivo. Esto es nuevo para mí.

Con movimientos precavidos, intento sentarme en la cama, sintiéndome aún un poco agarrotado. Sam se sienta en la otra cama y esconde la cabeza entre las manos.

—Ahora estás con nosotros, Sam. Cuidaremos de ti —le digo.

—No estoy preocupado —afirma él, con la barbilla pegada al pecho.

Sam dirá que no está preocupado, pero yo sí lo estoy. Me mordisqueo la parte interior de las mejillas, pensando en cómo voy a mantenerle a él a salvo, y a mí y a Seis con vida, sin Henri. Me vuelvo hacia mi amigo, que está tan fastidiado que podría encontrar fallos hasta en su adorada camiseta negra de la NASA.

—Escucha, Sam. Ojalá Henri estuviera aquí. No sabes cuánto deseo que estuviera aquí, y por muchas razones. No solo me mantenía a salvo cuando huíamos de un estado a otro, sino que sabía un montón de cosas de Lorien y de mi familia, y además tenía una forma serena de actuar que era increíble y que nos ha mantenido alejados del peligro durante todo este tiempo. No sé si voy a ser capaz de hacer lo que hacía él para protegernos. Seguro que, si todavía estuviera vivo, no habría dejado que nos acompañaras. Nunca te habría expuesto a un peligro de este calibre. Pero la cuestión es que ahora estás aquí, y te prometo que no dejaré que te ocurra nada.

—Estoy donde quiero estar —afirma Sam—. Esto es lo más alucinante que me ha pasado nunca. —Tras un silencio, me mira directamente a los ojos—. Además, eres mi amigo del alma, y nunca había tenido un amigo del alma.

—Yo tampoco —confieso.

—Venga, abrazaos ya —dice Seis. Sam y yo nos reímos.

Mi cara todavía está en la televisión. Es la foto que me sacó Sarah mi primer día de clase en Paradise, el día que la conocí, y en ella tengo una expresión incómoda, poco natural. En el lado derecho de la pantalla ahora hay fotografías de menor tamaño de las cinco personas a las que se nos acusa de haber matado: tres profesores, el entrenador de baloncesto masculino y el conserje del instituto. Y entonces la pantalla pasa a mostrar imágenes del edificio destrozado. Está en ruinas: todo el lado derecho se ha reducido a un montón de escombros. A continuación dan paso a varias entrevistas con vecinos de Paradise, siendo la madre de Sam la última en aparecer en pantalla. Se la ve llorando, y sin dejar de mirar directamente a la cámara suplica desesperadamente a los «secuestradores» que «me devuelvan a mi niño sano y salvo, por favor, por favor, por favor». Cuando Sam ve la entrevista, me doy cuenta de que se produce un cambio en su interior.

Acto seguido se muestran escenas de las exequias de la semana pasada y de los homenajes con velas que se han celebrado. Por un momento se ve en la pantalla la cara de Sarah, que lleva una vela en la mano y tiene las mejillas empapadas en lágrimas. Se me forma un nudo en la garganta. Daría cualquier cosa por marcar su número, oír su voz. Me mata imaginarme el mal trago por el que debe de estar pasando. El vídeo en el que se nos ve escapando del incendio en casa de Mark —que es lo que lo desencadenó todo— es un bombazo en Internet, y aunque también se me culpa de haber provocado el siniestro, Mark salió en mi defensa y repitió por activa y por pasiva que yo no tuve nada que ver. Y eso que utilizarme de chivo expiatorio le habría dejado a él limpio de toda responsabilidad.

Cuando nos fuimos de Ohio, los daños producidos en el instituto se habían atribuido en un principio a un tornado sin pronosticar; sin embargo, los equipos de rescate se fueron abriendo paso entre los escombros, y no tardaron en encontrar allí los cinco cadáveres separados por distancias iguales, sin una sola señal de heridas, en una sala donde no se habían producido los combates. Las autopsias revelaron que habían muerto de causa natural, sin haber encontrado indicios de sustancias ni de violencia. Nadie sabe cómo murieron. Cuando uno de los periodistas se enteró de que yo había saltado por la ventana del despacho del director para huir corriendo del instituto, y de que tras ese incidente nos habían perdido la pista a Henri y a mí, escribió un artículo en el que nos culpaba de todo lo ocurrido; a partir de ahí, los medios no tardaron en sumarse a esta teoría. Tras el reciente descubrimiento de las herramientas de falsificación de Henri, junto con algunos de los documentos falsos que había dejado en la casa, la indignación pública no había dejado de aumentar.

—Ahora vamos a tener que extremar precauciones —dice Seis, sentándose apoyada en la pared.

—¿Te parece poco quedarnos encerrados en una habitación de motel cutre con las cortinas corridas? —pregunto.

Seis vuelve a la ventana y aparta una de las cortinas para mirar. Un haz de luz se dibuja en el suelo.

—El sol se pondrá dentro de tres horas. Vayámonos antes de que oscurezca.

—Menos mal —dice Sam—. Esta noche hay una lluvia de estrellas que podremos ver si vamos hacia el sur. Además, como tenga que pasar aunque sea un minuto más en esta habitación cochambrosa, voy a volverme loco.

—Sam, tú estás loco desde que te conocí —bromeo. Él me arroja una almohada, que desvío sin tener que levantar la mano. Utilizando mi telequinesia, hago girar la almohada en el aire una y otra vez, y después la lanzo como un cohete hacia el televisor para apagarlo.

Sé que Seis tiene razón al decir que no podemos seguir parados, pero me fastidia. Parece que no se vea el fin de todo esto, ningún lugar en el que podamos estar a salvo.

En el borde de la cama, calentándome los pies en su forma de perrito beagle, está Bernie Kosar, que apenas se ha separado de mi lado desde que nos fuimos de Ohio. Abre los ojos, bosteza y se despereza. Levanta la vista hacia mí y, gracias a la telepatía que tengo con él, me comunica que él también se ha repuesto. La mayoría de las costras pequeñas que le cubrían el cuerpo han desaparecido, y las grandes están curándose bien. Todavía lleva en la pata que se le rompió el cabestrillo improvisado y seguirá cojeando unas semanas más, pero ya casi ha vuelto a ser el de antes. Menea levemente la cola y me toca la pierna con una pata. Yo lo cojo para acercarlo a mi regazo y le rasco la panza.

—¿Y tú qué dices, amiguito? ¿Quieres que nos vayamos de este cuchitril? —Bernie Kosar golpea la cama con la cola—. Entonces, ¿hacia dónde vamos, chicos? —pregunto.

—No lo sé —contesta Seis—. Preferentemente, hacia algún lugar cálido, para pasar el invierno. Ya estoy un poco harta de tanta nieve. Aunque más harta estoy de no saber dónde están los demás.

—Por ahora solo estamos nosotros tres. Cuatro, más Seis, más Sam.

—Me encanta el álgebra —apunta Sam—. Sam es igual a X. La X es la variable.

—Qué repelente eres, colega —le digo.

Seis se mete en el baño para salir un instante después con un puñado de productos de aseo.

—No es mucho consuelo después de todo lo que ha pasado, pero al menos los demás guardianes saben que John no solo ha sobrevivido a su primera batalla, sino que la ha ganado. A lo mejor eso les infunde un poco de esperanza. Ahora, nuestra mayor prioridad es encontrar a los demás. Y entrenar juntos mientras tanto.

—De acuerdo —asiento, y entonces me dirijo a mi amigo—. Todavía no es demasiado tarde si quieres volver y enderezar las cosas, Sam. Puedes inventarte cualquier historia sobre nosotros. Diles que te hemos secuestrado, que te reteníamos contra tu voluntad y que te has escapado a la primera ocasión. Quedarás como un héroe. Serás el terror de las nenas.

Sam se muerde el labio inferior y niega con la cabeza.

—No quiero ser un héroe. Y ya soy el terror de las nenas.

Seis y yo hacemos una mueca, pero además veo que ella se ruboriza. O quizá me lo haya imaginado.

—Lo digo en serio —afirma—. No pienso volver.

—Entonces, no se hable más —digo, encogiéndome de hombros—. Sam es igual a X en esta ecuación.

Sam observa a Seis mientras ella se acerca a la pequeña mochila que está al lado de la tele, y veo que tiene escrita en la cara su atracción por ella. Seis lleva unos shorts negros de algodón y una camiseta blanca de tirantes. Va con el pelo recogido hacia atrás y le caen algunos mechones a ambos lados de la cara. Tiene una cicatriz morada muy visible en la parte delantera del muslo izquierdo, y los puntos que la recorren se ven rosados, cubiertos todavía por costra. Ella misma se los cosió y se los quitó. Cuando ella levanta la cabeza, Sam aparta la mirada con timidez. Está claro que tiene otro motivo para querer quedarse con nosotros.

Seis se agacha y mete la mano en la mochila, de donde saca un mapa plegado. Lo abre a los pies de la cama.

—Nosotros estamos justo aquí —dice, señalando el nombre de Trucksville. Y, desplazando el dedo desde Carolina del Norte hasta un pequeño asterisco rojo marcado cerca del centro de Virginia Occidental, añade—: Y aquí está la caverna de los mogadorianos, o al menos la que yo conozco.

Miro hacia el punto que está señalando. El mapa basta para ver que se trata de un lugar muy aislado; no parece haber ningún tipo de carretera importante en diez kilómetros a la redonda, ni ninguna localidad en un radio de quince kilómetros.

—Pero tú ¿cómo sabes dónde está la caverna?

—Es una larga historia —contesta—. Y por eso preferiría reservarla para el camino.

Su dedo traza sobre el mapa una nueva ruta que toma una dirección suroeste desde Virginia Occidental, atraviesa Tennessee y se detiene en un punto del estado de Arkansas cercano al río Mississippi.

—¿Qué hay ahí? —le pregunto.

Seis hincha las mejillas y suelta un gran resoplido, sin duda al recordar algo que le ha ocurrido. Su cara suele adoptar una expresión especial cuando está muy concentrada.

—Allí es donde estaba mi Cofre —dice—. Y parte de las cosas que Katarina trajo de Lorien. Lo escondimos allí.

—¿Por qué dices «estaba»? ¿Ya no está allí?

Ella menea la cabeza.

—No. Estaban siguiéndonos la pista, y no podíamos arriesgarnos a que lo encontraran. Ya no estaba a salvo con nosotras, así que lo escondimos en Arkansas, junto con los demás objetos de Katarina, y huimos tan rápido como pudimos, pensando que podríamos despistarlos… —dice, y su voz se apaga.

—Os alcanzaron, ¿no? —le pregunto, sabiendo que Katarina, su cêpan, murió hace tres años.

—Esa es otra historia que podríamos dejar para el camino —suspira ella.

Tardo apenas unos minutos en meter toda mi ropa en la mochila, y al hacerlo recuerdo que fue Sarah quien metió mis cosas en ella. Solo ha pasado una semana y media, pero para mí es como si fuera un año y medio. Me pregunto si la ha interrogado la policía, o si en el instituto la tratan como a una apestada. ¿Y a qué instituto irá, ya que el nuestro acabó destruido? Estoy seguro de que puede cuidarse sola pero, aun así, no debe de ser nada fácil para ella, ya que no sabe ni dónde estoy ni si estoy bien siquiera. Ojalá pudiera contactar con ella sin ponernos en peligro a ambos.

Sam vuelve a encender la tele al estilo clásico (con el mando a distancia) y ve las noticias mientras Seis se vuelve invisible para vigilar la camioneta. Suponemos que la madre de Sam ha echado de menos el vehículo, lo que lógicamente querrá decir que la policía lo estará buscando. Esta misma semana, mi amigo robó la matrícula de otra camioneta para ganar tiempo hasta que lleguemos a nuestro destino.

Termino de hacer el equipaje y dejo la mochila al lado de la puerta. Sam sonríe cuando ve aparecer su cara en la pantalla del televisor, en la misma ronda de noticias, y me doy cuenta de que está disfrutando de su pequeña dosis de fama aunque eso pueda comportar que le consideren un fugitivo. Después vuelven a mostrar mi imagen, y también la de Henri, cómo no. Me parte el corazón verle, incluso aunque el retrato no se le parezca en nada. Ahora no es el momento de sentir culpabilidad o pena, pero le echo muchísimo de menos. Y si está muerto es por mi culpa.

Quince minutos después, Seis entra con una bolsa blanca de plástico. La mantiene en alto y la agita para que la veamos.

—Os he comprado una cosilla.

—¿Sí? ¿Y qué es? —pregunto.

Ella mete la mano en la bolsa y saca una maquinilla de cortar el pelo.

—Creo que ya os toca un buen rapado a los dos.

—Venga ya, mi cabeza es demasiado pequeña. Voy a parecer una tortuga —protesta Sam. Yo me río al intentar imaginármelo sin su mata de pelo. Como además tiene un cuello largo y delgado, estoy por darle la razón.

—Así irás de incógnito —responde Seis.

—Pues no quiero ir de incógnito. Quiero ir de variable X.

—No me seas gallina —le dice Seis.

Al ver que se pone de morros, intento animarle.

—No pasa nada, Sam —le digo, y me quito la camiseta.

Seis me sigue hasta el baño y rompe el envoltorio de la maquinilla mientras yo me inclino sobre la bañera. Tiene los dedos un poco fríos y se me pone la piel de gallina por la columna. Me gustaría que fuera Sarah la que estuviera sujetándome el hombro y cortándome el pelo. Sam nos observa desde la puerta, suspirando sonoramente para dejar bien claro su descontento.

Cuando Seis termina, me quito los pelos sueltos con una toalla, me enderezo y me miro al espejo. La cabeza se me ve más blanca que el resto del cuerpo, pero es porque nunca ha visto el sol. Seguro que eso se arreglaría pasando unos días en los cayos de Florida, donde vivíamos Henri y yo antes de ir a Ohio.

—¿Lo ves? Así John parece un tío duro y curtido. Y yo voy a parecer un truño —protesta mi amigo.

—Es que yo soy un tío duro y curtido, Sam —respondo.

Él hace una mueca mientras Seis limpia la maquinilla.

—Agáchate —dice.

Sam le obedece, poniéndose de rodillas e inclinándose encima de la bañera. Cuando Seis termina, él se pone de pie y me dirige una mirada suplicante.

—¿Es muy grave?

—Estás muy bien, colega —le digo—. Tienes pinta de fugitivo.

Sam se frota la cabeza varias veces y, cuando se mira al espejo, hace una mueca de dolor.

—¡Parezco un alienígena! —exclama fingiendo estar horrorizado, y entonces me lanza una mirada por encima del hombro—. Sin ánimo de ofender —añade a modo de disculpa.

Seis recoge todos los pelos de la bañera y los tira al váter, asegurándose de que el agua de la cisterna se los lleve todos. Después enrolla el cordón de la maquinilla en forma de lazo, perfecto y apretado, y la vuelve a meter en la bolsa.

—El tiempo es oro —nos recuerda.

Colgamos nuestras mochilas en sus hombros y ella las toca con ambas manos. Al hacerse invisible, los paquetes también se desvanecen. Sin perder tiempo, sale por la puerta para llevarlos a la camioneta sin ser vista. Mientras está fuera, extiendo el brazo hasta el rincón derecho del armario, aparto unas toallas y cojo el cofre lórico.

—¿Piensas abrir eso algún día o qué? —me pregunta Sam. Desde el momento en que le expliqué lo que era, está ansioso por ver lo que hay dentro.

—Sí que lo haré —contesto—. En cuanto me sienta a salvo.

La puerta del motel se abre y después se cierra otra vez. Seis reaparece y ojea el Cofre.

—No podré hacer desaparecer esto yendo contigo y con Sam. Solo funciona con lo que toco con las manos. Lo llevaré a la camioneta antes.

—No, no hace falta. Llévate a Sam y yo saldré después.

—Eso es una tontería, John. ¿Cómo vas a salir después?

Me pongo la gorra y la chaqueta, la abrocho y me subo la capucha de forma que solo se me vea la cara.

—Me las apañaré. Tengo un oído superior, como tú —aseguro.

Ella me mira con aire escéptico y menea la cabeza. Cojo la correa de Bernie Kosar y la engancho a su collar.

—Solo hasta que lleguemos a la camioneta —le prometo, ya que sé que no soporta ir con correa. Pensándolo mejor, como sus patas aún se están curando, me agacho para llevarlo en brazos, pero él me comunica que prefiere andar—. Cuando tú digas, amiguito —le digo.

—Bueno, vamos allá —dice Seis.

Sam le ofrece la mano con un poquitín más de entusiasmo de la cuenta. Sofoco una risilla.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Nada —contesto, meneando la cabeza—. Os seguiré lo mejor que pueda, pero no os adelantéis demasiado.

—Tú tose si no puedes seguirnos, y nosotros nos pararemos. La camioneta está aparcada a pocos minutos andando desde aquí, detrás del granero abandonado —me indica Seis—. No tiene pérdida.

La puerta se abre, y Sam y Seis desaparecen.

—Es nuestro turno, Bernie. Ahora solo estamos tú y yo.

Él me sigue con trote alegre y la lengua colgando. Aparte de algunas salidas rápidas al césped que hay al lado del motel para hacer sus necesidades, Bernie Kosar ha pasado estos días tan enclaustrado como los demás.

El aire de la noche es frío. El viento me trae un aroma de pino a la cara y me reanima inmediatamente. Al caminar, cierro los ojos y peino el aire con la mente para percibir a Seis. Intento tocar mi entorno mediante la telequinesia, del mismo modo que pude detener una bala en Athens abarcando el aire que la rodeaba. Los percibo a unos pocos pasos por delante de mí, algo más a la derecha. Sorprendo a Seis dándole un codazo, y casi se le corta la respiración. Tres segundos más tarde, me da tal golpe con el hombro que casi me tumba. Me río, y ella conmigo.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunta Sam. Nuestro jueguecito le irrita—. Teníamos que ir en silencio, ¿no os acordáis?

Llegamos hasta la camioneta, que se encuentra detrás de un destartalado granero que parece estar a punto de desmoronarse. Seis suelta la mano de Sam, que se sube al asiento del medio de la cabina. Ella se sitúa al volante y yo me deslizo al lado de mi amigo, con Bernie a mis pies.

—Joder, colega, ¿qué te ha pasado en el pelo? —digo a Sam para pincharle.

—Anda ya.

Seis arranca el motor y yo sonrío mientras ella gira el volante hacia la carretera y enciende las luces en cuanto las ruedas tocan el asfalto.

—¿De qué te ríes? —pregunta Sam.

—Estaba pensando que, de los cuatro que somos, tres somos extraterrestres, dos somos fugitivos con vínculos terroristas y ni uno solo tiene un permiso de conducir en regla. Algo me dice que las cosas van a ponerse interesantes.

Ni siquiera Seis puede evitar sonreír al oír aquello.