27 de agosto de 1983

12.30 A.M. Mayor DeSota, Dominic P.

No se puede ver gran cosa desde las ventanillas de un reactor del ejército, pero cuando empezamos a bajar, más o menos a la altura del Capitolio, pude ver todo el Distrito, que se extendía bajo nosotros. No tenía aspecto de estar en tiempos de guerra. Los reflectores de la Casa Blanca y el monumento a Lincoln estaban encendidos y había largas hileras de coches en las carreteras, cuyos propietarios habían salido a celebrar la noche del Gracias-a-Dios-es-viernes.

¡No! A lo largo del Potomac había muy pocas luces en la carretera y no tenían aspecto de pertenecer al tráfico normal. Algunas eran faros solitarios y demasiado brillantes; otras, el difuso resplandor de los reflectores protegidos que llevan los vehículos militares. Me incliné sobre mi asiento hacia el soñoliento coronel de infantería, que estaba al otro lado del pasillo, y le toqué en el hombro.

—Si esas luces son lo que pienso —le dije—, ¿no pueden detectarlas los satélites rusos?

Él miró por la ventanilla para ver de qué hablaba.

—Oh, sí —sonrió—. Están practicando para el desfile del Día del Trabajo. ¿Qué le parece?

—¿El Día del Trabajo? —contesté, boquiabierto.

Él se quitó el cinturón de seguridad y se instaló junto a mí, señalando hacia la ventanilla.

—¿Puede ver a mi batallón, allí en la Casa Blanca? —me preguntó, algo decepcionado al ver que estábamos situados en el lado malo. Yo negué con la cabeza—. Pues ahí está, controlando a la multitud del desfile —me anunció, guiñándome el ojo.

—¡Cristo! Faltan aún diez días para el desfile. ¿Cree que los rusos son lo bastante burros como para tragarse eso?

Él se encogió de hombros.

—Si no lo fueran, no serían rusos —me respondió, sin mucho entusiasmo, y luego volvió a instalarse en su asiento y se abrochó el cinturón, al ver que la sargento que hacía de azafata se aproximaba por el pasillo mirándole con el ceño fruncido.

Pero, aparte de esa pequeña zona, se trataba del mismo viejo Distrito de siempre, pacífico, ocupado y feliz. Todas las demás carreteras tenían el mismo aspecto que cualquier otra noche. Incluso desde el aire era fácil darse cuenta de que aquella gente no parecía preocupada por ninguna invasión…

Y al otro lado de la barrera, yo lo sabía, se encontraba otro Washington que nuestras tropas habían logrado asaltar, ocupando todos los puentes del Potomac.

Y lo que estuviera haciendo esa noche de viernes la gente de aquel Washington no era capaz de imaginarlo.

Una vez llegados a Bolling y después de enseñar nuestras órdenes, el empleado se ofreció a proporcionarle un coche al coronel, siempre que me dejara en mi destino al pasar. Era un buen trato para los dos. Por el camino el coronel hizo prácticamente de todo, excepto dar saltitos en el asiento, tan ansioso y alegre estaba. Ya me había informado de que era de West Point y yo me había fijado en las cintas de Chile y Tailandia que llevaba en el pecho.

—Ésta será la mayor de todas —me aseguró—. Le proporcionará su hoja de plata, mayor, ¡así que alégrese, caramba! ¡No se consigue ascender quedándose en lugar seguro mientras hay en marcha una invasión!

—Sí —dije yo, mirando el paisaje de Virginia por la ventanilla. Lo que decía era cierto. Lo que él no sabía era que el general Cara-de-Rata no estaba dispuesto a perdonarme. No podía someterme a un juicio de guerra dos horas después de haberme condecorado… pero se acordaría de mí. Algún día, más pronto o más tarde, me pillaría bebiendo una cerveza fuera de horas en el Club de Oficiales o escupiendo en la acera delante de un soldado y entonces caería sobre mí, dispuesto a hincar sus dientes en mi cuello.

A menos, naturalmente, que consiguiera unas cuantas medallas más en esta operación. Soy un hombre prudente, pero tenía la impresión de que en aquellos momentos lo más prudente que podía hacer era convertirme en héroe a la primera ocasión. Cruzamos el puente a la altura del cementerio de Arlington y vimos brillar la eterna luz encendida en la colina, detrás de nosotros. Había mucho tráfico civil aunque, como yo sabía muy bien, nuestras tropas estaban conteniendo al enemigo en aquel mismo lugar, separadas de nosotros por una imperceptible arruga en el tiempo. Y delante nuestro…

—¿Qué diablos es eso? —le pregunté, señalando hacia lo que parecían reflectores de un millón de bujías de potencia iluminando el cielo. —Debe ser la hora de que pasen los satélites rusos —dijo el coronel—. Eso son reflectores estroboscópicos colocados en lo alto de la Casa Blanca y en el Centro de Mando Sheraton, y si los rusos son capaces de distinguir algún detalle con sus lentes carbonizadas, entonces merecen ganar. De todos modos —añadió, sonriendo de nuevo—, sirven de entrenamiento para los fuegos artificiales del Día del Trabajo.

Me dejó en la acera delante del hotel Sheraton, que había sido requisado para servir como cuartel general. Al enseñar mis órdenes me encontré con que la puerta delantera era sólo para coroneles y grados superiores; los desgraciados como yo teníamos que dar la vuelta y entrar por la puerta de las convenciones, a la que se accedía por el aparcamiento. Estaba atestado, y no sólo por los coches de los acostumbrados turistas y las limusinas de los vips, como mínimo habría una división de tanques y transportes de tropas aparcadas en filas impecables y también unos cuantos vehículos no tan impecables, que habían sido llevados allí después del primer asalto. Algunos habían recibido un severo castigo. Uno o dos de ellos me dieron una buena sorpresa, porque no logré entender cómo habían podido volver: un tanque pesado al que le habían volado la torreta, un camión de armamento que parecía haberse incendiado y cuatro o cinco vehículos llenos de agujeros que no eran obra de la polilla precisamente. Todos estaban cubiertos con lonas para no alertar a los ojos celestiales de los rusos, y había centinelas armados que patrullaban por la zona.

Y al otro lado de los setos estaba el populoso dédalo de calles del Distrito, por el que un millón de personas iban y venían sin ninguna preocupación. Ocurriera lo que ocurriese en los pasillos, bares y restaurantes del hotel, no era muy probable que la gente como yo pudiera descubrirlo. Nos habían reservado la parte del hotel dedicada a convenciones, y habían tratado de convertirla con mucho ahínco en cuartel para soldados rasos.

A cambio de una copia de mis órdenes me entregaron una tarjeta para que me la prendiera en la camisa y me enviaron a la sala William McKinley a esperar. De camino hacia ella pasé ante una gran sala, llena hasta los topes. No se trataba de una boda ni tampoco de un bar mitzvah:[5] sus ocupantes eran soldados, casi todos en ropa interior, que se estaban quitando los uniformes del bando por el que habían luchado y caído prisioneros para colocarse los nuestros y ser luego transportados discretamente a los campos de las colinas de Maryland.

Prisioneros…

Me detuve un momento, frotándome el cuello. No eran los centinelas de la fuerza aérea que habíamos capturado en Sandia Eran auténticos soldados, como probaban los numerosos heridos que había entre ellos. Las diferencias entre sus uniformes y los nuestros eran muy abundantes, pero no saltaban demasiado a la vista en el primer momento. Ambos eran básicamente del mismo color, verde oscuro. Sus galones eran también distintos, más pequeños que los nuestros y ribeteados en plata, en tanto que los nuestros eran totalmente negros. También diferían las cintas, aunque no pude verlas muy bien dado que el capitán de la PM al mando de los centinelas estaba empezando a mirarme con mala cara. Además, tenía órdenes de presentarme de inmediato en la sala William McKinley, y no sabía si los centinelas de la puerta habían telefoneado anunciando mi llegada.

Si lo habían hecho no sirvió de gran cosa. La sargento que había sentada ante la puerta no había oído hablar nunca de mí. Empezó a hojear sus listas, habló en voz baja por teléfono, le dio la vuelta a los papeles, examinó el reverso con cara pensativa y acabó diciéndome que me sentara y que se ocuparían de mí en cuanto fuera posible.

No tuve la menor dificultad en traducirlo. «En cuanto fuera posible» significaba «cuando logremos descubrir quién es usted y cuál es su misión aquí». Me resigné a pasar una considerable parte de mi vida en una de las sillas de banquete con respaldo dorado que había a lo largo de la pared.

No fue tan malo. En aquella sala debía de haber entre cincuenta y cien personas entrando y saliendo continuamente y casi ninguna de ellas me prestaba la menor atención. Pero apenas fueron veinte minutos y cuando la sargento volvió sólo me habían aplastado dos veces los pies con las prisas.

—Por aquí, mayor —me dijo—. El teniente Kauffmann le atenderá ahora mismo.

El teniente Kauffmann estaba más que dispuesto a atenderme, como demostró su primera frase:

—¿Dónde demonios se había metido, mayor? Tendría que estar ahora mismo en la Casa Blanca.

—La Casa… —empecé a decir yo, pero él siguió hablando sin hacerme caso.

—Eso es, y además vestido de civil. Aquí dice… —sacó una carpeta del montón que tenía sobre el escritorio—… dice que se parece usted mucho a un senador de los Estados Unidos del otro lado…

—Que si me parezco… un cuerno. Soy él.

Se encogió de hombros.

—Sea lo que fuere, debe usted asumir su identidad. Después de que la primera oleada haya tomado la Casa Blanca…

Me tocó el turno de interrumpirle.

—¿Estamos invadiendo la Casa Blanca?

—¿Dónde se había metido? —esta vez lo dijo con un tono distinto—. No han respondido a nuestros mensajes y ahora estamos probando con la fuerza. Como ya dije, irá vestido de civil y le acompañarán dos centinelas de uniforme. Le darán sus órdenes en la puerta, pero al parecer lo que desean es que encuentre usted a la presidenta, que la haga prisionera y la traiga aquí.

—Mierda —dije yo, para añadir luego—. Oiga, espere un minuto. ¿Y si el auténtico senador DeSota está ahí?

—No está —dijo él, pareciendo de lo más seguro al respecto—. ¿No le capturó usted mismo?

—Pero se… quiero decir, creí que había regresado a su propio tiempo.

Encogimiento de hombros. Traducción: No es asunto de mi departamento:

—Por lo tanto —prosiguió—, coja su bolsa B-4, vístase de civil y le transportaremos hasta…

—No he traído equipaje. No tengo ropas de civil.

Cara de asombro total.

—¿Que no qué? ¡Jesús, mayor! Entonces ¿cómo diablos se supone que voy a mandarle vestido de civil? ¿De dónde saco yo la ropa? ¿Por qué cuernos…? —y de pronto se volvió hacia la sargento. Acababa de recordar cómo hacer que se llevara a cabo una labor difícil—. ¡Sargento! ¡Consígale ropas de civil! Y así fue cómo veinte minutos después yo y la sargento salimos de un Cadillac requisado, tan grande como un remolque, para encontrarnos frente a un almacén cuyo letrero luminoso decía:

SE ALQUILAN TRAJES PARA TODAS LAS OCASIONES

El letrero estaba apagado pero el propietario había abierto la tienda especialmente para nosotros. Y cuarenta minutos después íbamos de camino a la Casa Blanca en tanto que el propietario, gruñendo, volvía a cerrar la tienda.

—Buen trabajo, sargento —dije yo, cómodamente instalado en el asiento trasero, que tenía el tamaño, más o menos, de un campo de fútbol. Admiré el brillo de los zapatos de cuero, me alisé la solapa satinada del frac y enderecé levemente mi negra pajarita: todo era alquilado, por supuesto. Me pareció que debía ser la viva estampa de un senador de los Estados Unidos que abandona una cena de etiqueta a causa de una llamada urgente de su presidenta—. Supongo que el frac es la mejor idea posible —observé—, dado que ¿cómo podemos saber el estilo de la ropa de hombre en su época? Y las ropas de etiqueta no cambian, ¿verdad?

—Esperemos que no —respondió ella lacónicamente.

Un instante después llegamos a la puerta principal y ella le enseñó los documentos a un PM de aspecto francamente escéptico y aire concienzudo, detrás del cual había otros dos PM mirando constantemente por encima de su hombro. Iban armados, pero no les hacía falta. Más allá, en el centro del angosto sendero, había un furgón de transporte de tropas, con una ametralladora pesada en la parte trasera, que nos apuntaba directamente.

Me costó un instante darme cuenta de que la Casa Blanca había cambiado considerablemente. ¡Los reflectores! Ya no estaban… evidentemente el satélite ruso ya había pasado y no eran necesarios. Pero no era lo único.

Incluso en una noche de viernes en Washington la gente acaba acostándose, y el tráfico había ido disminuyendo en otras zonas. Pero ahí no. Estábamos rodeados por un considerable atasco circulatorio: el césped estaba cubierto de vehículos y habían destrozado los rosales. El jardín delantero de la Casa Blanca tardaría cinco años como mínimo en recuperarse de los mordiscos infligidos por los tanques, los furgones de transporte y los cañones de asalto… todo «ensayos para el desfile», naturalmente.

Me fue fácil entender por qué no dejaban entrar a los civiles normales.

Pero yo no era un civil normal. Por fin nos hicieron una seña para que entráramos. El furgón se puso en marcha y se internó en el césped para dejarnos pasar (cien dólares más de jardinería al cuerno) y nuestro conductor nos llevó hasta un pequeño pórtico que no había visto jamás.

—Buena suerte —dijo la sargento. Vaciló y luego se inclinó hacia adelante, estampándome un beso para demostrarme que era sincera al decirlo.

Ésa fue la última vez que alguien me demostró afecto durante un considerable período de tiempo.

La única vez que estuve en la Casa Blanca fue durante el segundo mandato presidencial de Stevenson, y no se parecía en nada a esto. Ahora no había ningún criado uniformado para mostrarme el camino, ni cordoncillos de terciopelo para impedir que los bárbaros se aventuraran en las recámaras sagradas. No había recámaras sagradas. La mitad de las habitaciones estaban llenas de tropas y en la mayor parte de las restantes había equipamiento o armas. Un cabo me hizo atravesar rápidamente el vestíbulo y luego me hizo subir una enorme escalera, sin permitirme ni un segundo de respiro para contemplar el panorama. Acabé en una estancia de cortinas verdes con retratos de los presidentes Madison y Taft en la pared. La estancia era sorprendentemente bonita, si uno no se fijaba en la cafetera y los vasos de papel que había en una mesita plegable situada junto a la puerta. Las butacas tapizadas estaban casi todas libres, salvo cuatro o cinco ocupadas por civiles: uno de ellos era una mujer que me pareció familiar, igual que dos de los hombres (especialmente el negro, al que reconocí como un antiguo boxeador de peso pesado) y ocho o nueve soldados de uniforme, armados y con cara de estar ansiosos por usar su equipo.

Dos de los soldados se pusieron en pie y se me acercaron: eran dos hombretones con aspecto de pertenecer a los paracaidistas y llevaban insignias de cabo.

—El mayor DeSota, señor —dijo el cabo que me había acompañado. Saludó y se fue rápidamente.

Sirva como muestra de lo rápido que estaba sucediendo todo el hecho de que ni por un momento recordara que los cabos no suelen saludarse entre sí.

—Lo primero que me gustaría es un poco de ese café, cabo —le dije al más grande de los dos.

Frunció una ceja tan gruesa como un galón y luego sonrió.

—Que se tome un poco de café, capitán Bagget —dijo. Y mientras el segundo cabo me servía un vaso de café, el primero añadió—: Soy el coronel Frankenhurst, mayor. ¿Conoce nuestra misión?

Tardé un minuto en volver a situarme.

—Lo siento, señor —me disculpé—. Eh… sólo en términos generales. Quiero decir que, según he entendido, se supone que debo encontrar a la presidenta Reagan y se supone que ustedes dos deben hacerla prisionera y traerla aquí.

—Mierda —dijo él con frialdad—. Bueno, no importa. El capitán y yo llevamos ensayando todo esto las últimas cuarenta y ocho horas. Si alguien nos para hablaré yo; usted sólo tiene que poner cara de senador. ¿Podrá apañárselas? —luego me sonrió, como para demostrarme que tenía la situación bien dominada—. No se preocupe, mayor. En primer lugar, puede que no consigamos pasar. Tienen problemas con las mirillas; la gente del otro lado se mueve tan de prisa que no consiguen tenerlos localizados. Lo último que oí era que no abrirían ningún portal antes… como mínimo, antes de las tres.

—Eso es una estupidez —señaló el capitán-cabo, que había vuelto con mi café—. Deberían esperar hasta mañana, así no seremos tan fáciles de localizar.

El coronel se limitó a encogerse de hombros.

—Claro —dijo el capitán con un suspiro, mirándome de arriba abajo—; un frac no parecerá lo que se dice exactamente normal a las ocho de la mañana, si a eso vamos.

—Una de cal y otra de arena —dijo el coronel—. Bueno. DeSota, ¿le gustaría conocer a los otros dobles? Ésta es Nancy Davis… naturalmente, ya la habrá visto en la TV —naturalmente, la había visto; era la estrella de la nueva versión de Recuerdo a mamá y no pude adivinar cómo habían logrado sacarla de los estudios y de sus altamente difundidas actividades en favor de todo lo que se encontrara entre la Liga para el Bienestar de los Animales y la del Derecho de la Vida—. Ella es la presidenta —el coronel Frankenhurst sonrió—. John es un capitán de la policía de Washington, especialmente asignado a la Casa Blanca… en la vida real es un piloto de aviación en Ohio. Y el campeón es un senador, como usted —se calló unos segundos, viendo cómo nos dábamos la mano—. Reunirles a todos ha sido una labor difícil —dijo con aire satisfecho—. Por supuesto, nos faltan unos cuantos. Encontramos a la doncella de la presidenta, pero estaba embarazada de ocho meses… no creyeron que lograra engañar a nadie. Y tuvimos suerte con el general Porteco, su asesor militar… aunque luego resultó que estaba recuperándose de una crisis delirante. No podíamos confiar en que lograra recordar su papel.

El otro civil se adelantó.

—No soy el doble de nadie —dijo con aire de disculpa—. Soy el profesor Greenberg… ciencias políticas. Me llamaron para tratar de entender qué tipo de estructura tiene esa otra sociedad y he estado entrevistando dobles para ver si logro enterarme de cuándo empezaron las diferencias. Pero antes de que empiece con usted, mayor… ya ha estado allí una vez, ¿verdad? ¿Cómo es?

Así que durante la media hora siguiente me tocó hablar a mí. Al fin y al cabo, no tenía demasiado que contar… ¿qué conocía yo del otro lado, aparte de un cuarto de kilómetro cuadrado desértico situado en Nuevo México? Pero eso era más de lo que sabía cualquiera de los presentes, y todos tenían preguntas que hacerme. El profesor Greenberg quería saber cuánto valía una Coca Cola en sus máquinas automáticas. El «senador» Clay quería saber el porcentaje de soldados negros. La «presidenta» Nancy Davis deseaba enterarse de qué programas televisivos hacían furor, aparte de si el aborto era legal o no. El coronel-cabo Frankenhurst estaba muy interesado en saber qué tal se habían portado esos tipos en el combate cuerpo a cuerpo, si lo hubo cuando tomamos la base de Sandia.

Hice todo lo que pude. Pero mientras intentaba recordar cuáles habían sido los invitados al Hoy del otro lado, en respuesta a la petición de Nancy Davis, se oyeron ruidos en el pasillo, la puerta se abrió de golpe y por ella entró el presidente Brown y su séquito. No tenía una cara muy alegre.

Ni yo esperaba que la tuviese, porque ya había oído algo sobre lo molesto que se encontraba ante el trastorno ocasionado a su vida íntima con la irrupción de las tropas y su equipo, por no hablar del caos en que se había convertido su agenda, dada la gran cantidad de personas que no estaban autorizadas a enterarse de lo que estaba pasando… es decir, casi todo el mundo.

—Así que está aquí —le espetó a Nancy Davis, que le sonreía dulce y algo inexpresivamente—. ¡He de hablar con usted ahora mismo!

Ella no se impresionó lo más mínimo.

—Naturalmente, señor presidente —le dijo con afabilidad—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Decirme qué clase de persona es usted —gruñó él—. ¡No ha respondido ni a uno solo de mis mensajes televisados! ¿Qué hay que hacer para obligarla a actuar?

—Supongo que se refiere a mi otro yo, señor presidente —dijo ella sonriendo. Era cierto, tenía un hoyuelo que podía gobernar a voluntad… un triunfo de la cirugía estética, pensé—. Pues no estoy segura de poder decírselo. Después de todo no soy realmente la presidenta… aquí.

—¡Pues haga como si lo fuera, por el amor de Dios! —rugió él—. ¿Tiene alguna idea de todo lo que depende de esto? No me refiero a ese otro mundo de pacotilla, me refiero a éste. Los rusos se están poniendo realmente desagradables respecto a esos «preparativos para el desfile» y esa «excavación arqueológica» en Nuevo México, y hay demasiada gente metida en esto. Es sólo cuestión de tiempo que alguien se vaya de la lengua, y entonces, ¿qué haremos? —ella abrió la boca y él se le adelantó—: No, no es eso lo que estoy preguntándole… ¿qué cuernos iba a saber usted de eso? Le estoy preguntando sobre usted misma. Bueno, sobre la otra usted. ¿Cree que serviría de algo si cancelara esta operación y tratara de hablar por teléfono con usted… con la otra? ¿De presidente a presidenta? ¿Una conversación privada sin tapujos?

—Pues… creo que dependería de lo que dijera usted, señor presidente —contestó con expresión pensativa.

—¡Diría la verdad! —ladró él—. Sería una novedad interesante, por una vez.

—Bueno —dijo ella, escogiendo cuidadosamente sus palabras—, señor presidente, yo creo que recordaría el juramento de mi cargo. Imagino que es idéntico al que prestó usted. Defender a los Estados Unidos contra todos sus enemigos, tanto internos como externos… incluso si son a la vez internos y externos, por así decirlo. Lo que no haría, creo yo, es dejar que cualquier otro bando invadiera mi país sin luchar con todos los medios a mi alcance… incluso si los invasores fueran mi propio país.

Él se quedó mirándola, atónito. Luego miró a todos los demás, en particular a los hombres de uniforme. Creo que fue la única ocasión de mi vida en que me alegró ser un oficial de bajo rango y sin responsabilidad con respecto a los planes de alto nivel. No me hubiera gustado estar en ese momento en el Alto Estado Mayor. Luego se dejó caer lentamente en una silla, con los ojos clavados en la nada. Uno de sus ayudantes le susurró algo apremiante al oído, pero el presidente le apartó con un gesto.

—Así que, definitivamente, tenemos una guerra entre manos —dijo.

No había nada que añadir a eso.

En la habitación reinaba el silencio. El ansioso ayudante miró su reloj y luego a Jerry Brown.

—Lo sé —dijo el presidente, sin mirarle—. Seguramente ahora ya es sólo un problema académico. Mire por la ventana y dígame si ha empezado.

El ayudante no tendría más de treinta y cinco años y parecía incluso más joven, pero al dirigirse envaradamente hacia los largos cortinajes verdes se movía como si tuviera más de cien años.

No hacía falta, en realidad, pues para entonces todos podíamos oír ya el estruendo de los motores de los camiones y los diesel de los tanques poniéndose en marcha.

Todo el mundo se lanzó hacia las ventanas. Había tres y, de modo instintivo, dejamos la del medio reservada para el presidente. Fue lentamente hacia ella y se quedó mirando, silencioso y meditabundo, hacia la cálida noche de agosto que reinaba en el exterior, mientras que los demás nos apelotonamos en torno a las otras dos ventanas.

Lo que estábamos viendo era la parte sur del jardín, normalmente reservada para las fotos solemnes con los jefes de estado extranjeros en visita oficial o para que los niños de Washington buscaran los huevos del conejo de Pascua. Alguien había erigido una enorme estructura precariamente cubierta de lonas para tapar algo a quien pasara por la calle o sobrevolara el lugar, pero desde nuestras ventanas podíamos ver lo que contenía: el enorme rectángulo negro de un portal, como una pantalla antes de empezar la proyección, pero de color negro. Aunque lo había hecho antes, me seguía inquietando contemplar aquel trasto y pensar que debía meterme en él.

Resultó aún más inquietante cuando el primer escuadrón de seis tanquetas se metió en su interior con los motores rugiendo para desaparecer, destrozando por completo el ya maltrecho césped… seguido por doce furgones de transporte de tropas con ametralladoras amartilladas y cargados de fuerzas especiales… luego una compañía de paracaidistas a pie con uniforme de camuflaje…

El presidente suspiró, apartándose de la ventana. Abandonó la habitación seguido por sus ayudantes como una bandada de polluelos asustados para perderse en los pasillos, en los que ya empezaba a resonar la parte interna de la operación. Y los que nos habíamos quedado en la habitación nos miramos entre nosotros.

Porque sabíamos muy bien lo que venía a continuación…

Después de aquello todo fue a gran velocidad… algo esperable, dado que se trataba de ir cuesta abajo. La gente corría de un lado a otro, gritando órdenes en todas direcciones; todo echaba chispas. Sentí que se me erizaba el vello. Logré ponerme en un estado de nervios no muy lejano a la histeria, más que nada intentando pensar en un acto lo bastante heroico como para aplacar incluso al viejo general Cara-de-Rata Magruder. Luego nos hicieron salir a toda prisa de la Habitación Verde, subir una escalera, cruzar un vestíbulo, pasando junto a montones de centinelas con sus armas listas para disparar… y nos encontramos ahí. En el mismísimo Despacho Oval, en el mismo trono de mando.

Aunque no parecía ningún trono de mando. Más bien parecía que fuese un día de mudanzas con un toquecito de laboratorio para científico loco. El enorme escritorio presidencial había sido desplazado y pegado a la pared. Sillones de mil dólares y divanes de cinco mil formaban confusos montones en precario equilibrio. Y en el centro de la habitación se alzaba un rectángulo de tubos de cobre que rodeaba la nada, como un marco vacío esperando su cuadro. Llenaba la estancia del suelo al techo, con las rechonchas cajas del generador de campo para el portal a un lado y los paneles de control al otro.

El campo estaba desconectado.

No había nada que observar, salvo gritos y confusión, porque aquel vacío aterrador de color negro aterciopelado no llenaba ya el rectángulo. Se podía ver el otro lado y vi a todo un coronel con sus galones, gimoteando rabioso y frustrado mientras sus técnicos destrozaban materialmente los paneles, intentando encontrar el fusible fundido que se había cargado el portal. Tres cuartas partes de un pelotón de tropas de asalto permanecían inmóviles con los ojos clavados en el portal, mientras su capitán intentaba ayudar chillando a pleno pulmón, con la nuca del coronel como oyente. Un capitán no debería dirigirse de ese modo a un coronel. El coronel se sentía demasiado desgraciado como para darse cuenta de ello.

No era precisamente una escena apacible.

La encargada del portal se nos acercó. Ella no chillaba. En su rostro no había expresión alguna, salvo un cansancio próximo a la inconsciencia.

—Tienen que esperar —le dijo a mis cabos—. Sólo pudimos pasar a ocho hombres antes de que se cortara, aquí no harían más que estorbar. Quítense de en medio.

El coronel-cabo Frankenhurst nos hizo un lacónico gesto de cabeza cuyo significado era «obedezcan», pero no pudo contenerse.

—¿Cómo va todo al otro lado? —le preguntó.

Nosotros tampoco pudimos contenernos y nos quedamos para oír la respuesta. No hacía falta. Era una pregunta estúpida. La encargada del portal ni tan siquiera intentó responderle. Se limitó a darse la vuelta y se fue… porque, naturalmente, no lo sabía. No podía saberlo. En cuanto las tropas cruzaban el portal, desaparecían. Era imposible verles u oírles. No podían volver para informarnos. Ni tan siquiera podían enviarnos un mensaje hasta que se mandase un generador del portal al otro lado y éste entrara en funcionamiento. Si hubiéramos tenido una mirilla… pero en aquel modelo el campo observacional estaba conectado al del portal, y ninguno de los dos funcionaba. No sabíamos absolutamente nada…

Y luego supimos algo, algo malo. La operación había sido una sorpresa táctica, un éxito completo en todos los aspectos menos uno. No habíamos logrado hacer aquello para lo que se había montado la operación. La señora presidenta había sido evacuada a través de una salida que nadie había logrado detectar.

En unos diez minutos se logró establecer el tráfico en las dos direcciones a todos los niveles, pero ya no importaba. Cogimos montones de prisioneros. Pescamos centinelas y hombres del Servicio Secreto en la despensa y en los armarios. Vi incluso al coordinador militar de la presidenta Reagan, un general de brigada con uniforme de gala completo, en cuyo rostro había una expresión de furia y resentimiento… «¿por qué yo?». Atrapamos incluso al primer caballero, que se había quedado atrás para recoger los vídeos de sus viejas películas, pero no habíamos logrado coger a la persona que deseábamos.

La señora presidenta se había escabullido.

Con las primeras luces del alba logré que una camioneta de la Casa Blanca me llevara al Sheraton. Tenía un aspecto bastante incongruente vestido de frac entre los prisioneros y sus centinelas.

Tendríamos que luchar.