Habían pasado ya sobre los verdes y húmedos campos de Irlanda y se encontraban a más de veinte mil metros sobre el Atlántico cuando acabaron de comprobar los billetes. No era el trabajo más divertido del mundo. Los pasajeros estaban nerviosos y se irritaban fácilmente. Sabían que algo andaba mal. Primero la espera inexplicada antes de que se abriera la puerta de embarque en Heathrow, luego las conversaciones en voz baja en la cabina de la tripulación y la desacostumbrada petición de que todos los pasajeros mostraran sus billetes después de haber despegado. Vero había que hacerlo. Se habían expedido 640 tarjetas de embarque. En la puerta se habían recogido 640 billetes. En el avión sólo había 639 pasajeros. Alguien, no se sabía cómo, había entrado por un extremo del túnel móvil usado para embarcar y luego no había salido por el otro extremo. Cuando todos los asientos de los dos niveles y los seis compartimentos hubieron sido comprobados con la lista de pasajeros, incluyendo los dieciocho lavabos y los nueve espacios de carga, seguían sin tener una respuesta, pero al menos tenían un nombre. «Bien —dijo el empleado que había recogido los billetes—, al menos sabemos que no contamos mal. Vero, ¿qué creéis que van a decirle a la familia de ese tal doctor John Gribbin?».