Me echaron a patadas de mi hermosa suite en el hotel. Ni siquiera Slavi pudo impedirlo, dado que la presidenta ocuparía toda la parte superior del hotel mientras durase la invasión de la Casa Blanca; pero al menos consiguió que el gerente me diera una habitación en el quinto piso. Era suficiente. Tenía una cama para mí y otra para Amy. A ella no le importaba aguantar mis ensayos y, ciertamente, no había ninguna otra razón en el mundo para que alguna de las dos deseara más intimidad. Ya no la necesitaba para las visitas de mi querido Dom, porque Dom no estaba aquí y tampoco para las llamadas telefónicas de mi esposo desde Chicago, ya que eran muy escasas. Ni tan siquiera Ferdie era capaz de lograr que se le diera acceso a las saturadas líneas telefónicas de Washington más que muy de vez en cuando.
En cierto modo eso era una suerte, dado que aún no había logrado adoptar ninguna decisión sobre lo que iba a decirle.
Tenía la impresión de que, en realidad, no había logrado adoptar demasiadas decisiones en los últimos tiempos. Para empezar, permanecer en una zona de guerra no era precisamente una decisión inteligente. La verdad es que me encontraba atrapada. El aeropuerto estaba en manos del enemigo, al igual que todos los puentes del Potomac y, muy posiblemente, todas las carreteras que salían de la capital: las fuerzas del enemigo, en patrullas o en efectivos aún superiores, parecían estar por todas partes. Cuando hube logrado decidir si tomaba el siguiente vuelo a Rochester me encontré con que ya no había vuelos a Rochester y por toda la ciudad se oían ruidos semejantes a tracas y fuegos artificiales que resultaban bastante aterradores.
En la radio decían que el tiroteo no era demasiado serio. Yo no opinaba lo mismo. Cada vez que miraba por la ventana y veía el humo que se alzaba en Anacostia o cómo había sido decapitado el monumento a Washington cuando a los del otro lado se les ocurrió la idea de que teníamos allí un puesto de observación, pensaba que las cosas estaban poniéndose bastante serias.
Por lo tanto, cuando Jock McClenty llamó a mi puerta le abrí bastante asustada.
No esperaba buenas noticias. De hecho, no lograba ni tan siquiera concebir una posible buena noticia en aquella fea y lluviosa noche de sábado. Cuando vi al ayudante de Dom con el hombre del Servicio Secreto junto a él, lo primero que se me ocurrió fue que nos iban a detener.
—Señora Bowquist —dijo Jock—, se trata del senador. Ha vuelto. Está aquí mismo, en el hotel, y nos ha enviado para llevarla con él.
Bueno, se trata de eso… Me eché a llorar. Lloré a mares. No sé muy bien por qué, aunque supongo que se debía básicamente a que llevaba mucho tiempo almacenando lágrimas por un montón de razones distintas y bastaba la menor provocación para hacer que las soltara todas de golpe. Eso es lo que hice. Cuando llegamos al apartamento aún seguía llorando, pese a que el trayecto había sido largo: tuvimos que recorrer un montón de pasillos, cruzar un control de la policía de Washington en un extremo y otro del Servicio Secreto al final, antes de meternos en un ascensor.
Sonándome con el quinto o el sexto Kleenex que me había dado el hombre del Servicio Secreto (¡realmente, les entrenan de maravilla!), salí del ascensor y miré a mi alrededor. La suite-apartamento era tan lujosa que, comparada con ella, mi antigua suite parecía una choza de campesino camboyano. Era doble y estaba provista de una alfombra en la que te podías hundir hasta los tobillos. El salón tenía un techo de casi cinco metros de altura, y unos ventanales que no habrían desentonado en una catedral. La primera persona que vi fue a Jackie Kennedy, de pie ante un ventanal, hablando con alguien… y la segunda persona que vi fue a ese alguien.
Era Dom DeSota.
—¡Dom! —chillé y me lancé sobre él, con la nariz aún llena de mocos.
Era Dom, cierto, pero no me abrazó como lo hubiera hecho Dom, no me dijo lo que Dom me hubiese dicho y ni siquiera olía como él. Olía a tabaco de pipa y su loción para después del afeitado era de otra marca… y, por encima de todo, Dom jamás hubiera hecho lo que hizo él.
Me apartó.
Lo hizo con mucha suavidad y de un modo casi delicado… pero me apartó. Por lo tanto no me llevé ninguna sorpresa cuando Jackie posó su mano en mi brazo y me dijo:
—Nyla, querida… no es el auténtico. Bueno, al final no pasó nada porque el bueno también estaba allí. Se encontraba a mitad de la escalera de caracol que llevaba hasta los aposentos privados de la presidencia en el piso superior, pero cuando me vio bajó saltando por los escalones y, aunque con cierto retraso, finalmente conseguí mi abrazo. Al principio no me dijo nada. Se limitó a tenerme entre sus brazos y yo le devolví el apretón con toda mi alma… de hecho, con tal entusiasmo que si hubieran estado allí Marilyn y Ferdie en persona con los reporteros a un lado y sus abogados listos para el divorcio al otro, no le habría soltado ni un segundo antes de lo que le solté. Unos momentos después, Dom aflojó un poco su abrazo para mirarme y me dio un beso; y luego dijo, «¡Oh, amor…!» mirando hacia la escalera.
En lo alto de la escalera vi al secretario personal de la presidenta, inmóvil, golpeando levemente el suelo con el pie.
—Adelante, Dom —dije, entendiéndolo todo—, estaré aquí cuando vuelvas.
Volvió a irse, y Jackie trató de explicarme lo que estaba pasando, mientras Jock McClenty intentaba hacer lo mismo, hasta que logré hacerles entender a los dos que me hacía falta con más urgencia arreglarme y refrescarme un poco, y no tantas explicaciones. Un minuto después me hicieron cruzar un dormitorio que debió de ser construido como mínimo para el Sha del Irán (con el techo recubierto de espejos y, cielo santo, un Picasso auténtico en la pared) para llegar a un cuarto de baño con grifería de oro legítimo.
Fue una suerte que tuviera la oportunidad de calmarme y acicalarme un poco, pues cuando salí del cuarto de baño del zar y volví al dormitorio del Sha me encontré con que aparentemente había sido designado para servir como sala de juntas para todos nosotros.
Cuando digo «todos nosotros» no quiero decir sencillamente «todos nosotros». Me refiero a más «todos» y más «nosotros» de los que yo había visto jamás. Mi Dom había vuelto (la presidenta le había soltado para entregarse a confabulaciones secretas con un par de generales) y Dom y yo, naturalmente, éramos el gran «nosotros» de mi vida. Pero había tres Dom. Contando aquél cuya cara habíamos visto en la televisión, había cuatro.
Y había dos yoes.
Me había costado bastante aceptar el hecho de que hubiera más de un Dom pero… bueno, eso no era nada comparado con enfrentarse al hecho de que había más de una yo misma. Me recordó aquella vez, unos dos o tres años antes, que Ferdie y yo fuimos a pasar el fin de semana a los valles de Wisconsin con la intención de salvar nuestro matrimonio. Llevé mi gato siamés, Pantera, al pequeño apartamento de Amy, en el que se encontraba su gata Osita, también castrada como el mío. El encuentro no fue lo que se dice feliz. Lo primero que hizo Osita fue subirse de un salto al estante más próximo, tirando de paso la mitad de las estatuillas de madera de Amy al suelo, y lo primero que hizo Pantera fue zambullirse bajo una librería. No se gruñeron, no se amenazaron ni empezaron a bufarse. Lo único que hicieron todo el rato que estuve ahí fue mirarse fijamente cada uno desde su extremo del cuarto… aunque Amy me contó que media hora después estaban lamiéndose mutuamente.
Era muy parecido a lo que pasó entre aquella otra Nyla y yo, aunque no me pareció nada probable que acabáramos lamiéndonos mutuamente. Se quedó sentada en un rincón mirándome y hablando de vez en cuando en voz baja con el hombre que tenía sentado a su lado, el cual parecía tener unos dos metros de alto y algo así como la mitad de ancho. Tenía un aspecto realmente imponente, debo reconocerlo. Yo me quedé sentada en uno de esos sofás para dos, estilo Reina Ana, compartiéndolo con Dom (mi Dom), dejando que me cogiera la mano y apoyando la cabeza en su hombro mientras él intentaba explicarme las sorprendentes cosas que había hecho desde la última vez que le vi. Y todo el rato nosotras dos, yo y la Nyla-que-era-yo, nos mirábamos fijamente y parecíamos incapaces de evitarlo.
Aunque la examiné con mucha más atención de la que nunca le había dedicado a otra mujer, no me di cuenta de que le faltaban los pulgares hasta que Dom me lo contó en un murmullo. Ésa no era la única diferencia. La expresión de su rostro no se parecía en nada, o al menos eso creí yo, a cualquiera de las que el mío había ostentado a lo largo de toda mi vida… ¿Cinismo? ¿Astucia? ¿Quizás incluso envidia? De todos modos, ella era yo.
Estaba muy, muy agradecida de que el brazo de Dom estuviera rodeando mis hombros.
Con todos esos acontecimientos no es demasiado sorprendente que no me diera cuenta de otra cosa fuera de lo común. El que hubiera tres Dom en la habitación ya era bastante malo y la presencia de otra Nyla empeoraba las cosas. Pero no éramos los únicos que se enfrentaban a sus duplicados. Cuando finalmente logré apartar los ojos de la otra Nyla el rato suficiente como para fijarme en los demás, vi que los Kennedy estaban conversando con dos hombres que se parecían a mi viejo amigo Lavrenti Djugashvili, y que me estaban mirando. —Shto eta, ¿Lavi? —les dije en voz alta, dirigiéndome de modo imparcial a los dos a la vez. Los dos pusieron cara de no entender nada.
Dom rió y me apretó un poco más con su brazo.
—No son el embajador —me dijo—. Está en el aeropuerto dándole la bienvenida a unos científicos rusos que vienen a reunirse con nosotros.
—Oh, Dios mío —dije yo, riendo porque eso era mejor que llorar—, ¿acaso hay dos copias de todo el mundo?
—No sólo dos —respondió él sombríamente—. Me temo que hay una cantidad infinita. Pero hablando de nosotros dos sólo hay un yo y una tú que importen, y ahora están juntos. Dejemos que las cosas sigan así.
Y de pronto, naturalmente, hubo otro aumento en el número de «nosotros» presentes en la habitación aunque los dos recién llegados eran meramente imaginarios. Sin embargo, yo podía verles con gran claridad (Marilyn a un lado, Ferdie al otro), expresando la ira, el dolor y la acusación con sus rostros.
Por suerte, en aquel momento eran imaginarios, por muy reales que pudieran llegar a ser luego. Intenté con todas mis fuerzas expulsarles de mi cabeza.
—Si es una proposición —dije—, la acepto. No quiero que volvamos a separarnos nunca… es decir, menos cuando tenga que hacer una gira de conciertos.
—Y cuando yo tenga que hacer campañas electorales —añadió él sonriendo—. Lo prometo.
Es sorprendente lo fácil que resulta hacer una promesa que luego te va a ser imposible mantener.
Aun así, la Marilyn real y el Ferdie auténtico seguían existiendo y lo mínimo que les debíamos era cierta discreción hasta que hubiéramos podido explicarles lo que sucedía. Pese a todo (pese a todas las cosas increíbles que estaban sucediendo, por no mencionar el hecho de que mi país estaba siendo invadido justo al otro lado del ventanal), aún era capaz de preocuparme sobre el modo correcto y educado de hacer las cosas. Especialmente cuando me di cuenta de que Jack Kennedy nos miraba por el rabillo del ojo mientras seguía hablando con los dobles de Lavi.
Me ruboricé un poco y me erguí en el sofá. No aparté el brazo de Dom pero me aparté unos centímetros de él. Dom se dio cuenta de lo que pasaba casi en el mismo segundo que yo. Noté cómo su cuerpo se alejaba un poco del mío.
Y luego volvió a su posición original y pasó de nuevo su brazo sobre mis hombros. Lo hizo de un modo orgulloso y casi desafiante y yo pensé que después de todo, diablos, ya habíamos rebasado el punto en que hacía falta ser discretos. Si nuestra relación había sido un secreto, ahora ya no lo era.
El lujo de la suite no se limitaba a la grifería de oro en el cuarto de baño. La suite contenía también una cocina y con ella iban incluidos un chef, un subchef y un camarero.
—Come —dijo Dom… mi Dom—. Todo corre a cuenta de los contribuyentes —comí, pues, y nada más empezar me di cuenta de que tenía un apetito feroz. Lo mismo le ocurría a los viajeros del paratiempo que, aparentemente, no habían tenido muchas ocasiones de comer bien en los últimos días y estaban decididos a remediarlo. Aparte de la comida hubo también una activa conversación en la que yo no participé demasiado, porque me encontraba muy ocupada escuchando e intentando enterarme de lo que ocurría.
La mayor parte de las explicaciones corrió a cargo de Dom, y Jack Kennedy se encargó de casi todas las preguntas.
—Jack, hay un millón de líneas temporales —decía Dom—. No, no un millón. Puede que un millón de millón de millones… no sé, creo que la expresión adecuada es «una infinidad».
—Notable —dijo Jack—, no tenía ni la menor idea de eso —estaba sentado delante de nosotros, apretando la mano de Jackie igual que Dom apretaba la mía. Deseé fervientemente que cuando llegáramos a su edad estuviéramos igual de enamorados, pese a nuestros inicios más bien pésimos y adulterinos. (Claro que también estaban todas aquellas historias sobre Jack y sólo el cielo sabía cuántas mujeres más y su matrimonio parecía haber sobrevivido a ellas pese a todo).
—Sólo podemos llegar a las que están cerca —siguió Dom—. El doctor Dom, aquí presente… —señaló con un gesto amistoso hacia el hombre en cuyos brazos me había arrojado yo antes y que estaba picoteando sin mucho entusiasmo un plato de falafel— bueno, él sabe de eso mucho más que yo.
El otro Dom tragó un bocado.
—Son prácticamente iguales al suyo y al mío —asintió—, pero naturalmente hay algunas diferencias. En la que les está invadiendo, el presidente de los Estados Unidos es Jerry Brown.
—¡Jerry Brown! —exclamó Jack—. Eso es lo más difícil de creer de todo el asunto…
—Pero si es así —el otro Dom cogió con su tenedor una porción de falafel y dijo—: Esto es buenísimo. He de intentar encontrar un poco para llevármelo a casa. Verá, ésa es otra de las ventajas del paratiempo, el aprender cómo hay muchas cosas distintas que pueden mejorar sustancialmente la calidad de vida. —No puedo decir que la nuestra haya mejorado mucho —replicó sarcásticamente Jack—. Prosigamos con las otras líneas temporales.
—Bueno, hay un par en las que el presidente es Ronnie Reagan.
—¿Ronnie?
—Sí, y en esas líneas Lyndon John fue presidente hace veinte años y antes de eso lo fue usted. Sólo que… —vaciló unos segundos, como si le costara decir lo que tenía en mente—. Sólo que en esas líneas le asesinaron cuando aún estaba en el cargo, senador. El asesino fue un hombre llamado Lee Harvey Oswald.
Jacqueline tragó saliva o se atragantó, no estuve segura del todo… el sonido resultante fue un cruce entre las dos cosas. Jack la miró con cara de preocupación y luego volvió a mirar a Dom. La expresión de su rostro era tan difícil de precisar como el ruido que había hecho Jackie. En la mitad superior de su rostro las cejas mostraban una leve y comedida curiosidad, pero los músculos de su mandíbula estaban firmemente apretados.
—¿Lee Harvey Oswald? Un minuto, espere… era… sí, ya me acuerdo, ¿no era el tipo que le disparó al gobernador de Tejas?
—El mismo.
—Notable —dijo Jack Kennedy. La verdad es que no parecía haber nada mucho más adecuado que decir. Era una de esas revelaciones capaces de acabar con cualquier conversación. Jack se estremeció involuntariamente por un segundo—. Mi pobre esposa —dijo sonriendo y acariciando la mano de Jackie—. ¿Sabe usted qué tal le fue como viuda, doctor DeSota?
—Yo… esto, pues no lo recuerdo muy bien —dijo aquel Dom en tono de disculpa y no sé muy bien porqué razón tuve la impresión de que estaba mintiendo. Jack asintió con expresión ausente. Estaba claro que él pensaba lo mismo pero le salvó de tener que seguir preguntando la aparición de un mayor con galones dorados en los hombros. Entró en la habitación recién afeitado y con el cabello cepillado haría apenas unos segundos, pero en sus ojos había un cansancio como no había visto yo antes en los de ningún hombre; parecía no haber dormido durante las últimas dos o tres noches, y probablemente así era.
—¿Senador DeSota? —dijo con cierta vacilación, mirando de un Dominic a otro—. La presidenta les verá ahora. A los tres, señor —añadió. Y Dom, mi Dom, me abrazó, me dio un beso en la mejilla y se puso en pie para dejarme.
Me quedé sentada junto a los Kennedy. Supongo que hablaríamos. No estoy muy segura de cuál fue el tema de nuestra conversación, porque tenía demasiadas cosas en la cabeza, incluyendo en ellas a la otra Nyla. Aunque habíamos suspendido nuestra competición de miradas, no habíamos perdido el interés en reanudarla. Estaba de pie junto a la mesa del buffet frío, cortando raciones de queso para ella y su simiesco compañero con bastante destreza, dada su falta de pulgares. Pese a que no la pesqué de nuevo mirándome, estaba segura de que cada vez que yo volvía la cabeza ella había desviado los ojos una fracción de segundo antes. Estaba totalmente segura porque yo hacía exactamente lo mismo. Casi me pareció que ella sentía más interés por mí que al contrario… o, al menos, que ese interés era de naturaleza distinta, no meramente una curiosidad abstracta. Había en ella un propósito oculto, aunque no lograba imaginar de qué podía tratarse.
Decidí que ella y yo debíamos hablar. No llegué a poner en práctica mi decisión, sin embargo, porque, justo cuando estaba reuniendo valor para levantarme y acercarme a ella, Lavrenti Djugashvili, el auténtico, entró en la habitación sonriendo y limpiándose la frente, contemplando con curiosidad a la otra Nyla antes de acercarse a mí.
—¡De lo más confuso! —dijo, besándome la mano y luego besándosela a Jacqueline—. ¡Un día de lo más difícil!
—¿Ha traído a sus muchachos? —le preguntó Jack Kennedy.
—Oh, sí, naturalmente. Zupchin y Merejkowsky, dos brillantes físicos del Instituto de Estudios Teóricos Lenin. Luego se me sugirió que mi presencia ya no era necesaria —dijo con cierto sarcasmo.
—Un mal rato, ¿no? —le preguntó el senador Kennedy con simpatía.
Lavi se encogió de hombros.
—No pienso hablar mal de la presidenta —dijo, extendiendo sus manos para demostrar hasta dónde llegaba su nobleza—, pero tengo muy claro que los comunistas no le gustan nada… incluido yo.
También el senador decidió demostrar su amplitud de juicio.
—No pienso decir muchas cosas en favor de la dama —dijo—, dando que se encuentra en el otro lado… es decir, para mí, en el partido equivocado. De todos modos, Lavi, debemos admitir que tiene muchos problemas en la cabeza. Han capturado a su esposo. Han ocupado su Casa Blanca. En estos momentos no debe tener muchas ganas de mostrarse razonable y, por encima de todo, no quiere ser la primera ocupante de la Presidencia de los Estados Unidos desde 1812 que deba ver cómo un enemigo conquista su capital. —Oh, sí, claro… —dijo Lavrenti en tono conciliador—. Especialmente dado que los invasores han dado nuevas señales de actividad… —hizo una pausa y nos miró—. ¿No les han informado? ¡Pero si están dando las noticias en la televisión y todo el mundo se ha enterado ya! Seguro que en este principesco lugar debe haber uno de esos aparatos… ¡Venga, busquémoslo!
Efectivamente, había uno de esos aparatos, aunque estaba oculto tras las puertas de un mueble de caoba tallada, y desde luego había muchas noticias nuevas de las que ponernos al corriente.
Pero ninguna era buena.
Cuando encendimos el aparato nos encontramos contemplando tomas en directo de un combate bastante encarnizado. El escenario no era ningún país lejano. Estaba a unos cuantos bloques de nosotros, en el otro extremo del Malí, en los terrenos que circundaban el Capitolio. Tanques y transportes de tropas parecían afluir del otro lado del edificio del Tribunal Supremo, desplegándose en abanico para pillar al Capitolio entre los extremos de una tenaza. Había cadáveres en el suelo. La cámara enfocó a uno de ellos haciendo un zoom y sentí deseos de que no lo hubiera hecho. Otra toma y nos encontramos contemplando una hilera de tanques. Eran raros y no entendí del todo la razón de que me lo parecieran hasta que Lavi emitió un gruñido o algo parecido: me dio la impresión de que estaba enfadado y que el significado no era muy cortés, pero no me enteré muy bien, ya que había hablado en ruso y no en nuestro idioma.
—¡Es un arma nueva, Dominic! —exclamó luego, pero esta vez ya no en ruso.
Y las proporciones de lo que veíamos se me hicieron repentinamente claras. Sí, eran tanques pero su tamaño era minúsculo: tendrían apenas unos dos metros de largo y llegarían más o menos a la altura del muslo de un hombre. Cada uno de ellos tenía un gran cañón que podía girar por encima del cuerpo principal del tanque como si fuera la cola de un escorpión.
—No tenemos nada parecido en la Unión Soviética —se quejó Lavi.
—Pues tampoco en esta América —dijo Jack Kennedy—. ¡Apostaría a que se controlan por radio! Santa Madre de Dios, ¡fijaos cómo disparan! —En efecto, los cañones no eran simples adornos: estaban disparando contra el Capitolio y a cada disparo grandes nubes en forma de hongo, compuestas de humo y escombros, se alzaban en los muros del edificio.
El escenario cambió de nuevo. Ahora veíamos la sala de guerra de la NBC, bastante parecida a los cuarteles generales que la emisora montaba para cubrir la noche de las elecciones. Detrás de Tom Brokaw y John Chancellor había un gran mapa del distrito de Columbia que ocupaba toda la pared, y ellos dos estaban explicando cómo iban las cosas.
No les hacía falta hablar mucho. Las imágenes lo decían todo. Casi una cuarta parte de la ciudad estaba ahora teñida de rojo (lo que indicaba a las fuerzas de ocupación), incluyendo la zona alrededor del Capitolio que acabábamos de ver, la Casa Blanca, la Elipse y la mayor parte del terreno que rodea al monumento a Washington, aparte de una ancha franja a lo largo del río y puntos aislados repartidos por todo el distrito. Y a lo largo de la mayor parte de los perímetros había intermitentes rojos, indicativos de combates que se desarrollaban en esos instantes.
Brokaw estaba señalando hacia el Capitolio. —La irrupción más reciente —decía—, empezó hace cuarenta y cinco minutos, sin aviso previo, en la Calle Primera y en la Avenida de la Constitución. Simultáneamente empezaron combates en prácticamente todos los puntos de la ciudad en que nuestras tropas se enfrentan a las suyas —los fue nombrando uno a uno y luego recapituló el estado general de la situación—. De modo bastante incongruente —dijo—, se ha mantenido contacto telefónico constante entre los cuarteles generales de los invasores en la Casa Blanca y los nuestros, situados en un lugar no revelado dentro del distrito. Se sabe que los invasores han capturado a tres miembros del gabinete y como mínimo a tres cuartas partes del Alto Estado Mayor y sus ayudantes, así como a varios senadores, congresistas y altos cargos del gobierno. Ronald Reagan ha sido hecho también prisionero. Se ha permitido a todos los rehenes, tal y como les ha calificado nuestro gobierno, grabar cintas que han sido transmitidas por teléfono. Ésta es la voz del general Westmoreland…
Ya conocía su voz. No escuché el mensaje. Estaba mirando a Nyla Christophe y por una vez ella me devolvía la mirada. Por lo poco que Dom me había contado en voz baja había esperado… no sé, una mezcla de Mata Hari y agente de la Gestapo. No tenía ese aspecto. A decir verdad, su aspecto era básicamente parecido al mío. Tenía las manos ocultas y no me era posible fijarme en sus inexistentes pulgares. Lo que podía ver era una mujer de mi edad con un cuerpo y un rostro idénticos al mío… bueno, no, quizás estuviera uno o dos kilos más delgada que yo pero eso ciertamente no le sentaba mal… era la mujer que podría haber visto devolviéndome la mirada desde mi espejo una mañana cualquiera. Sabía muy bien que era capaz de dar miedo. Yo nunca había sido capaz de eso: jamás le había dado miedo nunca a nadie, pero no había crecido en un mundo capaz de cortarle los pulgares a una adolescente por robar en unos grandes almacenes. Seguía sin dirigirme la palabra, pero no parecía haber ninguna hostilidad en su mirada. Tampoco yo le había dicho nada aunque estaba empezando a tener la sensación de que si pudiéramos sentarnos un ratito a solas, como dos amigas que comparten una comida intrascendente (básicamente ensalada, con uno o dos cócteles para animar la velada), quizás acabáramos llevándonos muy bien.
Empecé a darme cuenta de que ella y yo no éramos las únicas personas en la habitación que se observaban mutuamente desde hacía un rato. Lavi Djugashvili se había puesto en pie para marcharse pero no se decidía a hacerlo. Estaba mirando fijamente a los dos hombres llamados Larry Douglas. Habló en voz baja con Jack Kennedy, puso cara de perplejidad, sacudió la cabeza y finalmente habló en voz alta.
—¿Señor Douglas? ¿Puedo hablar un momento con usted… bueno, en realidad, con los dos?
—¿Por qué no? —dijo uno de ellos… no había modo de saber cuál de los dos.
—Me he dado cuenta —dijo Lavi—, de que nos parecemos enormemente. ¿Sería acaso posible que fuéramos parientes?
Uno de los Larry Douglas se rió.
—Diablos, amigo, ése es un modo condenadamente tortuoso de expresarlo. Puede apostar su culo a que nuestro parentesco es mucho más íntimo. Tenemos los mismos papas y los mismos abuelos… dos de una clase y cuatro de otra.
—Se refiere al abuelo Joe —dijo el otro, asintiendo.
—Me refiero a todos —contestó el que había hablado primero—. El abuelo Joe es el único que se hizo famoso. Hace ochenta o noventa años era un pájaro de cuenta, realmente… robó bancos en Siberia, desafió a la ley… bueno, todo eso. Cuando las cosas empezaron a ponerse demasiado calientes para él en Rusia, se largó a los Estados Unidos y usó parte del dinero que había robado a los bancos para abrir un negocio de telas en New York. Se hizo bastante rico.
—Lo mismo sucedió con el mío —exclamó el otro—. ¿El suyo acabó igual? ¿Le mató un tipo con un picahielos en su residencia veraniega de Ashokan?
—No fue con un picahielos y la cosa sucedió en invierno, en Hobe Sound —dijo el primero—, pero el resto fue igual. Dijeron que era un asunto político. Se había llevado dinero que teóricamente pertenecía a la causa comunista, ya saben. ¿Su historia es parecida, embajador?
Lavi se quedó callado mirándoles.
—Hasta cierto punto, sí —dijo finalmente con voz cansada—. Sólo que mis abuelos no abandonaron Rusia. El abuelo Joe se quedó y llegó a ser bastante conocido bajo el nombre que tenía en el partido… Stalin —se pasó la mano por el rostro—. Todo esto es agotador —añadió—. Discúlpenme, por favor. Tengo que volver a mi embajada pero ustedes dos, caballeros… su situación… me gustaría hablar de ella y… —se quedó callado y meneó la cabeza.
No pude evitarlo. Me levanté y le di un fuerte abrazo. Se quedó asombrado… tanto como yo. Pero me devolvió el abrazo y permanecimos unos segundos inmóviles. Luego me soltó, dio un paso hacia atrás y me besó la mano.
—Debo irme… —dijo, y se detuvo a mitad de la frase, frunciendo el ceño. Estoy segura de que yo también lo había fruncido, porque oí lo mismo que él. El intercambio de disparos, lejano e inaudible, ya no era lejano ni inaudible. Venía de la calle.
Nadie me miraba. Me di cuenta de que todos los ocupantes de la habitación miraban hacia la escalera que conducía a los aposentos privados de la presidenta, en el piso superior. Los centinelas del Servicio Secreto ya no estaban situados en el final de la escalera, vigilándonos y asegurándose de que no hiciéramos ningún gesto amenazador. Iban de un lado a otro del gran salón, haciendo que todo el mundo retrocediera pegándose a las paredes. Uno de ellos se aproximó a nuestro pequeño grupo y nos dijo:
—Soy Jenner, del Servicio Secreto. La presidenta está siendo evacuada.
—¡Evacuada! —exclamó el senador Kennedy—. ¿Cuál es el problema, Jenner? ¿Corremos peligro?
—Posiblemente sí, señor. Si quieren irse pueden hacerlo tan pronto como la presidenta esté a salvo. Hay una ruta bastante segura a través del aparcamiento subterráneo, pero deben quedarse aquí hasta que todo su séquito haya sido evacuado. Por favor… —añadió, y luego, como si se le ocurriera en el último segundo, dijo— señor.
Y por las escaleras apareció la presidenta con todo su cortejo: más gente del Servicio Secreto, entre ellos tres mujeres; miembros de la policía del distrito, con el capitán Glenn al mando; la coronel del cuerpo de enlace femenino que transportaba los códigos de ataque nuclear y cuatro o cinco ayudantes que intentaban desesperadamente hablar con la presidenta mientras ésta bajaba los escalones, agarrándose con una mano a la barandilla. Y lo milagroso es que ella les estaba contestando a todos. Jamás había estado de acuerdo con la política de Nancy, pero debo admitir que tenía un aspecto digno del cargo incluso ahora, en el momento de la retirada.
Apenas la presidenta se hubo metido en el ascensor, los miembros del Servicio Secreto que se habían quedado gritaron algo dirigiéndose a la suite del piso superior y los que habían estado reunidos con ella pudieron bajar. Reconocí a bastantes de ellos: a Dom (de hecho a tres Dom), junto con los dos rusos y un par más que, sin duda, debían de ser científicos igualmente llamados para hablar con ella.
Todos se detuvieron antes de llegar al final de la escalera. Yo también me detuve. En la estancia resonó un murmullo repentino: todo el mundo pareció contener el aliento al mismo tiempo y hubo una amplia gama de jadeos que iban de la sorpresa a la inquietud. No sabía de qué se trataba… es decir, no lo sabía de un modo exacto. Me pareció que el grupo de gente que bajaba por la escalera era menos numeroso de lo que debía ser, pero no era a ellos a quienes estaban mirando ahora.
El aire pareció enfriarse repentinamente y hubo algo como… supongo que debería calificarlo como un silencio. Era algo parecido a ese silencio en el que a uno se le destapan bruscamente los oídos cuando viaja en un reactor y se acostumbra de pronto al cambio de presión.
Luego oí una voz a mi espalda. Una voz que me era muy conocida.
—Discúlpeme, pero… ¿no deberíamos hablar un poco, Nyla?
—Claro que sí, Nyla —contesté, volviéndome para enfrentarme a mí misma. Estaba sonriendo. Había algo en aquella sonrisa que me obligó a mirar hacia abajo. Sus manos carentes de pulgares estaban unidas al nivel de su cintura y asomando entre ellas aparecía la afilada punta de un cuchillo para trinchar carne, como los que había visto antes en la mesa del buffet… apuntándome.