Añ 11-110 111-111, me 1-010, di 1-100
Ho 1-000, mn 1-111 Nicky DeSota
Mary Wodczek, la piloto del dirigible, volvió para despertarme cuando estábamos por encima de Scranton… o, al menos, por donde solía estar Scranton.
—Arriba, arriba —me dijo desde la puerta— Nueva York dentro de una hora.
Le di las gracias y me arrastré fuera de la litera, temblando. Los aposentos de la tripulación en el dirigible estaban a lo que teóricamente era una temperatura soportable, pero que no se parecía en nada a Palm Springs. Mientras intentaba reunir el valor necesario para ducharme, Mary volvió de nuevo para asegurarse de que estaba despierto.
—Ya sabrás que volveremos a despegar antes de la puesta de sol, ¿no?
—Vete a pilotar tu dirigible —le aconsejé desde el otro lado de la puerta. Ella se rió amistosamente y luego la oí marcharse. Antes de que mis nervios me traicionaran, entré en la pequeña cabina de la ducha. No estaba tan fría como me había temido. Bueno, de hecho estaba más caliente que el aire, pero de todos modos me alegré al salir de ella y vestirme, disponiéndome a empezar el día. Era día de fiesta para el colectivo, lo que me había permitido aprovechar la ocasión… eso y el haber trabajado durante uno o dos fines de semana para acumular días de permiso. Quizás se llamara el tod-ot de oti-pod pero seguíamos celebrando el doce de octubre como el Día de Colón… al menos la mayoría de nosotros. Naturalmente, no podía esperarse que los cultivadores de dátiles árabes y africanos que trabajaban en nuestras zonas de cosecha sintieran mucho entusiasmo por el descubrimiento de América. El Día de Colón era para ellos meramente otra excentricidad americana: el etíope que se encargaba de nuestras bombas me había preguntado antes dónde pondríamos el árbol que debíamos engalanar para el conejito de Colón.
Pese a todo, la mayor parte de nosotros habíamos nacido en los Estados Unidos y casi todos éramos Gatos. Quiero decir Gatos involuntarios. La comunidad de granjeros había sido creada originalmente por los inquietos colonos procedentes de la era vigésima, pero no les gustaba demasiado cultivar la tierra. A medida que fuimos llegando nosotros, los Pepe-Tedes, ellos se fueron marchando para ocuparse de cosas que les resultaban más interesantes en este nuevo mundo.
Eso a mí me parecía de perlas. En el Consorcio Agrícola del Desierto todos éramos iguales. Con eso no quiero decir que ninguno de ellos supiera algo de Tau-América… mi América. No había encontrado ni una sola persona que hubiera oído hablar alguna vez del Movimiento de la Mayoría Moral. No habían tenido árabes ricos comprando todo lo que se les ponía a tiro… los únicos árabes que había allí eran parte del colectivo, igual que yo. Tampoco tenían leyes que prohibieran beber a los menores de treinta y cinco años y el aborto o los métodos anticonceptivos no eran ilegales: tampoco había regla alguna sobre el porcentaje de piel que debías llevar tapado. (Salvo lo que podríamos llamar reglas naturales, claro. Ninguna persona en su sano juicio sentía grandes deseos de exponer demasiada piel al sol del desierto de California).
El primer nombre que le había dado a este mundo era Edén. Le sentaba muy bien. Y aunque nunca había supuesto que pudiera llegar a gustarme cultivar la tierra, no podía compararse ni en sueños a calcular índices hipotecarios en Chicago.
Lo que hacía aún mejores las cosas, naturalmente, era que mis habilidades especiales me mantenían normalmente apartado del trabajo duro, excepto de vez en cuando, si había que recoger una cosecha con urgencia. Aprender la aritmética binaria había sido un poco duro, pero cuando lo conseguí me encargué de resolver todos los problemas financieros del colectivo. Era una buena adquisición para el colectivo y me trataban en consonancia. Lamentaron verme marchar a Nueva York.
Antes, no había demasiada gente que lamentara verme marchar.
Así pues, mientras el dirigible se balanceaba suavemente sobre los pantanos de la vieja Nueva Jersey, yo contaba mis cajas de lechuga y aguacates sintiendo bastantes deseos de volver a casa. Mi auténtico hogar… en Palm Springs.
Se aproximaba mucho a lo que había soñado siendo niño. De pequeño yo era muy religioso… no tenía mucho donde elegir, ¿verdad? El Movimiento de la Mayoría Moral estaba empezando a despegar, especialmente en los suburbios de Chicago. Yo quería ser Bueno. Lo que deseaba más que nada era evitar tostarme durante toda la eternidad en las feroces llamas del Infierno, donde (eso me aseguraba el reverendo Manicote cada domingo) iba a ir con casi absoluta seguridad si bebía, me saltaba el catecismo de los domingos o si me dedicaba a mirarles los tobillos a las chicas. De vez en cuando también mencionaba el Cielo. Para mi mente de seis años de edad se parecía bastante a Thaití; sabía que existía, pero no pensaba que tuviera demasiadas oportunidades de visitarlo algún día en persona… al menos, no sin un abogado realmente bueno que fuera capaz de encontrar algún cabo suelto en las reglas. Lo que yo pensaba era… bueno, ¿cómo podía Dios llegar a perdonar la pesada carga de mis seis años de vida pecadora? Decía mentiras. Le robaba las monedas de cinco centavos a mi madre. Había dado abundantes muestras de falta de respeto a mis mayores. ¡Oh, sí, era un malvado, sin duda alguna! Pero a veces soñaba despierto imaginando cómo sería el cielo si algún día lograba llegar a él. Y lo que soñaba se parecía bastante al Consorcio Agrícola del Desierto, incluyendo el hecho de que, tal y como nos aseguraba el reverendo Manicote, no había matrimonios en el Cielo. En lo que a mí tocaba, eso era bastante cierto en California. Había mujeres, sí, dado que más del cuarenta por ciento de la población era del sexo femenino, pero la gran mayoría había venido para reunirse con sus esposos o amantes y no quedaba una reserva disponible demasiado grande para los solteros como yo.
Pero ésa era la razón de que me las hubiera arreglado para viajar a Nueva York: pensaba hacer algo al respecto.
Flotamos por encima de la Gran Pradera, en la que nos esperaban los hombres encargados de pescar nuestros cables de amarre, y yo me dediqué a mirar por la ventanilla. La ciudad de Nueva York no había cambiado mucho. No había realmente ninguna razón para ello: sólo hacía seis semanas que había partido para mi nuevo trabajo en California… pero, Dios mío, tenía la impresión de que había pasado mucho más tiempo.
Apenas el dirigible quedó asegurado, bajé de él para encontrarme en un frío y lluvioso día de octubre neoyorquino, logrando que mis zapatillas de tenis se llenaran de barro al primer paso.
Herby Madigan me estaba esperando en la pista, estirando el cuello para ver en qué consistía el cargamento. Me cogió la lista antes de saludarme y la examinó rápidamente.
—¿Tomates? —me preguntó indignado—. ¿Para qué nos traes tomates? Aún nos quedan montones de Jersey y Rhode Island.
—Dentro de un par de semanas se os habrán acabado —le contesté—, y entonces nos los pediréis de rodillas. De todos modos, también hay dátiles y aguacates —se le iluminaron los ojos al oírlo—, y también he traído algunas cajas de naranjas y cocos, por si acaso.
—¡Naranjas! —dijo.
—Me temo que no podemos serviros grandes cantidades porque pasará un poco de tiempo hasta que los árboles vuelvan a producir realmente en serio. ¿No podríamos resguardarnos de la lluvia mientras hablamos?
Tardamos un poco en lograrlo porque cuando nos dirigíamos a un lugar cubierto, uno de los encargados del tráfico aéreo me paró para preguntarme si había visto señales de retroceso balístico en el viaje desde California. Pareció complacido cuando yo le dije que no y no tan complacido cuando le expliqué que me había pasado durmiendo casi la mitad del trayecto y que había estado ocupado con los papeles la mayor parte del tiempo restante. De todos modos me dijo que durante el último mes nadie había visto muchas señales de retroceso; evidentemente las resonancias se estaban extinguiendo, tal y como se había previsto.
Finalmente pudimos llegar a la oficina de Herby, un cubículo brillantemente iluminado y bastante caótico, situado en las estructuras con forma de burbuja del parque. Regateamos durante media hora y mientras hablábamos me quité las zapatillas empapadas y dejé que se me secaran los calcetines. Tenía café auténtico y me sirvió una taza, lo que me hizo preguntarme si nos sería posible llegar a cultivarlo. Decidí que de momento no sería buena idea. Gente del consorcio ya había hecho exploraciones en Baja y otras zonas de México. Quizás algún día quisiéramos montar una colonia allí para cultivar café y tal vez plátanos o papayas, pero de momento estaba demasiado lejos de Palm Springs. De todos modos, ya tenía planes suficientes para todo el año siguiente.
—Tendremos espinacas y uvas disponibles dentro de un mes, aproximadamente —le conté a Herby—, y para la Navidad tendremos también melones Crenshaw. Pero nos falta gente. ¿Sabes si es probable que llegue pronto algún granjero auténtico?
—Ya no vendrá más gente —me contestó distraídamente, pensando en los melones Crenshaw para la Navidad—. Han cerrado todos los portales excepto un par de estaciones de observación automatizadas. De todos modos aún podrías conseguir algunos trabajadores; en los hoteles quedan unos cuantos centenares de físicos y soldados esperando que se les asigne un lugar.
Lancé un suspiro. Entrenar otra vez a los físicos y a los soldados ya ocupaba una gran parte del tiempo que deberíamos dedicar a intentar poner de nuevo en marcha los viejos cultivos y plantar nuevas cosechas.
—Si tienes veinte voluntarios —le dije—, podemos llevárnoslos de vuelta esta noche. Las familias nos irían mejor. O… ¿tienes mujeres solteras?
Se rió. Ya me lo esperaba; lo había dicho en broma. Cuando terminamos de regatear y discutir los contratos de la siguiente entrega sirvió dos tazas más de café y se reclinó en su asiento mirándome fijamente.
—Dominic… —me dijo—. ¿Te gustaría volver a trabajar para mí?
—No, gracias.
—Tendrías un trabajo condenadamente mejor —me insistió—. Te pagaría lo mismo que ellos y estarías en la ciudad. Ya tenemos energía y agua en la mitad del West Side. Las cosas aquí se van a poner realmente bien.
—Cuando lo hayáis limpiado todo —dije yo sonriendo.
—¡Claro! Ya lo estamos haciendo. Dentro de cinco años…
—Dentro de cinco años —le repliqué yo—, estaremos limpiando San Diego. ¡Ése sí que es un lugar precioso para una ciudad! Por no mencionar el clima…
—Sabes… —dijo con aire pensativo—, no me importaría vivir un tiempo en California, cuando hayamos puesto un poco en orden las cosas por aquí. He estado pensando en Los Ángeles…
—¡Los Ángeles! ¿Quién tiene ganas de revivir Los Ángeles? —miré mi reloj—. Me ha gustado mucho hablar contigo, Herby, pero mi vuelo de regreso no va a esperarme y tengo que hacer algunas cosas aquí. ¿Sería posible conseguir un par de zapatos secos? ¿Y un impermeable? El vestíbulo del Plaza estaba más limpio y más vacío que cuando me había ido. Unos veintidós mil de nosotros habían pasado por los centros de reinstalación de Nueva York. Sólo quedaban unos doscientos en el Plaza y algunos hoteles ya habían sido cerrados y adecuadamente preparados para resistir el paso del tiempo, a la espera de algún día futuro en el que fueran necesarios otra vez para gente que viniera en coches o aviones, y no a través de portales.
No me entretuve mucho tiempo. Mi primera visita fue a la oficina de transeúntes, donde me prestaron una terminal el tiempo suficiente para teclear un nombre y obtener una dirección. Le pregunté al hombre del mostrador cómo podía llegar a Riverside Drive, descubrí que podía coger un taxi delante del hotel y solamente entonces me di cuenta de que no llevaba dinero encima para pagarlo. De hecho, no llevaba dinero para pagar nada.
—¿Podría usar mi tarjeta monetaria de California? —le pregunté y él intentó contener la risa.
—Necesitará efectivo —me dijo—. En el vestíbulo hay una máquina para eso. Si tiene su tarjeta probablemente podrá arreglárselas.
Así fue. Necesité la ayuda de dos personas que pasaban por allí para entender cómo funcionaba, pero finalmente logré que la máquina escupiera veinticuatro billetes de dieciséis dólares (k-chuf, k-chuf, k-chuf) y me fui a toda prisa. ¡Un paleto en la gran ciudad! Hay cosas que no cambiarán nunca…
Una vez en el taxi, me dediqué a examinar el dinero con cierta curiosidad. Realmente, usar las tarjetas para transacciones pequeñas era una molestia: a veces lo era incluso para cosas importantes, como tratar con las comunidades independientes de Palo Alto o Santa Bárbara… o jugar al póquer las noches del sábado. Los colores eran de lo más interesante: verde dorado y negro por un lado, dorado y escarlata por el otro. La numeración estaba en binario, naturalmente, y su material no era el papel de los billetes de banco que yo había visto durante toda mi vida (toda mi otra vida), sino de algo que al tacto parecía casi de seda y que, como descubrí cuando decidí arriesgarme a romper un trocito de una esquina, era mucho más resistente que el papel. La verdad es que tenía un aspecto excelente. La imagen de Andrew Jackson a un lado y la de la Casa Blanca al otro no eran meros rotograbados, sino hologramas. Di vueltas a los billetes entre mis manos y la perspectiva varió ligeramente, al mismo tiempo que aparecían halos multicolores alrededor de las imágenes: rojo, blanco y azul detrás de Jackson y todo un arco iris por encima de la Casa Blanca. Los billetes llevaban el nombre del impresor, una empresa de Philadelphia (mi primera noticia de que hubiera algo en marcha allí) y lo anoté lo mejor que pude mientras el taxi daba tumbos por encima de los baches y el resquebrajado asfalto de Broadway. En la siguiente reunión del consejo pensaba preguntar si queríamos imprimir algunos para nuestro uso personal.
Llegamos por fin a Riverside Drive. Pagué al taxista y examiné los alrededores. Vi la límpida corriente del Hudson y los grandes árboles que crecían sobre las colinas en el lado de Jersey. No pude distinguir el Puente George Washington: supuse que aún no lo habían construido cuando les llegó el momento de dejar de construir para siempre. Pero el bloque de apartamentos al que me dirigía estaba en muy buen estado: había cristales en las ventanas y las baldosas del vestíbulo estaban limpias. Y mientras subía las escaleras hasta el sexto piso oí un zumbido de maquinaria y me di cuenta de que no era necesario subir a pie… incluso los ascensores funcionaban. Cuando llegué al apartamento 6-C y llamé a la puerta, ésta se abrió de inmediato, sólo que la persona que apareció por ella no era la que yo esperaba. Era el senador.
—¡Nicky! —exclamó—. ¡Eh, Nyla! Es Nicky DeSota. ¡Ven a saludarle!
Y entonces apareció ella, bonita y con aspecto feliz, muy parecida a la persona que yo estaba buscando (igual que yo me parecía mucho al senador…) parecida pero no idéntica, pues había una diferencia muy visible que noté al estrecharle la mano. No tuve más remedio que entrar un rato, tomar un poco más de café auténtico y charlar unos minutos sobre lo que estaba haciendo yo y lo que estaban haciendo ellos y cómo, a decir verdad, nos encontrábamos todos muy bien aquí y en cuanto a los mundos que habíamos dejado atrás… bueno, ya se las apañarían.
Era una pena que fuera la Nyla equivocada.
Pero pudieron decirme dónde se encontraba la que yo buscaba y unos veinte minutos después ya estaba de camino hacia el viejo Museo Metropolitano de Arte. A sólo dos minutos de donde había aterrizado antes el dirigible…
El senador y su Nyla se habían sorprendido mucho al verme. La Nyla sin pulgares hizo algo más que sorprenderse. Se quedó patidifusa y un poco suspicaz.
—Todo eso del otro mundo quedó atrás —me dijo—. Si aún sientes rencor, allá tú, y no pienso culparte por ello. Pero tampoco pienso disculparme.
—No siento rencor —dije yo—. Lo único que deseaba era que fuéramos a cenar… quizás al otro lado del parque, en ese restaurante que está rodeado de árboles.
—¡No puedo permitírmelo!
—Yo sí —dije—. ¿Te importa si damos un paseo? Me gustaría echarle una mirada a la carga del dirigible.
Así que dimos un paseo y yo le enseñé cómo cargaban las piezas de tractor y los montones de cajas con tarjetas de datos para nuestros bancos de memoria a cambio de los productos que les habíamos vendido. Luego ella me habló de su trabajo en el museo. Lo primero que me dijo, con cierta beligerancia en el tono de voz, fue que no se trataba de un trabajo muy cualificado, pero que era un buen trabajo.
—Por suerte —prosiguió—, estaban construyendo un ala nueva del edificio cuando la guerra los liquidó a todos, así que gran parte de los mejores artículos estaban bien almacenados y se encuentran en bastante buen estado. ¡Pero todo lo que tenían en exhibición…! ¡Sobre todo las pinturas! No puedo restaurarlas, la verdad es que no hay nadie ahora capaz de hacerlo, pero las estamos rociando para matar los hongos. Luego las secamos e intentamos encontrar todas las escamas de pintura que cayeron al suelo. Creo que algún día se podrá restaurar por completo gran parte de ellas.
—No sabía que te interesara el arte —dije mientras íbamos hacia el restaurante. Los aromas eran maravillosos; naturalmente, el restaurante estaba justo al lado del mercado, con lo que podían escoger los primeros entre las mercancías de más calidad y más frescas.
—Supongo que no sabes gran cosa sobre mí, ¿verdad? —dijo en un tono objetivo, sin mala intención—. Quizás fue porque yo lo quise así. De ese modo me tenías más miedo…
Decidí pasar por alto ese comentario. Conseguimos una mesa y empezamos con aguacates rellenos de cangrejo; el cangrejo procedía del río Hudson pero los aguacates eran de los nuestros, apenas llevaban cinco horas en la ciudad y estaban absolutamente perfectos.
—Es un buen trabajo —dije yo—, aunque supongo que en estos momentos no es necesario hacerlo con mucha urgencia, ¿no? Me refiero a que con las pinturas sí, claro, pero lo demás… Vi esa especie de aguja de Cleopatra al venir. No le va a pasar mucho que no le haya pasado ya —el obelisco estaba caído y al caer se había partido en varios fragmentos. En Egipto había perdurado millares de años, pero unas cuantas décadas de la nieve y el calor de Nueva York le habían vencido.
Alzó la vista y dejó de hurgar en la cáscara del aguacate en busca de los últimos trocitos de cangrejo.
—¿Y? —me dijo.
—Y… me preguntaba si podría interesarte otro trabajo. No en tu especialidad, claro… en estos momentos no hay demasiada demanda de policías secretos. ¿Te gustaría dirigir una orquesta?
Dejó el tenedor junto al plato.
—Diri… una orques… Mierda, Nicky, ¿de qué infiernos estás hablando?
—Llámame Dominic, ¿vale? —había olvidado lo mal hablada que podía llegar a ser. Probablemente acabaría superándolo, claro; la mayoría de la gente parecía capaz de mejorar.
—Dominic, entonces. ¿A qué te refieres? ¡Nunca he dirigido una orquesta!
—¿No me dijiste una vez que querías tocar el violín?
—¡Tocaba el violín! —pero, instintivamente, escondió las manos en el regazo.
—Ya, ahora no puedes —dije yo, asintiendo—. Ya lo entiendo. Pero eso no te impediría dirigir a otros músicos, ¿verdad?
—¿Qué otros músicos?
Sonreí.
—Se hacen llamar la Filarmónica de Palm Springs. La verdad es que son aficionados pero no son malos. Es una ocupación para sus ratos libres, claro; todos trabajan en el colectivo.
—¿Qué colectivo?
—Soy el director financiero del Consorcio Agrícola del Desierto —le expliqué—. Se parece a un kibbutz, pero no le llamamos así, dado que la mayoría de nosotros no somos judíos. Algún día tendremos una buena orquesta. En estos momentos… Bueno, al principio tendrías tiempo para un par de trabajos más.
—¿Qué otro par de trabajos?
—Bueno, uno sería enseñar música a los niños. Y a cualquier adulto que deseara aprender. No tenemos nadie capaz de enseñar música.
Ella frunció los labios. El estofado de conejo ya había llegado y por unos momentos se dedicó a olerlo con cara de aprobación.
—¿Y? —me preguntó, metiendo la cuchara en el plato para empezar a comer.
—Bueno, lo otro no es exactamente un trabajo. Quiero decir… pensé que podrías casarte conmigo.
Creo que nunca había logrado sorprenderla antes. Realmente, no estoy demasiado seguro de que hubiera logrado sorprender a nadie en toda mi vida… ni tan siquiera a mí mismo. Se me quedó mirando mientras se le enfriaba el estofado de conejo. Yo empecé a comer el mío. Estaba muriéndome de hambre y además estaba delicioso.
—¿Qué hay de esa Greta Como-se-llame? La azafata…
Me encogí de hombros.
—Se lo pregunté, ¿sabes? Le solté mi discursito comercial de un minuto entero de duración. Me dijo que no —empecé a sonreír porque, cuando lo pensaba, la verdad es que resultaba divertido—. Me mandó una de esas holopostales del Querido John, ¿sabes?, y yo subí corriendo a mi habitación cuando no estaba el senador. La puse y allí estaba ella, tan bonita como siempre. Estuve a punto de llorar, pero no lo hice. Decía: «Nicky, eres un encanto pero siempre andas metido en líos. No necesito líos. Lo único que deseo es continuar con mi vida normal».
Nyla también se rió, exactamente por la misma razón que yo. La sola idea de que yo pudiera resultarle demasiado aventurero y arriesgado a otra persona…
—Bueno, Nicky, la verdad es que eres un encanto —reconoció ella.
—Dominic.
—Bueno, pues Dominic.
—Y eso es todo acerca de Greta. ¿Qué hay de Moe?
Me miró de un modo sorprendido y casi enfadado.
—¿Ese mono? ¿Qué coño te crees que soy, Ni… Dominic? —Luego probó su estofado y se le pasó un poco el mal humor—. De todos modos —prosiguió—, se ha vuelto gay. El y esos otros dos Moe… se encontraron de pronto juntos, los tres, y nunca habían hecho nada parecido antes pero… supongo que no pudieron resistir la tentación de encontrar amantes que lo supieran todo sobre ellos mismos. Lo que intento decir es… bueno, ya sabes, que supieran exactamente lo que sientes y cómo te gusta más —vaciló unos instantes, mirándome—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? O sea, saber exactamente cómo y dónde hay que hacerlo todo… de modo que…
—Ya sé lo que quieres decir —le respondí con firmeza—. ¿Y?
—¿Te refieres a eso de casarnos? —se dedicó a comer durante unos segundos con el ceño fruncido. El ceño fruncido se debía a que estaba considerando mi propuesta y no al estofado, que era perfecto: pensé que debería intentar conseguir la receta para proporcionársela a nuestros cocineros. Tomó otra cucharada y buscó mecánicamente el café. Le hice una seña al camarero para que lo trajera—. Bueno… —dijo con expresión dubitativa—, siempre es bonito que te lo pidan.
—Ya te lo he pedido. Ahora lo que debes hacer es contestarme.
—Ya lo sé, Dom —dijo ella—. Lo estoy intentando. Pero no estoy segura de… Bueno, ¿qué hay de mí? No soy exactamente lo que podrías llamar una virgen candorosa, ya sabes, y, Dominic, sin que intente ofenderte al decirlo, siempre pensé que tú eras un poco… estricto en cuanto a eso.
—Nyla, los dos tenemos un pasado que no nos hace demasiada justicia —repliqué—. No me he ofendido, tranquila. Eras tan venenosa como una serpiente. Yo era tonto. Hablo en pasado, Nyla. No teníamos por qué ser así… no, espera un momento —dije, viendo que el camarero nos traía el café y la cuenta—, quiero expresarlo bien. Déjame empezar de nuevo. En cierto modo, teníamos que ser tal y como éramos, dado el mundo en que vivíamos. Eso de «teníamos» es un poco exagerado, porque en ello había parte de culpa nuestra… seguimos los caminos más fáciles. Los había mejores, incluso en nuestro tiempo. Pero no todo era culpa nuestra y las cosas nos podrían haber ido mucho mejor. ¡Fíjate en nuestros duplicados! El senador, el científico, Nyla Bowquist… ¡Podríamos haber sido como ellos! Y aún podemos serlo, cariño.
No había planeado usar esa palabra. La había pensado, sí, pero se me había escapado sin querer. Ella me había oído. Pude ver cómo examinaba cuidadosamente el sabor de ese «cariño», paladeando algo que le resultaba nuevo. No parecía desagradarle. Me apresuré a continuar.
—El senador está dirigiendo en estos momentos los asuntos administrativos de todo el West Side. Nyla está embarazada. Tenían que cambiar de vida. Nosotros también podemos.
Sorbió lentamente su café, estudiándome por encima de la taza.
—Eso es lo que intentas decirme, ¿no, Dom? No sólo el matrimonio… también hijos. ¿Y una casita en el campo con rosales creciendo por todo el porche y un café caliente cada mañana?
Sonreí.
—El café no puedo prometértelo porque el consorcio no es todavía tan próspero. Pero el resto… sí. Incluso las rosas, si es que te gustan.
Se estaba ablandando, me daba cuenta.
—Mierda —dijo—, adoro las rosas.
—¿Eso quiere decir que sí o que no? —la acosé yo.
—Bueno, no existe ninguna ley que diga que no podemos intentarlo —dijo. Puso la taza sobre la mesa y me miró—. Por lo tanto, sí. ¿Quieres besar a tu prometida?
—Puedes apostar a que sí quiero —dije sonriendo, y lo hice. Era la primera vez que la besaba. Sabía a café y a estofado de conejo y era una combinación estupenda—. Entonces —dije, volviendo a recostarme en mi asiento—, será mejor que nos pongamos en marcha. Has de recoger tus cosas y decirles a los del museo que te vas. Digamos que necesitas dos horas para eso, lo que nos da otra hora o puede que dos para que te compres lo que creas necesario antes de que el dirigible despegue. Podemos hacer que el capitán nos case por el camino.
Había vuelto a coger su taza de café y se le cayeron algunas gotas.
—Jesús, Dom —dijo, poniendo cara de haber descubierto al fin en qué se había metido realmente—, cuando quieres eres de lo más rápido. ¿Es legal todo eso?
—Cariño —dije, esta vez intencionadamente—, es muy posible que hayas pasado por alto lo más importante de lo que ocurre aquí. Ésta es una nueva vida. En asuntos semejantes no debemos preocuparnos por lo que es legal. En los sitios de los que procedemos hay montones de reglas y leyes, así que sencillamente las vamos inventando a medida que nos hacen falta. Y eso, exactamente eso, es lo mejor de todo el asunto.
Por lo tanto, unas cuantas horas después estábamos casados y nos lo demostramos mutuamente en las angostas literas del dirigible en algún lugar sobre Nueva Jersey. Y también sobre Pennsylvania y probablemente sobre Ohio, aunque no estábamos muy interesados en comprobar la geografía. Quizás nos lo hubiéramos vuelto a demostrar a la altura de Indiana si Mary Wodczek, que nos había unido en matrimonio la noche anterior apenas hubimos despegado, no hubiera llamado discretamente a la puerta trayendo tostadas, jugo de naranja y café.
—Pensé que os gustaría desayunar algo —dijo, contemplando sonriente a los recién casados. Había sido una idea altamente considerada por su parte, como también fue muy considerado que se marchara en seguida.
Y un cierto tiempo después nos encontramos sentados en la litera, abrazados el uno al otro, disfrutando con el suave balanceo del dirigible. Nyla me miró y me dijo:
—¿Dominic? Sabes, no estoy muy segura de que deseara volver aunque me lo ofrecieran.
—Yo tampoco —dije, besándola en el cuello.
Ella, aún pensativa, apretó su mejilla contra la mía.
—De todos modos, es algo muy raro. Todo el tiempo que estuve trabajando en ese museo rezaba para que ocurriera un milagro: Tenía muchas fantasías sobre lo maravilloso que sería volver para que me recibieran como una heroína, o algo parecido… Pero el lugar no sería realmente el mismo, ¿verdad? Y todo esto es tan distinto… sinceramente, creo que no me importaría quedarme aquí para siempre.
—Eso es magnífico —le dije, dándole un beso en su cálida y algo sudorosa axila—, aunque no te garantizo que sea cierto. Me refiero a lo de quedarnos aquí para siempre.
Se apretó de nuevo contra mí y luego se enderezó de golpe mirándome con una sonrisa insegura, como si sospechara que había alguna broma en lo que yo había dicho pero aún no supiera exactamente dónde estaba.
—¿A qué te refieres? ¡Dijeron que habían cerrado los portales permanentemente!
—Y eso es lo que han hecho, cariño —admití yo—. Pero puede que eso no importe. Oye, aquí la ducha es muy pequeña pero apuesto a que podríamos… —¡Dentro de un minuto! ¡Antes dime a qué te refieres!
Tomé un sorbo de mi café, que ya se enfriaba.
—Me refiero a que la gente de este supertiempo son simples seres humanos, cariño. No son dioses. No pongo en duda que hayan cerrado todos los portales, por no mencionar las mirillas automáticas, dado que no habrían podido soportar las consecuencias de un retroceso balístico incontrolado.
—Bien, ¿y entonces?
—Puede que no dependa totalmente de ellos —dije yo—. Mira, fueron los primeros en conseguirlo y localizaron unos treinta o cuarenta tiempos distintos que lo tenían o que iban a tenerlo muy pronto, que serían sólo unos veinte o treinta más. ¿Qué fracción da dividir treinta por infinito, Nyla?
—¡Dom, no me líes con matemáticas ahora!
—No son matemáticas, es simple sentido común. Estamos en octubre de 1983, ¿no? No sólo aquí, sino en todas partes. No están por delante de nosotros. Sencillamente tuvieron suerte hace unos cincuenta años, o puede que fueran cien. Pero sigue siendo octubre de 1983 para un número infinito de tiempos paralelos. No sólo ellos, no sólo nosotros. Para todos los tiempos, y el tiempo pasa para todos y cada uno de ellos. Puede que en este mismo instante, en algún tiempo que nadie ha llegado ni tan siquiera a observar, alguien como yo o como tú esté a punto de hacer el descubrimiento. Y puede que haya otros cuatro o cinco que no hayan llegado tan lejos pero que vayan por buen camino. Puede que para la Navidad haya una docena de tiempos con capacidad paratemporal… y puede que en enero haya veinticinco o treinta más… y en febrero… y el año próximo, y el año siguiente. —Oh, Dios mío —dijo Nyla.
—Y algún día —concluí yo—, habrá una cantidad tan condenadamente grande que se contarán por miles o millones, todos llegando a descubrirlo a la vez… ¿y piensas que alguien va a ser capaz de contener eso?
—Santísimo Niño Jesús del Gran Poder… —dijo Nyla.
—Exactamente —contesté.
—Tal cantidad de retroceso balístico…
Yo asentí, dejando que las consecuencias fueran haciéndose claras en su mente.
Me miró con algo que era o respeto o temor… no llevaba el tiempo suficiente con mi esposa para saberlo.
—¿Eres el único que lo sabe? —me preguntó.
—Naturalmente que no. La gente que nos trajo aquí debe de saberlo, pero no andarán proclamándolo por ahí. Y estoy seguro de que habrá otras personas. He intentado hablar del tema algunas veces. Hay quienes, como el senador, parecen no entender de qué estoy hablando. La mayoría de ellos… bueno, supongo que sencillamente se niegan a discutir el asunto. Supongo que tienen miedo.
—¡Maldición, ya pueden tenerlo! —explotó ella—. Yo misma estoy aterrada.
—Bueno —dije yo—, considerando lo mal que podría acabar todo, estarías loca si no fuera así. Pero mírale el lado bueno. Tú y yo deberíamos estar a salvo. Nos encontraremos en el desierto donde no es demasiado probable que suceda nada demasiado malo en ningún momento. Será raro, de acuerdo, ¡vaya si lo será! Pero no será tan físicamente peligroso como en una ciudad donde digamos que… no sé, puede que de pronto un zeppelin cruce a través de tu dormitorio o algo parecido. Nyla me miró de un modo nada cariñoso ni propio de una esposa.
—Lo que me estás diciendo —replicó gélidamente—, es que nosotros sobreviviremos y al resto de la raza humana… que la jodan, ¿no? ¿No? —aulló—. ¡Y has tenido el rostro de llamarme dura, egoísta, implacable…!
—Ta, ta… —dije yo, poniéndole suavemente los dedos sobre los labios—, nunca he dicho nada de todo eso. Al menos, no exactamente. Y me preocupa la raza humana. Me preocupa muchísimo.
—Pero… pero ¿entonces qué vamos a hacer al respecto, Dom?
—Nada, amor —le dije yo—. No podemos hacer nada. Va a suceder, simplemente… Pese a todo, hay una cosa buena en todo esto.
Esperé que me preguntara cuál era. Cuando empezó a torcer el gesto y sus cejas se convirtieron en una línea iracunda, me pareció que su modo de preguntármelo no me iba a gustar nada, así que me apresuré a contárselo:
—Quiero decir que empezará en pequeñas dosis. De eso estoy bastante seguro. Habrá muchos avisos antes de que las cosas se pongan realmente mal… habrá tiempo para evacuar las ciudades o para hacer lo máximo posible al respecto. Y… bueno, es algo que no puede evitarse, ¿entiendes? Tendremos que arreglárnoslas lo mejor posible, es todo.
Saltó de la cama y se quedó contemplando las llanuras vacías que estábamos sobrevolando. Dejé que lo pensara un poco y finalmente se volvió hacia mí.
—Dom… —me dijo—. ¿Estás realmente seguro de que hacemos lo correcto? Quiero decir que tú hablabas de tener hijos y… no sé, a veces pienso que a mí también me gustaría. Pero ¿no es un mundo algo aterrador para traer hijos a él?
Me puse en pie y fui hasta ella. Nuestros cuerpos desnudos se unieron y la rodeé con el brazo.
—Puedes apostar a que sí lo es —le contesté—. Pero ¿acaso ha existido jamás uno que no lo fuera?
FIN