La veterinaria tenía veintiséis años y estaba aterrorizada. Se enjabonó y se duchó seis veces, como le habían ordenado, y luego salió desnuda y empapada del cuarto de baño para entrar en el dormitorio de la granja, donde la esperaba el capitán del ejército. No pensó ni por un momento en su desnudez mientras él iba pasando lentamente la varilla del contador por su piel, sin olvidar ni un centímetro, escuchando el periódico repiquetear de la radiación. «Creo que se ha librado de todo el polvo —dijo por fin el oficial—. ¿Dice que es así como encontró el ganado? ¿Con esa capa de polvo cubriéndolo todo?». Ella asintió, con los ojos desorbitados y llenos de pavor. «Puede vestirse —concluyó él—, creo que está bien». Pero cuando la vio marchar tenía sus propios temores en que ir pensando. ¡Lluvia radiactiva!