24 de agosto de 1983

4.20 P.M. Señora Nyla Christophe Bowquist

Tendría que haber ido a Rochester para los anuncios publicitarios previos al concierto. No pude salir de Washington. Todo aquel día de locos pareció transcurrir en un fugaz destello y mi hora de vuelo llegó y pasó, y Amy logró conseguirme sitio en un vuelo nocturno y yo le dije que cancelara también esa plaza. Hice lo que hago siempre cuando me encuentro totalmente confusa, hecha pedazos y preocupada. Ensayé. Puse la partitura de una trascripción para piano de un concierto de Tchaikovsky delante del televisor y toqué el concierto una y otra vez, sin apartar los ojos de la pantalla, donde cada veinte minutos, más o menos, repetían esa loca emisión de la noche anterior y Dom (mi querido Dom, mi amor, mi compañero de lecho y de adulterio) estaba allí sentado, con esa sonrisa grasienta en el rostro, presentando a esa imitación de presidente de los Estados Unidos que decía todas aquellas cosas increíbles. Dejaron de emitir la programación normal, pero la verdad es que no había noticias nuevas. Las tropas invasoras de Nuevo México se mantenían dentro de las áreas que habían ocupado, las nuestras no atacaban y en todo Washington nadie decía más que vaguedades. Ese día no era yo precisamente la única persona confusa y desorientada en Washington. Hasta el clima era pésimo; una especie de huracán se acercaba lentamente a la costa, trayendo consigo un calor horrendo y breves chaparrones de lluvia jabonosa.

El teléfono no paraba de sonar. Jackie llamó dos veces. Los Rostropovich llamaron, al igual que el agente de Slavi y la vieja señora Javits… de hecho, llamaron todos los que sospechaban que yo tenía algún interés personal en el señor Dom DeSota, y ninguno de ellos dijo nada que no fuera perfectamente amable y todos fueron muy buenos conmigo. Die2 minutos después de que terminara cada una de esas conversaciones ya no me acordaba de ellas. Lo único bueno fue que los periódicos no llamaron. Al menos, el secreto de Dom y el mío seguían a salvo.

Perdí un breve instante sintiendo pena por la pobre Marilyn DeSota, sentada en su hogar, con los teléfonos sonando a cada minuto, y preguntándose qué infiernos estaría pasando con su marido.

Sí, perdí un momento sintiendo pena por la mujer de mi amante. No era la primera vez. Pero sí era la primera vez que me permitía pensar en ello más de medio segundo: ése era más o menos el tiempo que solía tardar en decirme que la infidelidad de Dom, después de todo, era responsabilidad suya y no mía.

Normalmente, lograba creerlo.

Y Amy no dejaba de entrar… con té, con preguntas obviamente preparadas de antemano sobre el vestido que deseaba llevar en Rochester, sobre si me acordaba de que tenía una cita con los chicos de Newsweek al día siguiente por la mañana en Rochester y para contarme lo que había dicho el encargado de conciertos de Rochester cuando llamó y no quise hablar con él. Naturalmente, no me había olvidado del concierto.

En cierto modo estaba trabajando en él con mucha más dureza de la que habría empleado en el propio escenario. El director sería Riccardo Muti y teníamos opiniones distintas. Yo quería tocar el concierto de Tchaikovsky y él estaba de acuerdo, pero yo quería tocarlo sin los cortes habituales. Muti se resistía, como suele hacer todo director de orquesta. Lo que desean es sacar de en medio el maldito concierto para que toda la orquesta se entere bien de a quién deben obedecer, en vez de compartir el mando con algún maldito instrumentista. Cada vez que tocaba el de Tchaikovsky tenía la misma discusión y normalmente acababa cediendo. Esta vez no quería hacerlo.

Así que toqué todo el concierto, volví a tocarlo, me bebí un par de tazas de té frío y luego toqué un poquito más.

El problema era que mis dedos pensaban en la música pero mi mente volaba en todas direcciones. ¿Qué estaba haciendo Dom? ¿Es que ni tan siquiera podía telefonearme? ¿Era acaso posible que ese loco proyecto de la Gatera acerca del que había bromeado conmigo fuera real? ¿Y qué estaba haciendo yo con mi vida? De vez en cuando se me ocurría que si quería tener un niño no era lo que se dice demasiado pronto como para ir empezando…

¿Pero de quién iba a ser ese niño?

Intenté pensar en la música mientras las dulces melodías románticas salían flotando del Guarnerius, capaces, como siempre, de conmover el más duro de los corazones. Tchaikovsky también había tenido sus buenos problemas. Por ejemplo, con el concierto. «Por primera vez es preciso creer en la posibilidad de que una música apeste al oírla», dijo un crítico en el estreno. ¿Cómo se puede seguir viviendo después de semejante crítica? (Pero ahora era uno de los conciertos preferidos en el repertorio habitual). Y su propia vida había sido mucho peor que la mía, en los aspectos extramusicales… bueno, y dejando aparte las políticas… No sé si dejándola aparte, porque todas aquellas intrigas alrededor de la corte del zar para ganarse sus favores tenían cierto sabor bizantino. Su matrimonio había ido mucho peor que el mío: lo intentó una vez y el resultado fue un colapso nervioso. Tuvo su tórrido romance epistolar con Nadejda von Meck durante veinte años sin ver ni tan siquiera una vez a la pobre mujer: salía corriendo por la puerta trasera si ella aparecía sin avisar en la misma casa en que estuviera él. ¡Peter Ilych, el loco! Decían que primero intentó ser director, pero no funcionó bien porque empezó a dirigir la orquesta sujetando la batuta con la mano derecha y sosteniéndose fuertemente la mandíbula con la izquierda, porque había llegado a convencerse de que si no lo hacía así se le caería la cabeza.

Peter Ilych, el loco…

Sping. Ya había roto una vez antes esa misma cuerda. Sonreí sin poderlo evitar, pensando en lo que Ruggiero Ricci me dijo una vez. «Un Strad tienes que seducirlo pero a un Guarnerius puedes violarlo». Sólo que mi violación había sido un poco demasiado brutal.

Amy apareció de inmediato en la puerta. No tuve que preguntarle si había estado escuchándome a hurtadillas: lo había hecho, por supuesto. Le entregué el Guarnerius y ella lo examinó cuidadosamente antes de sacar la cuerda rota.

—Podrías cambiarlas todas —sugerí, y ella asintió. Mientras abría un juego nuevo, seguí soñando despierta. Peter Ilych, viejo loco, pensé… pero, sin saber muy bien cómo, eso se convirtió en «Nyla Bowquist, loca, ¿qué estás haciendo de tu vida?».

Me chupé los dedos, pensativa. Me dolían. No sangraban (para cortarme en los dedos de la mano izquierda hace falta un cincel como mínimo), pero me dolían. Y también me dolían otras cosas, aparte de los dedos.

—Amy, ¿dónde crees que estará ahora mi esposo? —dije.

—Aquí son casi las cinco y en casa serán las cuatro —dijo ella mirando el reloj—, así que supongo que seguirá en la oficina. ¿Quiere que le llame?

—Sí, por favor.

Aunque fuese otra persona quien pagara, a Ferdie no le gustaban las enormes facturas telefónicas de las llamadas de larga distancia, así que teníamos una línea especial para usar… sólo que Amy recordaba mucho mejor los números que yo. Tardó uno o dos minutos.

—Iba de camino al club —me explicó, alargándome el teléfono—. Está en el coche.

La miré de un modo que ella interpretó inmediatamente. Cogió el Guarnerius, las cuerdas y el pulidor y dijo que ya lo acabaría fuera.

—¿Cariño? Soy Nyla —dije yo.

—Gracias por llamar, querida —respondió en seguida su voz de siempre, cálida y suave—. Con todo lo que está ocurriendo estaba algo preocupado por ti…

—Oh, estoy estupendamente —dije, mintiendo—. Ferdie…

—¿Sí, querida?

—Yo… esto, las cosas andan bastante enloquecidas hoy por aquí.

—Lo sé. He estado pensando que quizás tuvieras problemas para conseguir plaza en un vuelo a Rochester, supongo que todas las compañías aéreas andarán hechas un lío. ¿Quieres que te envíe el reactor de la empresa?

—Oh, no —dije a toda prisa. No tenía demasiado claro qué deseaba, pero estaba segura de que no era eso—. No, Amy tiene todas esas cosas controladas. Ferdie, querido, lo que ocurre es… bueno, quiero decirte algo. —Tragué una honda bocanada de aire, disponiéndome para lo que iba a soltarle.

Pero no logré decir ni una sola palabra.

—¿Sí, querida? —me preguntó muy cortésmente Ferdie.

Volví a tragar aire y probé de un modo distinto.

—Ferdie, ¿te acuerdas de Dom DeSota?

—Claro, querida —pareció casi divertido. La verdad es que era una pregunta tonta. Aquel día no había nadie en todo el país que no supiera quién era Dom DeSota, aparte de que una de las cosas que Ferdie siempre ha necesitado en su negocio es conocer a todas las personas dotadas de poder en Illinois—. Lo que le ocurre es terrible —dijo con cierta vacilación, como para ayudarme a seguir hablando—. Sé que debe preocuparte mucho el jaleo en que anda metido.

Tragué saliva. Por supuesto que no lo había dicho con ninguna intención particular, pero cuando sientes tu conciencia culpable de algo, hasta la palabra «hola» está cargada de sobreentendidos. Intenté imaginar lo que Ferdie estaría pensando a partir de lo que yo le decía. Me pareció que estaba interpretando de un modo excelente el papel de la esposa que tiene algo que confesar pero que no logra decirlo, y puede que en mi interior fuera eso lo que intentaba hacer… provocar sospechas en Ferdie para que me preguntara de un modo directo todo aquello, obligándome a contestarle.

Sólo que Ferdie no estaba nada suspicaz. Al contrario, sentía ternura y un generoso y tierno afán de perdón hacia la cabeza de chorlito de su esposa, incapaz de acordarse ni tan siquiera de lo que pensaba decir a continuación.

—Ferdie —dije—, hay algo sobre lo que quería hablarte. Mira, he estado… Amy, ¿qué sucede? —le pregunté, irritada al verla en el umbral.

—La señora Kennedy ha venido a verla —dijo.

—Oh, infiernos —al otro extremo de la línea pude oír la risita cariñosa de Ferdie.

—Ya me he enterado —dijo—. Tienes compañía. Bien, querida, en este momento estamos aparcados en doble fila delante del club y tal vez puedas oír las bocinas de los coches. Hablaremos después, ¿vale?

—Estupendo, cariño —dije, frustrada, asustada… y, más que nada, aliviada. Algún día tendría que contárselo todo de cabo a rabo… pero, gracias a Dios, ese día no había llegado aún. Y cuando Jackie entró a decirme que me invitaba a cenar («es sólo una cena familiar, pero queremos que vengas») acepté su ofrecimiento con gratitud.

En realidad no era una cena familiar (faltaban los niños), ni tan siquiera en el sentido de familia política, aunque el ayudante principal de Jack Kennedy y su esposa estaban presentes en la mesa. No lo era porque el único invitado, aparte de mí, era nuestro viejo amigo Lavrenti Djugashvili. Era un excelente anfitrión y un invitado impecable, por supuesto, pero de todos modos me sorprendí al verle. Eso hacía mi presencia algo más fácil de entender, dado que Lavi no tenía compañía esa noche y Jackie odiaba las mesas desequilibradas.

—No, querida Nyla —dijo al besarme la mano—, esta noche estoy soltero, dado que Xenia ha vuelto a Moscú para asegurarse de que nuestra hija está tomando todas las píldoras vitamínicas que debe tomar en el internado.

—Así pues —dijo el senador—, vamos a tener una cena sin etiqueta y relajada, puesto que hoy ya hemos tenido todas las emociones necesarias. ¡Albert! Sírvale algo de beber a la señora Bowquist.

No es una cuestión de riqueza. Ferdie es casi tan rico como Jack Kennedy, pero cuando tenemos una cena relajada sin etiqueta no solemos darla en el comedor, con un mayordomo de uniforme sirviendo los platos. Comemos en la mesa del desayuno y Hannah, la cocinera, nos sirve y cocina delante nuestro. Los Kennedy jamás serían tan informales. Tomamos los cócteles en el salón, bajo la atenta mirada de los retratos de los tres difuntos hermanos del senador y cuando entramos en el comedor los óleos del viejo Joe y de Rose nos contemplaron desde la pared. Todos los vinos eran estupendos y de cosecha propia. Y la vajilla no era de plata. Era de oro.

Y la verdad es que esa cena hizo justo lo que Jack Kennedy dijo que iba a hacer. Hizo que el mundo fuera nuevamente real. Era exactamente el tipo de cena que yo solía tener como cien veces cada año, incluyendo la charla sobre el tiempo (el huracán que venía de camino; la lluvia que parecía empeorar), las notas escolares de la hija de Lavi y el modo realmente maravilloso (Jackie me lo repitió otra vez) que tenía yo de tocar el concierto de Gershwin, lástima que hubieran distraído al público de ese modo.

El embajador estuvo todo el rato pendiente de mí, con su apuesto y granítico rostro eslavo lleno de animación. Alabó mi traje, las flores de la mesa, el vino y la comida. Siempre me había gustado Lavrenti, en parte porque amaba realmente la música, aunque no fuera siempre el tipo de música que yo entendía. Una vez le acompañé para oír a un grupo de Georgia que estaba haciendo una gira; cincuenta hombres corpulentos, morenos y apuestos que cantaban a voz en grito largos oratorios que me parecieron en su mayor parte compuestos de rugidos, con interjecciones como ¡Hat!, y ¡Hey!, cada cinco o seis segundos. No era mi música favorita, pero cuando nos fuimos Lavi tenía los ojos algo brumosos y luego le vi igualmente afectado desde el escenario cuando interpreté el Segundo Concierto de Prokofiev. Y eso es significativo, porque ese concierto le exige mucho al intérprete, pero la parte del público que se conmueve con él es muy pequeña.

Durante casi una hora conseguimos no tocar el tema de la invasión realizada por esos otros Estados Unidos de América y, especialmente, el tema de mi Dom.

La mayor parte del mérito fue de Jackie Ella y la señora Hart estaban ayudando a recaudar fondos para el Museo de la Constitución y las dos tenían divertidas historias que narrar sobre cómo Pat Nixon quería traer un grupo que cantaba música country y cómo la señora Helms tenía bajo su protección a un tenor de la Universidad Metodista del Sur al que deseaba lanzar a la fama. Estábamos empezando a comer el arroz con pollo. Jackie me miró y dijo:

—¿Y si les sacudimos un poco, Nyla? ¿Te gustaría tocar un poquito de Berg?

El senador se removió en su asiento con cara de incomodidad (estaba claro que la espalda volvía a molestarle) y se quejó:

—¿Berg? ¿Ése que son todo chirridos y zumbidos, no? Nyla, ¿realmente te gusta? Bueno, a nadie le «gusta» realmente el concierto de Berg… quiero decir que sería como si a uno le «gustase» un elefante colorado. Pero hay que hacerle caso, quiérase o no. Además, es una pieza muy lucida, así que de vez en cuando lo interpreto para impresionar a la gente. Y es bastante incómodo tocarla en una casa, dado que ni siquiera el Auditorio de la Orquesta de Chicago está a la altura de Berg. Está muy bien para algo así como un Beethoven o algo de Bruch, cosas tan melódicas y llenas de ritmo que a la orquesta realmente no le hace falta oírse tocar. Pero sí le hace falta para Berg y la acústica del Auditorio no está capacitada para ello.

Mientras le explicaba todo eso a Jack Kennedy me fue fácil ver que su atención estaba en otro sitio. Me miraba, sí, pero sus ojos parecían ver a través de mí y en vez de comerse el arroz lo único que hacía era removerlo con el tenedor. Supuse que sería su espalda y Levi hizo lo mismo.

—Ah, senador —me interrumpió, con el humor de oso ruso que solía utilizar para demostrar que alguien le interesaba de veras—, ¿por qué no viene a Moscú a ver algún doctor? Nuestro Instituto Médico de Djugashvili, bautizado en honor de mi abuelo, no en el mío, tiene los mejores cirujanos del mundo sin duda alguna.

—¿Podrán darme una espalda nueva? —gruñó Kennedy.

—Un trasplante espinal, ¿por qué no? Puede acudir al doctor Azimof, el mejor especialista del mundo en trasplantes. Hablando sólo de corazones, ha trasplantado trescientos ochenta y cinco, sin contar los hígados, los testículos y qué sé yo. En Moscú solemos decir que cuando se haga el primer trasplante exitoso de hemorroides, ¡lo hará Itzhak!

Me reí. Jackie también se rió. Todo el mundo se rió excepto el senador. Sonrió pero no fue una sonrisa muy duradera.

—Lo siento, Levi —dijo—. Me temo que mi sentido del humor no funciona demasiado bien esta noche —dejó el tenedor y se inclinó sobre la mesa—. ¿Gary? Dijiste que estaban trayendo en avión a Jerry Brown… ¿nuestro Jerry, querías decir?

—Eso es, senador. Le localizaron en Maine pero el vuelo se retrasó por culpa del tiempo.

El senador torció el gesto y se frotó la nuca.

—Háblame a mí del tiempo —dijo, indicándole con un gesto al mayordomo que se llevara su plato—. Sólo Dios sabe de qué puede servir Brown —comentó—, pero supongo que al menos servirá para que nos enteremos un poco de cómo es su opuesto del otro lado.

Hart se mostró de acuerdo.

—Ojalá supiéramos algo más sobre esos tipos. Quizás pudiéramos encontrar algunos de sus dobles aquí y meterlos en esto.

Ninguno de los dos me miraba, pero Jackie sí.

—Nyla —dijo—, tú conoces a Dom DeSota, claro —y me imaginé por qué me habían invitado. Sin decirlo de un modo abierto, Jackie me estaba confiriendo la categoría de esposa honoraria… al menos, de lo que podría calificarse como prometida. No podría tratarme mejor si Dom y yo hubiéramos estado casados. De hecho quizás no me hubiese tratado tan bien, dado que la reputación de Dom estaba seriamente empañada… O quizás no lo estuviese tanto, porque siguió hablando—. Creo que hablaste con él no mucho antes de que se fuera a Nuevo México. —¡Qué tacto! Supuse que el ayudante de Dom se habría ido de la lengua—. Me pregunto… ¿dijo algo sobre la razón de su marcha? Vacilé un instante antes de contestar.

—No sé si estabais al corriente de lo que sucedía en Sandia…

—Oh, sí, querida señora Bowquist, creo que sí —dijo Lavrenti—. Incluso yo oí algo.

—Puede hablar con toda libertad, querida —dijo el senador—. Si alguna vez fue un secreto, ya no lo es.

—Bueno… el senador dijo algo sobre un doble suyo. Un doble exacto… quiero decir, incluso con las mismas huellas dactilares. Querían confrontarle con ese otro hombre.

—Exactamente —dijo Gary Hart en tono triunfal—. Es justo lo que pensamos, senador. Ese hombre de la televisión no era nuestro Dom DeSota.

El senador asintió y le hizo una seña al mayordomo.

—Tomaremos el café en mi estudio, Albert —dijo, y luego se dirigió a nosotros—. Echémosle otra mirada a ese tipo de la televisión.

Aun así me costó cierto tiempo entender lo que estaban diciendo. Fuimos al estudio (no era lo que yo hubiese llamado un estudio; era mayor que mi sala de estar en Chicago y me pareció lo bastante grande como para un consejo de guerra o una reunión secreta de doce o más personas), donde había cuatro monitores de televisión más una gran pantalla; terminales de teletipo conectadas directamente a la INS y la AP y, sobre todo, un aparato de vídeo. Jack Kennedy tomó asiento en un lugar cercano a una rejilla de aire acondicionado, exhausto por el puro que se estaba fumando, y empezó a morderse los nudillos observando cómo volvía a pasar ante nosotros el rostro de Dom, hablando con la voz de Dom y pronunciando aquellas palabras que yo me negaba a creer que hubiera dicho. Y Jack Kennedy tampoco podía creerlo.

—¿Qué os parece? —le preguntó a todo el mundo, sin dirigirse a nadie en particular.

Nadie contestó y me di cuenta de que el matrimonio Hart me estaba mirando.

Por un momento me pregunté si, después de todo, no estarían echándome la culpa del increíble cambio de chaqueta de Dom. Otra vez mi conciencia culpable, por supuesto.

Y entonces se me ocurrió otra idea.

—Póngalo otra vez, ¿quiere? —pedí, con los inicios de un temblor en mi voz, y busqué a tientas en mi bolso las gafas que nunca llevo en público. Estudié con mucha más atención el rostro de mi amante, examinando cada línea y prestando oído a la más mínima inflexión de su voz. No estaba del todo segura, pero tenía que decirlo—. Parece muy delgado, ¿verdad? Como si estuviera bajo algún tipo de fuerte tensión… o…

—O —dijo Hart— como si hubiéramos acertado en lo que pensamos, senador. Ése no es nuestro Dom DeSota. Es el de ellos.

—Lo sabía —exclamó Jackie con voz aguda desde el brazo de mi sillón, al que se había trasladado mientras veíamos el vídeo. Sentí su mano en mi hombro, abrazándome como una madre. Hubiera sido capaz de besarla. Un nudo que no había notado hasta entonces se desató en mi pecho. ¡Oh, Dom! Puede que fueras un adúltero ¡pero al menos no eras un traidor!

—Creo —anunció el senador— que ahora podemos echarle un vistazo a esos resúmenes de la CIA, Gary —tomó una carpeta que le entregó su ayudante, se puso él también unas gafas y examinó la primera de las páginas que contenía.

No le escuché. El alivio que me invadía era demasiado fuerte. No es que todo se hubiera arreglado, claro. Seguía estando Ferdie, por no mencionar a Marilyn DeSota, pero al menos el más agudo y potente de mis dolores había desaparecido.

Me pregunté qué hora sería. Si lograba presentar mis excusas y escabullirme de regreso a mi hotel… si pudiera llamar a Ferdie aquella misma noche, antes de que se fuese a dormir… quizás ahora lograse soltarle todo lo que tanto tenía que decirle. Por supuesto que aún quedaba Marilyn…

Otra vez hecha un mar de dudas, intenté prestar atención a lo que decía Jack Kennedy.

—… dos personas —estaba diciendo—. Una era un avispado policía de Albuquerque.

La otra era una avispada agente del FBI disfrazada con pantalones cortos y montada en bicicleta, a la que soltaron en una montaña donde esos tipos habían ocupado un transmisor de televisión. Ninguna de las dos tuvo grandes problemas para soltarle la lengua a los soldados enemigos.

—Una confianza lamentable —dijo Hart, frunciendo el ceño.

—Lamentable para ellos y estupenda para nosotros —dijo Jack—. De todos modos no dijeron mucho, al menos sobre asuntos militares. Pero el policía y la agente del FBI lograron que hablasen sobre las diferencias entre su mundo y el nuestro. Creo que ahora tenemos una idea bastante correcta sobre los puntos de divergencia entre su historia y la nuestra.

Intenté comprender el resto de lo que dijo Jack Kennedy. No fue fácil. Entiendo de música pero cuando fui a la Juilliard no había demasiados cursos de historia. Aunque Dom me lo había explicado, me resultó bastante difícil entender qué era eso de los «tiempos paralelos». Me lo había explicado como teoría. Como realidad era aún más difícil de aceptar.

—Sus enemigos —dijo Jack— parecen ser la Unión Soviética y la República Popular China.

Hizo una pausa mirando al embajador, que se hundió en su asiento frunciendo el ceño.

—¿Qué China? —pregunté yo, como habría hecho cualquiera… ¿se referían al Mandato Coreano, a Han Pekín, a la Soberanía de Hong Kong, al Manchukuo, al Imperio Taiwanés o a cualquier otro de los doce o quince pedacitos en que se había partido la China después de la Revolución Cultural?

—Una sola China —dijo Jack—. Se las arreglaron para no hacerse pedazos y ahora, para ellos, son la nación más grande del planeta.

Nos miramos unos a otros. Era bastante duro de tragar. La idea de que la Unión Soviética pudiera amenazar a nadie resultaba aún más loca. Intenté descifrar el rostro de Lavi, pero carecía de toda expresión. Se limitaba a escuchar, y un instante después alargó la mano y cogió uno de los puros del senador, aunque yo sabía que normalmente no fumaba. Clavó los ojos en él, le quitó muy lentamente la funda y no dijo ni palabra.

Entendí muy bien que tuviera tantos problemas como yo para aceptar todo aquello, aunque fuera por razones distintas. Después de todo, fue el intercambio de bombas atómicas con la Unión Soviética lo que desencadenó la Revolución Cultural en China. Las consecuencias de dicho intercambio fueron todavía peores para la Unión Soviética. Moscú y Leningrado desaparecieron y el resto del país quedó decapitado.

Intenté recordar la historia rusa. Estuvieron los zares, claro. Luego Lenin, al que asesinaron, o algo parecido. Luego Trotsky, que les metió en una serie de guerras fronterizas, casi todas perdidas, con naciones como Finlandia y Estonia. Luego estuvo el abuelo de Lavrenti (con todas sus insurrecciones internas y grandes hambrunas), que puso en marcha el proyecto nuclear y nos metió en la carrera de la bomba atómica, que sólo terminó cuando los chinos vaporizaron Moscú y el proyecto nuclear, todo a la vez…

Pero, al parecer, en esa línea temporal Trotsky jamás se apoderó del gobierno, aunque sí lo hizo el abuelo de Lavrenti. No hubo ninguna serie de guerras fronterizas. Hubo una y grande. La llamaron Segunda Guerra Mundial y fue con un hombre llamado Hitler, un alemán dispuesto a conquistar el mundo, que estuvo a punto de lograrlo hasta que el resto de países se uniera en contra suya.

Eso sí que nos dejó patidifusos. ¡Alemania era sólo un país! ¡Ahí sí que hubiera apostado la camisa! ¡Nunca había sido lo bastante grande como para amenazar al mundo entero!

Y además… ahí estaba Lavrenti, sentado delante de mí, encendiendo lentamente su Claro procedente de Cuba. Por supuesto, nominalmente era comunista. Pero los rusos no llegaban ni de lejos a la militancia de los bolcheviques ingleses, pongamos por caso, que tenían centros de agresión dispersos por lo que ellos llamaban «Comunidad Federada de Repúblicas». Gracias al cielo que Canadá y Australia se habían escindido de ella… Meneé la cabeza. Nada de todo ese asunto tenía mucho sentido para mí.

Desgraciadamente, sí lo tenía para Lavrenti Djugashvili. Habría fumado más o menos un par de centímetros de su puro cuando Kennedy acabó con el informe de la CÍA, y no le cogió por sorpresa que el senador se detuviera y le mirase de modo interrogativo. —Entiendo lo que quiere decir— afirmó Lavi. —Es un asunto digno de preocupación. Si esta invasión de su país resulta en último extremo estar dirigida contra el mío…

—Creo que no exactamente al suyo —dijo rápidamente Jack—. Creo que se dirige a la Unión Soviética que existe en su tiempo.

—Pero siguen siendo mí pueblo, ¿no? —dijo Lavi lenta y pesadamente.

Kennedy no contestó, limitándose a un levísimo gesto de asentimiento con la cabeza. Lavi se puso en pie.

—Con su permiso, querida señora Kennedy —dijo con voz sombría—, creo que he de visitar mi embajada ahora mismo. Senador, le agradezco esta información. Es posible que debamos hacer algo, aunque en estos momentos no se me ocurre el qué.

Todos nos pusimos en pie, mujeres incluidas. No era tanto una señal de respeto como un modo de expresarle nuestra simpatía. Cuando se hubo marchado, el senador Kennedy le indicó al mayordomo que nos sirviera la última copa de la noche.

—Pobre Lavrenti… —dijo, y añadió—: Y, a decir verdad, pobres de nosotros, porque a mí tampoco se me ocurre lo que podemos hacer.

Con o sin la espalda dolorida, el senador decidió llevarme personalmente en coche a mi hotel. Jackie nos acompañó, pero no fue lo que se dice un viaje de placer. Estaba empezando a llover a cántaros y las calles estaban cubiertas de una resbaladiza capa de aceite.

Los tres cabíamos fácilmente en el gran asiento delantero. No hablamos demasiado, ni tan siquiera Jackie, que examinaba con nerviosismo la carretera para ayudar a su esposo: como sus dos hermanos menores habían muerto en accidentes de coche, uno ahogado y el otro entre las llamas, no le gustaban demasiado tales vehículos. Yo tenía mis propios asuntos en que pensar. Sería un poco más de las diez de la noche, las nueve en Chicago. Seguramente Ferdie estaría aún despierto. ¿Debía llamarle? ¿Tenía el derecho a hacerlo, por Dom? ¿Tenía el derecho a no hacerlo, por Ferdie?

Por lo tanto, tardé un poco en darme cuenta de que un inesperado atasco circulatorio nos había obligado a parar y el senador contemplaba la carretera irritado.

—¿Qué infiernos pasa? —murmuró, intentando ver más allá de los coches parados que teníamos delante.

—¿De qué se trata? —preguntó Jackie—. ¿Algún accidente?

No era ningún accidente.

Kennedy lanzó un juramento. Por el parabrisas del coche que teníamos delante vi algo que se acercaba a nosotros por el otro carril. Era grande y se movía de prisa, pero no tenía las luces destellantes de los coches de la policía o de las ambulancias. De hecho, no llevaba ningún tipo de luces, salvo un solitario faro cegador que barría la carretera a uno y otro lado como la paleta de un limpiaparabrisas y, a la vez, iluminaba algo que sobresalía del vehículo.

Parecía un cañón.

—Jesucristo Todopoderoso —exclamó el senador—, es un jodido tanque.

Jackie lanzó un grito… y estoy segura de que yo también lo hice. El senador no esperó. Hizo girar a toda velocidad el enorme Chrysler, golpeando con el parachoques lateral la valla protectora y, girando el volante lo máximo posible, pisó a fondo el acelerador. Le cogimos una delantera de cincuenta metros al tanque y no paramos de acelerar hasta llegar a los ciento cincuenta por hora sin que yo dejara de ver ese enorme cañón que sobresalía del tanque y que ahora nos apuntaba. Supongo que el senador sentía lo mismo que yo, porque cuando llegamos al primer cruce frenó en seco. El coche patinó y se detuvo… o casi, es decir, reducimos la velocidad a unos meros setenta kilómetros por hora, con lo que el senador logró girar por el cruce.

Teníamos un taxi justo delante.

Nunca me he sentido tan cerca de la muerte. Nos detuvimos, y lo mismo hizo el taxi, pero escapamos por los pelos. Nuestro parachoques delantero rozaba prácticamente la portezuela izquierda del taxi y el conductor ya estaba bajando a toda prisa el cristal para insultar entre sollozos histéricos a Jack.

El cual no le hizo el menor caso.

El motor se había calado. Jack ni tan siquiera intentó arrancar de nuevo. Abrió su portezuela y bajó del coche, maldiciendo ante todo el castigo que le estaba infligiendo a su espalda y llegó justo a tiempo de ver cómo pasaba el tanque, veloz y severo, seguido por media docena de camiones cargados de soldados. Pude distinguir el reflejo de la luz en sus cascos al pasar y detrás de los camiones venía otro tanque.

—Notable —dijo Jack Kennedy.

—¿Qué hacen nuestros tanques en la calle? —le pregunté.

Se volvió para mirarme. Jack no es ningún jovencito pero nunca había visto su rostro como entonces: parecía un anciano. Rodeó protectoramente a Jackie con un brazo.

—Nada —dijo—. No son nuestros. No tenemos ningún tanque parecido a ésos.