Cuando volví a mi hogar lejos del hogar, la empalizada situada en la zona de aparcamiento J-3, me encontré con que me había perdido el desayuno. También faltaban seis de mis compañeros de cautiverio. Aún quedaba una docena escasa de soldados de la base, dos de los cuales soportaban avergonzados que les hubieran pintado las letras «PG» en la espalda con un rotulador, y se dedicaban a recoger las bandejas con los restos del desayuno. Un soldado distinto, con un brazalete verde en el brazo, les vigilaba, armado con una pistola automática que sostenía sin gran interés. Sin duda, era un soldado del mayor DeSota.
Pero de los pocos civiles que habían compartido esa noche los camastros conmigo, no quedaba ni uno Eso inquietó un poco al cabo que me había traído aquí, el cual me indicó con un gesto que entrase en la empalizada y se puso a conversar en voz baja con aire preocupado con el otro centinela. No me importó. Tenía otras cosas en la cabeza.
De hecho, era una sola cosa: ¡Nyla Bowquist!
No sé cómo expresar la devastadora impresión que me produjo ver a mi amada vestida con el uniforme del ejército, con restos de maquillaje negro en la cara y con un arma al hombro, sin dar señal alguna de haberme reconocido.
Cuando tuve algo de tiempo para pensar en ello, me di cuenta de que era muy probable que existiese otra Nyla en su tiempo, al igual que había otro Dominic DeSota… y, sin duda, otra Marilyn (pero ¿con quién se habría casado ahí?), otro Ferdie Bowquist y todo un reparto completo de personajes. El otro Dom DeSota no se parecía en nada a mí y no había ninguna razón para que la otra Nyla se pareciese a la mía. Ésta no era ninguna violinista famosa, llevaba el pelo más corto y los ojos menos maquillados. Y sus ropas… bueno, al fin y al cabo se trataba de un uniforme del ejército. Mi Nyla sabía vestir muy bien, pero ésta no había tenido libertad para elegir su atuendo.
¡Pero el parecido era tan conmovedor! ¡Y no me reconoció! Aunque eso no era del todo cierto, me había reconocido como una copia del otro Dominic, al cual sí conocía (aunque supuse que no en el sentido bíblico del término). Me pregunté si volvería a verla…
Y, al instante, me pregunté si volvería a ver a mi Nyla. ¡O a mi otro yo! Allí estaba, metido justo en el centro de acontecimientos colosales, fantásticos y aterradores y lo único que me pasaba por la cabeza era la mujer con la que estaba teniendo un asunto amoroso…
—¡Usted! ¡Prisionero DeSota! —gruñó el cabo, y me di cuenta de que había estado haciéndome señas—. Venga, han trasladado a los suyos. Tengo que llevarle al punto de reunión.
Miré a los otros prisioneros y éstos me devolvieron la mirada con esa expresión opaca de yo-soy-un-mandado, típica de los soldados en las situaciones no previstas por sus órdenes. —¿Dónde está eso?— pregunté. Pero la única respuesta que obtuve fue una indicación nada agradable hecha con el cañón de su arma.
No estaba lejos. Quedaba, de hecho, justo en nuestro punto de salida original, el Club de Oficiales que había delante de la Gatera.
Había estado ahí antes un montón de veces. Era una especie de salón provisto de bar, en el que la gente podía sentarse a tomar una taza de café y conversar un poco, olvidando momentáneamente sus mesas de trabajo, a leer sus últimos memorándums informativos sin que nadie les molestase. Tenía el mismo aspecto de siempre, excepto por las nueve personas que se encontraban en él y que, claramente, no querían estar ahí. Dos de los científicos no paraban de andar arriba y abajo, mirando de vez en cuando por las ventanas. El coronel Martineau estaba sentado, hablando con una de las mujeres a la que reconocí como una matemática procedente de la ITT y, por lo tanto, una de mis subvencionadoras de campaña.
—Edna —dije saludándola con la cabeza—. Coronel… —como si acabara de llegar para tomarme una Coca Cola y no estuviese ocurriendo nada fuera de lo normal.
—Nos preguntábamos dónde estaría —dijo el coronel.
—Me estaba interrogando ese otro Dominic DeSota, el desagradable. Me hizo perder el desayuno.
—Si tiene alguna moneda de veinticinco centavos —dijo—, ahí en el recibidor hay una máquina automática y el centinela le permitirá usarla —no tenía monedas pero la doctora Edna Valeska sí. Eran iguales a las nuestras… pero llevaban la cara de Herbert Hoover. Una gaseosa y un par de Twinkies no eran lo que se dice todo un festín, pero al menos informaron a mi estómago de mis buenas intenciones. Por pura rutina, el coronel Martineau inspeccionó la habitación mientras yo adquiría mis provisiones, comprobando las ventanas (gesto negativo de la cabeza; centinelas armados en el exterior), la otra puerta (cerrada) y descolgando el teléfono (no había línea). Luego tomó asiento y se dedicó a verme comer—. Nos han interrogado a todos —dijo—. Usted parecía ser el que más les interesaba, Dom… al menos, el primero que se parecía a usted. El que desapareció.
—Me preguntaron sobre él —dije, con la boca algo pastosa a causa de tanto azúcar—. No pensé que hubiera nada malo en contarles lo que sabía… por supuesto, no era gran cosa. ¿O tendría que haberme limitado a decirles mi nombre, rango y número de placa, cosa de la que carezco?
Me miró algo sorprendido. Yo mismo también lo estaba; no me había dado cuenta de lo irritable que andaba.
—Senador, me temo que deberemos ir trampeando la situación como mejor podamos —dijo en tono conciliatorio.
Sonreí para darle a entender que lamentaba mi exabrupto y Edna Valeska, sentada junto a mí en el sofá, se unió a nuestra discusión.
—Las buenas noticias —dijo con voz lúgubre— consisten en que ahora tenemos la prueba de que el Proyecto Gatera funciona. Las malas son que ellos han logrado que funcione antes que nosotros y lo están usando; y lo peor de todo este asunto es que parece haber más de una línea temporal implicada en él. No hay otra explicación que encaje con los hechos.
—Eso me parece a mí también —dije—, pero ¿quiénes son esos otros? —sacudidas de cabeza—. Jesús, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas…
Una brevísima sonrisa de Edna.
—¿Y quién lo está?
—¡Bueno, pero se trata de su proyecto! —protesté yo—. Si ustedes no saben lo que ocurre, entonces ¿quién va a saberlo?
—Dije que no estaba acostumbrada a cosas así, senador. No dije que no las entendiese… al menos, en parte —vio cómo miraba sus cigarrillos y me dio uno—. Por ejemplo —siguió, encendiendo el mío y otro para ella—, sabemos bastante sobre la línea temporal de nuestros visitantes… o sea, los invasores; ésa en la que usted es mayor del ejército.
—¿Sabemos algo?
—Claro que sí. Nos están invadiendo porque quieren atacar a un enemigo de su tiempo entrando por la puerta trasera… lo mismo que estábamos preparándonos para hacer nosotros.
—Doctora Valeska —dije—, no nos estábamos preparando. La misión de la Gatera era estudiar su factibilidad. No había planes operativos.
Se encogió de hombros, despreciando mi puntualización como si careciese de toda importancia a efectos prácticos.
—Hay otra deducción sólida y otro hecho. La deducción es que, aun habiendo llegado bastante lejos en lo que respecta al cambio de tiempos, hay al menos otra línea que ha llegado todavía más lejos que ellos. La que creó el primer Dominic DeSota.
Me di cuenta de que no sólo los demás ocupantes de la habitación se habían agrupado a nuestro alrededor para escucharnos, sino que incluso el guardia de la puerta se esforzaba por oírnos. Y bien, ¿por qué no? Quizás lograse enterarme de algo por su expresión.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté, observando al guardia por el rabillo del ojo.
—Porque esa otra gente (les llamaremos Población Uno) pueden hacer entrar a una persona en otro tiempo y luego hacerla volver desde su propio extremo. No creo que la Población Dos (los invasores) pueda hacerlo —el fruncimiento de ceño del guardia parecía dar plausibilidad a sus hipótesis, pensé. Edna Valeska también se había percatado—. Por lo tanto —dijo—, en este juego hay otro jugador.
—Por lo tanto, quizás tengamos un aliado —dije con esperanza—. La gente de la Población Uno podría ser tan vulnerable como nosotros… pero sólo respecto a la Población Dos.
El guardia no nos quitaba ya ojo de encima y su cara de preocupación era de lo más reconfortante. Estábamos hablando de cosas en las que no deseaba pensar. Me volví para sonreírle. Error. Me miró con odio y retrocedió, agarrando con firmeza su arma, el rostro convertido en una máscara inexpresiva… lo cual también era una forma de confirmación.
—Por otra parte —dijo Edna Valeska—, si la Población Uno hubiese querido hacer algo en favor nuestro, tuvo todas las ocasiones del mundo para avisarnos. Y no lo hizo.
Eso era bastante cierto y empecé a sentirme tan preocupada como el guardia.
—¿Y qué otro hecho conocemos respecto a la gente de la Población Dos… los invasores? —pregunté.
—La Unión Soviética es su principal enemigo.
—Sí, eso parece —dije—. ¡Pero es difícil de creer! Después de la guerra nuclear, cuando los chinos les decapitaron bombardeando Moscú y Leningrado…
—Cierto, Dora —me interrumpió el coronel Martineau—, pero debe entender que en su tiempo eso no sucedió. Lo hemos reconstruido todo a partir de lo que fuimos descubriendo cuando nos interrogaron. Los soviéticos sólo tuvieron una gran guerra con enemigos externos, creo que alrededor de 1940. Se metieron en una guerra con Finlandia y los alemanes fueron involucrados…
—¡Los alemanes!
Martineau asintió.
—Los alemanes no hicieron la revolución. Un hombre llamado Hitler conquistó el poder y la guerra fue bastante seria. Los rusos ganaron y después de la guerra ocuparon la mayor parte del este de Europa, dirigidos por su líder, Josef Stalin.
Eso era lo más difícil de tragar.
—¡Oiga, espere un momento! ¡Yo sé quién fue ese Stalin! Gobernó un cierto tiempo el país hasta que lo asesinaron. De hecho, su nieto es amigo mío, es el embajador ruso en las Naciones Unidas. Jugamos al bridge. Es un buen amigo de… de ciertos amigos míos —concluí, no deseando mencionar a Nyla Bowquist. Distinguí fugazmente al guardia, más cauteloso esta vez pero de nuevo escuchándonos, sin duda alguna—. Al viejo Joe —proseguí como si estuviera dando una conferencia—, lo asesinó un separatista georgiano. Y los ingleses tuvieron su huelga general, que culminó finalmente en una revolución. Se hicieron socialistas y aún lo son, y el ruso Litvinov se convirtió en gobernante de la U.R.S.S. porque tenía buenas conexiones con los ingleses. A decir verdad, su mujer era inglesa… Y luego, después de 1960, los alemanes tuvieron su contrarrevolución y el kaiser volvió del exilio y ahora ellos y el Japón son los grandes competidores… —Dejé de hablar. Ya no estaba asustando al guardia: sencillamente le estaba aburriendo, por no hablar del efecto que mi discurso había tenido en Edna y el coronel Martineau.
El coronel meneó la cabeza.
—Nada de eso ocurrió en su tiempo —dijo—. Durante los últimos treinta años sólo han tenido dos auténticas superpotencias, los rusos y los norteamericanos. Y ellos pretenden cargarse a la competencia.
El guardia no sólo estaba aburrido: ni tan siquiera nos escuchaba. Se oía un ruido que venía del Club de Oficiales y estaba intentando enterarse de cuál era la causa. Todos los que nos encontrábamos en la habitación habíamos estado mirando de soslayo a nuestro papel de tornasol ambulante para ver qué reacciones producía nuestra charla y cuando el papel dejó de reaccionar, la charla se extinguió por sí sola.
—Infiernos —dijo uno de los científicos más jóvenes, para encogerse luego de hombros, como aclarando que se trataba de un comentario general a la situación, al que no pretendía añadir nada más detallado.
—Infiernos y demonios —dijo Edna Valeska, cada vez más nerviosa—. Mi marido se va a poner enfermo de tanto preocuparse. Nunca quería que hiciese el turno de noche. Ojalá pudiese hacerle saber que me encuentro bien.
—Ojalá yo pudiese hacer lo mismo —dije.
El coronel asintió.
—En mi trabajo, las mujeres se acostumbran a este tipo de cosas… bueno, no éste exactamente, quiero decir, sino que a veces no es posible llamar por teléfono. Ya sé que para los civiles es distinto. Apuesto a que le preocupa su mujer, Dom.
—¿Qué? Oh, claro —accedí, sin añadir: «Ella también me preocupa».
Nos dieron de comer otra vez antes del mediodía. Eran espaghetti de lata y albóndigas recalentadas, restos de las provisiones culinarias del Club de Oficiales, pero tuvimos toda la leche que quisimos y un café decente.
—Nos engordan para la matanza —dijo lúgubremente uno de los científicos jóvenes y, como si eso hubiera sido una señal, nuestro nuevo centinela entró en la habitación blandiendo su arma, seguido por Nyla. Quiero decir, por la sargento Nyla Sambok, flanqueada por otros dos soldados armados.
—Si han terminado su café —nos dijo muy cortésmente—, estamos listos para llevarles a un alojamiento más cómodo.
—¿Dónde? —preguntó el coronel Martineau.
—No muy lejos, señor. Si quieren seguirme, por favor...
Era la misma voz de Nyla, igual que su «por favor…» un toque agradable, pensé, dadas las circunstancias. Pero el modo en que los soldados nos cubrieron con sus armas no era nada agradable. Tanto si habíamos terminado el café como si no, empezamos a caminar.
No tuvimos que ir demasiado lejos. Al salir del aire acondicionado del club, el calor del desierto fue como un martillazo entre los ojos, pero no tuvimos que soportarlo mucho rato. Salimos por la puerta. Atravesamos la gran explanada desierta que le servía a la base de calle mayor. Entramos por la puerta delantera de la Gatera y bajamos un tramo de escaleras hasta llegar a un sótano enorme y no muy limpio. En otros tiempos había sido un salón de tiro, pero ahora estaba lleno de gente que llevaba los brazaletes verdes de los invasores, algunos trastos con pintura de camuflaje que parecían generadores y grandes cables que serpenteaban hacia el exterior, donde pudimos oír el martillazo lejano de unos motores diesel… y una pantalla alta de forma rectangular, lisa y de color negro azabache.
Ésa fue la primera vez que vi un portal. No hizo falta que me dijeran lo que era. Sencillamente, era un pedazo de negrura colgada en el aire, casi lo bastante grande como para llenar la estancia de un lado a otro… y era aterrador.
—¡Sargento! —dijo secamente el coronel Martineau—. ¡Exijo saber cuáles son sus intenciones!
—Sí, señor —dijo ella—. Un oficial le informará. Señor, todo esto es para su propia seguridad y para que estén más cómodos.
—¡Y una mierda, sargento!
Pero ella se limitó a responder con otro «Sí, señor» y se fue. Ya no estaba ahí para responder a nuestras preguntas y los centinelas armados, obviamente, tenían como única respuesta sus cargadores con munición.
La observé dirigirse al otro extremo de la habitación, donde se encontraba mi viejo conocido, Dominic, el doppelganger,[4] junto con un hombre en cuyo aspecto había algo raro. Doblemente raro… Su rostro era vagamente familiar y, como yo, parecía tratarse de un civil con uniforme prestado. Al igual que yo, no llevaba insignia de rango y, como yo, tampoco brazalete verde. Pero no se trataba de un prisionero, ya que se encontraba junto a una gran consola, haciendo ajustes en alguna especie de instrumento. El mayor Dominic le observaba atentamente; al igual que un soldado con una carabina. ¿Su centinela? Y, si necesitaba un centinela y no era uno de nosotros, ¿quién era?
La Nyla-Sargento estaba recibiendo órdenes del Mayor-Yo. Hizo un gesto de asentimiento y volvió con nosotros.
—Pasarán dentro de un minuto —nos informó.
—¡Oiga, sargento, espere! —grito el coronel—. ¡Exijo que nos diga a dónde nos está llevando!
—Sí, señor —dijo ella—. El oficial se lo explicará todo más tarde.
Martineau, sacando humo por las orejas, tuvo que aguantarse. Decidí probar suerte.
—Usted es Nyla Chístophe, ¿verdad? —le pregunté con mi mejor sonrisa.
Pestañeó, sorprendida. Por primera vez me miró como a un ser humano y no como a un simple pedazo de carne prisionera al que podía llevar de un sitio a otro según sus caprichos. La carabina que tenía en las manos, sin embargo, no vaciló. No es que me apuntara exactamente, pero sólo le hacía falta dar un cuarto de vuelta para tener mi estómago a tiro.
—Ése es mi nombre de soltera —admitió cautelosamente—. ¿Me conoce?
—Conozco a la persona que es usted en mi tiempo —dije sonriendo—. Es mi… mi amiga. También es una de las mejores violinistas del mundo.
Me miró con curiosidad al oír lo de «amiga», pero cuando dije «violinista» conquisté toda su atención. Me examinó de pies a cabeza durante unos segundos, miró brevemente al mayor y luego se volvió hacia mí.
—¿De qué está hablando? —me preguntó.
—Zuckerman, Ricci, Christophe —dije—. Son los tres grandes nombres del violonchelo en el mundo actual En este mundo… La noche anterior Nyla tocó con la National Symphony y entre el público asistente se encontraba… bueno, nada menos que la presidenta de los Estados Unidos.
—¿La National Symphony? —yo asentí—. Dios mío… —dijo ella—. Siempre deseé… ¿Me está tomando el pelo, señor DeSota?
Sacudí enfáticamente la cabeza.
—En mi tiempo usted se ha casado con un promotor inmobiliario de Chicago. La noche pasada tocó el concierto de violín de Gershwin, con Rostropovich como director de la orquesta. Hace dos meses su foto ocupó la cubierta de People.
Su mirada era una mezcla de asombro y escepticismo.
—Gershwin no escribió jamás un concierto para violín —dijo—. ¿Y qué es eso de People?
—Es una revista, Nyla. Es usted famosa.
—Es verdad, sargento —me apoyó el coronel, que había estado escuchándonos atentamente—. Yo mismo la he oído tocar.
—¿Sí? —seguía sintiendo escepticismo, pero también estaba fascinada.
Asentí con toda la sinceridad de que me sentí capaz.
—¿Y usted, Nyla? —le pregunté— ¿También toca?
—Doy clases —dijo—. Bueno, las daba hasta que me llamaron a filas.
—¿Ve? —dije yo, radiante—. Y…
Y hasta ahí fue donde pude llegar.
—¡Sargento Sambok! —dijo un capitán de pie junto a la pantalla—. ¡Que se muevan!
Ahí terminó todo. Mi Nyla volvió a convertirse en una profesional y cuando posó de nuevo sus ojos en mí fue con el mismo interés impersonal que el hombre del mazo siente hacia la res que se acerca a él por la rampa del matadero.
—Muévanse, por favor —dijo, pero esta vez el «por favor» carecía de significado—. Sargento, escúcheme… —empezó a decirle el coronel Martineau, pero ella no estaba dispuesta a perder más tiempo con nosotros. Movió levemente la carabina, el coronel me miró y se encogió de hombros. Avanzamos en fila, siguiendo las líneas amarillas que habían pintado en el suelo tan poco tiempo antes que la pintura aún estaba algo pegajosa. Justo delante de la ominosa negrura había una gruesa franja amarilla, como la línea que indica el punto de espera ante las aduanas en un aeropuerto. El capitán recién aparecido nos hizo detenernos al llegar, con un ojo clavado en nosotros y el otro en el civil que me era vagamente familiar.
—Cuando yo se lo diga —nos ordenó—, cruzarán el portal de uno en uno. Esperen hasta que les llame, eso es muy importante. Descubrirán que el otro lado está a la misma altura que éste, así que no deben preocuparse por si van a tropezar ni nada parecido. De todos modos, habrá personal disponible al otro lado para ayudarles si es necesario. Recuerden, sólo uno cada vez…
—¡Capitán! —graznó el coronel Martineau haciendo un último esfuerzo—. Exijo…
—No, usted no exige nada —le dijo el capitán, sin demasiada rudeza, con el tono que podría usar alguien que tiene por delante un trabajo complicado y le pide a otra persona que se calle y no moleste hasta que haya terminado el trabajo—. Podrá presentar sus quejas en el otro lado… señor —el «señor» se le ocurrió en el último instante y el tono en que había sido pronunciado indicaba que no debía ser tomado muy en serio. El capitán estaba muchísimo más interesado en el civil situado ante la consola que en cualquiera de nosotros o en lo que pudiéramos decirle.
La verdad es que el civil era bastante interesante. Obviamente, estaba haciendo algún complicado ajuste que requería mucho cuidado. Al parecer, lo que intentaba era mantener el punto rojo de una escala justo delante del punto verde de otra y cada vez que el rojo se alejaba del verde giraba los mandos hasta lograr que coincidieran de nuevo. Cuando logró juntarlos dijo, por encima del hombro:
—¡Que empiecen a moverse!
Y la doctora Edna Valeska, con cara de estar rezando, nos miró de modo casi implorante, se estremeció por un instante y caminó hasta penetrar en la negrura, donde simplemente desapareció.
Los ocho que aún quedábamos lanzamos un suspiro colectivo.
—El siguiente —ordenó el capitán, y el coronel Martineau empezó a moverse. La negrura lo engulló sin dejar de él más rastro que de Edna Valeska.
Yo era el siguiente de la fila.
Me encontraba a menos de unos tres metros del civil misterioso, el cual me miró brevemente antes de concentrarse otra vez en los controles.
Y, de pronto, me acordé. Flaco, con un aspecto mucho menos saludable… pero era el mismo hombre, no había duda.
—¡Lavrenti! —exclamé—. ¡Tú eres el embajador Lavrenti Djugashvili!
—¿Está loco? —me espetó secamente su centinela—. ¡No moleste al doctor Douglas ahora!
—Maldición, espere un minuto —protestó el civil—. ¡Usted! ¿Cómo me ha llamado?
—Djugashvili —dije yo—. Tú eres el embajador de la Unión Soviética, Lavrenti Djugashvili.
—No me llamo Djugashvili —dijo, después de mirarme con nerviosismo. Volvió a su tablero de control, ajustó unos cuantos diales y le hizo una seña al capitán para que me hiciera cruzar el portal—. Pero mi abuelo sí se llamaba así —dijo cuando yo entraba en la oscuridad.
De niño yo era muy fantasioso y mi vida imaginaria se centraba en dos temas.
Uno era el viaje espacial y el otro era el sexo. La principal razón de que deseara convertirme en científico cuando entré en Lañe Tech era que así podría visitar otros mundos. La verdad es que nunca llegué a perder del todo esa fantasía; sencillamente, se fue evaporando con el transcurso de los años.
El otro tema nunca dejó de interesarme. Tenía la mejor colección de libros porno de todo el Near North Side. Aún no se vendía de modo legal ningún tipo de películas porno, pero había sitios donde por dos dólares te dejaban entrar en la trastienda de un salón de atracciones o de alguna librería mugrienta y podías ver películas rodadas en un granuloso blanco y negro, procedentes de Tijuana y La Habana. (Durante bastante tiempo no estuve muy seguro de que un hombre pudiese hacerle el amor a una mujer sin llevar largos calcetines negros y máscara). Intercambiaba mentiras con los demás miembros de mi club de ajedrez y del equipo de tenis y cada noche me iba a dormir acatando el ritual que han seguido a lo largo de las épocas todos los adolescentes, escribiendo cuidadosamente con mi imaginación el guión de la seducción perfecta: el camisón de encaje, el vino bien frío junto a la cama, las sábanas de satén…
Y entonces llegó el cuatro de julio. Y Peggy Hofstader.
Vivía lo bastante cerca del lago como para ver los fuegos artificiales y no había nadie en el tejado aparte de nosotros dos y yo me las había arreglado para obtener dos botellas de cerveza caliente, que sabía fatal. Y cuando los cohetes explotaron en su traca final, iluminando los cielos, y sentí que la mano de Peggy se posaba en ese lugar que ninguna mano había tocado antes, salvo la mía, me di cuenta de que había llegado el momento de la verdad. De pronto, la fantasía se había vuelto realidad. Estaba haciendo mi debut sin la menor preparación y, ¿qué había que hacer con tantos brazos, piernas, sitios y prendas?
Por suerte para mí, Peggy conocía tanto su parte de la obra como la mía. Necesité toda la ayuda que pudo prestarme.
Ahora no había nadie para ayudarme.
De un modo totalmente distinto, me hallaba ante la misma experiencia, emocionante y aterradora a la vez. Al otro lado de aquella negrura había… la nada.
Tragué una buena bocanada de aire. Cerré los ojos. Y avancé hacia ella.
¿Qué sentí?
Bueno, no gran cosa. He asistido a un par de convenciones científicas en las que había puertas de aire como separación de las habitaciones, corrientes de aire mezcladas con vapor de agua, con lo que una nube parecía colgar siempre sobre el umbral; proyectaban imágenes o avisos sobre esas nubes y lo único que debías hacer era cruzarlas. Mi experiencia actual me dio menos la impresión de entrar en otro mundo que el cruzar una de esas puertas. Sencillamente, un instante antes me había encontrado en el ruidoso sótano de un edificio lleno de gente, con armas que me apuntaban, bajo hileras de fluorescentes que no cesaban de parpadear… Y al dar un solo paso me encontré de repente en el fondo de una hondonada. Mis pies se apoyaban sobre tablones y me bañaba el más cálido sol de agosto que puede encontrarse en Nuevo México. A mi alrededor se alzaban grandes andamios en los que había extrañas máquinas parecidas a cámaras de televisión con unas armazones redondas de alambre allí donde habrían estado los objetivos de una cámara. Junto a una de las máquinas había un bracero que me contemplaba sin hacer nada y detrás de esa misma máquina otro hombre también parado. Unos muros de tierra apisonada me rodeaban y, a pocos metros de distancia, el estruendoso motor de un camión me rompía los tímpanos.
No tuve mucho tiempo para estudiar la escena. Dos soldados me agarraron rápidamente por los brazos y me hicieron avanzar.
—Al camión —me ordenó uno de ellos, y se volvió para recibir al siguiente prisionero que apareció tambaleándose a través del portal. Subí al camión (que no tenía nada de particular; era un simple camión del ejército con banquillos laterales y un soldado para encargarse de la ametralladora ligera que nos apuntaba desde la cabina). Cuando los nueve estuvimos a bordo, el motor rugió de modo aún más estrepitoso y el vehículo avanzó a trompicones, sin tardar en salir de la hondonada para trepar a una meseta en la que aguardaban dos helicópteros del ejército cuyos rotores giraban lentamente—. Abajo —ordenó el soldado, que había subido también al camión, y uno a uno saltamos al suelo y el camión se alejó. El soldado que nos había dado todas las órdenes, vigilándonos atentamente, retrocedió unos pasos para intercambiar algunas frases con el piloto de un helicóptero. Nosotros nos limitamos a mirarnos unos a otros. Nos hallábamos en un terreno montañoso y bastante árido. Al otro lado de la meseta, a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, pude distinguir los barracones de una base del ejército… la Sandia local, supuse. Más cerca de nosotros había un gran remolque cubierto con pintura de camuflaje y provisto de ventanas (por lo que me pareció que sería una especie de oficina o puesto de mando) que tocaba casi el borde de la hondonada. Y esparcidos por ella habría dos o tres remolques más, pero sin ventanas: contenían ruidosos generadores de los que emergían cables conectados a las máquinas que había en el fondo del pozo.
Apenas tardé un minuto en sudar a mares, como los demás, pero estábamos todos demasiado excitados como para que nos preocupase la posibilidad de una insolación. Edna Valeska me tiró de la manga.
—Tuvieron que excavar para llegar al nivel del edificio —me dijo, señalando con el dedo.
—¿Qué?
—Deseaban aparecer en el sótano —me explicó—, y aquí no había ninguno. Así que tuvieron que excavar.
—Oh, claro —no me pareció demasiado importante. A decir verdad, me había caído encima una avalancha de cosas ante las que reaccionar y ya no sabía demasiado bien lo que era importante y lo que no. Vi salir dos figuras más del rectángulo negro: Nyla-Sargento y el hombre que se parecía a Djugashvili pero que había dicho no ser él. Hablaron un instante y Nyla se dirigió hacia un jeep:
—¿Y los andamios?
—Supongo que también serían necesarios para llegar a la posición que deseaban —dijo la doctora Valeska—. Para espiar en los laboratorios. Algunos de ellos estaban en el último piso. Sonaba bastante lógico, aunque tampoco estaba ya demasiado seguro de lo que era lógico. Uno de los científicos más jóvenes puso el dedo sobre la llaga.
—¿Qué creen que nos harán? —preguntó con voz temblorosa.
A eso nadie tenía una buena respuesta y el que se acercó más a la verdad fue el coronel Martineau.
—Creo que eso nos lo va a contar la sargento —dijo justo cuando el jeep de Nyla Sambok se detuvo a nuestras espaldas lanzando chorros de arena con las ruedas.
Sin embargo, no nos lo contó… al menos, no de inmediato. Antes la llamaron a gritos para que participase en el coloquio mantenido entre el soldado y los pilotos del helicóptero. La verdad es que «coloquio» es una palabra demasiado educada; se estaba convirtiendo en una pura y simple discusión y hablaban precisamente en voz baja.
No tardamos mucho en saber el motivo de la discusión. Era algo así como ese viejo acertijo sobre los misioneros y los caníbales que cruzan un río. Cada helicóptero podía transportar cinco personas, aparte del piloto. Los prisioneros éramos nueve y con el soldado hacíamos diez. Dos viajes… pero ninguno de los dos pilotos estaba dispuesto a correr el riesgo de llevar a cinco enemigos desesperados, posiblemente enloquecidos, sin un centinela armado a bordo.
—Ah, mierda —dijo finalmente la sargento Sambok—. Venga, que cada uno se lleve a cuatro y yo me quedaré aquí vigilando al que sobre hasta que uno de ustedes regrese —y mientras los pilotos, no muy de buena gana, empezaban a preparar los helicópteros, ella se volvió y me señaló con el dedo—. Ése no —dijo—. Se quedará conmigo para el siguiente viaje. —Pero, sargento— protestó débilmente un soldado, —el mayor dijo…
—Muévanse —ordenó Nyla. Y eso hicieron. Cuando los helicópteros estuvieron en el aire se volvió hacia mí y me examinó atentamente. Me imagino que no debía de tener aspecto de poder plantearle graves problemas a una mujer fuerte y provista de una carabina—. No tiene sentido que nos asemos los sesos aquí fuera —dijo, haciéndome una seña—. Metámonos en el remolque.
Aquel bendito trasto tenía aire acondicionado.
Además, estaba vacío. Aparentemente era para los pilotos de los helicópteros, y no quedaba ninguno. Me hizo entrar primero y esperó hasta que yo hube cruzado la puerta para entrar. Se puso en un rincón y me lanzó diestramente dos monedas de veinticinco centavos que sacó de un bolsillo del uniforme.
—Ahí hay una máquina de Coca Cola —dijo—. Yo pago… Ábralas y déjelas sobre la mesa —y luego, como si se le acabase de ocurrir, añadió—. Por favor.
Tomó asiento y bebió un buen trago de Coca Cola, observándome. Yo le devolví la mirada como si fuese una imagen reflejada en el espejo. De cerca, sin nadie más en el remolque, me recordó más que nunca a mi Nyla. Oh, claro, como si mi Nyla se hubiese ataviado para un baile de disfraces… pero era Nyla Christophe Bowquist, en carne y hueso.
Naturalmente, no lo era. Era Nyla Otra Persona, pero, fuese cual fuese su nombre, parecía tan guapa y deseable como mi Nyla, lo cual es mucho decir. No me refiero meramente al aspecto sexual, aunque algo de eso había: había también algo más. Me gustaba. Me gustaba la mirada —medio perpleja, medio divertida— queme dedicó. Me gustaba su modo de apoyarse en el respaldo, y sus pechos, que hacían que el uniforme pareciese la creación de un diseñador de alta costura. Y, cuando habló, me gustó también el sonido de su voz.
—¿Y bien, DeSota? ¿Qué era todo eso que me contaba antes?
—Que es usted concertista de violín, y una de las mejores de toda la historia —le contesté.
—¡Ya me gustaría! Señor DeSota, soy profesora de música. Admito que siempre deseé estar en un escenario con una orquesta, pero jamás pude lograrlo.
—Pues tenía las dotes —dije encogiéndome de hombros—, porque en mi mundo eso es justamente lo que hizo. Y hay otra cosa que no le he contado acerca de mi línea temporal, de usted y… de mí.
Me miró de un modo raro. Y no preguntó cuál. Fueron sus cejas las que lo dijeron.
—Éramos amantes —le contesté—. Yo la quería mucho. Aún la sigo queriendo.
Seguía mirándome con extrañeza, pero ahora de otro modo. Había en ella sorpresa y duda, pero también el inicio de un cierto calor vacilante. Era casi como las miradas que suelen verse en las personas que frecuentan ciertos bares, aunque no me pareció que esta Nyla fuese más aficionada a esa clase de bares que la mía. Conozco esa mirada. Debe ser la misma de Roxane a Cyrano de Bergerac al enterarse de que era él y no el tonto y guapo Christian quien le había escrito aquellas cartas tan hermosas.
—Nunca habían probado eso conmigo, DeSota —dijo ella.
—No es ningún truco, Nyla.
Lo pensó un instante y luego me miró sonriendo.
—Dadas las circunstancias, bien podría serlo—dijo—. Hablemos de otras cosas. ¿Qué es eso del concierto de Gershwin? Ya sabe que murió joven —me encogí de hombros; la verdad es que no sabía gran cosa de él—. Dejó bastantes obras excelentes —prosiguió, en tanto que yo me levantaba y me acercaba a la ventana para mirar hacia afuera—. Todo eran cosas populares, claro. Y luego la Rapsodia en blue, el Concierto en Fa, el Americano en París… pero, sinceramente, jamás compuso ningún concierto como el que usted menciona.
Yo miraba el portal, donde mi falso Djugashvili estaba jugando con el mismo tipo de consola que había al otro lado. Negué enérgicamente con la cabeza.
—Se equivoca, Nyla, se equivoca totalmente. No soy un experto en música clásica, eso está claro. Pero se me ha acabado quedando algo por mi relación con… con la otra Nyla. He oído muchas veces ese concierto. Está lleno de melodías, lo que hace que sea algo más fácil para un tipo como yo. Creo que incluso podría silbarlo… un momento —empecé a dar vueltas intentando recordar el precioso y delicado tema de la obertura que Nyla tocaba de modo tan hermoso en el solo. Cuando logré por fin silbarlo supe que no le estaba haciendo justicia, pero era ese tipo de música definitivamente bella, como algunas cosas de Mendelssohn y Tchaikovsky, que suenan bien aunque las destrocen.
—Nunca lo he oído —dijo, frunciendo el ceño—. Pero es muy bonito.
Y trató de silbarlo también.
Me incliné hacia ella y le besé los labios.
Me devolvió el beso.
Estoy casi seguro de que me lo devolvió. Pude sentir que aquellos labios magníficos, suaves y cálidos se abrían bajo los míos, pero no esperé el tiempo necesario para estar seguro. Le di con el canto de la mano en la nuca, tan fuerte como había aprendido a hacerlo en mis clases de judo.
Se derrumbó como una piedra.
Ese tipo de combate cuerpo a cuerpo era para mí totalmente teórico. Nunca lo había hecho antes, excepto como ejercicio ritual. No había planeado hacerlo, aunque una parte de mi cerebro llevaba todo el tiempo chillándome que el uniforme de Nyla y el mío eran absolutamente indistinguibles uno de otro, salvo de que ella llevaba un brazalete verde y una carabina, mientras que yo no poseía ninguna de las dos cosas.
Cuando cayó no estuve del todo seguro de que mi golpe no hubiera sido demasiado fuerte.
Pero al posar mi mano sobre aquel pecho tan familiar, escondido bajo la nada familiar tela del uniforme, noté que su corazón y sus pulmones seguían funcionando perfectamente.
—Lo siento, cariño —dije.
Me puse el brazalete, recogí la carabina del suelo y me la colgué al hombro. Y salí del remolque sin mirar hacia atrás.