Añ 11-110, 111-111, me 1-000, di 11-101

Ho 1-010, mn 11-110

Senador Dominic DeSota

Uno no se acostumbra a saltar de un tiempo paralelo a otro ni siquiera cuando sabe que está ocurriendo.

Y yo no lo sabía.

Todo lo que sabía era que en un momento dado estaba bajando a toda prisa las escaleras tras abandonar la suite de la presidenta, buscando a la dama de mis sueños y de pronto, sin un lapso de tiempo intermedio apreciable (aunque debieron de pasar horas y quizás incluso días) me encontré tendido de espaldas, escuchando cómo una voz melosa me susurraba al oído que no debía ponerme nervioso por nada. Ése es el tipo de cosas que siempre hacen que empiece a preocuparme. Sé reconocer una mentira cuando la oigo y empecé a preocuparme.

Es decir, la parte de mi cerebro capaz de razonar estaba preocupada. Mi cuerpo no parecía alterarse en lo más mínimo. Estaba tendido y perfectamente relajado. Creo que nunca había estado tan relajado con anterioridad, excepto quizás alguna vez después de una sesión realmente buena con Nyla, cuando volvía a reclinarme en el lecho con todos y cada uno de los nudos de mis músculos perfectamente desatados. No quiero decir con ello que el estado en que me hallaba tuviera nada que ver con el sexo, sólo que me encontraba en una condición de bienestar físico total y absoluto.

No había razón alguna para ello. Al contrario, tenía todas las razones del mundo para sentirme tenso y asustado, y eso debería traslucirse en músculos apretados y nervios a punto de saltar. No había nada a la vista y nada que oír que pudiera resultarme tranquilizador. Estaba tendido sobre un duro camastro en una habitación que tenía un notable parecido con un depósito de cadáveres. Había en ella doce camastros más, cada uno conteniendo un cuerpo. Incluso se olía ese aroma desagradable a medicinas que se supone que deben de tener los depósitos de cadáveres.

La persona que tan dulcemente me susurraba al oído tampoco tenía nada de tranquilizadora. Carecía de rostro: sólo había un espacio vacío de color vagamente rosado entre el cabello y el mentón. El color se alteraba un poco cuando hablaba, pro no había ningún rastro distinguible. El (o ella) me estaba diciendo:

—Será bien tratado, esto, senador, esto… DeSota, y se encontrará en total libertad —y me estaba mirando, aunque yo no podía ver sus ojos, porque cada vez que él (o ella) me tocaba sentía un cosquilleo o un leve pinchazo.

Me estaban haciendo algo. Dejé que siguieran haciéndolo.

Y eso era otra cosa extraña. Mi pasividad, el dejar que hicieran conmigo lo que quisieran. No pienso negar que estaba bastante inquieto… bueno, no, asustado… ¡qué diablos, estaba aterrorizado! Pero fuera cual fuese el mensaje que mi mente consciente le estaba mandando al resto de mi cabeza, mi cuerpo seguía totalmente relajado y obediente. Hacía lo que le decían. Ni siquiera hacía falta que el mensaje fuera oral; bastaba con un gesto y con que me tocaran y al instante mi cuerpo se inmovilizaba, se daba la vuelta o presentaba una parte de sí mismo para lo que desearan hacerle.

Se me ocurrió en seguida que ya había visto suceder algo parecido anteriormente cuando Nyla Sin-Pulgares y los demás se quedaron dormidos antes de que nos rescataran en el motel de Nuevo México. Pero ellos se habían quedado dormidos, simplemente. Esto era algo mucho peor. Y entonces yo había sido sólo un observador. No había tenido que sufrir toda esta serie de indignidades en las que mi cuerpo, como broche final, había acabado dándose la vuelta y levantando el trasero para recibir una última inyección.

En ese momento me di cuenta de que estaba desnudo. Quizás no hubiera llegado a darme cuenta de no ser porque la voz me dijo:

—Ya puede levantarse y vestirse. Luego entre en el deslizador.

Mi cuerpo, siempre obediente, se puso un par de zapatillas de tenis, unos pantalones cortos y una especie de camiseta que cogió de un estante: todo me iba a la perfección, no tanto porque fuera mi talla como porque estaba hecho de un tejido con el cual no importaba demasiado la talla. Luego mi cuerpo siguió obedientemente al hombre (o a la mujer) hasta salir del cubículo sin puertas. No, no había puertas. No, tampoco apareció ninguna de modo mágico. Todo lo que sucedió fue que él (o ella) echó a andar hacia la pared y luego siguió andando, así que yo hice lo mismo… acompañado por siete u ocho cuerpos igualmente obedientes que iban todos ataviados con aquella ropa de talla elástica que nos daba el aspecto de ir a la playa. Y de hecho nos encontrábamos en una playa. O algo parecido. Estábamos en una especie de aeropuerto, una extraña mezcla entre lo nuevo y lo decrépito. Hacía un caluroso día de verano y en el aire se podía oler el aroma salado del agua marina junto con un cierto olor a pescado muerto: soplaba una leve brisa y al otro lado del camino se veía el destello del oleaje. Detrás de un poste truncado había un bloque de cemento en el que se habían incrustado conchas marinas formando letras. Las nieves del invierno y los soles del verano las habían estropeado bastante pero aún podía entenderse lo que decían:

CAMPO FLOYD BENNETT

Detrás del achaparrado edificio blanco que acabábamos de abandonar (tampoco había puerta en la parte exterior del muro) apareció una aeronave con forma triangular que iría a varios cientos de kilómetros por hora, acompañada por un estruendo ensordecedor. Bajó los alerones, invirtió los motores y se aposentó a unos metros del edificio. Luego rodó unos cincuenta metros hasta detenerse. Por su parte, también el edificio empezó a moverse. Se estremeció levemente, pareció decidirse y se deslizó hasta la aeronave, mientras que a medio kilómetro de distancia otra nave de vientre hinchado se posaba junto a otro edificio blanco. Me volví hacía el zombi feliz que tenía al lado y le dije:

—Dorothy, creo que ya no estamos en Kansas.[7]

Él me miró con cara de irritación. Luego, su expresión cambió.

—¿Le conozco? —me preguntó.

Yo le examiné con más atención.

—¿El doctor Gribbin? —dije—. ¿De Sandia?

—Rayos y truenos —dijo—. Usted es el congresista yanqui. ¿Sabe usted qué diablos está pasando?

Bueno, ¿cómo se puede responder a una pregunta semejante? Mientras intentaba hallar algo adecuado para responderle, una voz a mi espalda me ahorró el problema.

—Es un tiempo paralelo —dijo ansiosamente Nicky DeSota—. ¿Entiende usted algo de mecánica cuántica? Bueno, pues parece que Erwin Schroedinger, o quizás fuera uno de los que vinieron después de él, afirmaba hace mucho tiempo que cada vez que suceden ciertas reacciones nucleares que pueden ir en los dos sentidos, pues van en los dos sentidos. Eso quiere decir que…

Me di la vuelta para no echarme a reír. ¡Ahí teníamos a un agente hipotecario explicándole el famoso rompecabezas lógico de Schroedinger a uno de los mayores expertos en el tema! Pero Nicky tenía una ventaja de la que Gribbin carecía: había visto cómo sucedía todo. Otro hombre, ataviado con pantalones cortos y camiseta, se acercó hacia nosotros para escuchar el discurso de Nicky. Yo no le presté atención. Estaba contemplando el extraño mundo que me rodeaba, preguntándome por qué razón me encontraba allí, pensando si volvería alguna vez a mi vida normal y razonable en el Senado… Bueno, borremos eso de razonable; pero al menos la locura del Senado era un tipo de locura al que ya estaba acostumbrado… y preguntándome, por encima de todo, adonde habría ido a parar mi amada. Había mujeres en nuestro grupo, pero ninguna de ellas me resultaba familiar. Y había otra mujer que llevaba el mismo mono blanco, con guantes y botas incluidos, que la persona sin rostro que nos llevaba hacia el autobús. La que sí tenía rostro estaba hablando con la persona encargada de conducirlo, pero apenas vio que nos aproximábamos dio un salto y se fue a toda prisa como si fuéramos leprosos.

Entonces ignoraba lo adecuada que era esa metáfora.

Me volví hacia Nicky y Gribbin.

—Será mejor que subamos a ese trasto —les dije.

Gribbin me miró con expresión de sorpresa. Luego la sorpresa se acentuó al mirar a Nicky y volverme a mirar a mí.

—¡Ustedes dos son iguales! —gritó.

Nicky le sonrió.

—Eso forma parte de todo el asunto —le explicó—. ¿No se había dado cuenta? Ustedes dos son iguales también —y señaló hacia otro hombre que estaba a un metro de nosotros con la mandíbula colgando a causa del asombro. Acababa de mirar a Gribbin y ahora nos estaba mirando a Nicky y a mí.

Se tocó el rostro como si no lo hubiera visto nunca antes.

—Rayos y truenos —dijo el segundo John Gribbin. Lo cual, a decir verdad, era un perfecto resumen de la situación.

Fuera cual fuese el tipo de píldoras de la felicidad que nos habían dado, era evidente que sus efectos empezaban a borrarse. Mis compañeros de rebaño empezaban a dirigirse al pastor sin rostro, y no siempre de modo cortés. Pero a medida que bajaba el nivel de la droga en mi cuerpo pareció aumentar el de confianza en mi propia mente racional. Al igual que Nicky, ya había pasado antes por esta experiencia. Eso no la hacía más agradable pero sí un poco menos inquietante.

Por lo que podía ver, Nicky y yo éramos los únicos que teníamos esa suerte en todo el grupo. Ninguno de nuestros compañeros de Washington estaba aquí ahora. Eso no me inquietaba demasiado en lo tocante al otro Dom, sin mencionar a los dos Larry Douglas y a los rusos. El hecho de que Nyla no estuviera conmigo era mucho más duro de aceptar. Sentía unos deseos enormes de preguntarle a cualquiera si volvería a ver a Nyla alguna vez, pero todo el mundo tenía preguntas que hacer y estaban muchísimo más asustados e irritados que yo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó uno de los Gribbin, y la persona sin rostro le contestó:

—Se les informará en el deslizador. Por favor, suban; nos están esperando.

Y cuando él (o ella) se dio la vuelta, el hombre del otro lado le agarró la manga. En su rostro había ese fruncimiento de ceño que quiere decir «No sé en qué me he metido, pero cuando lo descubra alguien me las pagará», y parecía un hombre insistente, incapaz de aceptar respuestas vagas.

—¡Me necesitan en el laboratorio! —protestó—. En estos mismos instantes hay una reunión de alto nivel y si no asisto a ella eso nos va a costar la mitad de nuestro presupuesto para el próximo año fiscal… —se detuvo de repente, indignado, al ver que la persona sin rostro se estaba riendo de él.

—Hay que ver el tipo de cosas que llegan a preocuparles… —dijo él/ella con indulgencia—. Y ahora, suban al deslizador, por favor.

Decidí que no había mejor alternativa que hacer lo que me pedían, así que subí al trasto. Ocupé un asiento en la parte delantera, justo detrás de la cabina acristalada en la que iba el conductor, y Nicky se instaló junto a mí.

Al haberlo llamado «deslizador», deduje que se trataba de una máquina que se desplazaba sobre un colchón de aire. Estaba en lo cierto. Nunca había ido antes en uno de esos aparatos, pero cuando sentí el zumbido bajo nuestros pies y empezamos a avanzar sobre el cemento agrietado dirigiéndonos hacia la carretera estuve seguro de que había acertado.

Uso la palabra carretera en un sentido aproximado. Lo había sido en tiempos pasados y hacía mucho que nadie cuidaba de su mantenimiento. Su ancha superficie, totalmente desierta, se extendía ante nosotros, dirigiéndose en línea recta hacia el lejano contorno de una ciudad. Entendí con facilidad que usaran un deslizador sobre aire: nada que tuviera ruedas habría logrado avanzar sobre la superficie ondulada y llena de baches de la carretera. Algunos de los socavones más grandes habían sido rellenados sin mucho miramiento y las grietas más anchas habían sido alisadas con una apisonadora: de vez en cuando, al lado del camino, se veía una masa oxidada que debió de ser en otros tiempos un automóvil. Había sitios donde la maleza había ocupado de modo tan completo la carretera que no podía ver el asfalto, sólo arbustos espinosos de los que se alzaban bandadas de pájaros al percibir nuestro ruidoso avance. Cada vez que el deslizador daba una vuelta yo clavaba de nuevo los ojos en el lejano perfil de los edificios. Había en ellos algo que me parecía familiar…

Nicky DeSota empezó a dar saltos de puro nerviosismo y se volvió hacia mí.

—¡Es Nueva York! ¡Jesús! —gritó—. ¡Nunca había estado por aquí! —me dio un leve codazo, sonriendo—. ¿Se ha fijado? ¡Este trasto tiene aire acondicionado!

—Estupendo —le respondí con cierta sequedad.

Todo lo que él había mencionado era cierto y bastante interesante, pero mi atención estaba concentrada en lo que sucedía delante de nosotros. El compartimiento del conductor estaba separado de nuestros asientos por una ventanilla. Tenía su propia entrada y el hombre (o mujer) que nos había conducido hasta el deslizador estaba dentro. Yo me estaba fijando en lo que hacía y lo que hacía era revelarse finalmente como una mujer. Se llevó una mano a la cabeza, estiró y… ¡Oh! Aquel vacío de color rosado… bueno, sencillamente resbaló. Por fin vi su rostro y era bastante bonito. Se quitó la parte superior del mono, revelando con ello aún más pruebas de su feminidad, y luego se volvió para mirar a los quince o veinte ocupantes de los asientos que tenía detrás.

—Buenos días —nos dijo por un interfono.

—¡Buenos días! —gritó Nicky a mi lado. Lo mismo hicieron un par más como si fueran estudiantes de secundaria yendo de excursión… lo cual, más o menos, era lo que me parecía todo el asunto en esos momentos.

—Supongo que ahora —prosiguió ella—, sus tranquilizantes deben de estar perdiendo ya el efecto, así que voy a explicarles lo que les ha ocurrido. Hay noticias buenas y noticias malas. Las buenas son que durante los siguientes oti-pot días podrán moverse con absoluta libertad por donde ustedes quieran, y nos encontramos en un mundo que realmente vale la pena ver. Las malas noticias son que nunca van a salir de aquí. —Nos sonrió con dulzura. Hubo un instante de silencio y luego una avalancha de preguntas a cargo de todos los pasajeros del deslizador. La sonrisa siguió inmutable. — Aún no he conectado sus interfonos —nos dijo—, así que por el momento no puedo oírles. Hablen entre ustedes durante unos cuantos minutos. Luego les explicaré todo lo que les ha ocurrido y el porqué, así como sus perspectivas para el futuro; después podrán hacerme todas las preguntas que deseen. El viaje hasta su hotel durará unos toti-tot minutos.

Nos sonrió por última vez y se volvió hacia el conductor.

Es difícil narrar de modo coherente lo que fue el viaje… ocurrían demasiadas cosas a la vez. Probablemente, si pudiera recordar el momento en que nací, me sería igualmente difícil de contar porque todo lo que nos ocurría era tan radicalmente nuevo que me había dejado abrumado. A todos nos ocurría lo mismo… o a casi todos, salvo a Nicky. Envidié bastante el modo en que era capaz de irlo aceptando todo a medida que sucedía, disfrutando además con todo lo que de maravilloso y extraño había por ver.

Yo no podía reaccionar así. Cada vez me preguntaba con mayor frecuencia si volvería a ver algún día a Nyla…

A cualquiera de ellas.

Cuando la mujer empezó su pequeña charla ya habíamos dejado atrás el agua salada. Estábamos flotando por una espaciosa avenida encuadrada por grandes edificios en ruinas y tiendas de un solo piso calcinadas. Dos o tres veces frenamos un poco para dejar pasar a otros deslizadores que venían en dirección opuesta y los conductores se saludaron entre ellos. Los que se cruzaban con nosotros iban siempre vacíos y no vimos a nadie en todo el trayecto. Distinguí tortugas grandes como bandejas tomando el sol a lo largo del camino y una vez vi una serpiente enroscada y estuve casi seguro de que era de cascabel. No se movió, aunque tenía la cabeza levantada y sus ojillos como cuentas estaban clavados en nosotros. Vi un zorro persiguiendo a un conejo, trazando frenéticos zigzags a lo largo de lo que en tiempos debió de ser una acera, hasta que el estruendo de nuestras turbinas los asustó, haciéndoles huir.

Y escuché.

La primera parte de lo que nos dijo era una sentencia de exilio.

—La explotación incontrolada del portal de paratiempo —dijo con tono reprobatorio—, acabaría llevando al caos, así que le hemos puesto fin. Hemos transportado a los principales implicados en los experimentos, así como a todas las personas que se hallaban en otros tiempos, a este planeta. Al mismo tiempo, hemos vuelto inhabitables todos los centros de investigación paratemporal induciendo en ellos radiactividad. No teníamos otra elección al respecto. La alternativa era la destrucción total para todos los tiempos.

Me estiré, bostezando. Estábamos subiendo por una leve cuesta con árboles enormes a ambos lados. Delante nuestro había un círculo compuesto por rascacielos de veinte pisos, los edificios más grandes que habíamos visto hasta el momento. Todas las ventanas estaban rotas y los muros estaban cubiertos de yedra y enredaderas.

—Hasta hace diez años —decía la mujer—, este planeta estaba deshabitado. Hubo una larga guerra que llamaron Guerra Mundial y alguien empezó a utilizar armas biológicas. La guerra acabó con la muerte de toda la población. De hecho murieron todos los primates (no queda ni un gorila) pero prácticamente todo lo demás sobrevivió —se miró el reverso de la muñeca como si estuviera consultando sus notas—. Oh, sí, ya no deben preocuparse por la enfermedad; ésa es una de las cosas contra las que fueron inoculados en Recepción. Y, naturalmente, también contra todos los organismos que llevaban dentro… una mezcla de microbios y virus realmente sorprendente —nos sonrió de nuevo y en su rostro aparecieron dos hoyuelos. Quizás el tranquilizante aún tenía cierto efecto, porque le devolvimos la sonrisa—. Bien, algunos de los paratiempos empezaron a usar el planeta para colonizarlo… gente que debía abandonar sus casas por una razón u otra, normalmente por sequías o algo parecido. Y naturalmente siempre hay personas que sienten el deseo de la aventura: los pioneros. Pero eso es bueno para ustedes ya que hay toda una infraestructura lista esperándoles. ¡No tendrán que ir por ahí recogiendo raíces comestibles! Ésta es una de las pocas ciudades que tenemos en funcionamiento… bueno, más o menos, aunque supongo que la mayor parte de ustedes deseará instalarse en granjas. ¡Después de todo, la comida es lo principal!

Esta vez nadie le sonrió. Hubiéramos sido lo que hubiéramos sido en nuestras casas, desde luego no éramos granjeros.

Empecé a preguntarme qué tipo de habilidades socialmente útiles poseía un antiguo senador de los Estados Unidos, experto en leyes y en muy pocas cosas más, para ofrecer a un mundo nuevo.

Descendimos por una colina, dirigiéndonos hacia un edificio aún más alto, un rascacielos con un reloj en la punta. (Una de sus caras me dijo que eran las tres y cuarto y la otra, como le faltaba la aguja de los minutos, se limitó a informarme de que estábamos entre las diez y las once). En el suelo vimos los rieles oxidados de un tranvía y delante de nosotros el viaducto de un tren, igualmente oxidado. No me gustó nada la perspectiva de pasar bajo el viaducto y sus pilares, pero el conductor conocía su oficio. Avanzamos muy lentamente durante unos doce bloques y luego volvimos a acelerar al torcer los rieles hacia un lado.

—¿Preguntas? —nos dijo alegremente la mujer.

Nicky rué el primero en disparar.

—¿Qué es un «toti-tot»? —le preguntó.

La mujer puso cara de asombro.

—¿Cómo?

—Dijo que tardaríamos unos toti-tot minutos en llegar. Al menos creo que eso es lo que dijo.

Su bonito rostro se iluminó.

—Oh, se me olvidaba. Todos ustedes son decimales, ¿verdad? Veamos, eso sería, hum… —miró de nuevo el reverso de su muñeca— …el trayecto durará unos cuarenta y cinco minutos. Faltarán… esto, unos veinte minutos. ¿Más preguntas?

Uno de los Gribbin levantó la mano.

—Una bastante gorda, señorita —dijo—. Soy experto en dinámica cuántica. No tengo ni zorra idea de cómo manejar un arado.

—Claro, claro —dijo ella con tono comprensivo—. Ése es un auténtico problema aquí. Lo que necesitamos realmente son granjeros, obreros de la construcción e ingenieros. Claro que habrá programas de recalificación… —sonrió de un modo radiante a quince personas que de pronto ya no sonreían.

Hubo un murmullo general en los asientos pero ninguna pregunta en concreto. Probablemente ninguno de nosotros deseaba conocer las respuestas a todas las preguntas que aún teníamos por hacer. Yo estaba inclinándome hacia adelante para ver mejor, ya que me había parecido distinguir un reflejo metálico, como un puente. Me asustaba. No tenía ningún deseo de cruzar el río sobre un puente que llevaba medio siglo sin que nadie le hubiera dado ni una mano de pintura. La mujer seguía sonriendo.

—Si alguno de ustedes desea empezar a trabajar en seguida, en el hotel hay vacantes. Necesitamos cocineros, gente que se ocupe de la limpieza y las habitaciones… Comprendan, durante el período de cuarentena deberán bastarse a ustedes mismos. Y se les pagará por su trabajo.

No estaba escuchándola. Estaba tensando el cuerpo al ver cómo nos dirigíamos, aparentemente, hacia la ruinosa estructura del puente y aflojando luego los músculos al ver que nos desviábamos… y luego envarándome de nuevo al ver que reducíamos la velocidad al aproximarnos al agua. ¿Acaso tomaríamos un transbordador?, ¿íbamos a cruzar nadando? ¿Nos detendríamos allí, con la tierra prometida visible al otro lado del agua, con rascacielos destrozados incluidos?

No era nada de eso. No nos detuvimos. Cruzamos un terraplén fangoso hasta llegar al río y luego nos deslizamos sobre el agua con tanta sencillez y seguridad como si avanzáramos por las maltrechas calles de la vieja ciudad. Delante teníamos los restos de un muelle lleno de gente desnuda que nos miraba sin demasiada curiosidad mientras se bañaba. Estaban mucho más interesados en otro bañista que acababa de emerger a la superficie a unos diez metros de distancia quitándose la máscara de buceo y señalando con cara de placer el enorme pescado que había ensartado con su arpón.

Al menos ahora estábamos en una zona de la ciudad que yo había visitado antes. Reconocí la calle Canal, aunque los letreros estaban tan oxidados que era imposible leerlos. No identifiqué las calles por las que nos metimos luego (la navegación era más difícil entre el dédalo de edificios de Manhattan) pero sí reconocí, más o menos, la Quinta Avenida cuando llegamos a ella. Resultaba algo extraño no ver el Empire State en lo que, por lo demás, estaba clarísimo que era la calle 34 y me pareció curioso ver en el siguiente cruce importante los restos de una garita para controlar el tráfico, edificada sobre finos soportes metálicos como patas de araña por encima del nivel de la calle.

Nos detuvimos allí un instante mientras el conductor y la guía volvían a ponerse sus máscaras carnosas.

—Ya casi estamos —nos dijo ella con voz alegre—. Se llama el Hotel Plaza. Un poco apolillado y mohoso, quizás… ¡pero tendrán ustedes una vista preciosa del Central Parle y sus selvas!

Después de que se nos asignaran habitaciones en el hotel y de que nos hubieran dado de comer ya teníamos bastantes más explicaciones. Se nos había proporcionado una nueva identidad. Éramos «Personas Para-Temporalmente Desplazadas» o Pepe-Tedes, para abreviar. Estaríamos en cuarentena durante una semana, el tiempo suficiente para que todos los horrores ocultos en nuestros sistemas circulatorios salieran a la luz, si es que alguno había logrado escapar a las inyecciones y rociados que habíamos recibido mientras dormíamos. Y aunque al cabo de unos pocos días podríamos salir del hotel, jamás saldríamos de aquel paratiempo en particular.

Estábamos atascados aquí para siempre.

Eso hizo que el encanto del viejo Hotel Plaza quedara algo dañado. La mujer no nos había mentido. El lugar seguía siendo hermoso: siempre lo había sido y yo lo recordaba así en mi 1983. Era un edificio antiguo y señorial lleno de recuerdos históricos: Scott y Zelda Fitzgerald habían vivido allí y a la medianoche salían a jugar en la fuente que había delante del hotel. Naturalmente, hacía sesenta años que nadie se cuidaba de él. No había quedado nadie vivo en el mundo para hacerlo, y se notaba. En el restaurante de la planta baja se podía sentir un olor raro y no muy agradable, como si de vez en cuando hubiera servido de refugio a los animales. (Y había servido como tal). Faltaría una cuarta parte de los ventanales, aunque la mayoría habían sido reemplazados por una especie de película plástica mientras arreglaban un poco el lugar para que lo ocupáramos. El agua de las cañerías salía algo terrosa y había pisos enteros sin agua. Y los muebles se hallaban en un estado lamentable, especialmente las camas. El algodón se había cubierto de moho, convirtiéndose luego en polvo, y los resortes de los colchones se habían oxidado. Antes de poder irnos a dormir, Nicky y yo tuvimos que sudar lo nuestro subiendo ropa de cama desde el vestíbulo del hotel. Y no sólo ropa: también tablones de madera para tender sobre el armazón del lecho (tablones que aún olían a savia, tan poco llevaban cortados) y unos colchones neumáticos de hábil diseño para colocar sobre los tablones. Estaban divididos en secciones y eran muy cómodos… lo fueron, claro, cuando pudimos llenar de aire aquellas secciones a base de soplidos. Naturalmente no tuvimos que preocuparnos por las mantas. No eran necesarias en el mes de agosto neoyorquino, en un hotel que jamás había conocido el aire acondicionado.

No todo lo del cuarto era antigüedad mohosa. Había un objeto totalmente nuevo. Al principio creí que era una televisión, aunque resultaba bastante raro que tuviera al lado una especie de teclado conectado. Cuando Nicky hizo el experimento de enchufarlo, la pantalla se iluminó con una luz rosada en la que destacaban unas letras negras. Decían:

HOLA.

¿CUAL ES SU I.P.?

Dado que ninguno de los dos sabíamos lo que era eso de I.P. no pudimos satisfacer su curiosidad y el aparato se negó tozudamente a satisfacer la nuestra. No importó cuál fuera la tecla o el interruptor que pulsáramos; la única cosa que funcionaba era otra tecla que servía para desconectarlo.

El día pasó muy de prisa. Cuando el sol se ocultó ya habíamos logrado hacer nuestro dormitorio habitable… bueno, más o menos. Es decir, habíamos obtenido toallas, almohadas, ropa, jabón y todos esos pequeños artículos que aseguran la supervivencia. Habíamos descubierto cómo abrir las ventanas selladas con hojas de plástico para que entrara el aire, aunque eso resultó no ser del todo beneficioso, pues con el aire entraron hordas de mosquitos procedentes de la frondosa selva en que se había convertido el en otros tiempos tan bien domesticado Central Park. La luz de nuestra habitación les atraía, así que terminamos apagándola.

Estábamos cansados. Me duché y me cepillé los dientes, y mientras Nicky hacía lo mismo me dediqué a contemplar el parque, un espectáculo tan bueno como nos había prometido nuestra guía, aunque me resultara algo extraño. Delante nuestro había una escena de laborioso ajetreo, barracones y vehículos con montones de gente; pero a unos quinientos metros sólo se veía la oscuridad. El cielo estaba lleno de brillantes estrellas, algo que jamás había visto en Nueva York con anterioridad.

La ciudad estaba muerta. Sólo el pequeño espacio que rodeaba a los hoteles alentaba: un foco de infección por el que la vida empezaba de nuevo a invadirla. Y estaba vacía. Para mí lo estaba por completo, porque Nyla Bowquist no se encontraba en ella.

El hecho de que Nyla hubiera estado en aquel hotel (quizás en aquella misma habitación) en nuestra época me llenaba de un melancólico asombro. Sabía que cuando tocaba en el Carnegie Hall se alojaba siempre en el Plaza, que estaba a escasos bloques de distancia. Quizás se había acodado en la misma ventana y lo que habría visto entonces serían céspedes bien cuidados, un terreno para que jugaran los niños, un lago, los coches de caballos para dar paseos turísticos alineados junto a la entrada del hotel y un millón de vehículos, taxis y camiones avanzando a paso de tortuga por las calles. Lo que yo veía ahora eran los barracones en forma de burbuja y las luces de un dirigible que bajaba flotando lentamente hacia un claro para aterrizar en él…

Me di cuenta de que Nicky estaba detrás mío, aún mojado por la ducha, pasándose un peine por el cabello.

—¿A que es maravilloso, Dom? —me preguntó.

Le miré con resentimiento… un resentimiento injustificado, claro, pues ciertamente no era culpa suya que no tuviera a Nyla junto a mí.

—¿De qué estás hablando, Nicky? Esto es el exilio. Estamos atascados aquí para siempre.

—Ya sé que esto es muy duro para ti, Dom, porque tenías mucho que perder —me contestó, con una visible compasión en su voz—. Yo quizás no tenía tanto. Pero no es meramente el exilio. Es un mundo completamente nuevo. ¡El Edén! Nos han dado una nueva oportunidad para empezar otra vida.

—Yo no quería empezar de nuevo —le dije—, y de todos modos no lo hacen por nosotros.

—Bueno, Dom, claro que no —me dijo, volviéndose pudibundamente para colocarse los pantalones del pijama—. Pero debes admitir que en esto han invertido muchos esfuerzos. Sólo arreglar esta parte de la ciudad para nosotros… ¿tienes idea de la cantidad de trabajo que supone? ¿Que el agua vuelva a correr, con la de cañerías que debían de estar rotas? ¿Poner en pie todo un sistema generador de electricidad? Sólo limpiar toda la basura… y no me refiero meramente a la ropa de cama podrida. Cuando murieron, este lugar debía de estar lleno de gente. Cadáveres. Como mínimo esqueletos: alguien tuvo que llevárselos antes de que viniéramos aquí.

—Bah, probablemente necesitaban este sitio para sus propósitos personales —repliqué yo.

—Pero somos nosotros los que se benefician de él —me hizo ver.

—Desde luego, aquí es donde nos han exilado. También eso es para su propio bien: estaban preocupados por lo que hubiera sucedido si todo ese jaleo del paratiempo hubiera acabado mal… por lo que les hubiera sucedido a ellos, y no a nosotros.

Me miró con aire pensativo mientras se metía en la cama.

—No les hacía falta tomarse tantas molestias —dijo—. Quiero decir que transportarnos hasta aquí, alimentarnos, darnos casa y ropas…

—¡Claro que les hacía falta! ¿De qué otro modo habrían podido detener la investigación?

—Bueno —dijo él buscando una postura cómoda bajo la sábana—, se me ocurre que ciertas personas hubiesen arreglado el problema de un modo distinto. Podrían haberse limitado a matarnos, ya sabes. Buenas noches, Dom. Después de las guerras franco-indochinas hubo bastantes tribus que no pudieron soportar a los nuevos gobiernos. Algunas se fueron a los Estados Unidos. Había una colonia de montañeses en mi propio estado, ochocientos refugiados que no habían visto jamás un tren, un aparato de televisión, una cocina de gas o un aspirador. ¡Para que luego hablen del shock cultural! Pero lo peor para ellos no era aprender a conducir un coche o a manejar una segadora de césped. Lo peor eran las cosas que a nosotros nos parecían más naturales. Cómo abrir una lata de cerveza, cómo usar una tarjeta de crédito, por qué la luz roja significaba «párese» y la verde «avance» o por qué sólo se podía orinar en el recipiente adecuado, incluso si uno se ocultaba pudorosamente detrás de un árbol. Cuando fui con la delegación de la legislatura estatal para darle la bienvenida a aquella tribu Meo en las afueras de Carbondale, sentía pena por ellos… y me hacían mucha gracia.

Si alguno de ellos hubiera estado conmigo en el Plaza hubiera tenido ocasión de resarcirse. Me encontraba tan perdido y confuso como ellos y esta vez me resultaba bastante difícil ver el lado humorístico de la situación.

Nicky y yo pasamos nuestro primer día en el nuevo mundo aprendiendo las habilidades de supervivencia más elementales. Al final de ese día lo que yo había aprendido, básicamente, es que se trataba de algo aún más difícil de lo que parecía. Aquel aparato de la habitación resultó de mucha ayuda, porque no era sólo un televisor, sino también un teléfono, un computador y un reloj despertador. Una vez descubrimos qué era nuestra I.P. (cualquier frase o palabra de diez letras que deseáramos; yo escogí «Nyla mi vida») pudimos acceder a todos sus bancos de datos y usar todas sus capacidades. Con mucha paciencia, nos fue enseñando casi todo lo que necesitábamos saber. Por las opciones que nos ofrecía pudimos encontrar respuestas a casi cualquier pregunta, incluso a unas cuantas que ni se nos habían ocurrido. Por ejemplo, nos dijo que nuestra habitación y la manutención no eran lo que se dice gratuitas. Se nos había dado un crédito con el que ir tirando, pero más pronto o más tarde tendríamos que empezar a devolverlo o nos moriríamos de hambre. ¿Cómo podíamos devolverlo? Bueno, había trabajos en el mismo hotel, si queríamos irnos entrenando: hacer camas, limpiar habitaciones en los pisos que aún no estaban arreglados, servir la comida, mover muebles de un lado a otro. Una vez libres de la cuarentena, había mil proyectos que necesitaban trabajadores, esparcidos por todo el continente… de hecho, por todo el mundo. Había toda una infraestructura tecnológica que debía completarse. Los colonos voluntarios que nos habían precedido trabajaron mucho pero no eran suficientes para hacerlo todo.

La verdad era, sin embargo, que no lograba ver de qué iba a servir yo. Lo que necesitaban eran fontaneros, obreros de la construcción, mecánicos, electricistas… gente que supiera construir cosas y arreglarlas. De momento no había demanda de senadores de los EE.UU. Tampoco había gran demanda de físicos cuánticos, lo que parecía abarcar a una considerable fracción de los Pepe-Tedes. Pensé que los más útiles serían los gatos, aquéllos que habían sido sacados de sus tiempos originales: sobre todo los soldados del ejército invasor, con una media de edad sobre los veintidós años, de los que había centenares en el hotel y millares más repartidos por todos los centros de alojamiento provisional de la ciudad. Una de las cosas que el aparato de nuestra habitación era capaz de hacer para nosotros, si se lo pedíamos, era un listado de todas las demás Personas Para-Temporalmente Desplazadas. La lista principal iba por orden alfabético, con lo que no servía de mucho: Stephen Hawking, solamente, había ya diecinueve, por no mencionar a los nueve Dominic DeSota. (Afortunadamente en la ciudad sólo quedábamos cuatro, ya que los otros habían terminado su cuarentena y recalificación y se habían ido a otros lugares). Pero había también una lista reordenada según el tiempo de origen. Había casi sesenta personas de mi tiempo…

Pero ninguna de ellas era Nyla Christophe Bowquist.

Cuando bajamos la mañana del tercer día para que nos sacaran sangre, Nicky estaba nervioso. En cierto modo era una ocasión que podía motivar cierto nerviosismo, ya que para nosotros era muy importante estar sanos. Al menos, bien lo sabía el Cielo, parecíamos sanos. Habíamos llegado de nuestros varios paratiempos originales francamente rebosantes de gérmenes, virus y todo tipo de cosas desagradables, pero nuestros anfitriones no toleraban la enfermedad. La viruela, la tuberculosis, el cáncer y el resfriado ya no existían en sus mundos, así como tampoco la gripe, las enfermedades venéreas y ni tan siquiera la caries dental. No querían que nosotros volviéramos a introducirlas. Por lo tanto, nos habían propinado montones de pinchazos mientras estábamos inconscientes e iban comprobando los resultados sacándonos una gota de sangre dos veces al día. Lo importante del asunto era que tener la sangre limpia significaba tener privilegios. Si seguíamos estando limpios aquel día podríamos pasar de la agotadora labor de mover muebles a la más refinada tarea de servir la comida. Si seguíamos estando limpios durante todo el día, ¡quizás se nos permitiera incluso salir a la calle! Al menos, podríamos ir hasta los demás hoteles de la calle y buscar a algún amigo perdido de nuestro propio tiempo… y quizás incluso podríamos cruzar la calle y respirar el mismo aire que respiraban los nativos en sus idas y venidas por el parque.

Pese a todo, eso no era realmente suficiente como para poner nervioso a nadie. Cuando hubimos entregado nuestra gota de sangre matinal le pregunté qué le preocupaba.

—El futuro, Dom —me respondió indignado—. Mi futuro. Hemos conseguido otra oportunidad para empezar en la vida y quiero sacarle todo el provecho posible… pero no parecen necesitar demasiados agentes hipotecarios en este Edén.

—Senadores tampoco —le dije yo, pero no me estaba escuchando.

—Supongo que siempre queda el negocio bancario —dijo, precediéndome mientras avanzábamos a través de los montones de muebles depositados en el Salón de las Palmeras—. No vi nada de eso mencionado en la lista pero me parece lógico que exista… Sólo que esa condenada aritmética binaria me está volviendo loco —pese a todo, a él le iba mejor con ella que a mí; los números binarios me daban tanto miedo que ni siquiera había intentado empezar a entendérmelas con ellos, al menos mientras el aparato de nuestro cuarto estuviera dispuesto a traducirlos en decimales para beneficio de los que no tenían la suficiente educación.

Supongo que lo que le había dicho se había ido abriendo paso lentamente a través de las capas neblinosas de sus meditaciones porque de pronto me guiñó el ojo. —Oh, sí —dijo—. Tú también… Bueno, Dom, no sé… ¿qué hacías antes de ser senador?

—Era abogado —respondí, riéndome.

—Buf —dijo él compadeciéndome—. Aquí tampoco tienen demasiados, ¿verdad? —se detuvo y le hizo un gesto con la cabeza al encargado de nuestro grupo de trabajo—. Presentes, Chuck —dijo—. ¿Qué tienes para nosotros esta mañana?

—Montones de cosas —respondió él rápidamente. Era negro y aún vestía el uniforme de teniente con galones incluidos. Había sido comandante de tanque en el ejército invasor y por lo tanto era mi enemigo, técnicamente hablando, aunque eso no parecía importar mucho ya. Lo que le diferenciaba de nosotros era que había llegado veinticuatro horas antes, por lo cual él era encargado y nosotros simples mozos de cuerda—. Esta tarde van a llegar setenta y cinco nuevos, así que hay que limpiar el piso noveno. En marcha los dos.

Para aquel entonces ya no me sorprendía recibir órdenes de alguien que, como nosotros, era un Pep-Tede, ya que ése era el único tipo de personas que veíamos. Incluso la mujer que nos tomaba muestras de sangre de las yemas de los dedos era una Gata… bueno, naturalmente todos nosotros éramos Gatos, dado que este planeta no había visto seres humanos hasta cinco años antes. Pero había Gatos y Gatos, y los colonos originales no entraban en los hoteles de cuarentena más que muy raramente. De vez en cuando veíamos a uno de ellos, con su mono y su máscara facial, que venía a recoger las muestras de sangre o a dar algunas órdenes. No se quedaban nunca mucho tiempo.

Por lo tanto, mi conocimiento sobre los colonos originales era bastante fragmentario, y básicamente adquirido a través del aparato de la habitación. No procedían de un solo paratiempo, sino de toda una cofradía de mundos, unos dieciocho o veinte. Su mayor diferencia respecto a nosotros radicaba sólo en que se habían enterado de que existían y habían logrado establecer comunicación entre ellos unos veinticinco años antes.

No todo había sido un camino de rosas para ellos. Habían pasado momentos espantosos con el «retroceso balístico» antes de que lograran aprender a disminuir sus efectos, básicamente limitando sus conexiones a canales de comunicación y con muy pocos portales, cuidadosamente medidos y controlados, que les permitían, por ejemplo, empezar a colonizar los mundos vacíos.

¡Pero las recompensas eran tales! Tenían veinte mundos, y no uno sólo, trabajando para resolver los problemas del paratiempo. Tenían veinte veces la cantidad de gente que un solo mundo hubiese podido reunir para investigar al respecto y, además, tenían la enorme ventaja de que podían observar gran cantidad de mundos.

Para decirlo brevemente, tenían un complejo dedicado a la investigación y sus aplicaciones prácticas que avanzaba cien veces más de prisa que el nuestro. Aprendían todo lo que cada uno de ellos llegaba a descubrir: la tecnología de computadoras de un mundo, los satélites espaciales de otro, la fusión nuclear de un tercero, la ingeniería genética, una química casi mágica, una medicina maravillosa… sólo había que nombrarlo y ellos lo tenían.

Tuve mucho tiempo para pensar en ello mientras Nicky y yo barríamos el noveno piso, dado que él no estaba muy hablador. Todavía andaba dándole vueltas a sus problemas privados, fueran los que fuesen. Sólo cuando hubimos metido la última carga de camisas y chaquetas medio podridas en el interior de la última maleta de piel de cerdo a punto de convertirse en polvo, llevándolo todo hasta el único ascensor que funcionaba, pareció que su estado de ánimo mejoraba un poco.

—No se está tan mal aquí, ¿verdad, Dom? —dijo de pronto, sin que viniera mucho a cuento.

—Eso no lo sabemos todavía —contesté, empezando a dirigirme hacia las escaleras para ir a comer.

Él me siguió, meneando la cabeza.

—Para nosotros es muy duro —dijo—, porque no hemos tenido voz ni voto en todo esto. Pero los primeros colonos vinieron aquí de modo voluntario y creo que acertaron. ¡Todo un planeta nuevo, Dom! Jesús, si hasta a mí me gusta la idea… Quisiera decir que ni siquiera tenemos que andar explorándolo ni nada parecido… sabemos dónde está todo.

Me detuve un momento en el rellano, esperando a que me alcanzara.

—¿Qué quieres decir con eso de que lo sabemos?

—Es el mismo planeta que el nuestro, ¿no te das cuenta? Todos los recursos ya han sido localizados. Si tu gente encontró un campo petrolífero en Alaska o si los británicos de mi época lo encontraron en Arabia… ¡sigue ahí en este mundo! Cada uno de esos recursos nos está esperando. Y además, lagos limpios, ríos sin contaminar, bosques que no han sido talados, aire puro… Caramba, Dom, ¿no te emociona todo eso?

—Me interesa bastante más lo que nos vayan a poner de comida —dije yo.

—¡Venga, Dom! No puedes decirlo en serio…

—Pues en parte sí, porque no quiero pensar demasiado en el futuro, Nicky —le respondí pacientemente—. No me gusta la idea de estar atrapado aquí para siempre. Desearía volver a casa.

Puso cara pensativa pero no me contestó. La verdad es que los dos nos quedamos callados dado que aún nos faltaban seis tramos de escalera para bajar. Sólo cuando llegamos a la planta baja y estábamos ya en la cola del restaurante, Nicky se volvió de nuevo hacia mí y me miró.

—Dom… ¿has oído alguna vez a alguien asegurarnos taxativamente que nunca podríamos volver a casa?

—Pues claro que sí —le respondí yo, algo molesto—. ¿Qué crees tú que ha ocurrido entonces? Una vez nos hayan instalado a todos aquí cerrarán el portal. Ése es el meollo del asunto, dejarnos encerrados aquí para que no podamos andar enredando más las cosas con el retroceso balístico. Por lo tanto, aquí nos quedamos, ¿no? ¿O piensas acaso que tarde o temprano podremos acabar construyendo nuestros propios portales?

Él sacudió la cabeza.

—No, eso sería imposible. Estarán observándonos constantemente. No nos lo permitirían.

—Pues entonces no digas tonterías —le respondí secamente. Ya sé que no hubiera tenido que contestarle así, pero estaba cansado e irritable.

Y Nicky también lo estaba.

—¿Qué diablos eres tú para decirme que soy tonto, DeSota? —me replicó con el rostro encendido—. Puede que en tu mundo seas un hombre importante, ¡pero aquí no eres más que otro condenado Pepe-Tede!

Tenía razón, naturalmente. Los malos hábitos perduran. Había empezado a pensar en mi otro yo como un pobre desgraciado en todos los aspectos y si examinaba con la suficiente profundidad lo que sentía hacia Nicky llegaría a la inevitable conclusión de que era tolerancia… y, para decirlo más concretamente, desprecio.

No se merecía eso. Para empezar, el desprecio no iba dirigido a él; lo que me parecía despreciable en su personalidad era un reflejo de mis peores aspectos, el lado de mi ser en el que no me gustaba ni pizca pensar. Era el lado que había mantenido confinada a Nyla Bowquist en una sórdida relación clandestina porque no tenía el valor necesario para hacer bien las cosas… y el lado que siempre se dejaba abierta alguna escapatoria, razón por la cual las otras Nylas me resultaban tan tentadoras. Porque él era yo, tanto en lo bueno como en lo malo. Vestido ahora con los pantalones cortos y la camiseta de este nuevo Edén, idénticos a los míos, con aquel barato y chillón traje deportivo convertido en cenizas dentro de algún incinerador, se parecía más que nunca a mí. Y lo que había dentro de él era idéntico a lo que había dentro de mí.

—Nicky —le dije, una vez sentados a la mesa—, lo siento.

Me miró y sonrió.

—Sin rencores, Dom.

—Nos enfrentamos a cosas que me asustan —le dije, disculpándome.

—No tenemos delante a una pandilla de superhombres, Dom —me respondió con firmeza—. Son gente exactamente igual a nosotros. Saben más porque han recogido todo el conocimiento que han podido encontrar, pero no son más listos. En este mundo es agosto de 1983, igual que en el tuyo y en el mío. No vienen del futuro. Son nosotros.

Lo pensé durante unos instantes.

—Bueno, sí, tienes razón —le dije—. ¿Es eso lo que intentabas decirme antes? ¿Que lo único que debemos hacer es recuperar el terreno perdido y entonces podremos hacer lo que nos dé la gana sin necesidad de pedirles permiso antes?

El desánimo invadió su rostro.

—No exactamente —murmuró. No me explicó qué había querido decirme y yo decidí no insistir más en el tema.

Como descubrí después (mucho tiempo después), eso fue un error.

Cuando me eligieron por primera vez al Senado tuve que aprender todo un nuevo modo de vida en muy poco tiempo. Había un montón de privilegios que debía aprender a utilizar: el pulsador reservado a los senadores, que me traía de inmediato un ascensor sin importar la cantidad de gente que estuviera esperando en los demás pisos; el derecho a utilizar el pequeño metro privado que nos llevaba de nuestras oficinas al Capitolio; el correo gratuito; el gimnasio y la sauna reservados sólo a los senadores. Tuve que aprender también cosas menos agradables, tales como no aparecer jamás en público sin afeitar, o responder a cualquier saludo, viniera de quien viniese, porque nunca se sabe cuándo estás frente a un elector y cuándo no. Con tantas cosas para ocuparme durante las primeras dos semanas, a duras penas me acordaba de que había tenido una vida anterior en Chicago.

Aquí ocurría lo mismo… o casi. Había tantas cosas por aprender que casi olvidé el mundo que había dejado atrás. Me olvidé de las facturas del rancho. Olvidé la guerra que se había estado librando cuando me secuestraron. Incluso me olvidé de Marilyn… bueno, ya había tenido cierto tiempo de práctica en eso de olvidar a mi mujer. Pero no me olvidé de Nyla.

Cuanto más claro parecía estar que no volvería a verla jamás, más tenía la certidumbre de haber perdido una importantísima fracción de mi vida. Todo lo que Nicky decía sobre este mundo era cierto. No me resultaba muy difícil imaginar que, una vez terminado el período de transición, podría llegar a tener una vida bastante buena en este nuevo Edén. Podría tener un trabajo productivo, encontrar una mujer que me resultara atractiva, casarme, tener niños, ser feliz… Pero fuera cual fuere mi vida sin Nyla, sería únicamente un sustitutivo.

Y esa sensación no desaparecía.

Al llegar el cuarto día obtuvimos el certificado de estar razonablemente limpios, lo cual implicaba una serie de privilegios. Para empezar, tanto Nicky como yo fuimos trasladados al servicio de comidas y abandonamos el trabajo con las basuras… todo un gran paso hacia adelante. Y además, ¡se nos permitió salir al exterior!

Naturalmente, no podíamos ir adonde quisiéramos y debimos tomar medidas para no contaminar el aire puro del Edén con nuestro repugnante aliento. Nicky y yo hicimos cola para obtener nuestras tarjetas de identificación, los monos y las mascarillas microporosas. Él se fue en una dirección y yo me fui en otra.

Lo que tenía en mente era buscar a algunos amigos míos en los demás hoteles. El trasto de la habitación me había dicho que un Dom DeSota que era físico estaba al otro lado de la plaza, en uno de los hoteles abandonados que se habían convertido en Gateras.

El día anterior había llovido mucho: no nos habíamos enterado, encerrados en el hotel trabajando. El aire era más frío y seco y los enormes árboles que circundaban el parque se agitaban bajo la brisa. Había mucha gente en la calle, dando un paseo o yendo a sus quehaceres. Algunos, como yo, carecían de rostro; los que sí lo tenían daban grandes rodeos para no pasar junto a nosotros, los enmascarados. No me importaba. El haber salido del hotel bastaba para levantarme la moral. Hubiera preferido que Nyla estuviese a mi lado para que pudiéramos caminar cogidos de la mano por las calles de este nuevo y maravilloso lugar, claro, pero incluso sin ella me sentía animado. Cuando entré en el vestíbulo del Pierre estaba a punto de dar saltos de alegría, y el primer rostro que vi me resultó familiar. Estaba sentado detrás del viejo mostrador de recepción, hablando con irritación por un anticuado teléfono.

—¿Cuál eres? —le pregunté quitándome la mascarilla. Él me miró con expresión malhumorada.

—Soy el que te metió en este lío, idiota —me respondió amargamente. Por lo tanto no era Lavrenti Djugashvili ni el científico; era el delator del Tiempo Tau.

—Pues yo no soy el que tú piensas —le dije—. Soy el senador, Nicky comparte la habitación conmigo en el Plaza.

—Espero que se pudra ahí —dijo. Luego colgó el teléfono y se encogió de hombros—. Diablos, supongo que no lo digo de corazón, después de todo. No tiene sentido aferrarse a los viejos rencores, ¿verdad? ¿Un poco de café?

Bueno, al fin y al cabo estaba intentando ser agradable. ¡Y tenía café! Me di cuenta de que contar entre tus conocidos a un granuja puede tener sus ventajas incluso en este lugar. Me senté y estuvimos hablando un rato. Le conté lo poco que había por contar sobre Nicky y sobre mí y él correspondió explicándome bastante más de lo que deseaba saber sobre él. Había pasado la primera noche en el mismo cuarto que… ¡Moe, el hombre del FBI! Vio la cara que puse y se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, hay que olvidarse de los viejos rencores, ¿no?

Pero Moe había encontrado a otro Moe, una copia idéntica de él mismo, y habían decidido vivir juntos de momento. Y aún más, habían descubierto que había un tercer Moe y habían hecho planes para largarse juntos cuando terminara la cuarentena, quizás para conseguir trabajo en el nuevo gaseoducto que iría de Tejas al sur de California, quizás para unirse a los equipos que trabajaban en las ciudades en vías de reconstrucción o para construir presas en Alabama, en un lugar que llamaban los Bancos del Músculo. Siempre hay montones de trabajo para los hombretones como Moe. Ah, ¿sabía que Nyla estaba en el hotel?

Una repentina oleada de esperanza y emoción. Pero, naturalmente, la Nyla de la que estaba hablando no era mi Nyla. Era la mujer del FBI.

Me tomé el resto del café sin enterarme realmente de su sabor y presté oído al resto de los comadreos de Larry Douglas, sin entenderlos demasiado. Ahora mi mente estaba demasiado ocupada con una gran duda moral, y no tenía tiempo para otras cosas. No había esperanza alguna de encontrar a la Nyla que yo amaba.

¿Estaba dispuesto entonces a conformarme con alguna otra?

Ni siquiera tomé en consideración el asunto de si esa otra Nyla, la encallecida mujer policía, estaría dispuesta a conformarse conmigo. Eso, realmente, no importaba. La respuesta que yo andaba buscando estaba en mi cabeza y no en la suya. ¿A quién amaba yo realmente? ¿Se trataba de aquella mujer física y corpórea en cuya carne hallaba la mía tanto placer? ¿Eran acaso los rasgos y los encantos de la Nyla que tocaba de modo tan maravilloso y sabía comportarse con tanta calidez y bondad en todas las relaciones que mantenía con el mundo? ¿Hubiese amado menos a Nyla Bowquist si hubiera sido menos capaz de mostrarme la diferencia entre Brahms y Beethoven… o si hubiera estado menos acostumbrada al brillo y a las mil emociones de la élite en que ambos nos movíamos? Para decirlo brevemente, ¿la habría amado si no fuera famosa?

O, descendiendo al terreno más básico, ese tipo de pregunta para la que nunca hay una respuesta dotada de sentido… ¿a qué me refería yo cuando hablaba de «amor»?

Cuando uno se embarca en esos viajes para autocontemplarse el ombligo del alma no es nada fácil mantenerse al corriente de lo que ocurre en el mundo real. No era sorprendente, por lo tanto, que el cotorreo de Larry Douglas se fuera frenando y acabara por cesar.

Me di cuenta de ello repentinamente. Y también de que me estaba contemplando con una expresión no muy agradable.

—Lo siento —dije—. Estaba pensando.

Él lanzó un bufido.

—¿Te importaría decirme para qué has venido aquí? —dijo.

—Estaba buscando a Dominic DeSota… al otro, el científico.

—Oh, ésos. Hay un montón que se pasan el tiempo hablando de los paratiempos, e historias de ésas. También hay un par de yos por ahí. Probablemente estarán en el bar.

Les busqué, y, en efecto, la escena era tal y como me la había descrito. Habría unas diez o doce personasen el bar, tomando cerveza y hablando animadamente. Había dos Larry Douglas, cuatro Stephen Hawking en variables estados de salud y dos John Gribbin, personaje del cual ya me había encontrado dos ejemplares en el Campo Floyd Bennett. Ni siquiera se volvieron a mirar cuando entré: tal y como me habían dicho, estaban comparando notas.

Fui detrás del mostrador y cogí una lata de cerveza, escuchándoles sin mucha atención, concentrado más que nada en mis propios problemas. No me costaba pensar, ya que su conversación no me molestaba lo más mínimo: no les entendía prácticamente ni una palabra.

—Empezamos con la fisión de oltrones —decía uno de ellos, y entonces otro le interrumpía—. Oye, espera un minuto, ¿qué es un oltrón? —Entonces el primero decía algo así como «Esto… pues tiene carga eléctrica, es ligero, tiene una variación de punto cinco…». Entonces el otro le preguntaba qué era eso de la variación y todos empezaban a dibujar diagramas con reacciones de partículas hasta que uno de ellos exclamaba: «¡Ah, quieres decir un cuerpo de Neumann! Claro… y entonces se escinde en un aleph-A y un gimmel, claro». Y todo volvía a empezar. Me mantuve al margen hasta que un Dominic DeSota se volvió para coger su cerveza y me vio.

—Oh, Dom, hola —dijo—. ¿Ya de vuelta? Oiga, Gribbin dice que usaron blancos de vanadio en el acelerador y obtuvieron casi el doble de brillo. ¿Qué le parece eso?

Le sonreí.

—Pues no mucho —confesé—. Dom, yo soy el que en casa hacía de senador. El que estaba con usted en Washington cuando nos raptaron.

—Oh, ése… —respondió él divertido—. Bueno, yo tampoco soy ese Dom. Está por ahí, comprobando algo sobre su mujer.

—Bueno, pues dígale que le he estado buscando —repliqué, dándome la vuelta con el ceño levemente fruncido y deseando para mí la suerte que él tenía. Si al cogerme hubiera estado con mi Nyla, en vez de con la mujer sin pulgares… y si…

Me paré en seco, tragando saliva.

—Eh —dije—. A su mujer no se la llevaron, ¿verdad? ¡Ella estaba en su propio tiempo y no trabajaba en la investigación para temporal!

—No, claro que no —dijo el otro Dom. Me miró con cara de sorpresa—. Lo único que hizo fue pedir que la trajeran, eso es todo. Acaba de salir para enterarse de cuándo va a llegar, creo.

—Pedir… que la trajeran… Quiere decir que…

Y sí, quería decir justamente lo que me había parecido. Ésa era la política habitual: los secuestradores no eran inhumanos. Estaban dispuestos a traer a nuestros familiares siempre que ellos estuvieran dispuestos a venir.

Sólo había que pedirlo.

Cuarenta minutos después me encontraba en el hotel Biltmore, esperando que me llegara el turno de… bueno, supongo que la palabra es «declararme». No estaba solo. En la cola había cincuenta hombres más con el mismo propósito que yo. No hablábamos demasiado, ya que cada uno de nosotros estaba muy ocupado ensayando el discurso que pensaba pronunciar. Cuando noté que alguien me tocaba en el hombro, casi di un salto.

Pero no era más que Nicky.

—¿Tú también, Dom? —me dijo sonriente—. Yo acabo de hacerlo. Ahora, si Greta dijera que sí…

De repente nos encontramos convertidos en el centro de toda la atención. Los hombres que tenía delante y detrás mío en la cola se habían vuelto para escuchar lo que aquel otro hombre, que ya lo había hecho, tenía por contar.

—¿No ha respondido? —le pregunté yo.

—¿Responder? ¡Oh, no! No se habla con ella directamente —me explicó—. Supongo que no tendrán canales suficientes para eso. Lo que haces es entrar en un cuarto y entonces es como si te filmaran, aunque imagino que no será realmente una película… bueno, de todos modos tú dices lo que tienes que decir. Luego localizan a tu mujer o lo que sea y se lo transmiten. ¿Cómo se llaman esas cosas? ¿Hologramas? Pues será una especie de imagen en holograma de ti y tienes un minuto para explicarte. Luego, es cosa de ella…

Luego, sería cosa de ella.

¿Qué se le puede decir a una mujer para convencerla de que abandone un mundo que la adora para correr arriesgadas aventuras en el exilio? Mientras la cola iba avanzando centímetro a centímetro, mientras le daba información sobre Nyla Bowquist al empleado que debería localizarla… bueno, me estuve inventando razones durante todo ese tiempo. No sólo razones. Sobornos, promesas absolutamente descabelladas sobre cómo sería nuestra vida… ¡Como si yo tuviera alguna idea de lo que iba a ser!

Y cuando al fin me encontré delante del objetivo con todas aquellas luces brillantes concentradas en mis ojos deseché todas las razones y los sobornos. Sólo fui capaz de decirle lo siguiente:

—Nyla, cariño, te quiero. Por favor, ven aquí y cásate conmigo. Cuando llegó el sábado, estábamos totalmente libres de gérmenes y listos para empezar nuestras nuevas vidas. Cuando llegó el sábado la mujer del mostrador del Biltmore estaba ya hasta las narices de vernos a Nicky y a mí. Nos explicó una y otra vez que el número de canales era limitado y que la cantidad de peticiones era muy alta. No, ignoraba si Nyla había recibido ya mi mensaje. Sí, a Nyla se le daría toda la información necesaria sobre cómo era este mundo y cómo se llegaba a él. No, no tenía ni la menor idea del tiempo que haría falta. A veces era menos de un día, pero había gente que no había recibido aún su respuesta y que llevaban así ya tres semanas…

No tenía ganas de esperar tres semanas. No quería estar solo tanto tiempo… especialmente cuando era posible que pasadas esas tres semanas lo único que recibiera fuese la confirmación de que iba a estar solo para siempre.

Mientras tanto tenía que ocupar mi tiempo de un modo o de otro. Nicky tenía el mismo problema, pero no parecía costarle tanto. Cuando no estaba trabajando exploraba la ciudad, y cuando no la estaba explorando se plantaba ante la terminal de datos de nuestra habitación intentando aprender todo lo que pudiera. La tercera vez que entré para preguntarle cuántos otis entraban en un oti-pot me dijo:

—Dom, realmente… ¿cómo piensas llegar a apañártelas algún día aquí si ni tan siquiera entiendes el cambio de moneda?

—Es muy liado, Nicky. Todos esos unos y ceros…

—Eso se llama aritmética binaria —me corrigió—. Uno es igual a uno. Uno-cero es igual a dos. Uno-uno es igual a tres… —y me hizo rápidamente una columna de cifras.

1 1
10 2
11 3
100 4
101 5

—Claro, Nicky, claro —gruñí yo—, pero ¿qué haces cuando llegas a números de diez o doce cifras? ¿Cómo puedes llegar a pronunciar en voz alta esos trabalenguas?

—Lo que haces entonces, Dom —me respondió con gran seriedad—, es aprender los códigos de pronunciación.

—¿Por qué debería aprenderlos? No, no, ya lo sé —dije, intentando aplacarle—, he de aprenderlos porque estoy atascado aquí y cuando se está en Roma lo mejor es aprender a usar los números romanos, ¿correcto? ¡Sólo que es una estupidez! Puede que haya cierto ahorro de tiempo o algo parecido, pero debe haberles costado millones cambiar del decimal al binario.

Nicky se rió.

—¿Sabes lo que les costó? Recuerda que tenían todos sus datos almacenados electrónicamente. Por lo tanto apretaron un botón en algún sitio y las máquinas hicieron una operación global de búsqueda-y-sustitución. Todo en un momento. En todo el mundo. En todos los mundos afectados: y, desde entonces, se han acostumbrado a utilizarlos.

Me quedé mirándole.

—Eso es lenguaje de computadores —dije—. Vaya, has aprendido mucho desde que saliste de tu tiempo original.

—No tenía elección, Dom —replicó él—, y más pronto o más tarde te darás cuenta de que tú tampoco la tienes. Toma, haré que empieces con buen pie —tecleó algunas órdenes en la máquina y se levantó—. Empieza aprendiendo a contar —me dijo, y me dejó solo.

Naturalmente, tenía razón.

Por lo tanto, me lo tomé en serio. Aparté de mi cabeza todos mis problemas particulares, incluyendo a Nyla, y traté de concentrarme. Lo que Nicky había sacado del banco de datos para mí era un viejo documento llamado Sobre los Dígitos Binarios y las Costumbres Humanas y en él se explicaba todo lo que yo deseaba saber sobre la aritmética binaria, cómo escribirla y cómo pronunciarla.

Las convenciones gramaticales para escribirla eran bastante fáciles. Lo habitual era escribir los números binarios en grupos de seis dígitos con un guión en el medio, 000-000. Cuando había más de seis dígitos se usaban comas, igual que nosotros usábamos los puntos para los millares y los millones: 000-000,000-000. Pasé laboriosamente el año en curso a números binarios y 1983 quedó en:

1-111,011-111

La verdad es que seguía pareciéndome bastante estúpido.

Luego, al seguir leyendo, descubrí que pronunciaba cada grupo de seis cifras según una especie de regla casera que al principio parecía ridícula pero que resultaba fácil si se estudiaba un poco la tabla.

Cada grupo de tres cifras sonaba de un modo ligeramente distinto según fuera antes o después del guión, pero eso era solamente para hacer más fácil la pronunciación.

Cantidad Binaria Pronunciación en el primer grupo Pronunciación en solitario o en el segundo grupo
000 oli pohl
001 oti pot
010 ata pata
011 odi pod
100 to to
101 tote tot
110 die die
111 titi ti

Así pues, números como el «diez» (vg. 1-010) se convertían en «oti-pata» y el «cincuenta», o 110-010, se convertía en «die-pata», y cuando Nicky volvió a la habitación fui capaz de soltarle de carrerilla:

—Dentro de unos cuatro meses contando desde ahora, en Nochevieja, te desearé un feliz año nuevo oti-ti, odi-ti.

—Muy bien, Dom —me sonrió—, pero eso es este año. El año que viene será 1984 y eso es oti-ti, to-pohl.

Lancé un gemido.

—Diablos. Creo que nunca lograré aprender esto.

—Claro que sí, Dom —me animo él—. Después de todo, ya te he dicho que no tienes otra elección.

No podía pasarme todo el tiempo pensando en Nyla y tampoco aprendiendo. Había decisiones que tomar y no solamente decisiones; también debíamos buscar trabajo. No podíamos quedarnos indefinidamente en el Plaza, pues los alojamientos de cuarentena debían recibir a los miles de nuevos Gatos que iban llegando día tras día. Tampoco podíamos quedarnos para siempre trabajando como botones o mozos de recados, dado que en el Edén no había nada gratis. Era imposible. Antes de que empezaran las transferencias masivas en todo el planeta habría unos cincuenta mil pioneros amantes de la aventura, ya fueran descontentos o héroes por vocación. Ahora ya habían sido transportados aquí unos doscientos mil Gatos, con lo que los recursos disponibles estaban sometidos a una dura prueba, y el número llegaría a ser más del doble antes de que se hubieran completado las transferencias. Todos necesitábamos comida, alojamiento y el millón de pequeñas cosas, servicios y comodidades que hacen de una existencia algo civilizado. Por encima de todo, necesitábamos comida. Nunca había tenido un huerto, pero mi primer intento de buscar trabajo me llevó hacia el extremo del parque, donde había grupos de trabajadores recogiendo madera, quitando tocones del suelo, arando campos y empezando a sembrar las cosechas de invierno. Mi segundo trabajo me llevó hasta el puente de Brooklyn, donde había ingenieros comprobando la resistencia de los cables y soportes y como cuarenta veces más obreros que ingenieros quitando la capa de óxido y pintando el viejo puente para dejarlo otra vez en condiciones para ser utilizado. Mi tercer trabajo, así como el cuarto y el quinto, me llevaron por toda la ciudad: reparar conducciones de agua y líneas eléctricas, comprobar edificios para ver si había alguno que pudiera ser habitable durante el invierno, o recoger chatarra para llevarla a los talleres en que (de algún modo) se la utilizaría para fabricar nuevos arados, coches y vigas a partir de los desperdicios del pasado, esperando el día en que las minas de hierro de Mesabi pudieran (de algún modo) ser abiertas de nuevo para empezar a sacar mineral de ellas. ¡Sí, claro que había puestos de trabajo! Había más puestos de trabajo que gente para ocuparlos. Lo que pasaba era, sencillamente, que ninguno de ellos parecía demasiado adecuado para un hombre cuyas habilidades básicas eran hacer discursos, dirigir campañas para recoger fondos y lograr que se pusiera en marcha un programa piloto de entrenamiento aquí para que se lograra luego eliminar un suburbio allá.

—Todo irá bien —me animaba Nícky—. ¡Cristo! Necesitan de todo, Dom, y más pronto o más tarde necesitarán también gente para formar una administración. Triunfarás, igual que yo. Cuando venga Greta… —juntó las manos sonriendo, como si viera a un ángel—. ¡Un hogar! ¡Una esposa! Una familia… una gran casa con medio acre de terreno, rodeada de setos altísimos para que podamos darnos un buen revolcón cada vez que nos apetezca…

—Tengo una entrevista —le dije, abandonándole con sus sueños. No era ninguna mentira. La «entrevista» era con la mujer del Biltmore, que me reconoció de inmediato.

—Dominic DeSota, ¿no? Un minuto… —se inclinó sobre la pantalla de su terminal, estudiando los datos.

Y su expresión se nubló rápidamente.

Supe lo que iba a decir mucho antes de que ella encontrara las palabras para decirlo.

—Lo siento, lo siento mucho… —empezó a decir, y no le hizo falta terminar la frase.

Tenía preparada ya una sonrisa. La había estado guardando para un momento en que me hiciera realmente mucha falta sonreír. Cuando la ensayé, oh milagro, funcionaba.

—Son los riesgos del juego —dije, sonriéndole—. Bueno, encanto… ¿Tiene algo especial que hacer esta noche? Quizás la sonrisa había logrado engañarla, pero el tono de mi voz no hubiera podido engañar ni a un niño de pecho. Era una buena chica. Probablemente había tenido que decirle ya a quinientos Pepe-Tedes que la persona a la que más amaban no veía demasiado claro eso de empezar una nueva vida en un nuevo mundo.

—Hay mucha gente a la que realmente le asusta el viaje paratemporal —me dijo.

La sonrisa estaba empezando a dolerme, pero la sostuve bien firme y traté de seguirle la conversación.

—¿Y a quién no? —repliqué, consiguiendo encogerme de hombros—. Nyla es tan valiente como la primera, pero pedirle algo así… bueno, es pedir demasiado. No la culpo. Si yo estuviera en su lugar probablemente también diría que no, muchas gracias… de todos modos, tendría que pensármelo mucho y bien… —me callé porque la mujer me estaba mirando con cara de no entenderme.

—¿Cómo la ha llamado?

—Nyla. Nyla Bowquist. ¿Hay algún error?

—Oh, diablos —dijo ella, tecleando de nuevo en el aparato—. Usted es ese Dominic DeSota. Nunca consigo distinguirles… el mismo número de habitación y todo eso. La que dijo que no vendría era una mujer llamada Greta. La suya… —frunció el ceño mirando la pantalla, comprobó de nuevo los datos y luego alzó los ojos dirigiéndome una sonrisa radiante como el sol en un cielo de verano—. Usted mandó su petición a Nyla Christophe Bowquist y ella ha aceptado. Ya está en el Floyd Bennett pasando la desinfección preliminar. Debería estar en el hotel mañana por la mañana.