Me había pasado la tarde contemplando con anhelo desde la ventana la diminuta piscina que había en el patio, sudando a mares y con el constante tormento de mi piel quemada por el sol. No era sólo la insolación o el calor lo que me atormentaba. En algún lugar no muy lejano, pero irremediablemente separado de mí por lo que separa una línea temporal de otra, sea eso lo que sea, mi país estaba empezando a ser invadido y alguien que tenía mi cara había salido por la televisión dándoles ayuda y ánimos a los invasores. No podía recordar ni un solo caso en la historia de los Estados Unidos, desde la guerra de secesión, en el que un senador electo hubiera hecho algo semejante. ¿Qué pensarían de mí todos mis colegas?
¿Qué pensaría de mí Nyla Bowquist?
La verdad es que ni siquiera yo mismo sabía qué pensar ya sobre mí. Las últimas cuarenta y ocho horas habían sido las peores de mi vida. Descubrir que la Gatera era real y que existía un número infinito de mundos iguales al mío, muchos de ellos con un Dominic DeSota indistinguible de mi propia persona por cualquier tipo de prueba o examen, ya había sido una considerable sorpresa. Uno de ellos me había hecho su prisionero. Había dejado inconsciente de un golpe a una mujer que era exactamente igual a la mujer que yo amaba y luego había sido capturado por otra copia de esa mujer, no exactamente igual a causa de sus manos mutiladas. Había secuestrado a un hombre. Había sufrido el espectáculo de ver cómo mi país invadía a mi país. Y además había padecido una espantosa insolación andando por el desierto sin comida ni agua… y me dolía.
Fuera por una cosa o por otra, me dolía todo… y ni tan siquiera pensaban dejarme salir un momento a la piscina para refrescarme.
No es que eso estuviera exactamente prohibido. Sencillamente, era algo que no podía permitir nadie salvo esa otra Nyla; y había salido para ocuparse de algún asunto particular. El lavabo del rincón no era un sustituto adecuado. Cada media hora más o menos me tiraba agua sobre la piel y durante los quince minutos siguientes, con todo el cuidado del mundo, me dedicaba a rebozarme con esa crema para quemaduras solares, más bien inútil, que me habían proporcionado. Eso me mantenía ocupado, pero no me servía de mucho.
Tampoco me ayudaba demasiado la presencia de mi involuntario compañero de viaje, el doctor Lawrence Douglas. La mayor parte de ese largo día lo había pasado tendido e inmóvil en la cama. Lo entendía, claro. Había pasado casi por el mismo calvario que yo: idéntica insolación, las mismas horas interminables de sed y calor, el mismo vagabundeo por el desierto. Y por cosas aún peores: no sólo se las había apañado para que le mordiera una serpiente y tuvieran que inyectarle un veneno, casi peor que la propia mordedura, sino que además le habían llenado hasta las cejas de algo parecido al pentotal, para que Nyla Sin-Pulgares pudiera interrogarle. Yo no había estado ahí para compartir su experiencia, pero cuando volvieron a traerle a nuestra habitación, de nuevo inconsciente, había unos cuantos moretones en su piel quemada.
No intenté despertarle.
No me hizo falta. Cuando me aparté del lavabo me encontré de pronto con sus ojos clavados en mí. Los cerró de inmediato, pero no a tiempo.
—Oh, Douglas, demonios —dije con voz cansada—, si quiere dormir, duerma; si quiere despertarse, despiértese, pero ¿de qué sirve fingir?
Durante un minuto más mantuvo los ojos tozudamente cerrados, pero no podía estar así siempre. Se levantó a duras penas de la cama, buscó con la mirada un retrete inexistente y luego, sin decir palabra, orinó en el lavabo.
—¡Por lo menos deje correr el agua, maldición! —le solté cuando terminó. Yo lo había hecho. No se volvió a mirarme, pero abrió los dos grifos, removió un poco el agua y luego bebió igual que un perrito, lamiendo el agua que recogía con la mano, todo ello sin decir ni una palabra.
—Si se moja el pelo le irá bien. Tengo también un poco de crema para las quemaduras solares.
Se irguió lentamente y luego volvió a inclinarse sobre el lavabo para hacer lo que yo le había sugerido Por encima de su hombro me llegó un confuso murmullo que podría haber sido un «gracias». Decidí tomarlo como tal y cuando se volvió para buscar la crema me las arreglé para sonreírle.
No me devolvió la sonrisa. Aun teniendo en cuenta las circunstancias, jamás había visto a un hombre tan rencoroso, deprimido y falto de esperanzas. Naturalmente, no es que yo estuviera de muy buen humor. Aparte de todo lo sucedido, mi intuición me sugería una serie de cosas que no me gustaban ni pizca. Aunque nunca había logrado pescar al guardia mirando por la ventana, tenía la sensación de estar bajo constante vigilancia. Y además presentía otra cosa que aún me gustaba menos.
—Mire —le dije—, ponerse así no sirve de nada.
Hizo una pausa, dejando de untarse crema en el rostro, rojo como un tomate, y me miró con amargura.
—Entonces, ¿cómo sugiere usted que me ponga?
—Bueno, para empezar podría satisfacer mi curiosidad sobre unas cuantas cosas en las que he estado pensando. Cuando estaba usted en el andamio trabajando en el portal y luego cruzó conmigo…
Él lanzó una risita desagradable que sonó más bien como un ladrido.
—Cuando me obligó usted a cruzar encañonándome con su arma —me corrigió.
—Vale, de acuerdo. Cuando nos encontramos a unos tres metros de altura sobre el suelo en el otro lado, porque usted no me dijo que habría un desnivel —concreté, sólo para hacerle sentir también un poquito culpable—. Bueno, yo pensé que volveríamos a mi propio tiempo. Luego, mientras usted dormía, pensé un poco en ello.
—DeSota, si pretende llegar a alguna cuestión concreta, ¿quiere hacer el favor de darse prisa? —gimió él.
—La cuestión concreta es… ¿qué es lo que estaba haciendo?
—Intentaba huir —me respondió lacónicamente.
—¿Huir de aquí? Pero éste no es su tiempo, ¿verdad?
—¿Esta ratonera primitiva? —gruñó—. ¡No!
—Entonces…
—Entonces, ¿por qué no intenté volver a mi propio tiempo? ¡Porque no lo tengo, DeSota! ¡Ya no! En estos momentos sólo deseo una cosa, salir.
Volvió a dejarse caer sobre la cama.
—Pero, escúcheme… —empecé a decirle, intentando razonar con él. Lo único que hizo fue menear la cabeza.
—Olvídelo —me contestó.
Y eso hice, aunque no por lo que él me había dicho, sino porque un coche apareció a toda velocidad por el camino, deteniéndose luego fuera de mi vista. Alargué el cuello para intentar ver qué sucedía. No hubo suerte. Oí el ruido de las portezuelas y voces lejanas: una de hombre, bastante grave, y otra de mujer, más aguda y aparentemente alegre. Conocía muy bien esa voz. Un instante después, Nyla apareció caminando hacia la piscina, desvistiéndose por el camino. No miró ni un momento hacia nuestra ventana. Llegó hasta el borde de la piscina, probó el agua con el pie, se quitó hasta la última pieza de ropa interior y se lanzó limpiamente al agua con sus manos sin pulgares levantadas por encima de la cabeza.
Y ese otro cosquilleo o presentimiento o qué sé yo al que no había querido dar nombre antes volvió a mí como un relámpago, llenando de anhelo mis nervios.
Aunque Nyla Sin-Pulgares no nos miró, nosotros sí lo hicimos. Distinguí a uno de los guardias, medio oculto por el pilar del porche de la oficina del motel, sin dejar que a sus ojos se les escapara ni un centímetro de aquel bello cuerpo que tan familiar me era. Incluso Douglas abandonó la cama para reunirse conmigo ante la ventana. —Esa puta es realmente atractiva —murmuró.
Hubiera podido matarle por eso.
Naturalmente, sentir algo así era una pura locura. Me lo dije a mí mismo, pero no podía evitarlo. Porque durante bastante tiempo, lo que había estado llenando los recovecos de mi cerebro, todas aquellas zonas que no deseaba explorar, era Nyla. Cada Nyla. Todas las Nylas. Nyla Bowquist, mi virtuosa del violín y mi único amor; Nyla Sambok, la paracaidista; Nyla Sin-Pulgares. Nyla Christophe, que estaba… bueno, que obviamente no estaba casada (¿quién habría podido casarse con ella?), la fanática defensora del orden, la que podía dar órdenes a los gorilas y mandar sobre las porras de goma y las prisiones secretas.
Y todas eran la misma. No me hacían falta análisis de orina o huellas dactilares para saberlo. Lo sentía en mi ingle, con una intensidad que no había vuelto a notar desde mis catorce años de edad, cuando miraba por una grieta del tablero que daba al vestuario de las niñas.
Había tantas incongruencias, que ni tan siquiera tenía idea de por dónde empezar a buscar algo que pudiera hacerlas manejables. La primera, la sargento… bueno, como susto para mi sistema nervioso fue bastante considerable. Pero al menos después de mi primera reacción de estupor pude entenderla. Si no daba conciertos de violín al menos era profesora de música; si no era civil, al menos había sido meramente reclutada por el ejército. Si Dios hubiera cambiado algunas de sus acciones años ha, mi propia y amada Nyla hubiese podido acabar así.
¡Pero ésta!
Aquella mujer sin pulgares… sin ninguna clase de buenos sentimientos, sin capacidad de amar… ¡pero, sobre todo, sin pulgares! No podía reconocer en ella ni la menor fracción de mi amada Nyla.
Pero sí podía reconocer su cuerpo. El mío lo había reconocido de inmediato.
Casi logré entender a qué se debía aquella tremenda excitación porque había oído hablar de cosas así… bueno, no exactamente así, pero sí parecidas. Uno de mis viejos compañeros de copas y de política me contó algo una vez, durante una de esas sesiones con cerveza a las cuatro de la madrugada, cuando estás harto de hacer discursos y estrechar manos y todo el resto de la gente ha conseguido largarse a sus casas. Dijo que había sorprendido a su mujer con otro hombre. Cuando no le quedó la menor duda al respecto sintió furia y dolor… y algo más. Se puso increíblemente cachondo. Mientras se peleaba con ella, haciéndole una escena tras otra y abrumándola a insultos, la idea que dominaba su mente era hacerle el amor, con la mayor frecuencia e intensidad posibles. Quería apoderarse de aquella extraña tan familiar, aquel amor hostil, aquella persona a la que repentinamente había descubierto como una total desconocida, cuando creía conocerla de modo tan íntimo y total… y quería llevársela a la cama porque la anhelante quemazón de su entrepierna superaba en intensidad a todos sus demás sentimientos.
Mientras miraba por la ventana sentí un enorme deseo por Nyla. Por cualquiera de ellas.
¿Grotesco? ¡Naturalmente! Sabía muy bien lo grotesco que era. Y sin embargo no lograba dejar de pensar en ello… ¿Cómo sería hacerlo sin pulgares? ¿De qué modo afectaría eso a nuestra forma de hacer el amor? Por ejemplo, Nyla solía pellizcar traviesamente mis inútiles y diminutos pezones, en tanto que yo hacía lo mismo con los suyos, y más de una vez nos habíamos reído de lo diferentes que eran y de lo imposible que nos sería siempre llegar a saber si había la menor relación de parentesco entre el leve cosquilleo que yo sentía entonces y lo que sentía ella. Pero sin pulgares no podría hacerlo (al menos, no exactamente igual…) ¿cómo sería entonces, todo, realmente?
No puedo llegar a expresar con palabras las ganas que tenía de saberlo.
¡Spang! El más grande de los dos guardias, Moe, me había pillado mirando. Golpeó la rejilla de la ventana con la palma de la mano y yo retrocedí rápidamente con los ojos llenos de partículas de óxido.
—Lleno de esperanzas, ¿verdad? —se burló—. ¡Pues olvídalas! No está hecha para pájaros de celda como tú, aunque os esté tratando mejor de lo que merecéis —desapareció de mi campo visual y le oí abrir la puerta—. Sólo Dios sabe por qué os cree merecedores de eso —dijo, indicándonos con un gesto que saliéramos—, pero ha traído algo de comida. Y dice que podéis comer en el bungalow del dueño: tiene aire acondicionado.
Era comida mexicana, servida en recipientes de cartón y ya tirando a fría… bueno, no es que nada pudiera llegar a enfriarse realmente en aquella parte de Nuevo México, pero no estaría a mayor temperatura que la del ambiente. Y, como se nos había prometido, la habitación era refrigerada hasta ser meramente incómoda, no inaguantable como nuestro encierro, por un jadeante y estruendoso aparato situado en la ventana de la sala. Pero el aparato no bastaba. Nuestros dobles estaban ahí también junto con Moe y nuestro calor corporal bastaba para hacer la temperatura nuevamente sofocante. Me senté junto al otro DeSota y nos miramos mutuamente.
—Hola, Dom —dije, no muy seguro de cómo empezar. Él pareció sorprendido.
—Suelen llamarme Nicky —dijo—. Oiga, ¿usted la ha visto en la piscina? ¡Y pensar que a mí me arrestaron por bañarme sin la pieza superior! —abrí la boca para preguntarle a qué se refería, pero una vez que habíamos empezado no parecía dispuesto a callarse—. ¿Realmente es senador de los Estados Unidos?
—Cierto, desde 1978. Por Illinois.
—Nunca había hablado antes con mi senador —dijo sonriendo—. Especialmente siendo yo él. ¿Cómo debería llamarle?
—Dadas las circunstancias, con Dom bastará. ¿Y a usted… a ti, Nicky? Es gracioso… bueno, no sé por qué. Ni siquiera cuando era niño me llamaron Nicky… ni mi madre.
—La mía tampoco me llamaba así, pero cuando estaba preparándome para mi trabajo el consejero me sugirió que lo cambiara. Dijo que «Dominic» podía sonarle a la gente como muy parecido a «dominador», y eso a los clientes no les gustaría. Me dedico al negocio hipotecario. —Vaciló unos segundos con la boca llena de judías resecas. —Esto… Dom, ¿cómo llegaste a senador?
Con eso quería decir, naturalmente, «cuando yo soy un don Nadie». Pero ¿cómo se puede responder a una pregunta semejante? No podía decirle, por ejemplo, «Porque yo soy un ganador nato y tú un desgraciado». Eso sería imperdonable y, lo que es aún peor, sería falso dado que éramos la misma persona. ¿Qué había ocurrido en su mundo para convertir a mi delicada intérprete de violín en una implacable cazadora de hombres y a mí en un inocentón de ojos eternamente abiertos por el asombro?
No tuve oportunidad de llegar a descubrirlo. Moe entró en la habitación con un gran paquete que parecía pesar bastante y detrás de él iba Nyla Christophe. Se había vestido de nuevo y ahora llevaba una falda y una blusa de manga larga, de recatado aspecto, aunque por el modo en que se ajustaban a su cuerpo no estuve muy seguro de que llevara algo debajo de ellas.
—¿Les gustó la comida? —preguntó alegremente—. Bueno, ahora tendrán que cantar para ganarse la cena. Fui a la oficina de Albuquerque para hablar con Washington por un teléfono protegido y todo anda tal como yo pensaba. ¡Esta noche todos recibiremos órdenes!
Le hizo una seña a Moe y éste dejó el paquete en el suelo y empezó a sacar cosas. Primero sacó un gran aparato con dos platos giratorios y lo conectó a un enchufe de la pared; luego vinieron dos rollos enormes de cable magnético junto con un micrófono tan grande como mi puño, provisto de un largo cable.
El otro Larry Douglas, el que no había cruzado conmigo el portal, puso cara de preocupación.
—¿Nyla? ¿De qué clase de órdenes estás hablando? —le preguntó. Ella sonrió y levantó el índice, apuntando hacia el cielo—. ¿De Washington? —graznó él, cambiando de voz por la repentina tensión—. Pero Nyla, oye, no tengo ni zorra idea de todo esto pero…
—Pues ahora ya lo sabes, amor —dijo ella tiernamente—. ¿Moe? ¿Listo para grabar?
—Listo, jefa —respondió él, después de haber colocado bien las cintas. Conectó un interruptor y tras el enrejado metálico que había en la parte delantera del aparato vi tubos de vacío que empezaban a brillar.
—Bien, esto es lo que vamos a hacer —dijo la mujer que llevaba en ese tiempo el anhelado cuerpo que yo tanto amaba—; vamos a tomar otra vez todas las declaraciones de antes. No hace falta que me den voluntariamente más información que antes —dijo con una mirada sombría dirigida a Douglas—. Sólo hay que responder a mis preguntas. El director no quiere oír nada sobre lo que hacían en Chicago ni si les ha gustado el tratamiento recibido. Sólo lo esencial; ¡necesito tener todo esto listo y bien envuelto antes de que subamos al avión!
Considerando todas las preguntas que se me habían hecho y las circunstancias de todo lo que debíamos contar, no vi modo alguno de que la serie de entrevistas terminara antes del amanecer. Me equivocaba. Nyla Christophe sabía exactamente lo que deseaba tener grabado y preguntaba sólo aquello que quería saber. El primero fue Nicky DeSota. Se le preguntó su nombre, su dirección y algo llamado su Número de Registro Civil. Después de eso sólo hubo dos preguntas más:
—¿Ha estado alguna vez dentro de Daleylab?
—No.
—¿Había visto alguna vez al hombre aquí presente, que se le parece y dice ser el senador Dominic DeSota, antes del día de hoy?
—No.
Nyla le despachó con un gesto de la cabeza y el Larry Douglas local ocupó su lugar. Su interrogatorio no fue más complicado. Se trataba de las mismas preguntas, excepto que el hombre aquí presente que se le parecía era «el doctor Lawrence Douglas». Dio las mismas respuestas y me tocó a mí subir al escenario.
Lo mío fue más largo. —Empiece a contar cómo se le informó de que alguien parecido a usted había sido capturado en una instalación militar secreta de Nuevo México, y luego el resto de su historia —me ordenó. Ella se limitó a escuchar, impulsándome de vez en cuando con preguntas del tipo qué-sucedió-luego y nada más, excepto que cuando llegué al yo-mayor (al menos, ése era el cargo que había pregonado) que me había hecho prisionero, me interrumpió—. ¿Era ese hombre el mismo que supuestamente desapareció estando bajo vigilancia? ¿No? ¿O el mismo aquí presente? ¿No? Entonces, ¿diría usted que al menos existen cuatro personas idénticas a usted? ¿Sí? Continúe.
Y eso hice, sin callarme ni tan siquiera el momento en que dejé inconsciente a la otra Nyla… pero no mencioné el beso y, sobre todo, no mencioné que fuera una Nyla. «La sargento Sambok» era más que suficiente como descripción y no se me pidió otra más completa.
—… Entonces aterrizamos en la arena y no había nada a la vista, salvo el desierto. No había nadie. Hacía un calor sofocante. Teníamos que resguardarnos tan pronto como pudiéramos… o al menos eso creíamos. Nos dirigimos hacia el sureste guiándonos como podíamos por el Sol, Luego Douglas dijo que había oído algo sobre cactus llenos de agua y trató de arrancar uno de la arena y debajo había una serpiente —vacilé un segundo, preguntándome cuántos detalles deseaba oír realmente. Yo había oído el sonido de la cascabel antes de ver cómo Douglas retrocedía de un salto y la serpiente se desprendía de su manga. No era muy grande y la tela del uniforme era gruesa, así que no le inoculó mucho veneno. Lo gracioso es que él no había abierto la boca: lo único que había hecho era poner la mayor cara de asombro que yo hubiera visto jamás—. Para entonces habíamos llegado a una línea de ferrocarril. Nos quedamos ahí hasta que los del tren nos vieran pasar.
—Muy bien —dijo Nyla Sin-Pulgares, haciéndole una seña al gorila.
Éste apagó el aparato y empezó la trabajosa faena de cambiar las cintas. Si a Nyla le faltaban los pulgares, a él parecían sobrarle, pero ella se mostró paciente. Se había olvidado completamente de mí y ahora concentraba toda su atención en mi involuntario compañero de viaje, que parecía algo inquieto. Era fácil entender la razón, pues había algo en la mirada de aquellos ojos constantemente fijos en él que no pude identificar del todo. Le miraba casi de un modo… seductor (pero ¿cómo era posible eso?) y, al mismo tiempo, con un inequívoco matiz de amenaza. Le dirigió una sonrisa cálida y dulce, para empezar.
—Cariño… el siguiente eres tú —le dijo.
Si los primeros tres interrogatorios habían llenado sólo una cinta, parecía que el del doctor Lawrence Douglas iba a llenar la media docena que le quedaban a Moe. Las preguntas de Nyla eran abundantes e iban siempre al grano; de vez en cuando consultaba un cuaderno para asegurarse de que no se le olvidaba nada.
Para empezar, él nos dio una sorpresa.
—En primer lugar —dijo, mirándome con bastante repulsión—, la línea temporal de la que fui secuestrado es el Paratiempo Gamma. No es mi línea original, pero…
—Un momento, cariño. ¿Qué es eso de «Gamma»?
—La llamamos así —dijo él con voz cansada— porque hay que identificarlas de alguna manera. La mía es Alfa. Ésta es Tau. La del senador es Epsilon (la que están invadiendo) y aquélla en la que me encontraba, laque está realizando la invasión, es el Paratiempo Gamma.
—Siga.
—El Paratiempo Gamma no inventó el portal. Lo inventamos en Alfa.
—¿Quiénes, cariño? ¿Tú?
—Las cosas tan complicadas como el portal no las inventa nunca una sola persona… es como preguntar quién inventó la bomba atómica. Yo formaba parte del equipo, pero en aquellos tiempos apenas acababa de conseguir el doctorado. Los que realizaron los avances teóricos fundamentales fueron Hawking y Gribbin en Inglaterra y el doctor DeSota en los Estados Unidos. ¿Le ha quedado claro?
No es que lo dijera con intención sarcástica: sencillamente, quería asegurarse de que le entendían, pero Moe, de pie en su rincón, lanzó una especie de gruñido gutural. Nyla meneó la cabeza sin mirar al gorila.
—Sigue —dijo ella, y esta vez no añadió ningún «cariño».
—Al principio lo único que podíamos hacer era mirar —dijo él obedientemente—. Eso quiere decir que podíamos observar a través de la barrera. Podíamos detectar la radiación y después de cierto tiempo empezamos a obtener una visibilidad realmente buena. Pero no en todos los paratiempos: algunos son accesibles y otros no. El doctor DeSota dice que ello se debe a los efectos de resonancia… con la mayor parte de las líneas estamos «fuera de onda». Claro que existe un número infinito de líneas y cuando yo… esto… cuando me fui, había unas doscientas cincuenta que podían ser observadas, pero en la mayor parte de ellas sólo podíamos detectar una especie de manchón borroso. ¿Es eso lo que desea saber?
—Lo que deseamos saber, cariñito —dijo Nyla—, es simplemente todo. Si lo único que podíais hacer era mirar, entonces, ¿qué haces aquí?
—No, no —dijo él pacientemente—, eso era sólo al empezar, cuando yo me uní al proyecto, a principios de agosto de 1980. En octubre ya éramos capaces de enviar objetos, aunque sin poder recobrarlos. Y en enero de 1981 enviamos a una persona. Fui yo —y luego, como a regañadientes, añadió— me presenté voluntario.
—¿Y cómo se hace eso? —le preguntó Nyla.
Él le contestó con paciencia, aunque se veía fácilmente que se le estaban agotando las reservas.
—Ni una sola persona de las que hay en esta habitación podría entender una palabra de ello si yo lo explicase.
Nyla estaba haciendo milagros en lo tocante a su autodominio, pero si yo hubiera estado en el lugar de Douglas-Alfa me habría andado con muchísimo cuidado.
—Prueba —le dijo ella secamente.
A Douglas no debió gustarle la expresión de su rostro, porque tragó saliva apresuradamente y siguió hablando.
—No quiero decir que no puedan entenderlo porque sean tontos, claro. Quiero decir que sólo hay dos modos de describirlo. Uno es con las palabras que tuvimos que ir acuñando a medida que avanzábamos: el portal general al funcionar un flujo de cronones de punta verde que heterodina contra el flujo natural de cronones de punta roja. ¿Ve a qué me refiero? Es un galimatías, ¿no? Y el otro es matemático y, por favor, se necesita saber como mínimo mecánica cuántica a un nivel básico para tener esperanzas de entenderlo. Vi lo que intentaba decir. Nyla también, pero se limitó a pedirle que fuera citando fechas. Él se encogió de hombros.
—La tesis doctoral redactada por DeSota fue, según creo yo, la primera prueba rigurosa de que existían los efectos cuánticos del tipo que Schroedinger había avanzado como hipótesis. Eso fue hacia 1977 y me impulsó a conseguir el doctorado. Luego él y Elbert Gillespie detectaron la existencia de los cronones en 1979 y desarrollaron el observador unos meses después. Entonces, tal y como he dicho, acabé cruzando hasta Gamma.
Se calló y esperó a que Nyla le dijera algo. Nyla estaba pensando.
—Así que desertaste —dijo.
—Les ayudé —la corrigió él—. No tenía otra opción, ¿verdad?
—Y podrías ayudarnos a nosotros —dijo ella sonriente, otra vez todo sexo, mieles y luz de sol.
—¡Eh, un minuto! —protestó él—. Yo… Quizás pudiera intentarlo pero… ¡Bueno, fíjese en esa grabadora! Si eso es lo mejor que tienen, es que ni siquiera poseen aún la tecnología necesaria para tratar con los transistores… ¡para construir algo hacen falta cimientos, caramba!
—¿Qué te parecería construir sobre los cimientos de todos los recursos del gobierno de los Estados Unidos? —dijo ella con voz melosa. Y cuando le vio fruncir el ceño, añadió—: Lo hiciste para los… ¿cómo les llamas? ¿La gente de Gamma?
—Pero me amenazaron, me dijeron que me golpearían hasta que…
Se detuvo en seco y se quedó mirándola.
Nyla sonrió y esperó unos instantes para que él se diera cuenta de cómo estaban las cosas. Luego hizo algo que yo jamás había esperado de ella. Se levantó, aún sonriendo, se acercó hasta él y, sentándose en el brazo de su silla, le puso la mano en el hombro acunándole la cabeza en el pecho. Si antes había sospechado que no llevaba nada bajo la blusa, ahora estaba más que seguro. Empezó a juguetear con la oreja de Douglas.
—No te amenazamos —le dijo con voz sedosa. Otra pausa, en tanto que Douglas examinaba la habitación con ojos de animal atrapado al que acaban de enseñar un cebo—. Por otro lado —prosiguió ella, con voz aún más suave y ronca—, sabemos recompensar. Oh, sí cariño, sabemos hacerlo muy bien. Yo misma te recompensaría de cualquier modo que estuviera a mi alcance.
Me pareció oler el torrente de feromonas que salía de su cuerpo.
Y al Larry Douglas local se lo pareció también.
—Puta —susurró, tan bajito que apenas le oí, aunque estaba sentado junto a mí en la cama—. ¿Sabe lo que está haciendo? La vieja Nyla es ambiciosa, vaya si lo es… Va a utilizarle para salir del FBI y abrirse paso hasta la cumbre. Y una vez haya metido a ese pobre hijo de perra en su cama hará todo lo que ella quiera… ¡créame, lo sé!
Se calló al ver que Moe nos estaba mirando.
Pero no se había callado a tiempo. Tragué saliva y sentí en mi gaznate un repentino sabor amargo: estaba furioso. ¡Qué locura! ¡Sentía celos! Estaba celoso de esa pequeña rata sentada a mi lado, tan celoso que apenas si podía contenerme para no emprenderla a golpes con él, ¿y todo por qué? ¡Porque se había tirado a esa otra Nyla!
Una locura. Peor que una locura, lo sabía. Pero no me importaba. Si hubiera podido pulsar un botón y con ello exterminar a aquel bastardo, lo habría hecho en un segundo, sin pensarlo. Y no sólo a él. También a aquel otro a quien Nyla le estaba hablando al oído… ¡especialmente a él! Y no me hubiera detenido ahí, qué va: estaba dispuesto a extender mi hostilidad hasta que abarcara a todos los Larry Douglas, incluyendo a los que se parecieran a ellos, como mi viejo conocido y compañero de juergas, Su Excelencia el Embajador Soviético, el Honorable Lavrenti Yosifovitch Djugashvili.
Siempre me ha asombrado el grado de locura del que es capaz una persona cuerda.
Estaba tan lleno de rabia y celos que apenas me di cuenta de que Nyla había vuelto a erguirse con el ceño fruncido. Miró hacia la ventana.
—¡Moe! —ordenó—, ¡cierra esas malditas persianas! ¡No quiero que todo el mundo ande metiendo sus narices aquí!
—Jefa —protestó él—, si no hay nadie mirando…
—¡Ciérralas! —y se volvió de nuevo, toda sonrisas, hacia aquel hombre que, obviamente, estaba respondiendo con gran entusiasmo a lo que ella le había susurrado, fuera eso lo que fuese.
Y yo me estaba abrasando.
Era como una obsesión: quería poseer a aquella mujer allí mismo y estaba dispuesto a matar a quien se me pusiera por delante, fuera quien fuere. De hecho le estaba prestando tan poca atención a todo lo que no fuera ella que apenas me enteré del levísimo thwick que pareció salir de la nada y cuando Moe se apartó de la ventana, tropezó y se derrumbó de bruces, cayendo estruendosamente sobre el grabador, apenas lo registré en mi mente consciente. No volví del todo a la realidad hasta que la propia Nyla se incorporó de un salto, con el rostro lleno repentinamente de ira y estupor, abriendo la boca para lanzar un grito…
Otro thwick.
Nyla se derrumbó también como una cierva alcanzada de un tiro en la cabeza. Pude ver un diminuto dardo emplumado que brillaba, entre la delgada tela que cubría su hombro.
Todos nos miramos asombrados. Y entonces todas mis preguntas hallaron respuesta de golpe: una leve ráfaga de aire a presión, como la de una puerta que se cierra herméticamente en una habitación muy pequeña, y ante mí, sonriente, apareció el rostro de uno de mis dobles, el que llevaba el mono de forma extraña.
—Otra vez, hola —dijo haciéndome un gesto con la cabeza—. Venga, échenme una mano; debemos sacarla de en medio.
Los Douglas eran más rápidos que yo en lo tocante a obedecer; se levantaron de un salto, con los rostros aún aturdidos, y sacaron a Nyla, inconsciente, de donde había caído. Justo a tiempo: otra rápida y silenciosa ráfaga de aire comprimido y un gran objeto cilíndrico de metal se materializó en el suelo.
—Silencio, por favor —ordenó el nuevo Dominic. Abrió un panel en el costado del cilindro, removió algo que había en su interior y luego miró hacia arriba, esperando.
Un tembloroso óvalo negro empezó a formarse ante nosotros.
—Parece que va bien —dijo encogiéndose de hombros. Sonreía. Me encontré devolviéndole la sonrisa, fuera quien fuese y representara lo que representase, probablemente no sería nada peor que lo que ya teníamos.
Examinó la habitación y dijo:
—Será mejor que no perdamos el tiempo, aunque pienso que deberíamos llevarnos a este par. Pasemos primero a la mujer.
Para entonces yo funcionaba ya lo bastante bien como para ayudar, aunque entre cuatro no supuso un gran esfuerzo levantar a Nyla, aún inconsciente, y meterla en el óvalo negro. De todos modos la experiencia fue bastante fantasmagórica: no sólo verla desaparecer, centímetro a centímetro, sino sentir cómo unas manos invisibles la recogían al otro lado y tiraban de ella hasta hacerla pasar por completo.
El gorila fue más difícil pero después de todo éramos cuatro, sin contar con la ayuda del otro lado.
—Ahora todos los demás —ordenó el Dominic-al-Mando. Le obedecimos: primero Dominic el infeliz, con expresión dubitativa; luego Douglas el rata, con cara de resentimiento y después Douglas, el que había sido mordido por la serpiente, con aire temeroso… al igual que yo, que fui el último.
Emergimos en una noche cálida y oscura, iluminada por algunos focos. Me encontré en una tosca plataforma de madera, con dos hombres vestidos de civil que me cogían por los brazos.
—Siga, por favor —dijo uno de ellos, con los ojos clavados en el lugar por donde yo había aparecido.
Un instante después, el cilindro negro se materializó ahí.
Y un segundo después apareció el doctor Dominic DeSota, del Paratiempo Alfa.
—Los tengo a todos —dijo, al parecer altamente complacido consigo mismo—. Amigos, bien venidos al Paratiempo Alfa… y tú, Doug —se volvió hacia él, que seguía con cara de asustado— bien venido a casa.
Pero Douglas-Alfa no parecía sentir la menor alegría ante esa perspectiva.