Después de asomar la nariz por la puerta de su apartamento y comprobar que no se oían ruidos en la escalera, el anciano bajó cautelosamente hasta su buzón. El precioso sobre marrón de la Asistencia Social estaba en el interior. Lo tomó, subió a toda prisa los peldaños antaño cubiertos de moqueta, entró en su piso y cerró con premura los tres pestillos. Ahora, si lograba llegar al Seven-Eleven tendría comida y dinero para las semanas siguientes. Ni tan siquiera notó el débil roce de… algo, pero al volverse vio que su apartamento había sido concienzudamente desvalijado. En apenas un minuto su viejo televisor había desaparecido, los gastados almohadones del sofá estaban tirados por el suelo y los estantes de la cocina estaban vacíos, sus magras posesiones esparcidas por las baldosas. Gimiendo, abrió la puerta del dormitorio para ver si habían tocado sus preciosos papeles… y había alguien en su cama. Un hombre. Con el cuello cortado y los ojos vidriosos; su rostro contorsionado en una mueca de miedo y dolor… y ese rostro era el suyo.