La sargento Nyla Sambok ya no era sargento. Ya no existían sargentos. El ejército norteamericano, así como el soviético, había sido disuelto por las fuerzas de las Naciones Unidas encargadas de mantener la paz. Aún llevaba su uniforme, por muy sucio y arrugado que estuviera: no tenía otra cosa que llevar. Mientras esperaba en la terminal de Indianapolis el tren que la devolvería a su hogar, el ex capitán sentado junto a ella en el banco escuchaba una radio portátil. En ella se repetían los términos del único mensaje que el mundo había recibido para explicar todo lo sucedido: