A aquella hora de la noche el enorme estacionamiento subterráneo estaba totalmente desierto y mientras intentaba recordar dónde había dejado su coche, el abogado deseó no haberse quedado trabajando hasta tan tarde. ¡Cuando hacía falta no había nunca modo de encontrar un policía! Ahora tenía la impresión de que necesitaba uno… dos violaciones, un asesinato y sólo Dios sabía cuántos atracos en el estacionamiento durante los últimos meses. Al doblar una esquina vio a dos hombres de uniforme que estaban patrullando el lugar con sus rifles automáticos al hombro. «Buenas noches», les dijo, sintiéndose mejor de inmediato… hasta que se dio cuenta de que sus uniformes eran de un color entre gris y verdosos y de que sus gorras de camuflaje no se parecían en nada a las gorras a cuadros blancos y negros del cuerpo policial de Chicago. Aún peor, cuando le interpelaron reconoció su idioma. ¡Ruso! Se dio la vuelta instintivamente y echó a correr, sintiendo ya un cosquilleo entre los omóplatos. Oyó una ráfaga de disparos, pero ninguna bala le alcanzó. Y cuando, después de meterse en un callejón sin salida, se volvió para enfrentarse a ellos, sollozando, se encontró con que habían desaparecido.