En cuanto el pulsador estuvo en el aire y se apagó el letrero de los cinturones, me puse en pie a toda prisa. Una mujer ataviada con un muumuu púrpura llegó al pasillo antes que yo y me dirigió una mirada triunfante por encima del hombro. Pero no había ningún problema: ella iba a los lavabos y yo fui el primero en la cola del teléfono.
La verdad es que llegué demasiado de prisa. Cuando marqué el número de casa la línea estaba ocupada, porque aún no estábamos a la altura de crucero y el piloto no había liberado aún todos los canales de radio disponibles. Seguí marcando. Estaba impaciente. Llevaba demasiado tiempo fuera. La primera vez que pasé a otra línea temporal mi mujer me tuvo despierto toda la noche anterior, preocupadísima… recordaba muy bien lo que le había ocurrido a Larry Douglas. Pero al menos aquel salto fue a un lugar cercano… Sklodowska-Curie estaba a menos de seis kilómetros de la puerta de mi casa y en aquel primer viaje, yendo al tiempo-Rho, aparecí y desaparecí en un santiamén, más que nada para poner a prueba el nuevo equipo.
Dicho así parece más fácil de lo que fue en realidad. También yo estaba asustado. Pero cuando empezamos a limitar nuestras investigaciones a los tiempos que estaban logrando llegar a algo en sus proyectos sobre el paratiempo (o, como mínimo, en la física teórica de los quark), el área de exploración empezó a incrementarse geográficamente. Beta tenía una instalación al sur de San Francisco. Pi tenía una en Red Bank, Nueva Jersey. Se trataba de esfumarse por un portal, aparecer en otro, subir a un pulsador, volar unas horas, esfumarse por otro portal… y yo tenía una mujer y una criatura a las que realmente me gustaba ver.
La tercera vez que marqué mi número oí el ruido que indicaba la conexión y Dorothy estaba en casa. Cogió el teléfono al primer timbrazo. Nada me alegraba tanto como ver su rostro dulce y tranquilo contemplándome desde el aparato.
—Tienes un aspecto sensacional, Do —le dije.
Ella examinó mi imagen al otro extremo de la línea. Al estar el objetivo de la cámara de nuestro aparato encima de la pantalla, su mirada parecía algo extraviada, como si llevara gafas y hubiera olvidado ponérselas, pero en realidad su visión era perfecta.
—Me gustaría poder decir lo mismo de ti, cariño —contestó—. ¿No va bien?
No me era posible contarle lo mal que iba todo en un teléfono público, pero no hacía falta que se lo contara. Podía leerlo en mi cara.
—Un jaleo espantoso. ¿Cómo anda Barney?
—Echa de menos a su papaíto. Por lo demás, muy bien. Se le ha caído un diente —la había pillado con una taza de café en la mano. Tomó un sorbo, sin quitarme los ojos de encima—. No es sólo ése… esto… problema —dijo finalmente—. Algo más te preocupa. ¿Qué es, Dominic?
—Tienes razón, Do —dije yo, sorprendido—. Me siento… raro. No sé por qué.
Ella asintió. Estaba meramente confirmándole lo que ya sabía. Cuando Dorothy Arbenz llegó al instituto, después de doctorarse en psicología, vi de inmediato que era muy guapa y luego descubrí pronto que tenía mucha intuición. Tardó bastante en ocurrírseme que iba a leerme la mente el resto de mí vida o que le faltaría muy poco para ello, pero de todos modos me casé con ella. Dejó que mi subconsciente siguiera ocupado con sus preocupaciones y cambió de tema.
—¿Vienes a casa?
—Ojalá pudiera. Ya no es como lo de Sklodowska, cariño.
—¿Vas a Washington?
—Me temo que sí.
Tomó otro sorbo de café. Yo también empezaba a ser capaz de leer un poquito en la mente de Dorothy y sabía lo que vendría a continuación.
—¿Vas a cruzar otra vez? —me preguntó.
No le contesté de modo directo.
—Ya no depende de mí —le recordé. Sabía que eso no era una respuesta y ella sabía tan bien como yo que si volvía a cruzar no sería meramente un paseo para ver qué tal andaban las cosas.
Por lo tanto, le mandé un beso con la punta de los dedos y ella me mandó otro y después de colgar me quedé sentado un momento delante del aparato, pensando en lo que me preocupaba.
Sabía de qué se trataba. Lo hubiera sabido de inmediato si hubiera querido pensar en ello.
Tenía demasiados dobles.
Al visitar Tau y Lpsilon había visto otros Dominic DeSota, pero hasta que reuní a tres de nosotros en la misma habitación, no sentí realmente el asombroso impacto de vernos, aquella fea sensación de asombro y pavor que me erizó el vello de la espalda. Lo que intento decir es que ellos eran yo. No el yo con el que había vivido toda mi existencia, sino los que podría haber sido… los que, en sus líneas temporales, era. Pude haber nacido en un tiempo en el que ciencia fuera una palabra malsonante y hubiera acabado siendo un adolescente de treinta y cinco años que besaba a hurtadillas a una chica con la que no podía permitirme el lujo de contraer matrimonio, aterrorizado por mi propio gobierno, apaleado por un sistema social opresivo que me haría sentir vergüenza de mi propia desnudez. De hecho, habría podido muy bien ser el Nicky DeSota cuya nuca podía ver doce filas de asientos más adelante… y en cierto sentido, era él. O podría haber dejado la ciencia por la política y hubiera acabado convertido en senador de los Estados Unidos. Bueno, eso no era tan espantoso. Era una vida bastante agradable… la riqueza, el poder, le estimación de todos los que me conocían… pero también ahí había algo desagradable. Ahí le tenía (ahí estaba yo, en realidad), manteniendo una furtiva relación de adulterio con otra mujer porque tenía una esposa a la que ya no amaba y de la que no podía librarme sin pasar por un calvario de recriminaciones y dolor, sin mencionar la ruina política y financiera.
O podría haber seguido el camino de la milicia, como mi otro avatar, el mayor, que se enorgullecía de usar el engaño y la fuerza bruta como medios de conquista… o podría haber muerto joven, por una razón u otra, como parecía haberle sucedido al Dominic DeSota de Rho.
Y todos esos yoes eran yo.
Era aterrador. Amenazaba la estabilidad de mi vida de mil modos distintos, de los que antes jamás había sido consciente. Todo el mundo sabía que las cosas podrían haber sido distintas para él en algún instante de su vida… pero era muy distinto saber que, en otro lugar, habían sido distintas.
Volví a mirarles. Incluso a doce filas de asientos de distancia era fácil darse cuenta de que Nicky se lo estaba pasando en grande durante el viaje, con el aparato medio vacío por ser el sábado anterior al Día del Trabajo. Al senador le ocurría lo mismo. Les admiré por ser capaces de apreciar tanto lo que les rodeaba a pesar de que, al menos por lo que ellos sabían, se encontraban naufragados en un tiempo que les era tan ajeno como el planeta Marte… naturalmente, yo no provenía del mismo lugar que ellos.
Me di cuenta también de que el ejecutivo del 32-C, que ya había empezado a extender el contenido de su maletín sobre la plataforma del asiento, ocupando también el asiento vacío de al lado, empezaba a echarle miradas irritadas al teléfono.
Me volví para hacer mi otra llamada.
No pasé por la centralita del Instituto Sklodowska-Curie. Marqué el número privado de Harry Rosenthal y, como había esperado, cuando su rostro apareció en el aparato la pared que tenía detrás no era la de Chicago; el servicio de llamadas había logrado dar con él.
—Estás en Washington —dije.
—Justo en el clavo —respondió él, algo nervioso—. Esperándote. Recibiendo cada cinco minutos llamadas del ejército, del secretario científico y de la CÍA. ¡Dom, ojalá estuvieras aquí ya!
No le pregunté por qué.
Mi conversación con Dorothy no había sido precisamente alegre. Esta tampoco lo fue. Empecé preguntando por dos cosas que me preocupaban: la invasión de Epsilon por Gamma y el retroceso balístico. La llamada no logró tranquilizarme demasiado respecto a ninguno de los dos temas. De hecho, me preocupó aún más.
—Los acontecimientos que estábamos observando —dijo Harry con voz tensa— siguen produciéndose. Y en cuanto a lo otro… ¿has visto las noticias de televisión?
—Harry, ¿cómo demonios quieres que tenga tiempo de ver la tele?
—Podrías, si quisieras de verdad —me replicó con cara de malos amigos—. Las intrusiones aparecen con mayor frecuencia cada vez… no logramos disponer los instrumentos con la rapidez suficiente para mantenerlas bajo observación a todas. Pero cuando cae un chaparrón sobre tres mesas en una comida campestre dominical y el cielo está despejado en el resto, no te hace falta demasiado instrumental para darte cuenta de lo que ocurre. —Luego, añadió otro motivo de preocupación a los que ya tenía. —El secretario desea saber por qué has traído a esa gente de Tau.
—Pero si Douglas se lo soltó todo… —protesté yo—. ¡Ésa es la política establecida! Tú mismo la estableciste… conocimientos lo más limitados posible, impedir que quienes no los poseen lleguen a obtenerlos.
Se quedó mirándome en silencio.
—Se te envió para traer a Douglas y rescatar a un emigrado involuntario, el senador. Nadie te dijo que fabricaras a cuatro emigrados nuevos. ¿Qué piensas hacer con ellos ahora?
Dado que no tenía respuesta para ello me alegró colgar el auricular y dejar que el ejecutivo se instalara delante del aparato. Volví por el pasillo hasta la parte central del pulsador. Pasé junto a los otros dos Dominic, ambos con ganas de hablar. Yo no tenía ganas de responderles. Les saludé amistosamente y seguí hacia adelante. Tendrían que esperar. Necesitaba pensar en lo que me había contado Harry Rosenthal.
Las azafatas estaban muy ocupadas calentando huevos revueltos en el microondas, pero cuando les dije que deseaba utilizar el ascensor ninguna protestó. Sabían muy bien adonde llevaba el ascensor y qué tipo de carga transportaba. Una de ellas me acompañó hasta la diminuta cabina y ésta me transportó al compartimiento de pasajeros de clase-X que había debajo.
Las líneas aéreas suelen utilizar el espacio libre bajo la cubierta de pasajeros para una amplia gama de propósitos: Algunas instalan allí bares de primera clase. Una o dos lo habían llenado de asientos a un precio especialmente barato: como no es fácil salir de ahí si hay algún tipo de accidente o problema, no son lo que se dice demasiado populares entre los viajeros. La Transcontinental los usaba como literas en los vuelos largos y a veces para fines especiales en los trayectos más cortos.
En aquél el fin era de lo más especial.
Éramos aún más especiales de lo que se acostumbra querer decir eufemísticamente al hablar de «especial», con lo cual se suele encubrir el transporte de prisioneros. No había prisioneros allí… al menos, no exactamente. Estaban los dos hombres del FBI de Tau y su Larry Douglas, que no había cometido ningún crimen… es decir, ninguno que a nosotros nos importara especialmente. También estaba nuestro propio Larry Douglas, cuya condición legal era bastante nebulosa y cuyo juicio, si alguna vez llegaba a ser juzgado, ciaría pie a un millón de precedentes legales para el futuro. Había oído ya algunas discusiones entre los abogados sobre lo que significaba realmente la «jurisdicción» en este caso. No eran prisioneros. El flic-de-nation que estaba sentado junto a ellos leyendo una revista no era un centinela. Era, sencillamente, una precaución.
Entré por la parte delantera del compartimiento. Su capacidad era para treinta personas y había mucho espacio disponible. La mujer del FBI y su antropoide estaban sentados al final de una hilera de asientos, hablando en susurros. Para ser más exactos, la mujer hablaba en susurros y el gorila la escuchaba con aire humilde y respetuoso. Ninguno de los dos me miró. Su Larry Douglas estaba sentado al otro lado del pasillo, devanándose los sesos para entrar en la conversación. Pero a ellos no les interesaba para nada su persona. Y nuestro Larry estaba sentado en primera fila con la cabeza gacha y aspecto más bien desesperado. Tampoco él me miró, pero sabía que me había visto salir del ascensor.
Le miré un segundo. ¡Vaya jaleo tan espantoso que había montado! Cuando descubrimos lo que estaba haciendo (es decir, cuando la gente para la que estaba trabajando logró dar el salto cuántico que iba de la mera charla teórica al funcionamiento real) tuvimos que decidir lo que haríamos con él. Yo voté por ir a buscarle y la votación fue francamente reñida. Mi primer impulso había sido mandarle alguna muestra de lo mucho que le queríamos… por ejemplo, una manada de lobos rabiosos. Aunque no llegué a proponerlo, a veces me seguía pareciendo una idea de lo más atractiva.
Pese a que yo no había abierto aún la boca, alzó la cabeza y me miró.
—¡No pude evitarlo, Dom! —gimoteó—. ¡Iban a torturarme!
Me sorprendió oír una risa musical procedente de la parte trasera del compartimiento. La mujer del FBI había hecho una pausa en sus conspiraciones y nos estaba escuchando; aparentemente, había oído antes aquella canción.
—Es cierto —dijo él, desesperado—. Y, de todos modos, Dom, es culpa tuya.
Eso me dejó atónito. Abrí la boca dispuesto a preguntarle qué intentaba decir, pero él se me adelantó.
—¡Podrías haberlo evitado! Podrías haber venido a buscarme… ¿Por qué no me tuvisteis bajo observación constante?
¡Tenía una cara dura increíble! Estaba hablando de los primeros tiempos del proyecto, mucho antes de que tuviéramos recursos para instalar al mismo tiempo el portal y la mirilla.
—No lo hicimos porque no podíamos —le repliqué secamente. Él me lanzó una mirada desafiante.
El gorila metió baza en nuestra conversación.
—¿Qué piensan hacer con nosotros? —gruñó.
La mujer seguía callada, contemplándonos. Era algo así como oír hablar a una marioneta cuando su amo está ausente; casi me sorprendí al ver que el gorila era capaz de hablar de modo articulado y coherente.
—Como abogado (y eso fue una sorpresa aún mayor), debo decirle que está violando nuestros derechos civiles en un millón de maneras distintas, amiguito. Nos ha mantenido incomunicados, con lo cual nos priva de nuestro derecho al babeas corpus; no nos ha leído nuestros derechos y tampoco nos ha hecho la menor acusación formal; nos ha impedido consultar con nuestro abogado…
—Acaba usted mismo de proclamarse como tal —protesté yo.
—Incluso un abogado tiene derecho a un abogado —dijo él con aire extremadamente virtuoso—, así que… ¿piensa hacer algo al respecto, compadre?
Miré con aire algo confuso a la mujer.
—¿Este gorila es realmente abogado?
Ella se encogió de hombros, sonriendo.
—Eso dice. Así entró en el FBI. Personalmente, yo creo que compró el diploma de segunda mano. De todos modos, ¿qué hay de ello?
—¿Que hay de qué?
—¿Qué piensan hacer con nosotros? —me preguntó con extremada cortesía—. Porque hablando sinceramente, Moe tiene razón. Deben de tener algún tipo de leyes por aquí y juraría que estarán quebrantando buena cantidad de ellas.
Lo que ella decía se acercaba demasiado a mis propias opiniones al respecto como para que la conversación me resultara en modo alguno agradable. Intenté apartarla del tema.
—¿Qué haría usted en mi lugar?
—Bueno… —dijo ella, sonriendo—, yo iría ahorrando para pagar unas inmensas costas judiciales una vez que logremos llegar a un tribunal y luego probablemente pondría en orden mis asuntos, disponiéndome a pasar unos diez años en chirona.
Tampoco eso me parecía demasiado improbable. Es decir, con un buen abogado de su lado y un poco de mala pata en el mío. No era éste el tipo de riesgos que había estado dispuesto a correr cuando firmé al entrar en el proyecto.
¡Y qué injusto era todo! Había visto los morados que tenía Nicky DeSota. Le había oído contar lo que esta pareja le había hecho. ¿Derechos civiles? ¿Qué derechos civiles le habían concedido ellos?
Y, pese a todo, en su tiempo de origen no eran infractores de la ley. ¡Ellos eran la ley!
—Creo que no saben realmente dónde se han metido —dije lentamente.
—Entonces, díganoslo —me invitó ella.
Vacilé unos segundos y luego descolgué el teléfono. Cuando la azafata me respondió le pedí que hiciera bajar a los ocupantes de los asientos 22-A y 22-F. Y, de paso, que nos trajera algo para desayunar.
Mirarse a uno mismo es una sensación bastante rara e incómoda. La había sufrido bastante a menudo en las mirillas de observación, contemplando a un Dominic DeSota u otro en sus líneas temporales… y cuando no lograba encontrar a ningún Dominic la sensación era todavía más extraña y molesta. (A veces no lograba encontrar a ningún ser vivo pero prefiero no pensar en esas líneas temporales).
Lo peor era empezar a pensar en qué punto habían ido mal las cosas. Ó, a veces, dónde habían ido bien… pero de un modo totalmente distinto. No puedo decir que al senador Dom le hubieran ido mal. Incluso con su uniforme sucio y masticando un desayuno poco apetecible parecía alguien que logró triunfar en la vida.
Pero ¿y el otro?
Estaba claro que en su vida el triunfo era algo desconocido. Un arrugado traje de ejecutivo poco importante… ¡y con pantalones largos! ¡Increíble, pantalones largos en pleno agosto! Tampoco al oírle mejoraba la primera impresión. Parecía una persona cuyo mundo ya era bastante malo de por sí, además de haber empeorado de modo irremisible en los últimos tiempos. De todos modos, había mejorado un poco desde su llegada. Cuando el pulsador despegó le dejó realmente aplanado… cerró los ojos y pegó el cuerpo al asiento como si intentara desaparecer en su interior. Me había asegurado de tener a mano una bolsa de papel mientras nuestro aparato se alzaba verticalmente hacia el cielo a ochocientos kilómetros por hora. No podía culparle, claro. Nunca había subido antes a un pulsador y ni siquiera había frecuentado demasiado aquellos viejos trastos a pistones de su propio tiempo.
No sabía si yo lo hubiera hecho mejor en su lugar. No, eso no era cierto. Sabía que lo hubiera hecho igual de mal.
Tampoco estaba seguro de que hubiera podido hacerlo tan bien como el senador, aunque el hecho de que él hubiera podido me daba cierto ánimo. Estaba sentado junto a Nicky, ayudándole a quitar el protector plástico de los huevos revueltos y mirándome de vez en cuando, a la espera de que yo empezara a hablar. Al ver que permanecía callado unos instantes, intentando encontrar el modo de empezar, se me adelantó.
—Dom —dijo—, aprecio grandemente que me hayan rescatado pero tengo bastantes responsabilidades en mi propio tiempo. ¿Puede devolverme a él?
—Eso espero, Dom —respondí.
Me miró con una expresión pensativa y algo calculadora.
—Podríamos habernos ahorrado montones de problemas si me hubiera contado lo que pasaba en nuestro primer encuentro —señaló.
—Hago lo que se me dice, Dom —respondí—. Hay muchas cosas en juego aquí —la mujer torció el gesto burlonamente; tenía demasiada práctica en oír a gente que decía vaguedades cuando era demasiado incómodo hablar claro. Me ruboricé levemente—. Le contaré algo que desea saber —dije—, porque tiene derecho a ello, pero antes debo comenzar por lo más básico, ¿de acuerdo? En estos momentos todos ustedes saben que existen los tiempos paralelos y que su cantidad es infinita. No podemos llegar a todos, ni tan siquiera para observarlos… bueno, después de todo, eso es lo que significa «infinita», creo yo. Los únicos tiempos que hemos sido capaces de alcanzar hasta ahora han divergido en algún momento de los últimos noventa o noventa y cinco años. Sólo son algunos centenares de líneas temporales, a decir verdad, pero hay algunas muy interesantes. En algunas de ellas los comunistas conquistaron toda Europa en 1933 gracias a la dirección y el supremo genio militar de Trotsky. Luego hay un grupo de líneas en las que Franklin D. Roosevelt se libró del asesinato y vivió para convertirse en presidente. Por lo tanto, el país no sufrió la invasión militar ni el interregno posterior que tuvo lugar al no haber nada claro en la Constitución sobre quién se convertía en presidente cuando el presidente elegido moría antes de asumir el cargo, con lo cual tanto Garner como Hoover lo reclamaron a la vez… hasta que el ejército se interpuso entre ambos imponiendo la ley marcial. Existen también…
—Dom —dijo el senador pacientemente—, supongo que mientras nos encontremos sentados en este aparato no tenemos nada mejor que hacer, pero no sé si la historia es lo que me interesa más en estos momentos.
—Lo único que hacía era dar algunos ejemplos…
—Claro. Pero ya hemos entendido lo de los tiempos paralelos… bueno, no, eso es mentira. Yo no lo he entendido, pero al menos tengo claro lo suficiente como para seguir adelante: cada vez que un… no sé… un paparruchón en el lo-que-sea se divide, existe todo un nuevo universo creado, ¿correcto? ¿Algo parecido? Bueno, entonces… ¿por qué no fueron primero al que tenían más cerca en vez de ir a otro que difiere en montones de aspectos?
—Ah —dije yo, asintiendo—, buena pregunta —ahora sentía terreno sólido bajo mis pies; había tenido antes esa misma experiencia con responsables del presupuesto y comités del Senado—. Primero les daré la respuesta técnica; se debe a lo que Steve Hawking llama «contigüidad permeable-fija del espacio-N»… si es que les sirve de algo —sabía que no les servía de mucho. Resoplido de Moe, el antropoide, y expresiones varias de incomprensión cortés por parte de los demás hombres. Nyla Christophe, curiosamente, era la única que parecía algo interesada. Me hizo un gesto de cabeza como invitándome a continuar mientras seguía comiendo sus huevos revueltos con gran destreza. No miraba lo que hacía pero, pese a carecer de pulgares, no se le cayó ni una partícula de huevo—. Les pondré una analogía. Piensen en la relación existente entre los dominios del tiempo como si fuera un resorte en el que cada uno de esos tiempos se encontrara engarzado… como un collar. Si le dan un número a cada cuenta, naturalmente la número cinco estará antes de la número seis y justo después de la número cuatro… serán vecinas. Pero el resorte está enroscado sobre sí mismo. Por lo tanto, el tiempo número cinco en realidad está en contacto con el tiempo número seiscientos cincuenta y dos y después de ése posiblemente se halle el tiempo número mil quinientos y pico, dependiendo del radio de curvatura. ¿Me van siguiendo de momento?
—Puede —dijo Christophe hablando en nombre de todos. —Muy bien. Entonces… odio decirlo pero… bueno, el caso es que el alambre del resorte no está curvado en el espacio tridimensional normal. Se encuentra en un espacio de n dimensiones… y no sé el valor de esa n. Por lo tanto la cercanía significa una diferencia importante… y por eso no hemos podido alcanzar tiempos en los cuales la divergencia tuviera lugar hace más de noventa o noventa y cinco años, excepto por algún vistazo ocasional y pasajero. Pero lo más «próximo» no es lo más «fácil» de alcanzar… al menos, no siempre. ¿Se han perdido?
—Un poquito —dijo Nyla, sonriendo por primera vez—. ¡Pero es divertido tratar de entenderlo!
—Por si alguna vez logran encontrarlo, hay un Asimov llamado Guía del Hombre Inteligente para la Mecánica Cuántica —dije, intentando ayudarles.
—No, gracias —dijo Nicky—. Pero continúe, por favor.
—Bueno, basta de teorías. Algunos de ustedes ya las conocían, claro —dije, mirando sin ninguna expresión en particular a nuestro Larry Douglas renegado, el cual torció el gesto y volvió a concentrarse en el zumo de naranja y el rollo de vegetal—. Por lo tanto, desarrollamos la mirilla y luego el portal. No quiero adentrarme en la tecnología de esos aparatos. Para empezar, no puedo…
—Pero fue usted quien los inventó —exclamó Nyla Christophe.
Me encogí de hombros.
—Si se trata de la fama… bueno, pues no. Ciertamente, no los inventé yo solo. Teníamos a Gribbin y Hawking de Inglaterra, a Sverdlich de Esmolensko… y, naturalmente, teníamos a todos los científicos franceses que emigraron después de la segunda Noche de San Bartolomé, así que disponíamos de una sólida base matemática y teníamos muchos físicos nucleares a mano. Pero si se trata de la responsabilidad… bueno, la aceptaré. —Aspiré una honda bocanada de aire. —Porque no habíamos pensado en el retroceso balístico.
No sé qué reacción había esperado. Obtuve tres distintas… cuatro, si cuento al policía, que puso cara de preocupación. Larry puso cara de abatimiento. El otro Larry y los dos del FBI pusieron cara más bien inexpresiva: ya me había dado cuenta de que poner cara de póquer era un rasgo típico de Tau, probablemente porque se trataba de una línea temporal en la que a nadie le interesaba que los otros supieran lo que uno estaba pensando. Y los dos Dominic parecieron interesados. Tomé un sorbo de mi café, ya tirando a frío (aún no había tomado ni un bocado de lo otro) y traté de explicarme.
—Existe una tensión entre los mundos… Se podría describir como una piel. Si se la perfora en algún lugar, toda la superficie queda debilitada. Es un poco como esos trozos de carne envueltos en plástico que venden en los supermercados, ¿entienden? —no, no lo entendían—. Como los envoltorios de sus huevos revueltos —insistí—. Se encuentra en un estado de tensión. Hacer una perforación requiere mucha energía pero luego la piel se debilita (se adelgaza, de hecho) en otros lugares. Es bastante difícil predecir dónde quedarán esos otros lugares, dado que se trata de geometría fractal… bueno, no se preocupen por eso; sencillamente, es muy difícil. El caso es que la piel se hace más delgada. Al principio sólo logra pasar por ella la radiación; luego, gases. Luego… algo más que gases —miré a nuestro Larry—. Desde que… esto… desde que te fuiste —le dije—, nos hemos encontrado con algunas perforaciones realmente malas. Enormes zonas abiertas que causan tormentas de gran violencia. Y… bueno, una mató a bastante gente. El tiempo Eta había construido edificios sobre una vía de tren abandonada. Dos locomotoras diesel y cuatro o cinco vagones llegaron a meterse a ochenta kilómetros por hora dentro de un edificio antes de que la abertura volviera a cerrarse.
Nicky levantó la mano.
—¿Doc? Hubo ciertas historias sobre ruidos muy fuertes alrededor de un pequeño aeropuerto… ¿podría tratarse de eso? ¿De un tiempo en el que tuvieran naves cohete, como ésta?
Empecé a abrir la boca dispuesto a contarle que un pulsador no era un cohete sino un aparato propulsado a reacción, pero logré contenerme a tiempo.
—Yo diría que probablemente sí —le contesté—. Y parece que no logramos evitarlo. Al principio creímos que se debía a filtraciones energéticas de nuestros generadores de portal y que si lográbamos controlarlos mejor podríamos eliminar el retroceso balístico. Pero ahora pensamos que se trata realmente de un retroceso en el que está implicada una ley de conservación. Si una cantidad x de materia o energía va de mi tiempo al suyo, entonces una cantidad x debe volver de nuevo, aunque no necesariamente a mi tiempo. Puede que vaya a un tercer tiempo o puede que se fraccione y vaya a parar a varios tiempos totalmente distintos.
Y no podemos impedirlo.
—Jesús —dijo Nyla Christophe despectivamente—. Están jugando con dinamita… ¡Y luego hablan de irresponsabilidad!
El senador Dom la interrumpió. Su tono no era tan acusador pero distaba mucho de ser amistoso.
—¿No sería una buena idea detener todo esto hasta que aprendieran a controlarlo? —me preguntó.
—Sería una idea condenadamente buena —dije yo con fervor—. Sólo que se nos escapó de las manos cuando Larry fue capturado en Gamma. Podíamos detenernos pero nos era imposible detenernos y a la vez observarles a ellos… por no mencionar a los otros tiempos que se estaban acercando ya al descubrimiento, como el suyo, o a los que podían ser peligrosos en caso de hacerlo, como el de la señorita Christophe.
—Dom, no estoy en posición de culparle de nada —dijo el senador con voz conciliadora—. Si hubiéramos avanzado algo más de prisa quizás mi tiempo hubiera sido el primero en romper la barrera y no tengo razón alguna para suponer que lo hubiésemos hecho mejor. Pero… tengo miedo, Dom. Ojalá hubiéramos pensado un poco más en las consecuencias antes de empezar. Los riesgos implicados son demasiado grandes y costosos, teniendo en cuenta que se trataba sólo de lograr una nueva arma.
Entonces perdí el control. No era culpa suya… era básicamente culpa mía, porque lo que había dicho era muy parecido a lo que yo llevaba meses repitiéndome en los últimos tiempos.
—¡No se puede detener la investigación científica sólo porque implique algún peligro! —respondí secamente—. Y, de todos modos, ¿quién habla de armas?
—Me pareció obvio que… —dijo él, pareciendo sorprendido.
—¡Quizás para algunos salvajes las aplicaciones militares eran obvias! ¿Tiene alguna idea, por pequeña que sea, de lo que significa el paratiempo en la investigación considerada de modo general? ¿En especial en las ciencias que no pueden llevar a cabo experimentos?
—No sé exactamente a qué se refiere —dijo, frunciendo el ceño.
—¡Piénselo! La sociología, por ejemplo. No se puede aislar una sociedad y llevar a cabo experimentos en ella. Pero aquí tenemos un número infinito de sociedades, tan parecidas o distintas a la nuestra como queramos: ¡podemos desarrollar una sociología comparativa! O una economía, o una política, o cualquiera de las ciencias sociales… Y no sólo hablo de las ciencias blandas. Hay un meteorólogo que estuvo a punto de volverse loco cuando se enteró de que en el paratiempo de Nicky no habían tenido un huracán en el Atlántico en los últimos treinta años. Nosotros tenemos uno cada dos años más o menos y los daños son tremendos. Creen que está relacionado de algún modo con la industrialización y el crecimiento urbano; sabiendo eso quizás podamos hacer algo para detenerlos. Y también… el comercio.
El Larry Douglas de Tau enderezó la cabeza.
—No entiendo lo que dice, DeSota —replicó—. ¿Qué tipo de comercio puede haber entre dos poblaciones homogéneas de dos paratiempos?
—Dos que tengan historias levemente distintas. Por ejemplo, manías levemente distintas… En estos momentos hay un negocio de unos veinte millones de dólares de aros de hula-hoop, procedente de una observación nuestra de hace un año.
Por una vez mis invitados se mostraron unánimes. Todos pusieron cara de no entender absolutamente nada.
—¿Qué es un hula-hoop? —preguntó Larry Tau.
—Una especie de juguete, nada más. Pero no estoy hablando solamente de juguetes, estoy hablando de cosas mucho más valiosas. Piénsenlo de este modo: si cada paratiempo gasta… oh, digamos que mil millones de dólares al año en investigación y desarrollo científico, y si es posible reunir la crema y la nata de cincuenta paratiempos diferentes en ese tiempo… bueno, incluso teniendo en cuenta las posibles coincidencias, ¡los resultados se multiplicarían de un modo increíble!
Hubo unos instantes de silencio mientras lo digerían.
—Creo que puedo entenderlo, Dom —dijo entonces Nicky, hablando lentamente—. No se puede descubrir algo hasta que lo intentas y, por lo tanto, en toda ciencia hay un elemento de riesgo. Y supongo que añadir la investigación de otras personas a la propia ayudaría mucho, de acuerdo. Pero con todo… sinceramente, Dom, no logro entender de qué puede servirle todo eso a la gente normal como yo.
—Para empezar, podría salvar millones de vidas —le dije.
—¡Venga! ¿Cómo, derrotando a un enemigo antes de que él te derrote a ti o algo por el estilo?
—No, eso no. Quizás eso fuera cierto en algunas ocasiones, pero no me refiero a eso. ¿Sabe lo que es el invierno nuclear? ¿La muerte de todo ser viviente porque una guerra nuclear llena el aire con tal cantidad de polvo que éste tapa el sol el tiempo suficiente para matar a toda la vegetación y a la mayor parte de los animales grandes… incluidos los seres humanos?
Ninguno de ellos lo sabía, pero lo entendieron rápidamente.
—¿Eso es lo que entiende por un beneficio? —dijo Nyla Christophe con una mueca burlona—. ¿Matar a todo bicho viviente?
—Claro que no. Pero algunas veces ha ocurrido. Existen tiempos que hemos logrado observar, en los que no hay ningún mamífero vivo más grande que las ratas… porque en ellos la guerra tuvo lugar hace cinco, diez o incluso más años y la raza humana, sencillamente, se exterminó a sí misma.
—¡Magnífico!
Intenté no perder de nuevo los estribos. No era fácil. Aquella mujer tenía el don de sacarme de quicio y me pareció que en el senador producía los mismos efectos o incluso más profundos, porque la estaba mirando con una expresión que sólo puedo calificar de fascinada.
—No —dije yo, recalcando bien las sílabas—, no es magnífico. Es sencillamente un hecho. Algunas líneas temporales ofrecen un planeta virgen de vida. La Tierra sigue ahí y a veces incluso las ciudades, aunque algo estropeadas. Pero no hay nadie para habitarlas. Y existen también otros tiempos, incluido el nuestro, en los que hay gente muriendo de hambre por falta de tierra cultivable, o gente sin hogar. Nuestra África ha estado sufriendo una sequía durante la mayor parte de la última década. Algunas partes de Asia se encuentran casi igual de mal, y en el pasado Latinoamérica tuvo también sus plagas y hambrunas.
»Supongan que tomamos a toda esa gente sin tierra disponible y la dejamos emigrar a esos planetas vacíos en los que no hay población…
—¡Dom, eso es maravilloso! —gritó Nicky DeSota—. ¡Podrían darle una nueva vida a millones de personas! ¿Cómo se las arreglarían en su nuevo mundo?
Parecía encontrarse en el séptimo cielo. Sabía exactamente qué sentía en esos momentos. Yo había sentido lo mismo… tiempo antes.
—Claro que necesitarían ayuda —dije con cautela—. No es sólo la gente. Necesitan sus animales, a veces les hace falta maquinaria y prácticamente siempre necesitarán profesores y médicos para enseñarles a cultivar nuevas tierras y para cuidar de ellos… bueno, al menos eso es lo que podrían necesitar. Aún no lo hemos puesto en práctica.
La exuberancia de Nicky se desinfló rápidamente. En cambio, se infló la autosuficiencia de Nyla.
—¡Qué caritativos! —dijo meneando la cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó Nicky, casi suplicando.
—Por tres razones —dije yo—. La primera es que nos encontramos con el problema del retroceso balístico. Si no podemos eliminarlo o, al menos, controlarlo, no podemos correr el riesgo de ninguna transferencia a gran escala. Puede que debamos dejar de utilizar los portales para siempre. Y la segunda… —miré a mi viejo amigo Larry Douglas—. Es el asunto de Gamma.
Él se removió en su asiento, pero no abrió la boca. Ya nos había dicho que no había tenido más remedio que entregarles el secreto del portal y no tenía nada más que añadir a eso.
—Se refiere a los invasores de Sandia —dijo el senador, frunciendo el ceño.
—Ya no es sólo Sandia, Dom —dije yo—. La guerra ha estallado. De momento no es grande, sólo en Washington. Pero los Gamma han ocupado todos los puentes del Potomac, la Casa Blanca y el Aeropuerto Nacional… lo que ustedes llaman el Campo Hoover. Y algunas de las escaramuzas han sido considerables. Creemos que hay como mínimo unas quinientas bajas. Lo primero que debemos hacer, dado que en cierto modo todo es responsabilidad nuestra, es apagar ese incendio… si podemos.
Ahora había logrado atraer realmente la atención del senador. —Oh, Dios mío… —dijo.
Intenté tranquilizarle un poco.
—El combate ha cesado por el momento —le dije—. Hace cosa de media hora había solamente algún tiroteo aislado… naturalmente, siguen habiendo bajas civiles de vez en cuando…
Eso no pareció tranquilizarle en lo más mínimo.
—¡Civiles! —exclamó—. Pero entonces, ¿por qué no…? Quiero decir que al menos podrían… ¿Acaso no están evacuando a los civiles, por el amor de Dios?
—Creo que hay algo de eso, sí —respondí, algo sorprendido ante su reacción, pues sabía, me lo había contado él mismo—, que su familia estaba a más de mil kilómetros de distancia, en su casa de Chicago.
—Tengo que regresar —dijo él con aire decidido.
—Lo haremos, Dom —le repliqué—. Bueno, debe entender que eso no depende sólo de mí. Pero eso es lo que he recomendado en mi informe. De hecho, mi recomendación ha sido que vayamos todos a Washington D.C., Epsilon (ése es su tiempo, senador) para explicarles lo que está ocurriendo y ofrecer toda la ayuda que nos sea posible. Casi toda, quiero decir… —añadí, mirando de soslayo a nuestro Larry Douglas, el cual se encogió de hombros, nada sorprendido.
Hubo una interrupción a cargo del otro Larry Douglas.
—Yo no quiero volver a ningún sitio —dijo.
—¿Cómo dice?
—¡Digo que pido asilo! —exclamó con vehemencia—. No quiero volver a mi propio tiempo debido a la… esto… persecución política, y no quiero andar dando tumbos por ahí para verme metido en esas condenadas guerras que están librando no sé dónde. Me han metido en este lío y me deben algo. Quiero quedarme aquí. El gorila empezó a erguirse con aire amenazador en su asiento. Lo mismo hizo, inmediatamente, el flic-de-nation, su mano avanzando ya hacia la pistola de dardos que llevaba en la funda sobaquera. Christophe le apretó el hombro a Moe y el hombretón volvió a sentarse sin protestar, aunque lanzándole antes una mirada claramente asesina a Douglas-Tau.
—Luego podremos hablar sobre eso —dijo Nyla con tono amable—. Tratemos de una cosa antes de meternos en otra. Dijo que había tres problemas y sólo ha mencionado dos.
—Ah, sí —contesté sombríamente—. El otro elemento nuevo es la ecuación. Nos están observando también a nosotros. No sabemos quiénes son ni cuáles son sus propósitos. Pero lo hacen.
—¡Bien venidos al club! —trinó alegremente Nyla Christophe.
Nuestro Larry, sintiéndose más valeroso ahora que el policía se interponía entre ella y él, se volvió a mirarla.
—Oh, cierre el pico. Dom, esto es nuevo… ¿verdad? ¿Ha empezado a suceder desde que… desde que me fui?
Hice un gesto de asentimiento.
—No sabemos cuál es la fuente porque no logramos rastrearla… Hay indicios de que están usando una tecnología mucho más avanzada que la nuestra. Pero hemos conseguido lecturas de como mínimo cincuenta lugares distintos. Alguien nos está observando, y llevan haciéndolo unos tres meses como poco.
—Por lo tanto, se encuentran en una situación idéntica a la que teníamos nosotros hace unos cuantos días —dijo el senador, con voz inexpresiva.
—Me temo que sí —le contesté. Frunció levemente los labios, pensando en lo que acababa de contarles.
—¿Y qué piensan hacer ahora, Dom? —me preguntó—. ¿Van a devolverme a mi tiempo original?
—Creo que eso es lo que le han reservado, Dom —dije—. De hecho, pienso que todos iremos ahí. Usted porque vive en él. Yo y Larry porque podemos darles la información necesaria para que logren defenderse. Y los demás porque… bueno, porque son la prueba viviente de que existen otros mundos —y también porque son una molestia, pensé, sin atreverme a decirlo en voz alta: ¿a quién le hacía falta en nuestro tiempo un par de agentes del FBI y un agente hipotecario?
Me serví por fin un poco de huevo revuelto. Estaba frío y sabía a rayos pero la verdad es que no tenía demasiado apetito.