El propietario de una mansión situada en los suburbios del noroeste terminó su segunda taza de café, se estiró perezosamente y, tras buscar su gorra de los White Sox para protegerse los ojos del sol, se dispuso a empezar. Las vacaciones significaban siempre no poder escapar a las tareas domésticas y el césped de la parte trasera necesitaba urgentemente un repaso. Abrió la puerta corredera que daba al patio y se quedó paralizado por el asombro. «Marcia —gritó—, ¡ven a ver! ¡Hay colibríes en las caléndulas! ¡Nunca habíamos tenido colibríes antes!». Y al llegar su esposa observó atentamente su rostro, viendo primero en él una expresión de comedida curiosidad, luego una sonrisa de placer… y luego otra expresión que sustituyó de golpe a la sonrisa. No pudo entender cuál era el motivo de ese repentino cambio hasta que se dio la vuelta y vio la cosa que se estaba comiendo los colibríes.