Estaba soñando que la señora Laurence Rockefeller me había pedido que le arreglara una hipoteca para un complejo de apartamentos junto al lago, valorado en seiscientos millones de dólares. Sólo que deseaba empezar con un pago inicial de ciento cincuenta dólares, porque todo el dinero de que disponía eran cartuchos de monedas de diez centavos… y cuando finalmente tuve los papeles dispuestos para que los firmara no pudo hacerlo porque carecía de pulgares. Y entonces, al despertarme la sacudida del aterrizaje, lo primero que pensé no fue dónde me encontraba o qué iba a ocurrirme, sino esto: ¿se habría enterado el señor Blakesell a tiempo de mi arresto y habría pensado en cerrar las tres hipotecas que tenía yo pendientes? Naturalmente, yo no podía hacer nada al respecto.
No podía hacer nada respecto a nada, porque me encontraba esposado al asiento de delante. Mi primer vuelo de larga distancia en uno de esos nuevos y enormes cuatrimotores Boeing tendría que haber sido una experiencia inolvidable. Lo único que había sido era un desastre. Y, encima, un desastre doloroso. Me dolía el cuerpo a causa de las once horas que llevaba en el mismo asiento, con las dos escalas intermedias y sabe Dios cuántos centenares o probablemente miles de kilómetros, pero mis dolores habían empezado incluso antes de abordar el avión, cuando subí torpemente por la escalerilla con las manos esposadas detrás mío y ese espantoso hombre del FBI, Moe Fulano-o-Mangano amenazándome con todas las desgracias imaginables si hablaba, si intentaba escapar c si pretendía quitarme el sombrero y el velo que me habían obligado a llevar para que nadie me reconociera. Él estaba enterado de todos esos dolores, ya que había sido quien me proporcionó la mayor parte.
He de reconocerles una cosa a los muchachos y muchachas del FBI: realmente saben cómo hacerte daño sin dejarte señales… Al otro lado del pasillo, bajo su velo y sombrero, el otro prisionero estaba despierto. Vi cómo movía la cabeza. Su centinela roncaba tan plácidamente como el mío mientras que nosotros y el avión íbamos dando tumbos por pistas interminables que no parecían llevar a ninguna parte.
Al menos había salido de la celda de los cuarteles generales de Chicago, donde había pasado la mayor parte de mis últimos… ¿qué? Días, como mínimo, aunque nadie me había informado de cuántos. Estar metido ahí con toda esa pandilla de gente socialmente indeseable había sido bastante malo (la mayoría eran ladrones destinados a los campos de concentración o especuladores a la espera de juicio), pero siempre era mejor que los interrogatorios. Naturalmente, no les había dicho nada. No tenía nada que decirles pero… ¡Oh, Dios mío, cómo deseaba que no fuera así!
Y entonces apareció Moe, me despertó y me sacó casi a rastras de la celda. Y acabamos en este avión, yendo sólo Dios sabía hacia dónde. No. Entonces tanto Dios como yo lo supimos, pues a través del velo y la ventanilla distinguí una brillante terminal que me era totalmente desconocida y un gran cartel que decía:
BIENVENIDOS A ALBUQUERQUE,
NUEVO MÉXICO
ALTURA 1580 METROS
¡Nuevo México, por el amor de Dios! ¿Qué diablos podían querer de mí para llevarme a Nuevo México?
Por supuesto que Moe no iba a decírmelo. La azafata le despertó sacudiéndole por el hombro y él despertó a su vez al otro centinela, pero todo lo que me dijo fue: «¡Acuérdate de mis advertencias!». Me acordé. Esperamos a que los demás pasajeros bajasen y luego esperamos un poco más mientras los mecánicos daban vueltas alrededor del avión para comprobar los enormes motores, y un camión cargado con gasolina de 100 octanos volvía a llenar los depósitos.
Entonces alguien nos hizo una seña desde la puerta de la terminal.
Moe abrió mis esposas y bajamos del avión, y yo intentando no partirme la cabeza al recorrer primero el pasillo, algo inclinado, y luego la escalerilla. El otro prisionero nos siguió, acompañado de su centinela, y no tardamos en hallarnos en una terminal de aeropuerto que parecía haber sido construida como escenario para alguna comedia musical de ambiente latinoamericano. La gente se nos quedaba mirando. Los que demostraban una curiosidad excesiva eran apartados rudamente de en medio: no es que hubiera demasiados, porque los muchachotes del FBI eran bastante fáciles de reconocer y la mayoría de la gente se apresuraba a mirar hacia otro lado. Luego nos metimos en un coche, yo y Moe, en el asiento delantero y el otro prisionero y su centinela detrás nuestro. Un coche patrulla local nos abrió paso y pronto estuvimos recorriendo desenfrenadamente, sólo Dios sabe a qué velocidad, las calles de la ciudad para acabar saliendo a una autopista que serpenteaba en dirección a las colinas.
El viaje duró casi una hora. Nos detuvimos en una encrucijada: dos autopistas desiertas que se perdían en dirección a los cuatro puntos cardinales, y una gasolinera con un motel detrás. El cartel que había sobre el edificio decía: «Reposo para Viajeros La Cucaracha», nombre que yo nunca le hubiera puesto a un hotel.
Tampoco hubiera puesto centinelas armados en los accesos.
Con todo, los centinelas eran un pequeño toque decorativo al que ya había empezado a acostumbrarme. También había señales malas y señales buenas. La mala era que seguía bajo arresto. La buena era que no me estaban llevando a Leavenworth o a cualquiera de los campos, donde hubiera desaparecido de la circulación hasta que les diera la gana de soltarme… si es que les daba alguna vez. Ésta era una isla permanente en el archipiélago del FBI. No debían de tener la intención de mantenerme aquí mucho tiempo. Puede que incluso pensaran dejarme ir.
Por otro lado, quizás las partes de mi persona que lograran salir del Hotel La Cucaracha apenas podrían llegar a mi casa para el entierro.
No tuve demasiado tiempo para preocuparme. Mi silencioso colega y yo fuimos presurosamente conducidos hasta uno de los bungalows, donde se nos ordenó sentarnos al borde de la cama y quedarnos silenciosos y quietecitos, en tanto que Moe se plantaba ante la puerta sin quitarnos la vista de encima y el otro guardia se quedaba en el exterior. No tuvimos que esperar, demasiado. La puerta se abrió y Moe se apartó a un lado sin ni tan siquiera volverse a mirar de quién se trataba.
Nyla Christophe entró en la habitación con las manos detrás de la espalda.
Llevaba un sombrero de ala ancha y gafas oscuras. Me resultó imposible distinguir su expresión pero logré ver que nos contemplaba de modo pensativo: de hecho, allí donde sus ojos se posaron sobre mi piel creí sentir la quemadura ardiente del ácido. Pero, cuando se dirigió a nosotros, en su voz no había un tono más desagradable que de costumbre.
—De acuerdo, ya pueden quitarse esos estúpidos velos.
Me apresuré a obedecerla con placer, ya que con el calor del desierto estaba empezando a sentir señales de asfixia. Mi compañero obedeció con más lentitud y sin parecer tan entusiasmado; y cuando por fin se quitó el velo su expresión podía describirse como asustada, infeliz y llena de resentimiento… emociones que no me sorprendieron en lo más mínimo. Lo que sí me sorprendió fue que el rostro en el que aparecían esas emociones fuera el de Larry Douglas.
De lo que estaba absolutamente seguro era de que Larry Douglas era, al menos en parte, responsable de mis cuatro o cinco últimos días de miserias. No sabía de qué modo y ni siquiera podía hacer conjeturas en cuanto a sus razones. Por lo tanto, no lamenté en lo más mínimo verle atrapado en la misma trampa que había ayudado a tender para mí… ¡aunque eso lo hacía todo aún más incomprensible! Si le había contado a Nyla Christophe todo lo que yo le había dicho cuando me llevó a la residencia de aquel viejo actor medio olvidado, ¿por qué estaba prisionero también? ¿Y qué hacíamos ambos en Nuevo México?
La parte buena de todo el asunto era que Douglas parecía tan atónito como yo.
—Nyla —dijo, con la voz algo temblorosa a causa de la ira que intentaba reprimir—, ¿qué diablos significa todo esto? Tus muchachos vienen, me sacan de la cama a empujones, no me dicen ni una palabra…
—Cariñito —dijo ella alegremente—, cierra el pico —incluso a través de las gafas oscuras, él logró percibir lo suficiente de su expresión como para callarse inmediatamente—. Así está mejor —dijo ella y, por encima del hombro, añadió—: ¿Moe?
—¿Sí, señorita Christophe? —gruñó el hombre-mono.
—¿Sigue aquí el laboratorio móvil?
—Está aparcado justo detrás de los bungalows, con todo preparado.
Ella asintió con la cabeza. Se quitó el sombrero y las gafas y se instaló en el maltrecho sillón, el único del cuarto, extendiendo una mano sin mirar. Moe le entregó un cigarrillo y luego se lo encendió.
—Es posible que los dos andéis metidos en el meollo de este asunto —dijo—. Tenemos que poner en claro ciertas cosas.
—¡Oh, muy bien, Nyla! —exclamó Douglas—. ¡Sabía que era simplemente algún tipo de error!
Y yo me las arreglé para preguntarle lo que, me avergüenza confesarlo, se me había ido completamente de la cabeza durante los últimos días.
—¿Qué ha sucedido con mi prometida y los demás, señorita Christophe?
—Depende, DeSota. Si las pruebas salen tal y como yo creo, los pondremos en libertad. —¡Gracias al cielo! Esto… ¿de qué pruebas se trata?
—Las que van a pasar ahora mismo —dijo—. Adelante, Moe —y abandonó la habitación en tanto que el otro gorila entraba con los brazos cargados de artefactos, seguido por un hombre vestido con una chaqueta blanca y los brazos igualmente llenos a rebosar.
No pude evitar encogerme con cierto temor, pero resultó que no se trataba de otra paliza a cargo de Moe. Lo que tenían en mente fue más largo pero ni de lejos tan desagradable… bueno, tampoco es que fuera exactamente divertido. Me tomaron las huellas dactilares y luego las de los dedos de los pies. Midieron mis lóbulos y la distancia que separaba mis pupilas. Tomaron muestras de sangre, saliva y piel y luego me hicieron orinar en una botellita y llenar un recipiente de papel con el contenido de mí estómago. Todo eso fue bastante largo y lo único que lo hacía un poco menos ofensivo era que mi desagradable compañero de cautiverio (el misterioso Larry Douglas, mi compañero de conspiraciones en la cafetería Carson y mi posterior compañero de viaje a la residencia de Reagan en Dixon, Illinois) estaba haciendo lo mismo.
Y le gustaba aún menos que a mí. Tampoco a Moe y al otro guardia les gustaba demasiado. Salieron de la habitación y se dedicaron a vigilar por la ventana mientras el técnico de laboratorio tomaba sus muestras y rellenaba sus gráficos, así que Douglas y yo pudimos hablar un poco. Lo primero que le pregunté fue algo que llevaba mucho tiempo meditando.
—¿Qué diablos es usted? ¿Una especie de agente clandestino de los federales?
Puso cara de perro apaleado, pero incluso los perros apaleados saben gruñir.
—Eso no le importa una mierda, DeSota —me respondió secamente. Observó cómo una jeringuilla aspiraba mi sangre mientras él se apretaba el punto de su brazo en el que el silencioso técnico del laboratorio había hecho lo mismo un instante antes.
—Bien, entonces ¿qué diablos es usted? ¿El amiguito de Nyla Christophe, su chivato o su prisionero?
—Sí —se limitó a responder. Luego se bajó los pantalones para que el técnico pudiera rebanarle una muestra del trasero—. Si yo fuera usted, DeSota —me dijo con aire tenebroso—, empezaría a preocuparme por mi propio pellejo y no por el de los demás. ¿Tiene alguna idea del lío en que se ha metido?
Me reí en sus narices. Todos los dolores e incomodidades de mi cuerpo me decían claramente el lío en el que estaba metido.
—De todos modos —recalqué—, ella ha dicho que podíamos salir bien librados, así que, ¿de qué debo preocuparme?
Me contempló con una mezcla de piedad y desprecio.
—Eso es lo que dijo, de acuerdo. ¿Pero le oyó decir en algún momento algo sobre soltarnos?
Tuve que tragar saliva varias veces antes de poder contestarle.
—Douglas, ¿de qué demonios está hablando? —se encogió de hombros y se dedicó a mirar al técnico. Me dejó así un rato, cociéndome en mi propio jugo, hasta que el técnico hubo tomado todas las muestras que deseaba y, harto de pincharnos y hacernos cosquillas, se largó. Ninguno de los dos guardias volvió a entrar, aunque podíamos verles, sentados en la barandilla, abanicándose mientras miraban hacia la carretera. Un expreso pasó como una flecha por la vía que corría junto a aquélla y un repentino aguijonazo de pérdida me hizo pensar en Greta—. ¿De qué está hablando? —repetí—. Dijo que probablemente nos dejaría ir…
—A nosotros, no, DeSota. A «ellos», a los testigos que no saben nada. Usted es un animal de una especie totalmente distinta. Sabe muchas cosas.
—¿Sí? —me estrujé el cerebro y no saqué nada en claro—. ¡Santo Dios, pero si ni tan siquiera sé lo que quiere de mí!
—El gran dato que conoce es que hay algo que conocer —dijo lúgubremente—, y ése es el dato principal. ¿Cómo se las arregló para estar en dos sitios a la vez?
—¿Cómo infiernos voy a saberlo? —chillé yo.
—Pero sabe que así ocurrió —replicó él, implacable—. Y, por lo tanto, sabe que es posible. Por lo tanto, sabe que alguien, digamos que un criminal, podría hacer algo… digamos que cometer un crimen en cualquier lugar, y tener luego cien testigos de buena fe capaces de jurar que fue otra persona. ¡Jesús, chico! ¿Sabe lo que significaría eso para alguien como yo? Quiero decir, para alguien que necesitara esa coartada —añadió, rectificando rápidamente.
—¡Pero no sé cómo lo hicieron! —gimoteé.
—Eso ya lo descubrí yo —contestó él amargamente—. Despierte de una vez, ¿quiere? ¿Acaso cree que Nyla va a dejarle marchar a su casa para que le diga a la gente que cosas así son posibles?
Volví a sentarme, hecho polvo.
Podía ver muy bien que todo aquello era lógico. Había muchas historias sobre campos del FBI atestados de gente que, para su desgracia, poseía información que no podía hacerse de dominio público. Si yo era uno de ellos…
Si yo era uno de ellos, mi próxima parada no sería Chicago. Sería una cuadrilla de presos esposados uno a otro en los Everglades, encargada de cavar acequias y en constante lucha con los caimanes… o quizás cortar árboles en la interminable carretera de Alaska. O en otro sitio, en cualquiera. Quizás el lugar exacto fuese difícil de imaginar, pero estaba seguro de que, fuese donde fuera, iba a ser mi dirección permanente para el futuro, al menos hasta que llegara el momento en que mis secretos dejasen de serlo. *
O hasta que muriera. Lo que ocurriera primero. Y estaba bastante seguro de que tras uno o dos años en los campos, no me importaría demasiado cuál de las dos cosas iba a ocurrir antes.
Cuando el Sol estaba ya en lo más alto de su recorrido y la sombra del poste exterior había desaparecido, nos trajeron bocadillos de jamón y queso, envueltos en papel encerado, y un espantoso café tibio de una máquina automática, ambas cosas procedentes de la gasolinera que había delante de los bungalows. Me estaba muriendo de hambre, pero no los comí con demasiado placer. Los fui engullendo lentamente y cuando la puerta de la habitación se abrió de nuevo ya estaba dispuesto a entregar mi vaso vacío y mí bolita de papel.
Sólo que no se trataba de Moe ni del otro guardia, ni habían abierto la puerta para eso. Bueno, sí, primero entró Moe pero se hizo en seguida a un lado y dejó entrar a Nyla Christophe con algo parecido a una sonrisa. En una de sus manos sin pulgares sostenía una botella de champán que apretaba contra su pecho.
—Felicidades, muchachos —dijo—. Han aprobado. Son exactamente los mismos.
Ni Douglas ni yo abrimos la boca. Ella hizo un pequeño mohín. —Venga, cariño —le dijo a Douglas con una breve risita… que no resultaba demasiado tranquilizadora—, ¿no comprendes que éste es mi modo de decir que lo siento? Copas —dijo en un tono de lo más distinto, y el segundo gorila estuvo a punto de caerse, tanta fue la prisa que se dio para entrar en la habitación con su bandeja, en la que había unos no muy hermosos vasos de hotel. Ella sacudió la cabeza y los dos guardias se fueron, después de lo cual le entregó la botella a Douglas—. Así se hace, dulzura —dijo, viendo cómo él, más pendiente de su rostro que de lo que hacía, empezaba a quitar el alambre y luchaba luego con el tapón—. Me alegra ver que no se te ha olvidado —había algo en sus expresiones alternativas de ternura (con cierta burla escondida) y preocupación (con algo de beligerancia soterrada) que me hizo sospechar: no todo estaba claro. Fueran cuales fuesen sus relaciones, no se limitaban a las normales entre un agente federal y un informador.
El tapón salió con un leve pop.
Douglas llenó los vasos. Nyla Christophe aceptó el primero, sosteniéndolo sin vacilar con sus cuatro dedos.
—¿Sabe de qué estoy hablando? —me preguntó reprimiendo un eructo. Pensé que esta botella de champán no era la primera que tomaba ese día. Negué con la cabeza—. Ya me lo imaginaba. Las pruebas salieron a la perfección. La misma sangre, los mismos huesos, las mismas huellas. Son idénticos… y mi informe va ya de camino al cuartel general, donde no voy a tardar mucho en presentarme. Por lo tanto, ¡bebamos a la salud de Nyla Christophe, quien quizás sea la siguiente jefa de todo el maldito FBI!
Bebí su maldito champán. Lo bebí porque en esos momentos no sentía excesivos deseos de hacerla enfadar y en parte porque un tipo como yo no siempre tiene la ocasión de beber champán importado de Francia y, básicamente, porque no se me ocurría otra cosa que hacer. ¡Tal vez Douglas estuviera en lo cierto! Tal vez aquel asunto era lo bastante grande como para proporcionarle un gran ascenso a Nyla Christophe y acaso también tuviera razón en el resto de sus desagradables observaciones.
Me pregunté qué haría Greta si desaparecía. ¿Me dejarían que la escribiera para decirle adiós, al menos?
Las noticias que traía Nyla Christophe no eran buenas para mí, pero Douglas pensó que lo serían para él.
—¡Eso es soberbio, cariño! —dijo extasiado—. ¡Caray! Ahora podrás enseñarles lo que vales a esos tipejos de Washington. ¡Oye, tengo un montón de ideas para ti! Todo ese follón de establecer dos identificaciones idénticas… ¿has pensado en lo que podría suponer eso para el FBI? Me refiero, por ejemplo, a infiltrarse en organizaciones subversivas. Claro que no sé exactamente cómo funciona, pero…
La inspectora Christophe le dejó seguir, con una sonrisa soñadora en el rostro y, mientras él continuaba hablando, se acercó hacia la cama y le pasó la mano por la espalda con un gesto afectuoso.
—Encanto —le dijo cariñosamente—, estás como una cabra.
Douglas tragó saliva.
—¿No… no quieres que vaya contigo? —logró tartamudear.
—¿Ir conmigo? Larry, cariño, de todas las gilipolleces del mundo ésa es la última que se me ocurriría cometer.
A Douglas se le encendió el rostro.
—¡Entonces suéltame, maldita sea! ¡No hace falta que me hagas la rosca así! Ella fue ensanchando gradualmente su sonrisa. La verdad es que cuando quería podía resultar bastante atractiva. Incluso me pareció llegar a distinguir unos hoyuelos en la comisura de sus labios.
—Larry —le dijo suavemente—, tal vez alguien pueda criticarme por hacer el amor sin sentirlo de verdad, pero tú, desde luego, no eres ese alguien.
No tenía ni idea de a qué se refería, pero él obviamente sí. El rostro se le volvió gris.
—No sabes ni una mierda de todo el asunto —le dijo ella—. Es mucho más grande de lo que puedas imaginar —me miró—. ¿Quieres saber qué está pasando?
¡Oh, chico, que si quería! No me hizo falta contestar. Ella ya sabía cuál sería mi respuesta, así que se limitó a continuar.
—Empecemos desde el principio. Supongamos…
Vaciló unos instantes. Luego se encogió de hombros y, torciendo el gesto, extendió hacia nosotros su mano derecha, abriendo bien los cuatro dedos que le quedaban enteros y poniendo así aún más de relieve el muñón del pulgar.
—Supongamos que no me hubiera metido en líos con la ley cuando tenía diecisiete años. Supongamos que hubiera crecido de un modo normal. Mi vida hubiese sido muy distinta, ¿no? —Yo asentí, queriendo decir con ello que lo entendía pero que estaba demasiado confundido para emitir una opinión digna de ese nombre; Douglas se limitó a mantener su expresión lúgubre y dolorida—. Por lo tanto, hubiera podido existir una vida en la que yo creciera del modo en que lo hice… Tal como soy ahora, ¿de acuerdo? Y podría haber existido otra en la que yo me hubiera convertido en… oh, qué sé yo. En músico. Puede que en concertista de violín. No es que su expresión cambiara realmente, pero cierto brillo en sus ojos me sugirió que estaba esperando para ver si nos reíamos de esa idea. No me reí.
—La verdad es que hubo un tiempo en que eso mismo me hubiera gustado —dijo—. Y lo bueno es que no puede decirse que una de esas posibilidades es real en tanto que la otra es meramente imaginaria. Ya no es posible. Porque ambas son reales. Puede que todas las posibilidades lo sean. Lo único que sucede es que vivimos en una y no podemos ver las otras.
Me arriesgué a mirar de soslayo hacia Douglas. Estaba tan perdido como yo y bastante más asustado… probablemente, pensé, cada vez más desanimado, porque sabía más que yo acerca de lo que era muy posible que nos sucediera.
—Al cuerno con eso —dijo ella de pronto—. Venga, os lo enseñaré. ¡Moe!
La puerta se abrió al instante y el más grande de los dos gorilas apareció, llenando el umbral. Nyla pasó junto a él a toda prisa, indicándonos con un gesto que la siguiéramos. Afuera hacía un calor increíble. Andaba de modo algo vacilante… en parte por el sol, en parte por sus zapatos de tacón; principalmente, pensé yo, era efecto del champán o puro deleite ante su probable futuro. Nos precedió hacia otro bungalow ante el cual montaba guardia un hombre del FBI que no habíamos visto antes. Nyla Christophe hizo un gesto con la cabeza y él abrió la puerta. Ella miró hacia dentro y nos hizo una seña a Douglas y a mí.
—Echad un vistazo —nos invitó—. Aquí tenéis dos buenas posibilidades.
Seguía sin entender de qué hablaba, pero de todos modos obedecía. En la habitación había dos hombres. Uno estaba de pie en el rincón y se estaba poniendo crema con grandes precauciones: sufría una de las peores insolaciones que jamás he visto. Estaba rojo como una langosta desde las muñecas hasta el cuello. Al taparse el rostro con las manos no pude verle demasiado bien.
El otro estaba más cerca y no se movía. Se había tendido de espaldas en una de las camas y tenía los ojos cerrados. Roncaba. Parecía haber pasado un rato bastante malo y no me refiero simplemente a los malos tratos de rutina que uno espera pasar cuando es prisionero del FBI. Quiero decir que parecía estar medio muerto. Y también parecía…
—¡Douglas! —chillé—. ¡Es usted!
Douglas no dijo una palabra. Se había quedado aún más sorprendido que yo. Tenía la boca abierta y los ojos a punto de saltarle de las órbitas. Pude ver fácilmente que intentaba preguntar algo, así que lo pregunté yo por él.
—¿Qué le ocurre? —dije.
Nyla Christophe se encogió de hombros.
—Se pondrá bien. Demasiado sol, deshidratación, y además le mordió una serpiente de cascabel. Pero ya le han administrado el antídoto y el doctor dice que mañana estará como nuevo. Aunque al otro no lo ha mirado muy bien, ¿verdad?
Lo hice. Y él se volvió a mirarme también. Y el rostro estaba quemado por el sol y algo hinchado, aparte de que su expresión no era lo que se dice alegre, pero yo conocía muy bien esos rasgos.
—¡Dios mío, tiene que ser el tipo de Daleylab!
—Casi acierta —dijo alegremente Nyla Christophe—, pero él insiste en que no lo es. Dice montones de cosas, DeSota, cosas que no se creería usted; no ha dejado de parlotear desde el momento en que los del tren les recogieron a los dos en el desierto la noche anterior. Dice que todas esas posibilidades son efectivamente reales y que hay muchos más como él… en una u otra de esas posibilidades. Pero se le ha pasado por alto lo más importante, DeSota. Lo que no para de repetir y lo que todas y cada una de las pruebas dicen… es que él es usted.