Que mi primer prisionero fuese yo mismo era una casualidad increíble.
Por supuesto, más pronto o más tarde me habría topado conmigo mismo. Sabíamos que yo estaba ahí. Quizás «yo» (ese «yo» que ahora era mi prisionero) «me» (ése era el que le había cogido, yo) había hecho un favor, pues una de las razones por las que había obtenido el mando del primer destacamento de asalto era que el senador Dominic DeSota estaba ahí. (¡Senador! ¿Cómo había podido llegar a ocurrir? ¿Cómo había llegado tan arriba en esta línea temporal, en tanto que yo me había quedado en mi lamentable rango de oficial —¡y, encima, de la reserva!— en la mía? Pero la posición de ese otro DeSota me iba a permitir elevar la mía…).
—Están listos, señor —dijo la sargento Sambok.
—Excelente —respondí yo, y volvimos a subir las escaleras que llevaban a la oficina del director científico. No tenía mucho tiempo para pensar en los juegos gramaticales que estábamos aprendiendo a dominar (el «yo» que «me» observaba por las mirillas, el «ellos» que éramos «nosotros») y tampoco tenía tiempo para asombrarme ante las maravillas que ya había percibido… básicamente, las curiosas coincidencias existentes entre la vida de Dom DeSota y la mía. Nuestras vidas diferían en muchos y tremendos aspectos, pero los dos habíamos acabado viéndonos envueltos en el asunto de los tiempos paralelos (y, por supuesto, no sólo «nosotros» dos, porque en todos los otros mundos existían Dominics DeSotas). Los consejeros técnicos no habían tenido tiempo para esas cuestiones. Lo sabía porque se lo había preguntado. Lo único que hacían, matemáticas aparte, era murmurar vagamente que, después de todo, los Dominics DeSotas poseíamos genes comunes; que nuestras adolescencias habían sido comunes, al menos hasta el punto de separación; que habíamos leído los mismos libros y visto las mismas películas. Así que, naturalmente, habíamos acabado en moldes similares…
—Por aquí, señor —dijo la sargento, y entré por la puerta que mantenía abierta a la oficina donde trabajaba la cabeza rectora de la Gatera, como habían bautizado graciosamente ellos a su proyecto de tiempos paralelos.
—Dentro de treinta segundos estará en antena, mayor —dijo el teniente del Cuerpo de Transmisiones.
—Muy bien —dije, y me senté delante del escritorio. Estaba muy vacío: sin duda el director científico era uno de esos tipos que están siempre preocupados por la seguridad. Lo único que había encima del escritorio era el micrófono del Cuerpo de Transmisiones con los cables que iban hasta la emisora portátil que llevaba el auxiliar del teniente. Probé los cajones. Estaban cerrados, pero ya nos ocuparíamos de eso más adelante.
—Deles un buen susto, señor —dijo la sargento Sambok, sonriendo a través de su camuflaje de combate, y me encontré en antena—. Damas y caballeros —le dije al micrófono—, les habla Dominic DeSota. Circunstancias urgentes nos han llevado a la necesidad de efectuar una acción preventiva en la Base Sandia y sus alrededores. No tienen ustedes nada que temer. Dentro de una hora emitiremos un comunicado televisivo a través de las estaciones locales. Pedimos a todas las emisoras que lo transmitan en directo y en su momento les explicaremos la necesidad de que se haga así.
Miré al teniente, el cual se pasó el dedo índice por el cuello. El cabo que se encargaba del equipo movió un interruptor y me encontré fuera de antena.
—Le veré luego, mayor —me dijo el teniente antes de abandonar la sala.
Me recliné en el asiento de cuero, comprobando si era cómodo. Esta gente sabía cuidarse; había cuadros en las paredes y moqueta en el suelo.
—¿Qué tal lo hice, Nyla? —pregunté. Ella sonrió.
—Realmente bien, mayor. Si alguna vez abandona el ejército debería meterse en la radio.
—Ya soy demasiado mayor para encajar en ese tipo de asuntos —le respondí—. ¿Ha avisado a Fuerza-Cinco que este edificio está bajo control?
—Sí, señor. Fuerza-Cinco ha contestado: «Bien hecho, mayor DeSota». Los destacamentos posteriores han ocupado también los seis edificios contiguos. Toda la zona es segura.
—¿Y los prisioneros?
—De momento les hemos puesto en el aparcamiento. El cabo Harris y tres hombres más les vigilan.
—Estupendo, estupendo —dije, tirando nuevamente de los cajones cerrados. Había ocupado la oficina del jefe científico, pero desgraciadamente en esos momentos él no estaba en la base. Se había llevado sus llaves con él. Una molestia, pero no un problema serio—. Abra esto, sargento —dije, y la sargento Sambok estudió durante un instante las cerraduras, calculando el ángulo de los posibles rebotes para colocar luego el cañón de su carabina a unos centímetros del cerrojo. Apretó el gatillo y el agudo silbido de las balas del calibre 25 llenó la habitación.
Los cajones se abrieron sin más problemas. Dentro había el acostumbrado montón de trastos desordenados que suele encontrarse en los cajones de la mesa de un hombre ordenado, pero entre ellos había un par de cuadernos de notas y toda una hilera de carpetas. Naturalmente, habíamos estado observando con mucha atención a toda esa gente durante varios meses antes de abrir el portal, pero de todos modos el doctor Douglas querría examinar esos papeles.
—Un ordenanza —dije. El sargento Sambok movió la cabeza y un ordenanza apareció en el umbral—. Lleve estos papeles al punto de salida —le dije, mientras le daba vueltas entre los dedos a un encendedor de oro muy delgado y de aspecto bastante caro, con la inscripción Club Harrah, Lago Tahoe Habría sido un recuerdo estupendo, pero volví a guardarlo en el cajón y lo cerré.
Después de todo, no éramos ladrones.
La sargento Sambok estaba en pie junto a la puerta y había algo en la expresión de su rostro que me impulsó a preguntarle si pasaba algo.
—El soldado Dormeyer, señor… ha desaparecido.
—Mierda —por su expresión, parecía estar acorde con lo que yo había dicho—. Esas cosas no deben suceder en estado de combate. Si la PM le encuentra lo llamarán deserción —también estaba de acuerdo en eso—. ¡Maldición, sargento, alguien debe saber dónde se ha metido! Encuéntrelo. Quiero que este asunto no salga de la compañía.
—Sí, señor. Me ocuparé de ello personalmente.
—Sí, más vale —le dije—. Tiene diez minutos para descubrir dónde se ha metido. Luego, reúnase conmigo en el punto de salida.
Mi destacamento de asalto había sido el primero en pasar, pero habíamos conseguido nuestros objetivos. Ahora, había trescientos soldados más en la base: me refiero a los nuestros, claro, sin contar con los que habíamos cogido prisioneros. No tenía nada que hacer hasta que llegara el momento de la emisión televisiva. Y eso no sucedería hasta que hubiéramos tomado la emisora de TV en Albuquerque, lo cual nos permitiría introducirnos en la red estatal. Me dirigí hacia el punto de salida, en el sótano del edificio. En otros tiempos había sido una galería de tiro, pero cuando nuestros observadores lo descubrieron ya no lo usaban para casi nada.
Eso lo hacía perfecto para nosotros. Logramos hacer pasar a todo el destacamento antes de que nadie se enterara de que habíamos llegado.
Sandia era una base militar vieja, tanto en su tiempo como en el nuestro. La diferencia era que en nuestro tiempo seguía siendo pequeña y en el suyo se había vuelto inmensa. Dentro de su recinto de alambradas había kilómetros cuadrados de colinas y desierto.
Pese a ello, el despliegue de sus tropas en el interior de la base no era muy amplio. El perímetro estaba más vigilado por electrones que por hombres, y a lo largo de la alambrada había un puesto de centinelas más o menos cada cuatrocientos metros. Naturalmente eso debía de parecerle al comandante de la base protección más que suficiente, pues aparte de un ataque a cargo de paracaidistas, que hubiera sido fácilmente detectado por el radar, no había modo alguno de que un grupo numeroso de enemigos pudiera cruzar la alambrada sin ser avistado con tiempo suficiente para poder llamar a los refuerzos… a menos que, como nosotros, vinieran desde dentro. Cuando llegué al punto, ya había un mapa de la base clavado en la pared, con las zonas conquistadas marcadas en rojo. Los puntos clave habían sido la Gatera y los edificios vecinos: los barracones de la PM, el cuartel general, la estación de señales y la emisora de radio. Ahora todo eso estaba en nuestro poder. Las escasas tropas que los protegían tenían ahora tiempo para ir pensando en lo amargo de su fracaso, encerradas en el aparcamiento.
Seguían llegando tropas. No hacían falta, pero nunca estarían de más… ¿y si los anteriores habitantes de la base, contra toda lógica, decidían luchar? Una hilera de brillantes focos instalada en la pared iluminaba a la columna de soldados que emergía de la nada. Cambiaban el paso, avanzaban hasta la pared, se quedaban allí en posición de firmes y sus oficiales los reunían y los ponían de nuevo en marcha para que fueran a reforzar a las tropas que ya habían sido emplazadas en sus posiciones.
Era un espectáculo de lo más raro. Si uno se colocaba al lado del portal, siguiendo su misma inclinación, resultaba aún más extraño. La punta de los pies, luego los pies, las piernas, los puños, el vientre, la cabeza… todo iba apareciendo en ese mismo orden. Si uno se colocaba detrás del portal, se podía ver… ¿qué se imaginan? ¿Carne cruda, tripas? Nada de eso, no había absolutamente nada que ver. Porque, visto desde atrás, todo el rectángulo del portal de salida era una negra masa carente de rasgos que parecía engullir la luz. Claro que, desde delante, tampoco había gran cosa que ver pasados unos instantes. Sólo los soldados que emergían de la nada y, detrás de ellos, los muros polvorientos de la vieja galería de tiro.
—¿Mayor? —era la sargento Sambok de nuevo. Miró a nuestro alrededor y bajó la voz—. Creo que sé adonde se fue Dormeyer.
—Buen trabajo, sargento —le dije.
Ella negó con la cabeza.
—Está fuera de la base. Logró salir, no sabemos cómo. Se ha ido a Albuquerque. Lo que sucede es que vivía… bueno, vive ahí. En Albuquerque, quiero decir.
Eso ya no me parecía tan bien, pero no era culpa suya.
—Lo ha hecho usted muy bien —le dije, y era verdad. Para haber salido de la Reserva, Nyla Sambok era una soldado de primera. Lo raro es que en la vida civil había sido profesora de música y estaba casada con un concertista de clavicordio. Habían logrado sus respectivas becas metiéndose en la Reserva, pero luego les llamaron a filas; muchos de los reservistas estaban bastante disgustados con ello, pero Sambok era lo bastante buena como para que yo hubiera pedido que me acompañara desde Chicago para hacerse cargo de un destacamento. El hecho de que además fuera una mujer muy atractiva no le hacía daño a nadie, claro, pero yo tenía por norma no enredarme nunca con el personal a mis órdenes. Lo único que hacía era darle vueltas a la fantasía, de vez en cuando.
—La Fuerza-Cinco estará lista para recibir sus órdenes dentro de unos dos minutos —prosiguió ella—. Me enteré mientras venía para aquí.
—Estupendo —dije—, pero se me ha ocurrido una idea. Vaya al recinto de los prisioneros y tráigame las ropas del senador DeSota.
Incluso la sargento Sambok era capaz de sentir sorpresa.
—¿Sus ropas?
—Haga lo que le digo, sargento. Puede dejarle la ropa interior, pero quiero todo el resto, incluidos los calcetines.
Un destello de comprensión le iluminó el rostro.
—Bien, mayor —dijo, sonriendo, y se marchó, dejándome para que esperase la llamada de la Fuerza-Cinco.
La comunicación en los dos sentidos a través de la superficie que separa los tiempos paralelos es más difícil que en uno sólo. Tenían que cerrar el portal y colapsar el campo para obtener la energía necesaria, pero cuando el oficial encargado del portal me hizo un gesto con la cabeza cogí el auricular y el general Magruder no me hizo esperar demasiado.
—Bien hecho, mayor —ladró—. El presidente dice lo mismo: naturalmente, ha seguido esto muy de cerca.
—Gracias, señor.
—Ahora entramos en la Fase Dos. ¿Está listo para la emisión televisada?
—Sí, señor —con eso quería decir en realidad que aún no lo estaba pero que lo estaría tan pronto como Nyla Sambok volviera con las ropas.
—La emisora de TV y los enlaces de microondas están controlados; abrirán los circuitos dentro de media hora. Ya tienen la cinta del presidente lista para ser emitida tan pronto como usted haga la introducción.
—Sí, señor.
—Bien —y entonces cambió de tono—. Otra cosa, mayor. ¿Hay algún signo de rebotes?
—Nada nuevo, señor. Creo que aún están entrevistando a los de aquí, pese a todo.
—Hum… ¿Algún otro visitante indeseable?
—Ni rastro, señor.
—Mantenga los ojos bien abiertos —dijo con aspereza, y colgó. Yo había reconocido ese tono de voz. Era el del miedo.
Media hora después, mientras cruzaba la base en dirección hacia el estudio de televisión, sintiendo el cálido aire de la noche del desierto y pudiendo ver en lo alto las mismas estrellas que brillaban sobre mi propia América, yo también sentí un poco de miedo. Un jeep de la PM pasó junto a mí barriendo el terreno de un lado a otro con un reflector. Se detuvieron el tiempo suficiente para darme un buen repaso y fijarse en el brazalete que me identificaba como perteneciente a la fuerza de asalto, y luego volvieron a acelerar. No me llamaron ni me pidieron la documentación.
Yo podría haber sido uno de esos visitantes indeseables. Podría haber sido esa otra persona que se parecía a mí y que teníamos la impresión de que había estado en todas partes. Y si yo hubiera sido esa persona, me hubiera bastado con coger un trozo de tela verde para enganchármelo en la manga y nadie hubiese sido capaz de notar la diferencia. Y entonces…
Y entonces, ¿qué habría hecho ese otro yo?
Ésa era la pregunta que nos daba miedo. De momento lo único que habían hecho era observar y espiar, pero nada más.
No podía culpar realmente a la PM por mantener una vigilancia tan poco cuidadosa, ya que obviamente no veían la necesidad de que fuera más concienzuda. Habíamos tomado la base sin disparar ni un solo tiro, enfrentados a una oposición que consistía básicamente en centinelas de ojos soñolientos que se habían quedado patidifusos al ver cómo sus propias tropas caían sobre ellos. ¡Vaya modo de dirigir los Estados Unidos! Me pregunté cómo sería vivir en un país donde bases tan importantes estaban protegidas sólo por un puñado de tropas y en el que no habían tenido reclutamiento ni llamamiento de reservistas. Si me hubieran dejado terminar mis cursos de posgraduado en Loyola en vez de meterme en la reserva, ¿qué sería yo ahora?
¿Senador, quizás?
En aquel momento, no podía permitirme ese tipo de especulaciones, ya que aún me quedaba una parte muy importante de mi trabajo por terminar.
La sargento Sambok me estaba esperando en el estudio con la ropa del senador DeSota, tal y como me había prometido. Encontré un vestuario y me quité el uniforme. Aquel otro Dom DeSota sabía vestir bien: la camisa, la corbata, los calcetines, los zapatos, los pantalones, la chaqueta deportiva… todo era de buena tela o de excelente cuero. El corte era algo peculiar (sus modas no eran las mismas que las nuestras) pero me gustó el tacto de la sedosa camisa y la suavidad de aquellos pantalones tan bien planchados. Podrían haberme ido un poco mejor: el otro Dom estaba un poco más entrado en carnes que yo, lo cual era una satisfacción, aunque estropeara levemente el efecto del traje.
Cuando salí del vestuario, sin embargo, la sargento no encontró nada criticable en mi aspecto.
—Magnífico, señor —dijo, felicitándome.
—¿Qué le dejó a él? —le pregunté, contemplándome en el espejo, y al verla sonreír supe cuál era la respuesta. No era fácil que cogiera frío con su ropa interior en esa cálida noche de agosto, pero aun así…—. Llévele mi uniforme de repuesto —le ordené—. Está en mi bolsa B-4 —afortunadamente para él, no me gustaba que los uniformes me quedaran demasiado ajustados, así que podría ponérselo.
—Sí, señor —dijo la sargento Sambok—. Señor…
—¿Qué pasa?
—Bueno, si usted va a llevar sus ropas y él su uniforme… ¿no puede resultar eso un poco confuso? Quiero decir… suponga que consiguiera llegar hasta usted, dejarle inconsciente y cambiar las ropas. ¿Cómo sabríamos quién es quién?
Empecé a abrir la boca, dispuesto a decirle que era idiota. Luego volví a cerrarla. Tenía razón.
—Buena idea —dije—. Le diré lo que haremos. Yo seré el que conozca su nombre completo, ¿de acuerdo, sargento?
—Sí, señor. De todos modos, mientras se encuentre en el recinto y usted no…
—Eso es —dije yo… y entonces me asaltó de nuevo la sensación que había estado reprimiendo durante las últimas dos horas.
Quería ver a mi otro yo. Quería sentarme y hablar con él, oír su voz, descubrir dónde habían coincidido nuestras vidas y dónde se habían separado. Era una idea extraña y algo insana, como prepararse para tomar droga por primera vez, o quizás para hacer el amor cuando no lo habías hecho en tu vida… pero lo deseabas.
No tuve tiempo para pensarlo entonces porque ya estaba prácticamente en antena. Los cámaras contemplaron con cierta sorpresa mis ropas civiles y el capitán del cuerpo de transmisiones sonrió sin disimulo pero, listo o no, había llegado el momento de mi debut en la televisión. La verdad es que no estaba demasiado preparado, ni ellos tampoco. Siempre hace falta colocar bien un micro o cambiar una cámara de lugar o mandar a una persona al vestíbulo para que haga callar a los que hablan, pero eso pasó en un segundo y el cabo que actuaba como director gritó:
—¡Preparado, señor! —escuchó lo que le decían por los auriculares durante unos segundos y luego empezó a contar—. Diez… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… —los últimos números los indicó con los dedos, primero dos y después uno. Luego aquel índice solitario se clavó en mí, la luz verde situada sobre la cámara se encendió, y empezó el rodaje de mi discurso preparado.
—Damas y caballeros —le dije a la cámara—, soy Dominic DeSota —eso no era ninguna mentira; se trataba de mi identidad. No dije que fuera el senador DeSota, aunque el hecho de que ahora vistiera sus ropas quizás lo sugiriese. No había mucho más en mi discurso—. Una emergencia ha requerido que se efectuara esta acción. Le pido a cada norteamericano que escuche esta emisión con una mente libre de prejuicios y con el generoso corazón propio de todos los norteamericanos. Damas y caballeros, les presento al presidente de los Estados Unidos.
Y los fotones que formaban mi rostro, mi cuello y el traje, la corbata y la camisa del otro Dominic fluyeron como un obediente rebaño hacia la cámara, y salieron de ella convertidos en electrones; como tales electrones serpentearon por los cables del estudio de la base hasta llegar al plato de microondas del techo y allí fueron reconvertidos en fotones de distinta frecuencia y luego, como señales de radio, viajaron a través del valle hasta las torres transmisoras de la KABQ, rebotando en el aire y cruzándolo para llegar hasta un satélite que se encontraba a miles de kilómetros en el espacio, desde donde llovieron sobre los aparatos de televisión de los Estados Unidos. Los Estados Unidos de aquí. Y lo que pudieran sacar en claro del mensaje y de un presidente que no era el suyo no podía ni tan siquiera adivinarlo.
El destacamento del Cuerpo de Transmisiones vestía uniforme, pero aún había mucho de civil en sus corazones. Se trataba de reservistas convocados para la emergencia y casi todos eran veteranos de las grandes cadenas televisivas. Habían logrado procurarse algunas comodidades de tipo civil, como una cafetera humeante en el vestíbulo del estudio y una bandeja de bocadillos y pasteles. Aparentemente, alguien había tomado por asalto la despensa local.
Me serví una taza mientras escuchaba la voz del presidente Brown, que me llegaba desde los monitores:
—… como presidente de los Estados Unidos, dirigiéndome a usted que ocupa también la presidencia de los Estados Unidos, y al pueblo norteamericano… —parecía nervioso pero aparentemente había ensayado bien, se notaba a medida que iba leyendo las líneas que le habían redactado— …en este punto de nuestra historia nos enfrentamos a un terrible despotismo que amenaza con dominar el mundo… —y luego— …los lazos de sangre y la devoción común a los principios de la libertad y la democracia… —etcétera, etcétera. El discurso era bastante bueno; yo ya lo había leído antes. Pero lo importante no era lo que decía el discurso: lo importante era que habíamos controlado la base.
La misma voz llegaba desde una sala de control contigua al vestíbulo que tenía la puerta abierta. Cogí mi taza y fui a echar un vistazo. Allí no había un monitor sino una docena, casi todos mostrando el emocionado rostro del presidente y repitiendo su discurso. Pero había también un par de pantallas en las que se veían otros rostros, igual de serios y todavía más emocionados: John Chancellor, Walter Cronkite y un par más que no reconocí. Ya habían empezado a hacer sus comentarios. Eso me sorprendió hasta que recordé que el discurso del presidente sólo duraba cuatro minutos. Ya había terminado, y ahora las emisoras que habían sido tomadas por sorpresa lo estaban volviendo a emitir. Ésas todavía no tenían preparada ninguna respuesta, las demás ya la estaban soltando.
Miré mi reloj. Medianoche, hora local. En las grandes ciudades de la Costa Este serían las dos de la noche, pero dudaba que mucha gente estuviera durmiendo. Y en California, los ciudadanos que hubieran conectado el último resumen informativo se encontrarían con unas noticias totalmente inesperadas.
Les estaba bien empleado. ¿Cómo podían ser tan gordos y felices mientras que nosotros nos enfrentábamos a una terrible contienda por la libertad mundial?
Incluso el comandante de un destacamento de asalto debe dormir de vez en cuando. Logré hacerlo casi cinco horas y me desperté acompañado por el olor a café y bacon. Estaban en la oficina del jefe de científicos, en su propio catre, y el cabo Harris acababa de poner una bandeja junto a mi cabeza.
—Con los saludos de la sargento Sambok, señor —sonrió—. Anoche ocupamos el club de oficiales.
Los huevos estaban casi fríos por el trayecto, pero el café era fuerte y seguía caliente. Precisamente justo lo que necesitaba para ponerme en marcha.
La primera parada fue de nuevo el estudio. A los técnicos-soldados se les habían unido tres civiles, una mujer mayor, otra más joven y un hombre con barba que parecía no tener ninguna edad determinada. Me planté delante del capitán del Cuerpo de Transmisiones y señalé con el dedo a los civiles agrupados ante los monitores, alzando una ceja.
—¿Ellos? —me dijo—. Son científicos, mayor. Al menos, eso es lo que dicen ser, y sus órdenes están en regla.
—¿Qué hacen?
Se encogió de hombros.
—Dicen que están estudiando las respuestas al mensaje del presidente. Es una especie de estudio de ciencias políticas, ¿sabe? —no, no lo sabía—. De todos modos —dijo con amargura—, no hay mucho que estudiar porque esa presidencia que tienen aquí no ha dicho prácticamente ni palabra.
No era ése el tipo de noticias que deseaba oír.
—Podría comprobarlo con Fuerza-Cinco —añadió como si se le acabara de ocurrir, pero yo me dirigía ya a la Gatera. La base estaba muy tranquila y tenía un aspecto magnífico en la cálida mañana del desierto. Yo no. Por muy seco que fuera el aire, estaba empezando a dejar empapado de sudor mi uniforme, que ya llevaba por segundo día consecutivo (¡quizás no hubiera debido ser tan generoso con el de repuesto!) y empezaba a sentirme preocupado.
El general Cara-de-Rata Magruder estaba como uno espera encontrar a un general a las siete de la mañana: es decir, dormido. Cuando le pregunté sobre los civiles me bajó los humos con apenas media docena de palabras.
—Están autorizados y no es asunto suyo, mayor —dijo secamente—. ¿Cuál es el estado de su base?
—Completamente tranquila, señor —esperaba que así fuera, porque aún no había tenido tiempo de pasar revista a mis propias tropas—. Sigue sin haber señales de rebote por aquí.
—¿Visitantes indeseables?
—Ningún informe, señor —al menos, no que yo supiera—. Señor… ¿puedo preguntarle por el doctor Douglas?
Risita metálica.
—Está en su tienda, bajo vigilancia y cagado de miedo. ¿Cuál es el estado actual respecto a la intercepción de señales enemigas?
Se refería a si habíamos estado escuchando la radio y la TV.
—De momento no hay nada en claro, señor. Siguen repitiendo la emisión del presidente. La recepción es impecable.
El coronel Harlech no llegó a pronunciar la palabra mierda. Se limitó a emitir un sonido que se le aproximaba lo bastante como para resultar reconocible, pero lo pronunció en voz lo suficientemente baja para que no se pudiera estar seguro de lo que había dicho. Harlech era uno de los hombres de confianza de Magruder y todo el mundo sabía cuál era la opinión que les merecía el presidente, el cual se había opuesto vigorosamente a un ataque preventivo… hasta que los jefes del Estado Mayor le hicieron saber que tenían muchas prisiones militares listas para recibir a los políticos que se interpusieran en lo que ellos consideraban la defensa esencial de Estados Unidos.
Cuando terminé mi llamada telefónica al otro tiempo pensé en la posibilidad de volver al estudio y hablar un poco con los científicos. Sería interesante oír sus teorías sobre la razón de que una sociedad tan militarmente activa como la nuestra tuviera un presidente tan blando como Jerry Brown, mientras que esta otra, blanda y pacífica, había elegido el incendiario credo político de Reagan. Pero yo era un soldado, no un estudiante; y había cosas por las que sentía más curiosidad que por ésa. Pedí a gritos un ordenanza y cuando el cabo Harris asomó la cabeza por el hueco de la puerta le ordené que fuera al recinto de los prisioneros y me trajese al senador Dominic DeSota.
Estaba sentado ante mí, vestido con mi propio uniforme, y se me parecía tanto que resultaba molesto. No podía quitarle los ojos de encima y él me observaba con la misma atención. No estaba asustado, o al menos no lo parecía. Pero sí parecía estar un poco resentido y, sobre todo, interesado… una cualidad mía que siempre he admirado.
—Usted es un tipo intuitivo, Dominic —le solté de pronto—. Dígame, ¿cómo va a salir esto?
Se estiró pensativamente antes de responderme; también él había estado durmiendo y, sin duda, sobre algo no tan cómodo como el catre de mi despacho.
—¿Quieres decir cuál va a ser la respuesta de la presidencia a esta invasión armada? —me preguntó.
—Yo diría que ése es un modo algo duro de calificar las cosas.
—Lo que ha sucedido hasta ahora es bastante duro, Dominic. ¿Qué esperan ganar con esto?
—La paz —contesté, sonriendo—. La victoria. El triunfo de la democracia sobre la tiranía. No me refiero a su tiranía, naturalmente. Estoy hablando de nuestro enemigo mutuo, los rusos.
—Dom —me dijo pacientemente—, yo no tengo ningún enemigo ruso. Los rusos, sencillamente, no significan nada en el mundo… en mi mundo. Se habrían muerto de hambre si no les hubiéramos mandado alimentos después de su jaleo con China.
—¡Tendrían que haberles dejado a todos morir de hambre!
Suspiró, mirándome con cierto desagrado.
—Así pues, vienen y nos invaden. Y sin previo aviso… —se encogió de hombros—. Dígame usted cómo van a ir las cosas. La obra la han escrito ustedes.
—Irá como nosotros queremos, Dom —le contesté sonriente—. Cuanto más pronto lo entiendan ustedes, mejor —no hubo respuesta a eso. En su lugar, yo tampoco hubiera contestado. Intenté mostrarme amistoso—. Éste es nuestro país, independientemente del lado de la barrera en que estemos —le dije con tono persuasivo—. Deberían cooperar con nosotros porque, en definitiva, tenemos los mismos intereses básicos: el bienestar de los Estados Unidos de América: ¿Correcto?
—Dom, tengo muchísimas dudas al respecto —me respondió.
—Venga, Dom… Será mejor que acepte mi palabra porque, al fin y al cabo, no creo que puedan hacer otra cosa. Les tenemos cogidos por… Por cierto, hablando de eso —añadí—, ¿qué tal la próstata?
Eso le sorprendió.
—¿De qué habla? Soy demasiado joven para tener problemas con la próstata.
—Ya —dije—. Eso es lo que pensé cuando me lo dijeron. Sería mejor se hiciera una revisión…
Él meneó la cabeza.
—DeSota —me dijo, y en su rostro había una expresión mucho más valiente y decidida de la que hubiera tenido yo en su lugar… lo cual me complació porque, después de todo, quizás yo también hubiera sido capaz de poner esa cara—, basta ya de gilipolleces. Nos han invadido sin aviso previo y eso es muy sucio. ¿Por qué lo hicieron?
Sonreí.
—Porque estaban ahí. ¿Acaso no sabe cómo funcionan estas cosas? Teníamos un problema y vimos una solución tecnológica para él. Cuando se tiene una tecnología se usa, y nosotros la teníamos —no entré a discutir cómo la habíamos conseguido porque, después de todo, eso no era demasiado relevante—. Por lo tanto, viejo amigo, se enfrentan ustedes a lo que llamamos una situación no negociable. Nuestro presidente ya ha dicho lo que deseamos. Déjennoslo hacer. Luego nos largaremos, y se acabó.
Clavó en mí una mirada penetrante.
—No se creerá usted eso, ¿verdad? —me preguntó.
Me encogí de hombros. Los dos nos conocíamos lo bastante como para saber que ninguno de nosotros lo hubiera creído. No había pensado demasiado en lo que sucedería una vez alcanzado el objetivo de nuestro ataque (oficialmente hablando)… pero sabía muy bien que una vez que hubiésemos usado su línea temporal para librarnos del gran enemigo de nuestro propio tiempo no era muy probable que nos fuésemos. Siempre habría algún otro trabajillo para el que podría resultarnos útil.
Pero eso estaba demasiado lejos en el futuro como para preocuparme de ello… aunque podía entender muy bien que a mi otro yo le preocupara, y mucho.
—Volvamos a la pregunta inicial. ¿Nos escuchará su presidencia sin necesidad de combatir? En mi tiempo, los Reagan y Jerry Brown no eran exactamente buenos amigos.
—¿Y eso qué tiene que ver? Se hará lo que deba hacerse. El juramento del cargo presidencial dice algo sobre defender y proteger a Estados Unidos…
—Sí, pero ¿qué Estados Unidos? Nuestro presidente hizo el mismo juramento y ahora lo está cumpliendo —de un modo más bien reluctante y entre la espada y la pared, claro, pero eso no iba a decírselo—. Y el mejor modo que tiene la vieja Nancy de protegerles a ustedes, amigos, sería dejarnos hacer lo que deseamos. ¿Tiene acaso alguna idea de cuál es la alternativa? ¡Tenemos toda la fuerza necesaria! ¿Quieren que introduzcamos un poquito de ántrax en la Casa Blanca? ¿O viruela-B en Times Square? —me reí al ver la cara que ponía—. Qué pasa, ¿creía que estábamos hablando sólo de bombas H? No tenemos el menor deseo de echar a perder un montón de estupendas propiedades y edificios…
—Pero las armas biológicas son… —se quedó callado y empezó a pensar. Iba a decir que contravenían la ley internacional o algo parecido.
—Después del Salt II tuvimos que hacer algo —le expliqué—. Prácticamente abandonamos las armas nucleares… y nos pusimos a trabajar en otros campos.
—¿Qué es eso del «Salt II»? —me preguntó y luego añadió sin dejarme contestar—: No, al diablo con eso, no tengo ganas de que me dé lecciones de historia. Lo único que quiero de ustedes es que se vuelvan a ese infierno del que han venido y nos dejen en paz… y dudo que vayan a hacerlo. Si tiene ganas de saberlo, me dan ganas de vomitar.
¡Menudo diablillo estaba hecho con sus escrúpulos! Por un lado me hacía sentir casi orgulloso… y por otro me cabreaba.
—¡Mierda, Dom! —le grité—. ¡Ustedes hubieran hecho lo mismo! Se estaban preparando para hacerlo… de lo contrario, ¿por qué estaban trabajando en ese proyecto de la Gatera?
—Porque… —empezó a decir, y luego se detuvo. Su expresión era respuesta suficiente, así que decidió cambiar de tema—. ¿Tiene un cigarrillo? —me preguntó.
—Dejé de fumar —le respondí con satisfacción.
Él asintió, aún absorto.
—Realmente, yo no creía que fuera a funcionar —dijo con lentitud.
—Pero lo estaban intentando, ¿no, muchacho? Por lo tanto, ¿qué diferencia hay? No estamos haciendo nada que no hubiesen intentado ustedes de haber terminado sus investigaciones antes que nosotros.
—Eso… eso es dudoso —me dijo. Oh, qué honestidad. No me había respondido: «Eso es mentira».
—Entonces, ¿nos ayudará a convencer a la presidencia? —insistí yo.
Esta vez no hubo la menor vacilación en su respuesta.
—No.
—¿Ni tan siquiera para que se salven muchas vidas?
—Ni tan siquiera por eso —me contestó—. No nos rendiremos, Dom… y tampoco estoy muy seguro de que me gustara comprar unas cuantas vidas de norteamericanos a cambio de unos cuantos millones de vidas rusas.
Le contemplé con asombro. ¿Era acaso posible que yo… yo, en cualquiera de mis encarnaciones, hubiera llegado a ser tan imbécil? Pero él no parecía imbécil. Se apoyó de nuevo en el respaldo, estudiándome, y de repente me pareció más alto y seguro de sí mismo.
—Entonces, ¿qué le asusta, Dominic? —me preguntó—. ¿De qué está hablando? —repliqué, fingiendo no entenderle.
—Tengo la impresión de que hay algo preocupante de lo que no me ha hablado —dijo él, hablando lenta y cuidadosamente—. Quizá no pueda ni imaginar de qué se trata, pero quizá sí pueda. Yo tuve que venir aquí porque había otro como nosotros curioseando en la base. Parecía saber lo que iba a suceder. Si yo estuviera en su lugar, eso me preocuparía realmente mucho, Dom. ¿Por qué? ¿Quién es? ¿Qué está pasando?
Tendría que haber comprendido lo difícil que es ocultarle secretos a uno mismo. Yo nunca he sido tonto, ni tan siquiera en mi encarnación como senador. Había dado justamente en el clavo de lo que más me preocupaba… o, al menos, de una de mis mayores preocupaciones.
—Viene de otro tiempo paralelo, Dom —le respondí lentamente.
—Eso ya lo había adivinado —replicó él con impaciencia—. ¿Les visitó antes?
—No. No exactamente. Él no —no quería contarle nada más sobre el visitante que habíamos tenido… el que habíamos logrado retener y que en esos mismos instantes se hallaba sentado en su tienda sudando de miedo, temiendo que su gente lograra encontrarle y tomara represalias por habernos ayudado a crear el portal—. Pero sí tuvimos un visitante. Puede que más de uno.
—Siga.
—¿Ha oído hablar alguna vez del «rebote»? —dije yo.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que algo rebota. Cuando se atraviesa la piel o lo que sea que separa un tiempo de otro hay algún tipo de efecto de conservación. Las cosas empiezan a moverse en la dirección opuesta.
Frunció el ceño.
—¿Quiere decir que entonces otras personas se ven desplazadas en el tiempo?
—No sólo personas. Es complicado. Depende de lo rota que haya quedado la piel. A veces es meramente energía… luz o sonido. Otras veces lo que se mueve son gases o cosas pequeñas… quizás un pájaro sorprendido en su vuelo. A veces es algo mucho más grande.
—¿Y eso está ocurriendo aquí?
—Parece que sí, Dom —le contesté casi involuntariamente—. Y no sólo aquí.
Se puso en pie y fue hasta la ventana. Dejé que lo pensara un poquito.
—Dom, tengo la impresión de que los suyos están a punto de cagarla —me dijo sin volverse. No le respondí y él me miró, apartándose de la ventana—. Ojalá pudiera darme un cigarrillo —insistió de nuevo—. Es difícil tomarse todo esto con calma.
Pensé durante unos segundos en la posibilidad de negárselo y luego decidí que sería inútil.
—¿Por qué no? —contesté—. Al fin y al cabo, son sus pulmones —estudié el interfono del escritorio hasta que pude decidir qué botón era el que conectaba con el cuarto de los ordenanzas, y le dije a la sargento Sambok que nos trajera tabaco—. En fin —proseguí—, todos queremos arreglar este jaleo. ¿Piensa ayudarnos?
—No —me respondió lacónicamente.
—¿Ni siquiera siendo la situación tan arriesgada como acabo de contarle? ¿Ni siquiera cuando su país, de todos modos, carece de defensa contra nosotros?
—Ustedes se metieron en esto, Dominic. Ustedes deben salir del lío —fue su réplica final. Al entrar la sargento Nyla Sambok con un cartón de cigarrillos libres de impuestos procedentes de la cantina militar él se volvió a mirarla.
De pronto, mi amistoso otro yo cambió por completo y el prisionero tranquilo y seguro de sí mismo, dispuesto a confesar tan sólo su nombre/rango/ número, se convirtió en algo totalmente distinto.
¿Qué diablos le había ocurrido? Estaba mirando a la sargento como si hubiera aparecido un fantasma. Jamás había visto yo tal expresión de asombro, rabia y preocupación en un rostro humano… ¡y aún menos en el mío!