Un hombre llamado Dominic DeSota, que avanzaba sudoroso por entre los cañizos del viejo embalse, alzó la cabeza, abandonando su tarea. Había creído ver un repentino resplandor anaranjado en el cielo, hacia el suroeste, donde en tiempos estuvo Chicago. No era una ilusión, las capas más bajas de nubes se habían iluminado realmente, como si a lo lejos hubiese un enorme incendio. Se irguió todo lo que pudo. ¿Qué serían aquellas luces en el horizonte? Veía trazos blancos y rojos; los blancos se dirigían hacia él y los rojos se alejaban. ¡Casi parecía como si volviese a haber coches! Pero desaparecieron con un parpadeo y le dejaron solo en el agobiante calor de la noche. Volvió a su trabajo, vaciando la última de sus trampas, ocupada por lo que en el pasado fue un mimado gatito de angora que ahora le contemplaba, bufando ferozmente. Ya no estaba gordo, no tenía el pelaje brillante ni era bonito, pero a DeSota le alegraba verlo. Era su cena.