CAPÍTULO DOS
DESCUELGO LOS BRAZOS POR EL FRÍO ALFÉIZAR Y miro los copos de nieve caer del cielo oscuro y asentarse en la ladera de la montaña, que está salpicada de pinos, alcornoques y hayas, con aglomeraciones de escarpadas rocas por todas partes. La nieve no ha dejado de caer en todo el día, y dicen que continuará por la noche. Apenas puedo ver más allá de los lindes del pueblo hacia el norte, y el mundo parece perdido en una neblina blanca. Durante el día, cuando el cielo está claro, se puede ver la acuosa mancha azul del golfo de Vizcaya. Pero no con este tiempo, y no puedo evitar preguntarme qué puede estar acechando en aquella blancura donde se pierde la vista.
Miro detrás de mí. Estoy en una sala de techos altos y con corrientes de aire. Hay dos ordenadores. Para poder usarlos, tenemos que poner nuestro nombre en una lista y esperar turno. Por la noche, hay un límite de veinte minutos, diez si hay alguien esperando. Las dos chicas que están usando ahora los ordenadores llevan ya media hora cada una, y se me está agotando la paciencia. Llevo sin mirar las noticias desde la mañana, cuando me colé antes del desayuno. Entonces no había novedades sobre John Smith, pero estoy ansiosa por comprobar si se ha sabido algo más. Desde que salió la noticia, todos los días ha habido alguna novedad.
El convento de Santa Teresa es también un orfanato para niñas. Yo soy la mayor de treinta y siete, una distinción que poseo desde hace seis meses, cuando se fue la última chica que cumplió la mayoría de edad. A los dieciocho años, tenemos que elegir entre irnos por nuestra cuenta o dedicar nuestra vida a la Iglesia. De todas las chicas que han alcanzado los dieciocho, ninguna se ha quedado. No las culpo. Faltan menos de cinco meses para la fecha de cumpleaños que Adelina y yo nos inventamos para mí al llegar aquí, que será cuando supuestamente cumpliré los dieciocho años. Al igual que las demás, tengo la intención de dejar atrás esta cárcel, tanto si Adelina viene conmigo como si no. Y veo difícil que lo haga.
El convento en sí fue enteramente construido en piedra en el año 1510, y es demasiado grande para las pocas personas que lo habitan. La mayoría de las celdas están vacías; las que no lo están transmiten una sensación húmeda y terrosa, y nuestras voces rebotan en el techo y hacen eco. El convento se encuentra en la cima de la montaña más alta de las que dominan el pueblo del mismo nombre, profundamente enclavado entre los Picos de Europa, al norte de España. El pueblo, al igual que el convento, está hecho de roca, con muchos de sus edificios cimentados directamente en la ladera. Bajando por la calle principal del pueblo, uno no puede evitar sentirse inundado por el abandono. Es como si aquel lugar hubiera sido olvidado por el tiempo, como si los siglos hubieran convertido todo en sombras de verde musgo y marrón, y un penetrante olor a moho flota en el aire.
Han pasado cinco años desde que empecé a pedirle a Adelina que nos fuéramos, que siguiéramos moviéndonos, como era nuestro deber.
—Pronto aparecerán mis legados, y no quiero descubrirlos aquí, con todas estas chicas y estas monjas alrededor —le había dicho.
Pero ella se negó, recordándome una cita de la Biblia Reina-Valera: «Paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros». Desde entonces, se lo he suplicado todos los años, y todos los años ella me mira con cara inexpresiva y me hace callar con un pasaje diferente de la Biblia. Pero yo sé que mi salvación no está aquí.
Al otro lado de las rejas del convento, bajando por la suave pendiente, veo las tenues luces del pueblo. Parecen halos flotantes en mitad de la ventisca. Aunque no me llega el sonido de ninguna de las dos cafeterías, estoy segura de que están hasta arriba de gente. Aparte de estos dos establecimientos, en el pueblo hay un restaurante, un bar, un mercado, una bodega y varios vendedores que se instalan a lo largo de la calle principal la mayoría de las mañanas y tardes. Al pie de la ladera, en el extremo sur del pueblo, está el colegio de piedra en el que estudiamos todas.
Me sobresalto al oír el timbre: faltan cinco minutos para la oración, y luego será hora de acostarse. El pánico se apodera de mí. Tengo que saber si hay noticias. Quizá hayan cogido a John. Podría ser que la policía haya descubierto algo más en las ruinas del instituto, algo que pasaron por alto la primera vez. Incluso aunque no haya novedades, necesito saberlo. Si no, no lograré dormirme.
Me quedo mirando fijamente a Gabriela García (Gabi para los amigos), que está sentada en uno de los ordenadores. Tiene dieciséis años y es muy guapa, con una larga melena negra y los ojos marrones; cuando no está en el convento se viste como una furcia, con camisetas ceñidas que enseñan el piercing del ombligo. Por las mañanas lleva ropa suelta y amplia, pero cuando está fuera de la vista de las hermanas se la quita para lucir el conjunto ceñido y corto que lleva debajo. Y luego se pasa el resto del camino al colegio maquillándose y peinándose. Lo mismo hacen sus cuatro amigas, tres de las cuales viven también aquí. Y, cuando acaba el día, se limpian la cara en el camino de vuelta y vuelven a vestirse con la ropa con la que salieron.
—¿Qué pasa? —pregunta Gabi con voz altiva, mirándome fríamente—. Estoy escribiendo un mensaje.
—Llevo mucho más de diez minutos esperando —le contesto—. Y no estás escribiendo ningún mensaje. Estás mirando tíos sin camiseta.
—¿Y a ti qué? ¿Vas a chivarte, chismosa? —me pregunta ella en tono burlón, como si le estuviera hablando a una cría.
La chica que está a su lado, que se llama Hilda pero a la que casi todas llaman «la Gorda» (a sus espaldas, claro), se ríe.
Gabi y la Gorda son inseparables. Me corto de decirles nada y vuelvo a mirar por la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho. Por dentro estoy que muerdo, en parte porque necesito el ordenador y en parte porque nunca sé qué contestarle a Gabi cuando se mete conmigo. Faltan cuatro minutos. Mi impaciencia da paso a una desesperación extrema. Ahora mismo podría haber aparecido alguna noticia, ¡una de última hora! Pero no tengo forma de saberlo, porque ninguna de estas dos imbéciles egoístas va a dejar libre el ordenador.
Tres minutos. Estoy prácticamente temblando de furia. De repente se me ocurre una idea, y una sonrisa retorcida se forma en mis labios. Sé que es arriesgado, pero vale la pena intentarlo.
Me vuelvo lo suficiente como para ver la silla de Gabi por el rabillo del ojo. Inspiro profundamente y, usando mi telequinesia, la sacudo hacia la izquierda. Luego la lanzo rápidamente hacia la derecha tan fuerte que casi se vuelca. Gabi da un salto y grita. Yo la miro fingiendo sorpresa.
—¿Qué te pasa? —pregunta la Gorda.
—No lo sé; es como si alguien le hubiera dado una patada a mi silla. ¿Tú has notado algo?
—No —dice la Gorda; nada más pronunciar la palabra, yo muevo su silla unos cuantos centímetros hacia atrás y luego la empujo a la derecha, todo ello sin moverme de mi sitio junto a la ventana. Esta vez gritan las dos. Empujo la silla de Gabi, y luego la de la Gorda otra vez; sin volver a mirar la pantalla de su ordenador, las dos salen corriendo de la sala, gritando como locas.
—¡Bien! —digo, corriendo hacia el ordenador que estaba usando Gabi y tecleando la dirección de la página web de noticias que considero más fiable. Luego, espero impaciente a que la página se cargue. Estos ordenadores antiguos, unidos a la lentitud de la conexión en este lugar, son mi pesadilla.
El navegador se pone en blanco, y entonces, línea a línea, empieza a formarse la página. Cuando se ha cargado una cuarta parte, suena el último timbre. Falta un minuto para la oración. Me siento tentada de no hacer caso al aviso, aun a riesgo de que me castiguen. A estas alturas, la verdad es que no me importa. «Cinco meses», susurro para mí.
Ya se ha cargado media página, en la que se ve la cara de John Smith, con sus ojos almendrados. Su expresión, aunque confiada, destila una sensación de incomodidad que parece casi fuera de lugar. Me inclino en el borde de mi asiento, esperando, con la anticipación hirviendo dentro de mí y haciendo temblar mis manos.
—Vamos —le digo a la pantalla, intentando apremiarla en vano—. Vamos, vamos, vamos.
—¡Marina! —ruge una voz desde la puerta abierta. Me giro y veo a la hermana Dora, una mujer corpulenta que dirige la cocina, lanzándome una mirada asesina. Eso no es nada nuevo. Lanza miradas asesinas a toda la que se acerca a la cola del comedor con una bandeja en la mano, como si nuestra necesidad de sustento fuera una afrenta personal hacia ella. Aprieta los labios formando una línea recta perfecta y luego entrecierra los ojos—. ¡Venga! ¡Ahora! ¡Y cuando digo ahora, es ahora!
Suspiro, sabiendo que no me queda más remedio que irme. Borro el historial del navegador y lo cierro, y luego sigo a la hermana Dora por el oscuro pasillo. Había alguna novedad en aquella pantalla; lo sé. Si no, ¿por qué estaría la cara de John ocupando toda la página? Una semana y media es tiempo suficiente como para que una noticia quede obsoleta, por lo que tiene que haber sucedido algo nuevo que acapare esa atención.
Caminamos por la nave de la iglesia de Santa Teresa, que es enorme, con unas columnas altísimas que se elevan hasta un techo abovedado, y con vidrieras a lo largo de las paredes. La sala está atravesada en toda su longitud por unos bancos de madera que pueden dar asiento a casi trescientas personas. La hermana Dora y yo somos las últimas en entrar. Yo me siento sola en uno de los bancos del centro. La hermana Lucía, la que nos abrió la puerta a Adelina y a mí el día que llegamos y que sigue dirigiendo el convento, está en el púlpito; cierra los ojos, baja la cabeza y junta las manos al frente. Las demás hacen lo mismo.
—Padre divino —la oración comienza en un sombrío unísono—, bendícenos y protégenos con tu amor…
Yo desconecto y miro los cogotes de las cabezas que hay frente a mí, todas ellas inclinadas y concentradas. O quizá solo inclinadas. Mis ojos encuentran a Adelina, sentada en la primera fila, seis bancos por delante de mí y ligeramente a la derecha. Está de rodillas, profundamente concentrada, con el pelo recogido en una apretada trenza que le cuelga hasta media espalda. No levanta la vista ni una sola vez, no mira hacia atrás para buscarme, como solía hacer los primeros años, cuando ambas reprimíamos una sonrisa mientras nuestros ojos se encontraban, pensando en nuestro secreto compartido. Todavía compartimos ese secreto, pero por alguna razón parece que Adelina ha dejado de pensar en él. Parece ser que nuestro plan de esperar hasta que nos sintiéramos suficientemente fuertes y seguras como para marcharnos ha sido reemplazado por el deseo de Adelina de quedarnos aquí (o quizá sea el miedo).
Antes de las noticias sobre John Smith, que conté a Adelina en cuanto salieron a la luz, llevábamos meses sin hablar de nuestra misión. En septiembre le enseñé mi tercera cicatriz, el tercer aviso de que otro guardián había muerto y de que ella y yo estábamos un paso más cerca de ser encontradas y asesinadas por los mogadorianos, y ella reaccionó como si no la viera. Como si no significara lo que las dos sabemos que significa. Tras enterarse de las noticias sobre John, se limitó a hacer una mueca y a decirme que me dejara de cuentos.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén —dicen todas mientras se santiguan a la vez (yo incluida, para mantener las apariencias): frente, ombligo, hombro izquierdo y hombro derecho.
Ocurrió mientras estaba dormida. Soñaba que bajaba corriendo una montaña con los brazos estirados a los lados como si fuera a echar a volar, cuando me despertó el dolor y el resplandor de la tercera cicatriz, que se me enroscaba en torno al tobillo. La luz despertó a varias chicas, pero por suerte no a la hermana que nos cuidaba. Las chicas pensaron que yo estaba leyendo una revista con una linterna debajo de las sábanas, incumpliendo el toque de queda. Desde la cama de al lado, Elena, una chica tranquila de dieciséis años y con un pelo muy negro que a veces se mete en la boca cuando habla, me lanzó una almohada. La carne del tobillo había empezado a burbujearme, y el dolor era tan intenso que tuve que morder la manta para no gritar. Pero no pude evitar llorar al pensar que, en algún lugar, el Número Tres había perdido la vida. Ya solo quedábamos seis.
Salgo en fila de la nave con las demás chicas y nos dirigimos al dormitorio, lleno de ruidosas camas equidistantes, pero yo estoy trazando un plan en mi mente. Para compensar la dureza de las camas y el frío cemento de las habitaciones, las sábanas son suaves y las mantas pesadas, el único lujo que se nos concede. Mi cama está en un rincón del fondo, el más alejado de la puerta, que es el más codiciado por ser el más silencioso. Me costó años conseguirlo, avanzando una cama cada vez a medida que otras chicas se iban yendo.
Cuando todas estamos instaladas, las luces se apagan. Me tumbo boca arriba y miro el contorno desdibujado e irregular del elevado techo. De vez en cuando, un susurro interrumpe el silencio, seguido inmediatamente por un siseo de la hermana cuidadora mandando callar a la culpable. Mantengo los ojos abiertos, esperando con impaciencia a que todas se duerman. Al cabo de media hora los susurros desaparecen, reemplazados por los suaves sonidos del sueño. Pero aún no me atrevo. Es demasiado pronto. Transcurren otros quince minutos sin ningún sonido. Y entonces ya no aguanto más.
Con la respiración contenida, deslizo muy lentamente las piernas hacia el borde de la cama, escuchando el ritmo de la respiración de Elena a mi lado. Mis pies tocan el suelo helado y se enfrían instantáneamente. Me levanto con mucho cuidado de la cama para que no chirríe, y luego me dirijo de puntillas hacia la puerta, tomándome mi tiempo para no chocar con ninguna cama. Llego hasta la puerta abierta, me apresuro por el pasillo y bajo hasta la sala de los ordenadores. Saco una silla de uno de los puestos y pulso el botón de encendido del ordenador.
Me muevo inquieta en la silla mientras espero a que el ordenador arranque, y no paro de mirar hacia el pasillo para ver si alguien me ha seguido. Al final consigo teclear la dirección de la página web, y la pantalla se pone en blanco. Después, dos fotos empiezan a aparecer en mitad de la página, rodeadas de texto y con un titular en negrita que aún está demasiado borroso como para leerlo. Ahora son dos imágenes. Me pregunto qué habrá ocurrido desde mi última conexión. Y entonces, al fin, las imágenes se vuelven nítidas:
¿TERRORISTAS INTERNACIONALES?
John Smith, con su mandíbula cuadrada, su pelo rubio oscuro enmarañado y sus ojos azules, ocupa la parte izquierda de la pantalla, mientras que su padre (o más probablemente su cêpan), Henri, ocupa la derecha. En realidad no son fotos, sino esbozos en blanco y negro hechos a lápiz. Hago una lectura rápida de los detalles que ya conozco (la escuela demolida, las cinco personas muertas, la repentina desaparición) y llego a la noticia de última hora:
En un extraño giro de la investigación, el FBI ha descubierto lo que parecen ser las herramientas de un falsificador profesional. Se han encontrado varias máquinas destinadas a la creación de documentación en el domicilio de Paradise (Ohio) alquilado por Henri y John Smith, concretamente en una trampilla situada bajo los tablones del suelo del dormitorio principal, lo que ha llevado a los investigadores a sospechar posibles vínculos con actividades terroristas. Henri y John Smith, que han desatado un gran revuelo entre los vecinos de Paradise, son considerados ahora como una amenaza a la seguridad nacional, unos fugitivos; los investigadores buscan cualquier dato que pueda conducir a su paradero.
Vuelvo a la imagen de John, y al fijar mis ojos en los suyos, empiezan a temblarme las manos. Sus ojos (incluso en este boceto) tienen algo que me resulta conocido. ¿Cómo iba a conocerlos de no ser por el viaje de un año que nos trajo hasta aquí? Ahora no hay quien pueda convencerme de que él no es uno de los seis guardianes que quedan, aún vivo en este mundo extraño.
Me retrepo y me aparto el flequillo de los ojos de un soplido, deseando poder ir yo misma en busca de John. Es evidente que él y su cêpan son perfectamente capaces de evitar a la policía: llevan ya once años ocultos, igual que Adelina y yo. Siendo así, ¿qué esperanza tengo de poder encontrarlo cuando todo el mundo lo está buscando? ¿Cómo podemos esperar que un día nos reunamos todos?
Los ojos de los mogadorianos están por todas partes. No tengo ni idea de cómo lograron encontrar al Número Uno o al Número Tres, pero creo que localizaron al Número Dos por una entrada que había escrito en un blog. Yo misma la encontré, y luego estuve quince minutos sentada pensando en cómo responder sin delatarme. Aunque el mensaje en sí era ambiguo, era muy evidente para los que los estábamos esperando: «Nueve, y ahora ocho. ¿Estáis ahí los demás?». Estaba firmado desde una cuenta llamada «Dos». Mis dedos se deslizaron hasta el teclado y escribí una respuesta rápida, pero justo antes de que pudiera darle al botón de publicar, la página se actualizó: alguien había respondido antes que yo.
«Estamos aquí», decía.
Yo me quedé boquiabierta, mirando impactada la página. Tras leer aquellos dos breves mensajes, me invadió una oleada de esperanza, pero cuando mis dedos acabaron de teclear otra respuesta, un fulgor muy intenso apareció a mis pies, y un sonido chisporroteante de carne quemándose llegó a mis oídos, seguido de cerca por un dolor insoportable, tan intenso que me caí al suelo, retorciéndome de agonía y llamando a gritos a Adelina, sin dejar de sujetarme el tobillo para que nadie lo viera. Cuando Adelina llegó y se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, señalé la pantalla, pero estaba vacía; los dos mensajes estaban borrados.
Aparto la vista de los ojos familiares de John Smith en la pantalla. Junto al ordenador hay una florecilla que alguien ha olvidado. Está marchita y consumida, su longitud se ha reducido a la mitad, y tiene un reborde marrón y crujiente en el filo de las hojas. Se le han caído algunos pétalos, que yacen secos y arrugados sobre la mesa, alrededor de la vasija. La flor aún no está muerta, pero le falta poco. Me inclino hacia delante para envolverla en mis manos, acerco la cara hasta que mis labios rozan el borde de sus hojas y le lanzo un soplo de aire tibio. Un escalofrío me recorre la columna, y, como respuesta, la vida vuelve a la pequeña flor, que se yergue; un verdor inunda las hojas y el tallo, brotan nuevos pétalos sin color que luego adquieren un morado intenso. Una sonrisa traviesa se esboza en mi cara, y no puedo evitar pensar en cómo reaccionarían las hermanas si presenciaran algo así. Pero nunca dejaré que lo vean. Lo malinterpretarían, y no quiero que me echen de vuelta a las frías calles. Aún no estoy lista para eso. Pronto lo estaré, pero todavía no.
Apago el ordenador y vuelvo corriendo a la cama, mientras por mi mente flotan pensamientos sobre John Smith, que está en algún lugar ahí fuera.
«Mantente oculto y a salvo —pienso—. Nos acabaremos encontrando».