Al ser una de las escasas personas que lograban entender al anciano cuando hablaba, era la única a la que se le permitía empujar su silla de ruedas por los venerables senderos llenos de baches de la universidad. Pero no podía arreglárselas ella sola con los escalones. «Buscaré alguien que me eche una mano», dijo, inclinándose luego sobre el anciano para escuchar el murmullo de su respuesta. «Oh, no —dijo—, ¡no es ninguna molestia, doctor Hawking!». Y lo decía con sinceridad. Ni siquiera bajo el agobiante calor del agosto más cálido de la historia de Inglaterra (¡debían de estar superando con creces los cuarenta grados!), pasear a un científico de fama mundial por los agradables paisajes de Cambridge no era una imposición. Era un honor. Y también una responsabilidad, cuando volvió acompañada por un corpulento empleado y un nervioso estudiante del King's College lanzó un grito lleno de dolor. «Pero… ¡no!