23 de agosto de 1983

9.10 P.M. Señora Nyla Christophe Bowquist

Era realmente una pena estar en la ciudad de Dom sin tenerle a mi lado, pero logré mantenerme ocupada. Siempre hay cosas que hacer antes de un concierto: entrevistas de prensa y cócteles previos a la actuación, en los que debes confraternizar con los peces gordos que subvencionan la National Symphony. Y, sobre todo, los ensayos. Diez minutos de ensayo con la orquesta consumen una hora entera de mi tiempo: preocuparse antes de empezar, intentar recordar las pausas, los tiempos y las entonaciones sobre los que hemos logrado ponernos de acuerdo una vez acabado el ensayo. Sería fácil pensar que un ensayo con Mstislav Rostropovich debería ser más sencillo que con otras personas, dado que Slavi empezó como violonchelista. De eso nada, no para de poner problemas. Puede llegar a volverte loca discutiendo la dinámica de un oboe o el número exacto de microsegundos necesarios para una nota sincopada. No quiero decir que no me guste trabajar con él. Por ejemplo, tiene un maravilloso sentido del humor. De hecho, le adoro.

Les daré una idea del tipo de bromas amables que suele gastarme Slavi Rostropovich. Cuando devolví el contrato firmado para la actuación su agente me llamó para decirme lo siguiente:

—Nyla, Slavi dice que puedes escoger. ¿Qué prefieres, Sibelius o Mendelssohn?

Me fue imposible contener la risa.

Era el tipo de broma para disfrutar de la cual necesitas llevar mucho tiempo en el negocio, y tenía su propia historia. Cuando actué con la National Symphony anteriormente, una periodista me pilló en una falta. Supongo que estaría cansada pero, fuese por lo que fuese, le dije algo que los violinistas no suelen revelar pero que toda persona que haya tocado el violín después de Paganini sabe muy bien: algunos conciertos encantan al público porque parecen mucho más difíciles de interpretar de lo que realmente son (como el de Mendelssohn) y otros ponen a prueba tu habilidad porque son mucho más difíciles de lo que parecen al oírlos (como el de Sibelius). Por eso le conté a esa mujer que si deseaba arrancarle vítores fáciles a un público poco sofisticado tocaría a Mendelssohn y que si deseaba lucirme ante mis colegas tocaría a Sibelius.

—Dile a Slavi que prefiero a Mendelssohn —le respondí al agente, dirigiéndole una sonrisa al auricular. Porque, después de todo, sabía que no sería Mendelssohn y, naturalmente, dos días después me llegó un ramo de flores con una nota de puño y letra de Elena Rostropovich que decía así:

«No sólo dotada de talento… no sólo hermosa… ¡también inteligente! Slavi le envía sus felicitaciones y toda su admiración, pidiéndole que toque Gershwin, dado que asistirá la presidencia».

Mandé un telegrama diciendo que me encantaría. Y era cierto. Gershwin es uno de los grandes, aparte de que el suyo es el único concierto de violín compuesto por un norteamericano capaz de hacer que hasta los cerdos callen al oírlo. Sabía muy bien, de todos modos, que la música de un extranjero no encajaba nada bien con los gustos de la presidencia.

Elena Rostropovich era una dama encantadora, aunque no siempre resultaba fácil saber qué pensaba. Por ejemplo, nunca logré saber si le importaba mi asunto con Dom. Poníamos todo el cuidado posible para evitar los cotilleos pero, de todos modos, jamás me hizo el menor comentario, ni tan siquiera un guiño. Sin embargo, cuando me invitaron a cenar después del concierto yo ya sabía que Dominic recibiría una invitación idéntica en su mansión en Virginia. Mi invitación decía siempre para el señor y la señora Bowquist, y la de Dom era siempre para el senador y la señora DeSota. No importaba que nuestros respectivos cónyuges estuviesen en Chicago, como estaba siempre Ferdie y como solía estarlo Marilyn DeSota. Por lo tanto, Dom pasaría la noche anterior en mi suite del hotel. Los dos habíamos tenido un día muy atareado y nos encontraríamos a las once de la noche en el ascensor, «descubriéndonos» con expresiones de sorpresa cordial en la fiesta de Elena. Y entonces ella sugeriría que, dado que ambos carecíamos de compañía esa noche, Dom bien podría llevarme de vuelta a casa.

Lo cual hacía infaliblemente.

Esas noches eran las mejores que Dom y yo pasábamos, porque podíamos aparecer juntos en público. Y después, cuando estábamos a solas, había muy poco riesgo de que nuestros cónyuges nos pillasen. Todo lo que hiciésemos en Chicago era bastante arriesgado, pues siempre existía la posibilidad de que algún conocido apareciera casualmente en un mal momento… en un pasillo del hotel, un ascensor, o el restaurante en que estábamos citados. Las demás ciudades no eran mucho mejores. A veces, por pura suerte, Dom lograba inventar una razón para volar a Boston, Nueva York o adonde yo estuviese, pero siempre andábamos justos de tiempo. No, Washington era el mejor lugar… o, al menos, el mejor que podíamos tener.

Ni siquiera ahí era perfecto. También teníamos conocidos en Washington. Más tarde o más temprano Ferdie o Marilyn oirían una leve alusión o les asaltaría la duda. Y a partir de ese momento sólo sería cuestión de tiempo. ¿Detectives privados? Quizás. ¿Por qué no? Un cónyuge traicionado no tiene razón alguna para jugar limpio.

Y entonces todo el asunto caería sobre nuestras cabezas y lo que pasara después sería realmente desagradable…

Pero, Dios mío, por favor, todavía no.

—Nunca —contestó Dom con firmeza, poniéndose los calcetines a las dos de la madrugada, cuando se me ocurrió decírselo.

—Querido, tiene que ocurrir un día u otro —dije, intentando sonar razonable.

—No tiene por qué ocurrir. No tienen por qué pillarnos —se detuvo, con los pantalones a medio poner, y me besó en el ombligo—. Podemos seguir así eternamente. Incluso, si nos pillaran…

Cambié de tema, o intenté hacerlo.

—Ya sabes quién asistirá al concierto —le dije.

—¿Sí? ¿Y qué? Ah… —dijo, asintiendo con aire de sabelotodo mientras se subía la cremallera—. Ya veo la conexión. Quieres decir que no deseas escandalizar a la presidencia, ¿verdad? Y si no nos pillan mi mujer nunca se molestará, ¿verdad? Y aunque lo hagan, siempre nos queda la alternativa de…

—No, no hay alternativa —dije yo antes de que pudiese completar la frase con un «casarnos». Porque ése era el único tema que me negaba a discutir siempre con el senador Dominic DeSota. No podía tolerar la idea de serle infiel a un hombre que me amaba. No podía tolerar la idea de echarle a patadas de mi vida, expuesto a la humillación pública.

Por lo tanto, no lo sentí demasiado cuando Dom tuvo que irse a Nuevo México, porque había estado insistiendo cada vez más al respecto y a mí se me estaban acabando los trucos para apartarle del tema. Y la noche del concierto, cuando empecé con el primer movimiento, ese «allegro hot» sincopado, su asiento a mitad de la tercera fila estaba vacío.

Lo que ocurrió después fue algo totalmente inesperado y para explicarlo debo referirme al concierto.

Gershwin murió joven. Había empezado a componer música para violín apenas dos años antes de que aquel taxi le atropellara al cruzar la Calle 52. Y de pronto, apenas sin experiencia previa, creó esa maravilla, total y absolutamente suya. En los primeros tiempos, Gershwin había tenido que contratar a Ferde Grofe para que le hiciese las orquestaciones, pero en la época del concierto para violín ya dominaba por completo el arte. Las cuerdas y la percusión eran tan peculiarmente suyas como esos temas para violín capaces de fundirte el corazón.

Había algo más que me gustaba del concierto, un truco que le había pedido prestado a Mendelssohn. Mendelssohn no deseaba correr el riesgo de que algún idiota del público creyese que la pausa después del primer movimiento significaba que el concierto había terminado y se pusiera a aplaudir. No es que eso sea demasiado horrible, pero lo que lo convierte en un auténtico problema es que entonces la mitad del público se sonroja por haberse puesto a aplaudir cuando no debía y la otra mitad se enfada porque esos idiotas han interrumpido la actuación. Por lo tanto, Mendelssohn no permitió que nadie cometiese ese error. Nunca se da ese instante de silencio durante el cual el público se remueve en sus asientos y los hombres que han ido por lo pesadas que se han puesto sus mujeres miran nerviosos a sus vecinos para ver lo que se espera de ellos y en el escenario oyes los murmullos, el ruido de los asientos y las toses apagadas. A menudo deseé que Tchaikovsky, Bruch y Beethoven hubiesen sido igual de considerados y sentí gratitud porque Mendelssohn y Gershwin sí lo fueran.

De todos modos, fue algo raro. Esta vez, el suave y casi subliminal batir de tambores no impidió que el público se removiese en sus asientos. Vi cómo una acomodadora se inclinaba sobre el asiento vacío de Dominic para susurrar algo al oído al senador Kennedy. Slavi alzaba ya su batuta para dar inicio al segundo movimiento pero eso no impidió que Jack Kennedy se pusiese en pie y abandonara su fila. Mientras iba contando los compases que faltaban para mi parte, vi que Jackie me sonreía y extendía sus manos en un levísimo gesto de disculpa. Con casi cualquier otra esposa de senador habría sabido que eso era una excusa cortés, pero con Jackie sabía que era sincero. En la galería de esposas de senadores, ella era la cultivada y yo siempre había pensado que hubiera sido una estupenda primera dama si su esposo no hubiese perdido por los pelos en Chicago en 1960.

Pero los problemas no acabaron ahí.

Con la ayuda de gente como Jackie y Slavi Rostropovich (y, naturalmente, de Dom) me había convertido en algo así como la violonchelista favorita de la alta sociedad de Washington, así que el público era lo que puede decirse «distinguido». Eso, en Washington, quiere decir perteneciente al gobierno… diplomáticos, legisladores, gente que está en la cumbre de la administración. Hasta la presidenta, Nancy, estaba en su palco, con su primer caballero sentado a su lado, tan distinguido y tranquilo como siempre. Ese tipo de público planteaba problemas especiales y el peor de ellos era que si algo empezaba a ir espantosamente mal en alguna parte del mundo a la mitad del concierto se le daría el aviso inmediato de que se fuese.

Algo había ido mal. Y se estaban yendo.

Hacia la mitad del movimiento había asientos vacíos, como dientes mellados, en cada rincón del teatro. Cuando di fin a mi algo tramposo pero estupendo crescendo del tercer movimiento el aplauso fue un tanto débil. Creí que no era falta de entusiasmo, sólo de público. Slavi me miró y yo miré a Slavi. Los dos nos encogimos disimuladamente con un gesto resignado.

Para guardar las apariencias salimos dos veces a saludar y luego abandonamos el escenario para no volver, dándole al público la oportunidad de huir… cosa que muchos de ellos estaban realmente ansiosos por hacer.

Un deseo que una gran parte de los que estábamos en el escenario empezábamos a sentir también, impulsados por una creciente curiosidad.

Para Slavi fue peor. Yo había acabado por esa noche y realmente me alegraba de ello, en tanto que él tendría que volver después del intermedio para la segunda parte del programa. Era Mahler, y los dos sabíamos que no quedaría mucho público dispuesto a soportar la interminable Primera Sinfonía.

Y entonces descubrimos que realmente había sucedido algo.

La primera que nos informó fue mi vestidora, Amy. No es que Amy me «vista» realmente, aunque estoy segura de que lo haría si fuese necesario. Lo que hace es cuidar de mí. Cada vez que dejo el Guarnerius en algún sitio, ella lo vigila; se asegura de que tenga preparado un vestido sin manchas ni arrugas para cada concierto y otro para la fiesta que hay normalmente después, y cuida de que siempre haya tampones en el compartimiento lateral de mi bolso. Hace todo eso y además algo mucho más delicado. Impide que mi esposo sospeche cada vez que salgo con Dom.

También me informa de lo que necesito saber, aunque no vaya a gustarme. Especialmente si no me va a gustar. De todas las caras de susto, sorpresa y preocupación que vi esa noche entre bambalinas, la suya era la peor; pero logró abrirse paso entre la multitud de músicos y tramoyistas que hablaban entre susurros y acercarse a nosotros.

—Nyla —gimió—. ¡Albuquerque ha enloquecido!

Albuquerque, por supuesto, era donde estaba la base de Sandia. Donde estaba Dominic. Me quedé paralizada y sentí que me flaqueaban las rodillas. Slavi me cogió de un brazo. Amy cogió el violín y el otro brazo, exactamente por ese orden.

—¿Y Dom? —logré decir, aunque fue más bien un graznido.

—Oh, Nyla —dijo Amy, sollozando—, ¡eso es lo peor de todo!