27 de agosto de 1983

10.50 P.M. Mayor DeSota, Dominic P.

Ser un mayor sin tropas a las que mandar no es ser realmente un mayor, y a mí me habían quitado las mías. Los combates continuaban. A las diez y cuarto todas las armas que habíamos logrado pasar por el portal empezaron a disparar a la vez. La lucha era sangrienta y encarnizada. Lo sabía porque me encontraba observando el portal de vuelta que teníamos debajo del puente y podía ver cómo traían a los heridos. Pero yo no estaba tomando parte en ello. Lo único que hacía era estar ahí, de pie, con el pulgar metido en la presilla del cinturón, en espera de que alguien me dijera adonde debía ir y cuál se suponía que era mi misión.

Toda la operación estaba empezando a cobrar un feo aspecto. Quizás se tratase del feo aspecto del fracaso. Las nuevas tropas que cruzaban el portal al sur del puente no eran asesinos dispuestos a luchar con las cabezas erguidas y los ojos brillantes. Entraban con los hombros encorvados en el gran cuadrado negro y guardaban silencio. Y los que volvían…

Los médicos no daban abasto para ocuparse de los que volvían.

A través del portal de regreso podía oír el ruido de los disparos y el whomp de los morteros y las granadas. Incluso el aire que salía de él era malo. Era aire de agosto, más caliente y húmedo que el nuestro, y olía. Olía a polvo, a incendios y a escombros. Olía a las alcantarillas destrozadas por el fuego de artillería y apestaba con las emanaciones de los diesel de los tanques.

Olía a muerte.

En otras circunstancias podría haber sido una noche preciosa. Podía imaginarme paseando junto a la orilla del río, rodeando con el brazo a una chica guapa, y sintiéndome muy feliz. Hacía calor pero ¿qué otra cosa podía esperarse de Washington en agosto? La temperatura era elevada pero no insoportable y, aunque no había estrellas en el cielo, estaba el constante zap-zap de nuestros reflectores estroboscópicos, que ahora se contaban por docenas. La verdad es que ya no creía que lograsen engañar a los satélites rusos, pero sus reflejos en las nubes eran un bonito espectáculo.

Pero las circunstancias eran malas. Me faltaba mucho para convertirme en héroe. Por lo menos habían logrado encontrarme otras ropas (tejanos y una camisa deportiva, probablemente procedente del K-Mart más próximo), así que ya no me hacía falta pasearme dentro de aquel ridículo frac alquilado. Pero eso no impedía que siguiera teniendo la impresión de que hacía el ridículo.

Lo que más temía en el mundo estaba cada vez más cerca de mí. Retrocedí para evitar a un semioruga que cruzaba el portal cargado de camillas y tropecé con otro mirón como yo.

—Lo siento —dije, y entonces vi las estrellas de general en su uniforme—. Dios mío —dije.

—No —dijo tristemente el general Magruder—, soy yo, mayor DeSota. No es fácil sentir compasión por un general, especialmente por un general como Cara-de-Rata Magruder. Pero este hombre era totalmente distinto del que me había atormentado en Nuevo México. En su rostro había una expresión de tristeza acosada y no hacía falta mucho tiempo para descubrir el motivo. Bastó con preguntarle, con toda la cortesía de la que fui capaz, de qué parte de la operación estaba al mando y oírle responder:

—No estoy a cargo de ninguna, DeSota. Me han trasladado. Al fuerte Leonard Wood. Partiré en avión por la mañana.

—Oh —dije. No había mucho más que añadir. Cuando a un general le sacan de una operación en marcha y le trasladan a un puesto de entrenamiento no hace falta decir ni una palabra más. Supongo que en mi rostro se veía lo que estaba pensando. Me sonrió, y no era una sonrisa muy amistosa.

—Si aún le preocupa el consejo de guerra —me dijo—, olvídelo. Tiene delante a cien personas más en la cola.

—Es bueno oír eso, señor —dije. No sabía muy bien qué decir, claro.

Me miró con sorpresa y desprecio.

—¿Bueno? —pareció darle vueltas a la palabra en su boca—. Yo no habría usado la palabra «bueno» para referirme a nada de esto —miró hacia el portal, donde un sargento que cojeaba estaba ayudando a una mujer con los galones de subteniente cosidos apresuradamente en su uniforme y con la cabeza envuelta en vendajes ensangrentados—. ¡Esa estúpida puta, esa presidenta! —explotó de pronto—. ¿Por qué nos obligó a hacerlo?

—Está loca, señor —dije yo, intentando seguirle la corriente. — ¡Maldición, claro que está loca! Pero —dijo con expresión tenebrosa—, al menos su tipo de locura puedo entenderlo. No es una traidora. Y ese condenado cabeza de huevo…

—¿Cómo dice, señor?

—¡Ese científico! —rugió él—. No me refiero a Douglas. Me refiero al nuestro. ¿Sabe lo que dice ahora? ¡Pues que podríamos haber salvado toda la jodida operación! ¡Hay otros mundos que podríamos haber usado y en los que no vive ni una maldita persona!

—¿No hay gente, señor?

—Donde toda la maldita raza humana voló por los aires hace años —prosiguió él como si no me hubiera oído—. Los ha observado. Parece como si hubieran tenido una guerra nuclear a toda escala en los setenta o por ahí. Claro que algunos de ellos son demasiado radiactivos y no podríamos usarlos. Pero otros no. Podríamos haber ido a uno de ellos. Ninguna oposición, no habría nadie para presentarnos combate. Podríamos haber mandado una flota de transportes hasta Rusia y haber construido portales donde quisiéramos. ¡Mierda! ¡Ni tan siquiera hubiéramos necesitado bombas! Sólo hubiera hecho falta pasar una cabeza nuclear, un millar si nos hubiera dado la gana, por todo el condenado país… o lo que solía ser su país. ¿Quiere un café? —dijo de pronto.

—Yo…

—Venga —me dijo y cruzó la calle hacia el edificio de los cuarteles generales—. No lo sabíamos —me dijo lúgubremente por encima del hombro—. Ahora todo se ha ido a la mierda.

Incluso un general relevado del mando consigue lo que desea. El coronel con las manos llenas de papeles se me quedó mirando, pero las estrellas del general me protegían. No dijo ni palabra mientras Cara-de-Rata sacaba dos vasos de la vitrina y me tendía uno.

—Esta nueva operación, general… —empecé a decirle.

—Sí, sí. Creo que la tenemos localizada. Sólo que… ¿cuánto tiempo nos queda?

—¿Tiempo, señor?

—Los rusos —me explicó—. Se están poniendo nerviosillos —tomó un largo trago de café. Estaría unos dos grados por debajo del punto de ebullición y el pequeño sorbo que di me abrasó la garganta. Debía de tener un cuello de acero fundido—. Se está corriendo la voz, DeSota —me dijo con voz cansada—. Los prisioneros hablan con sus centinelas, los centinelas hablan con sus amiguitas. Los heridos hablan con sus enfermeras. Incluso han hablado con algunos reporteros. No podemos mantener la tapadera mucho más tiempo… ¿Qué sucede, coronel? —le preguntó.

El coronel estaba revolviendo entre sus papeles.

—Discúlpeme, señor —dijo secamente, y su tono no era precisamente de disculpa—, pero este hombre… ¿es Dominic DeSota? ¿Sí? Cristo, DeSota, ¿qué cono está usted haciendo aquí? ¡Está en el lugar equivocado! Debería estar ya en el punto de salida… ¡mueva el culo y vaya ahora mismo al zoo!

Magruder me acompañó. No me preguntó si lo deseaba. Se limitó a meterse en el jeep por un lado mientras que yo entraba por el otro, y no me atreví a discutir. No abrió la boca mientras el conductor pisaba a fondo el pedal. No había demasiados coches. Los civiles se habían enterado ya de lo que pasaba y habían decidido no aventurarse en las calles. Los semáforos no habían alterado su ritmo, pero nosotros atravesábamos los cruces como un rayo, tocando la bocina sin hacer el menor caso de si estaban rojo o verde. No había nada para detenernos… hasta que giramos para entrar en la avenida.

Entonces nos encontramos de todo.

La avenida se había convertido en un colosal atasco. Parecía el inicio del desfile del Día de la Inauguración, con todo el poderío militar de la república llenando las calles adyacentes, con los jefes de los destacamentos paseando inquietos con sus cascos rojos y dorados delante de sus vehículos, hablando por sus radios y dispuestos a ponerse en marcha al recibir la señal. Sólo que no se estaban preparando para un desfile. Estaban preparándose para cruzar el portal siguiendo a la señora presidenta. Y había otra cosa fuera de lugar. Una de las calzadas de la avenida permanecía libre para evacuar algunos de los animales más voluminosos del zoo, inquietos a causa de los ruidos y asustados por todo el tumulto. Vehículos parecidos a camionetas de mudanzas pero con fuertes barrotes en las ventanillas estaban llevándose a los leones, los leopardos y los gorilas. Detrás de ellos venían los guardianes conduciendo frenéticamente a las jirafas, los elefantes y las cebras a través de la cálida noche de Washington. Nuestro conductor apretó furiosamente el claxon. Un elefante, no menos furioso, le devolvió el trompeteo.

—¡Mierda! —me chilló Magruder al oído—, ¡nunca lograremos cruzar esto! ¡Caminaremos!

Ni siquiera caminar era fácil. Los vehículos de combate estaban inmóviles y esquivarlos significaba al mismo tiempo esquivar a los elefantes… y, de vez en cuando, esquivar los montones humeantes de sus excrementos. Cara-de-Rata Magruder se movía como el delantero centro del equipo que intenta pasar con la pelota a través de la barrera enemiga, gritándome constantemente por encima del hombro. No lograba oír lo que decía; estaba demasiado ocupado intentando seguirle hasta el portal a través de la entrada del zoo.

En el portal no había movimiento alguno.

—Mierda —repito Magruder— ¡Venga! —y se dirigió hacia la cafetería del zoo, donde los comandantes estaban agrupados alrededor de una pantalla de televisión—. ¿Qué está pasando aquí? —rugió.

Un general de dos estrellas apartó los ojos del aparato.

—Véalo usted mismo —le dijo, señalando con el pulgar hacia la pantalla—. Es una transmisión vía satélite desde la Sociedad de Naciones, en Ginebra.

Un hombre gordo con gafas de pinza estaba leyendo un discurso ante las cámaras; la voz que lo acompañaba no era la suya sino la de una mujer que traducía del ruso al inglés.

—¿Los rojos? —dijo Magruder.

—En el blanco —le contestó el mayor general—. Ése que habla es el delegado soviético. ¿Se da cuenta de la cara de sueño que tiene? Ahí deben ser como las seis de la madrugada y debe llevar despierto toda la noche.

—¿Qué está diciendo, señor? —pregunté yo.

—Bueno —respondió cortésmente el mayor general—, está diciendo que tienen… ¿cómo lo ha expresado? Pues que tienen pruebas irrefutables de que estamos planeando un ataque a su país a través de un tiempo paralelo. Está diciendo que si no cesamos de inmediato nuestra «invasión» su pueblo la considerará como si fuera un ataque dirigido a su propio país. De risa, ¿no? Los rusos protegiendo a los norteamericanos de los norteamericanos…

Tragué saliva.

—Eso quiere decir…

—¿Que atacarán? Sí, parece que eso es lo que intenta decir. Bueno, eso debe quitarle a usted un peso de encima. Hemos detenido todo movimiento de tropas hasta que alguien piense qué vamos a hacer… y, gracias a Dios, ese alguien está muy por encima de mí.