La base que habíamos capturado estaba más llena de regalos que el calcetín colgado de la chimenea en Navidad. El que yo apreciaba más era la oficina del comandante de la base. Tenía su propio comedor privado, con cocina incluida; y en el refrigerador privado del comandante de la base, los cocineros habían descubierto media docena de los bistecs más gruesos y jugosos a los que jamás les haya hincado el diente. La cantidad era perfecta. Éramos seis para comérnoslos: el teniente coronel Tempe, encargado del departamento de investigación nuclear; el mayor de la PM, Bill Selikowitz; el capitán del Cuerpo de Transmisiones; otros dos capitanes que eran ayudantes de Tempe, y yo. Éramos los oficiales de mayor graduación en la base (al menos, de nuestro bando) y la graduación siempre tiene sus privilegios. Comimos sobre un mantel de lino, con servilletas igualmente de lino, en una cubertería de plata, y aunque los vasos sólo contenían agua, al menos eran de cristal danés. Por el gran ventanal del comedor, situado en el quinto piso de los cuarteles generales de la base, podíamos ver los aproximadamente sesenta edificios que habíamos capturado, con los PM de Salikowitz patrullando en sus jeeps. Hacía calor ahí fuera, pero en nuestro pequeño castillo el aire acondicionado funcionaba a las mil maravillas.
Los seis éramos felices.
Uno de los ayudantes del coronel Tempe hablaba extasiado sobre los ridículos proyectos que habían descubierto: un grupo de chalados que intentaban leer las mentes del enemigo; armas químicas binarias del tipo que nosotros habíamos probado y descartado cinco años antes; cañones láser capaces de freír a un soldado enemigo a cinco kilómetros de distancia, siempre que el soldado estuviese quieto al menos durante diez minutos sin salirse del rayo.
Fue lo que más gracia nos hizo y era realmente cómico. Esta gente había tirado más dinero en ideas tontas que nosotros. ¡Pero no todas sus ideas eran ridículas!
Cuando llegamos al pastel de manzana con helado, el coronel Tempe nos contó las cosas serias. Todos le escuchamos con gran atención; al cabo de otras cuarenta y ocho horas, sin duda todo aquello sería secreto del más alto nivel, pero nosotros nos estábamos enterando de todo directamente a través de su descubridor. En lo tocante a las armas nucleares, esos tipos nos habían dejado a la altura del betún.
—Misiles de crucero —decía—. Como pequeños aviones a reacción que pasan por debajo del radar, demasiado rápidos para que los intercepten, con mapas incorporados en su memoria para que siempre sepan dónde están. Cabezas nucleares múltiples; se lanzan todas juntas y luego se dividen, a veinte kilómetros de altura, y seis proyectiles distintos dan en seis blancos distintos. Y submarinos.
Eso me pilló por sorpresa.
—¿Submarinos? ¿Qué diablos hay en especial en los submarinos?
—Que son de propulsión nuclear, DeSota —dijo con el rostro muy serio—. Unos bastardos enormes, de diez mil toneladas y aún más. Pueden quedarse bajo el agua un mes entero, allí donde el enemigo no pueda encontrarlos; y cada uno de ellos transporta veinte misiles nucleares de un alcance superior a los quince mil kilómetros. ¡Jesús! ¡Es el fin de los ataques biológicos a escondidas! ¡Si pudiéramos meter uno de esos malditos submarinos a través de un portal, los rusos tendrían que agachar la cabeza y morir por nosotros!
De pronto el pastel ya no me pareció tan bueno.
—Pero para nosotros ha sido como un paseo —objetó Selikowitz.
—Porque no nos esperaban —dijo el coronel—. Ahora saben dónde estamos.
—Oh, vamos, coronel —dije yo—. No irán a… ¿tirar una bomba nuclear sobre su propia base? —pretendía ser una afirmación, pero se convirtió a medio camino en una pregunta.
Nadie quiso contestarla, ni tan siquiera el coronel. Atacó en silencio su pastel durante unos segundos y luego, sin poder contenerse más, explotó:
—¡Lo estamos haciendo todo al revés, maldita sea! ¡Tendríamos que haber golpeado justo en lo más alto! ¡Atacar la Casa Blanca, agarrar a su presidente y decirle lo que vamos a hacer! Y todo se hubiera acabado antes de que los rusos y sus condenados satélites empezasen a sentir curiosidad sobre esta maldita «excavación arqueológica» en pleno desierto.
Todos me miraban fijamente; empecé a desear no haber abierto la boca. ¿Quién era yo para defender las decisiones del Alto Estado Mayor? Todos sabíamos los agrios extremos a que había llegado el debate y ninguno de nosotros, y yo menos que nadie, había tenido voz ni voto en la decisión final.
Y, con todo…
—Coronel —dije—, enfrentémonos a los hechos. Primero: no importa el tipo de armas que esta gente posea porque no pueden usarlas contra nuestro país ya que no pueden llegar hasta nosotros. Sólo podrían hacerlo con un portal y la primera razón de que viniéramos aquí fue para evitar que construyesen uno.
—Pero si estaban muy lejos de conseguirlo —se quejó un ayudante.
—Podrían haberlo completado bastante rápido —dije—. Una vez supiesen que era posible, muchas preguntas hubieran quedado contestadas. No podíamos correr ese riesgo. Ahora tenemos esta base y no pueden tomar represalias contra nosotros… hagamos lo que hagamos.
El coronel me miró con dureza y luego me dirigió una gélida sonrisa.
—DeSota, es usted el empleado perfecto —dijo, y golpeó con la uña su copa vacía. El suave tintineo fue como una campana que marca el final de un asalto. Realmente, era un cristal magnífico.
No tenía ningún deseo de continuar la discusión. El coronel tenía razón, pero al mismo tiempo se equivocaba: habíamos conquistado Sandia sin el menor incidente (si no contábamos como tal a un centinela que había sufrido la rotura de un brazo porque un PM de Selikowitz se había entusiasmado en el combate cuerpo a cuerpo). Si hubiéramos asaltado la Casa Blanca alguien habría muerto pero, por otro lado…
Por otro lado, había demasiadas posibilidades a tomar en cuenta. ¡Qué armamento tan increíble poseía esta gente! Si pudiéramos llevarnos el submarino… o una de esas cabezas múltiples o un misil de crucero…
Pero a este lado del portal nos faltaba la energía necesaria para transportar algo tan enorme. Claro, podíamos llevarnos los diagramas e incluso las armas, pieza a pieza. Pero más pronto o más tarde los rusos examinarían más atentamente ese gran hoyo en el desierto que habíamos calificado de excavación arqueológica, y si veían alguna señal de armamento…
—¿Mayor? —la bella soldado que nos había llenado las tazas de café estaba repartiendo unos sobres—. Llegaron mientras estaban ustedes comiendo…
—Gracias —dije, sin poder reprimir una sonrisa. Para mí sólo había una, pero era ¡un mensaje del presidente de los Estados Unidos!
Decía lo siguiente:
En nombre del pueblo norteamericano le condecoro a usted, a los oficiales y a los soldados del Destacamento Especial 456 del Ejército de los Estados Unidos por sus meritorios servicios y el valor demostrado en el cumplimiento de su deber.
Miré a mi alrededor, sin poder evitar una sonrisa. No me importó que los demás sonrieran igualmente… sin duda, también habían sido condecorados. No importaba que el presidente, probablemente (¡no, indudablemente!) no lo hubiese escrito en persona y que, sin duda, ni tan siquiera conociese mi nombre; estaba claro que era una citación formularia del Departamento de Guerra. Tampoco importaba que el presidente fuera un idiota pusilánime, como sabíamos todos (yo nunca voté a ese hijo de puta). ¡Daba igual! Esa carta en la que el presidente citaba mi nombre quedaría preciosa en mi expediente. Y, además, las medallas: aparte de la Legión del Mérito para mí, la Estrella de Bronce para la sargento Sambok y otras cuatro para conceder a quien yo escogiese.
No estaban mal para empezar la mañana y lo único malo era que Bill Selikowitz tenía más que el resto de nosotros. Pero un ordenanza le musitaba algo al oído y cuando alzó los ojos su mirada iba dirigida a mí.
—¿Dom? Mis patrullas acaban de coger a uno de tus chicos. Venía hacia la base a más de cien por hora en un coche robado, con un poli de Albuquerque pisándole los talones. Es el soldado Dormeyer: se largó a la ciudad sin permiso y parece que ha intentado matar a un civil.
A quien yo necesitaba era a la sargento Sambok, porque conocía todo el destacamento. Pero no podía tenerla porque estaba al otro lado del portal, vigilando a los prisioneros, y el portal estaba apagado a causa de algún problema técnico.
Sólo tenía a la teniente Mariel, recién graduada y tan útil como una vaca con dos rabos. Me estaba esperando en la oficina.
—¿Qué… qué vamos a hacer? —logró decirme, añadiéndole luego un tardío—: ¿Señor?
—Vamos a poner este asunto en claro —le dije— ¡maldita sea, teniente! ¡Quería a Dormeyer de vuelta sin armar jaleo!
—No pudieron encontrarle —dijo con aire miserable—. Mandé a los soldados Weimar y Milton a su casa en la ciudad pero no estaba… y ya sabe, señor, la ciudad es un auténtico lío, con algunas tropas nuestras vigilando los puntos de comunicación, y nadie sabe si el enemigo va a reaccionar…
—Teniente, ahórrese las excusas —le ordené. Había olvidado que Dormeyer era de aquí (al menos en nuestro tiempo) y eso no era nada bueno: un oficial al mando debe conocer a sus tropas, al menos eso se supone—. Se supone que un oficial ayudante conoce a sus tropas —le dije—. ¿Actuaba Dormeyer de modo sospechoso antes de largarse?
—¡No, señor! No que yo sepa, señor. Consiguió un permiso de siete días hará cosa de un mes, señor… su mujer se mató en un accidente de coche. Yo sugerí que se le sacase de la unidad por haber perdido días de entrenamiento, pero usted dijo que no y…
—Tráigalo aquí, hablaré con él. No, espere un momento… déjeme hablar primero con el policía.
No merecía nada de esto. No deseaba que me echaran a perder la hoja de servicios o que el viejo general Cara-de-Rata Magruder me cayese encima por un soldado gilipollas que se había metido en líos. De momento, lo único bueno era que Bill Selikowitz había puesto el asunto en mis manos; nada quedaría registrado oficialmente…
Siempre que consiguiese manejarlo bien. Y cuando vi al oficial Ortiz empecé e pensar que sería posible. Se trataba de un policía enorme, cuadrado y salido de los viejos tiempos, que llevaba su sombrero de sheriff como si le hubiera crecido en la cabeza y que examinó mi oficina como si fuese suya.
—Nunca he estado aquí antes, mayor —dijo—. Supongo que sabrá que la gente se hace montones de preguntas sobre sus intenciones.
Al menos no había entrado escupiendo fuego por la boca y exigiendo la entrega del criminal. Decidí hablarle de hombre a hombre.
—Supongo que la gente como usted y como yo debe limitarse a seguir las órdenes y dejar que la gente de arriba se preocupe de pensar, ¿no? Tome un cigarro.
Cuando cogió dos pude ver que las cosas iban por buen camino. Yo había esperado, a decir verdad, que me soltara un discurso basado en la ley o la jurisdicción locales, o cualquier cosa que nos metiese en los apuros suficientes como para que me fuese imposible ocuparme personalmente de los jaleos del pobre Dormeyer. No tendría que haberme preocupado. Ortiz estaba acostumbrado a entendérselas con quien sostenía las riendas del poder, fuese quien fuese. Tendría unos cuarenta años y llevaba veinte de servicio; lo había visto todo y no se había dejado afectar por nada. Estaba patrullando por Albuquerque cuando recibió en la radio de su coche una llamada que los nuestros habían pasado por alto, así que se dirigió al hogar del señor Herbert Dingman y su esposa. Descubrió que no estaban en casa y que su hija Gloria estaba bajo los efectos de un ataque de histeria, y un tal William Penderby que yacía derrumbado sobre su lecho, donde nuestro soldado Dormeyer había estado a punto de estrangularle. No era nada fuera de lo corriente. Lo que molestó al oficial Ortiz fue que al entrar en la casa había pasado junto al soldado Dormeyer, sentado con cara de loco al volante del coche de la hija de los Dingman, y cuando Ortiz llegó a la conclusión de que ése era el hombre al que arrestar, ya había metido la primera y se dirigía de nuevo hacia la base. Y, no, no le importaba esperar mientras yo me entrevistaba con el acusado, pero ¿le importaría que llamase a la jefatura para decirles dónde estaba?
No me importaba, ciertamente. No le di una palmadita en la espalda pero le acompañé hasta la puerta y le ordené a la teniente Mariel que le condujese hasta el teléfono más cercano después de traer al soldado Dormeyer a mi oficina.
Debo decir en su favor que no era un mal soldado. Ya había salido de la locura pasajera que le había llevado a la ciudad. Se puso firme y contestó a todas mis preguntas con claridad y brevedad. Bien, sí, había enloquecido y había abandonado el servicio. ¿La razón? Bueno, la muerte de su esposa le había afectado mucho y alguien le había dicho que en este tiempo existían copias de todos nosotros, así que había decidido buscar la copia de su mujer… y el encontrarla allí, viva, ¡y con aquel tipo en la cama…!, bueno, había sido demasiado para él. No, no le había matado. Gloria se lo llevó medio a rastras y él salió de la casa, subió al coche y se puso a llorar. Y cuando el oficial Ortiz me informó de que la víctima sólo había sufrido algunas magulladuras vi el cielo abierto.
Le propiné una buena reprimenda a Dormeyer y le envié nuevamente a su puesto. Luego le di una palmadita en la espalda al oficial Ortiz (esta vez sí) y se lo confié al cabo de la PM de Selikowitz.
—Acompañe al oficial Ortiz a su coche y déjele ir —le ordené—. Y asegúrese de que entienda que estamos aquí como amigos y no como invasores —y a Ortiz le dije, guiñándole un ojo—: ¿Le importa que le haga una sugerencia, oficial? Usted va a ser la primera persona que salga después de haber visto nuestra zona ocupada, así que la gente de los telediarios va a prestarle mucha atención. ¡No se lo dé todo gratis!
Satisfecho, le vi marchar y me ocupé nuevamente del mundo real.
Fue como si me arrojasen un cubo de agua helada al rostro.
El portal funcionaba nuevamente y empezaban allegar mensajes. El más urgente era para mí: se me ordenaba entrar en contacto de inmediato con el Puesto Cinco para informar. Uno de nuestros prisioneros, el otro Dom DeSota, había escapado a otra línea temporal (ni siquiera sabían a cuál) y se había llevado con él a nuestro científico mimado, el doctor Douglas.
Cuando estuve por última vez en nuestro lado del portal era noche cerrada. Seguimos las cintas pegadas a los tablones cubiertos de arena, con los faros azules de los camiones que nos habían traído hasta aquí como única iluminación, tropezando, medio ahogados por el polvo y temblando de frío en la noche del desierto… y asustados. Los grandes helicópteros de transporte estaban aterrizando en la meseta orientándose sólo con los faros de los camiones. Soldados provistos de linternas intentaban guiarles para que los soldados de reserva y los especialistas que debían construir un generador de portal llegasen sanos y salvos. Ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta qué le aguardaba aquí.
Ahora todo era muy distinto. Los tablones se cocían bajo el sol. El viento del desierto levantaba nubes de arena de los bordes de la excavación y me las metía en los ojos. Cara-de-Rata Magruder andaba sin cesar arriba y abajo delante de su coche, esperándome. Me indicó que entrase con un gesto y partimos entre una nube de arena hasta llegar a lo alto de la meseta. Allí pude ver que los tractores habían eliminado hasta las huellas de los patines de los helicópteros, para que cuando los satélites rusos pasasen sobre nosotros no vieran nada que pudiera delatar la falsedad de nuestra historia de la excavación arqueológica.
Pero una cosa seguía igual. Yo estaba muy asustado.
Lo estaba como nunca antes lo había estado, pues el miedo a que te peguen un tiro o a verte obligado a pegárselo tú a alguien es un miedo físico del que, al menos por un tiempo, puedes mantener tu mente apartada. Lo que yo temía ahora no era una especulación, era un hecho. Si el senador escapó, lo había hecho ayudado, en parte, por el hecho de vestir un uniforme… que yo mismo le había entregado.
Durante el camino, Magruder no me dijo una palabra, ni tan siquiera me miró. Tenía los ojos clavados en el paisaje y apretaba fuertemente los labios. Tampoco podía culparle; estaba tan metido en el jaleo como el resto de nosotros. Me quedé tan rígido como una estatua, agarrándome con todas mis fuerzas al cinturón de seguridad que no había osado ponerme, para que los bandazos del coche no me arrojasen encima de él.
Tenía la esperanza de que olvidase mi presencia.
Nos detuvimos, levantando otro surtidor de arena, y Magruder saltó del coche. Se quedó junto a él, con ojos feroces y el ceño fruncido. El objeto de su malhumorada expresión actual era la sargento Sambok y el doctor Willard, ayudante del desaparecido doctor Douglas. Les hizo permanecer en posición de firmes bajo el sol mientras se preparaba para arrancarme la piel a tiras. ¿Insolación? No sé cómo lograron salvarse de ella. El general Magruder no tenía que preocuparse de la insolación, pues aún no había nacido el sol capaz de acabar con él. Le dio una patada a un arbusto, escupió y señaló con un dedo el remolque.
—Adentro, los tres —ordenó.
No se estaba mucho mejor dentro del remolque. Hacía más frío, pero no tanto por aire acondicionado como a causa de Magruder. Cuando clavaba sus ojos en los tuyos podías sentir cómo se te congelaban los globos oculares. A pesar de mis propios problemas, aún me quedaba un poco de ánimo para preocuparme por la sargento Sambok y puede que incluso por el doctor Willard, que ni tan siquiera pertenecía al ejército. Sencillamente, estaba en el andamio con Larry Douglas cuando el DeSota que pretendía ser yo apareció jadeante con la carabina al hombro y metió a Douglas de un empujón a través del portal, saltando detrás de él. Willard no pudo hacer absolutamente nada (aunque eso no parecía interesar demasiado al general Magruder) porque físicamente era muy poca cosa y, como todos los civiles del proyecto, iba desarmado.
El caso de Nyla Sambok era distinto. Respondió a las preguntas de Magruder de modo escueto pero preciso.
—Sí, señor, el senador era mi prisionero. Sí, señor, permití que me dominase y que me quitara el arma. Sí, señor, fue una negligencia. No, señor, no tengo excusa alguna…
Pero «preciso» no es la palabra adecuada, ya que algo en el tono de su voz y en sus ojos indicaba que se estaba callando cosas. Una vez formé parte de un juicio militar por violación: se trataba de una capitana de enfermeras que se había cruzado una noche en el camino de un recluta recién incorporado, convencido de que todas las mujeres realmente estaban ansiosas por hacerlo, pese a lo mucho que pudieran llegar a resistirse. La capitana tenía la misma expresión, llena de resentimiento y furia, tanto contra ella misma como contra el recluta.
Claro que no podía tratarse de nada parecido con el otro Dom DeSota… Entonces Magruder se volvió hacia mí y olvidé todos los problemas de la sargento Sambok, porque tenía más que suficiente con los míos.
Apenas una hora y media antes había estado juzgando al soldado Dormeyer. Arriba y abajo, ahí va el yo-yo.
Había buenas razones para llamarle Cara-de-Rata Magruder. Apenas tenía mentón y le sobraban dientes y, para empeorar las cosas, llevaba un bigotito puntiagudo con más brillantina que pelos, por no hablar de la nariz, larga y puntiaguda. Casi podía ver cómo le temblaba la nariz ahí sentado, pensando, congelándonos a todos por turnos con su mirada, tamborileando con los dedos sobre el brazo de cuero del sofá. Nos hizo esperar un buen rato mientras su cerebro digería todos los acontecimientos.
—Hay ciertas cosas que deberían saber —dijo finalmente.
Esperamos a que nos las dijera.
—La primera es que su jodida presidenta no ha dado ninguna respuesta al mensaje del presidente Brown, así que vamos a tener que poner en marcha la Fase Dos.
Esperamos un poquito más.
—La segunda es que yo había pedido un helicóptero de transporte HU-70 para transferir a los prisioneros. Me fue denegado, porque alguien tenía miedo de que el satélite de los rusos pudiera verlo, así que mandaron esos helicópteros de mierda.
Seguimos esperando aunque ahora algo más aliviados y sin notar tanto el desastre que se cernía sobre nuestras cabezas… ¿Acaso intentaba decir que no toda la culpa era nuestra, que había cierta excusa? Pues si hubiesen mandado los helicópteros adecuados, todos los prisioneros hubieran sido trasladados a la vez y nunca hubiésemos tenido ese problema. No era una gran esperanza, pero fue la mejor que tuve durante unos segundos que no tardaron en acabar pues, naturalmente, no nos estaba excusando. Lo único que hacía era ensayar la historia con la cual iba a salvar su propio trasero. Lo que nos dijo fue:
—No canten victoria, porque siguen metidos en la mierda hasta el cuello. Usted, DeSota, por haberle dado un uniforme. Cierre el pico —ahí terminaron mis explicaciones—. Usted, sargento, por dejar que le quitara el arma y usted, Willard, por dejar que ese hijo de puta de Douglas andará trasteando con el portal sin que estuviera presente un oficial de alta graduación. Sin mencionar el que les dejara cruzarlo a los dos…
—General Magruder —dijo Willard desesperado—, me encuentro aquí en calidad de consejero civil y si van a presentarse acusaciones en mi contra tengo el derecho a que esté presente un abogado. Exijo…
—Una mierda, eso es lo que exige. Lo que usted va a hacer, Willard, es presentarse como voluntario para acompañar a estos dos, cuyas órdenes son dirigirse al Campo Bolling.
—¿El Campo Bolling? —exclamó Willard—. Pero eso está en Washington, ¿no? Pero…
Magruder no le dijo que se callara. No fue necesario: se limitó a mirarle y todas las objeciones se congelaron en la lengua de Willard.
Había oído en el exterior el ruido de las palas de un helicóptero. Cuando Magruder abrió la puerta lo vi, con el piloto asomado por la ventanilla mirándonos y los rotores casi parados.
—Es el suyo —dijo Magruder—. Les llevará al aeropuerto, donde les aguarda un C-111. La Fase Dos está a punto de empezar.