El personal de la Gatera no parecía haberse enterado de que estábamos en plena noche. El prisionero, sin embargo, sí se había enterado, ya que había estado profundamente dormido. El sargento llamó desde la sección de confinamiento para decir que el prisionero pedía permiso para vaciar su vejiga y darse una ducha antes de acudir a la sala de conferencias.
—¿Por qué no? —dije cuando me lo consultó el coronel Martinau—. No me importa dar muestras de cierta consideración, especialmente a mí mismo.
Abrió los labios y rió en silencio, con el tipo de risa que acoge una estupidez, no una broma. Dio su permiso, ordenó que nos trajesen café, tanto a nosotros como al prisionero, y luego nos quedamos sentados esperando, mirándonos el uno al otro.
No parecía haber gran cosa que decir.
Podríamos haber conversado sobre esa persona que parecía ser yo, pero los dos habíamos adquirido la costumbre de no hablar sobre los Gatos. De hecho, jamás usábamos el término fuera de nuestras citas de alta seguridad y, por lo que yo sabía, jamás había aparecido en letras de molde. Era el mayor de los secretos en la instalación más secreta para la investigación militar de todo el país. Era un secreto tan grande que yo no había creído que fuese verdad ni por un momento.
No todo se escondía en Sandia. Estaba la instalación para investigaciones de energía solar, que no era nada secreta y ocupaba más de la mitad de la extensión de la base. La sección de armas nucleares tampoco era exactamente un misterio, sólo lo que ocurría en su interior. El mundo sabía que, de esa parte fluía una continua corriente de bombas inteligentes y misiles autodirigidos.
Aparte de eso, nadie sabía nada… o se suponía que nadie sabía nada acerca de las partes de Sandia que superaban en extrañeza a todas ésas. Había una pequeña sección dedicada a modificar el clima para destruir la agricultura del enemigo y otra que exploraba las posibilidades de la guerra genética. Genética: lo que allí se cocía no eran virus o sustancias químicas para atacar a la población actual de un estado enemigo. Eran destructores del DNA, creados para hacer que los hijos del enemigo creciesen inútiles y fáciles de vencer.
En mi propia defensa diré que aunque eso me parecía inmoral, me parecía igualmente que no iba a funcionar nunca.
Y luego estaba la Guerra-Psi. Algo aún más dudoso y extraño; en el interior del edificio de la Guerra-Psi guardábamos a un grupito de unos dieciocho o veinte tipos raros tirando a chiflados (que iban desde los ocho a los ochenta años de edad), que se salían realmente de lo normal. Cada uno de ellos decía poseer alguna habilidad especial. Estaban los que poseían habilidades extracorporales; decían que podían abandonar sus propios cuerpos y penetrar en otros, incluso los situados a miles de kilómetros, para ver y oír con los ojos y oídos de esa otra persona. ¡Maravilloso! ¡Podían ir a cualquier base enemiga y enterarse de todos los secretos! Algunos decían que habían llegado a hacerlo, aunque aún no habíamos logrado encontrar ningún secreto que fuésemos capaces de hacer funcionar o alguna prueba de que a alguien le funcionase.
Yo sentía mucho, mucho escepticismo hacia todo ese circo. En parte, por mero cinismo: los chiflados estaban realmente muy chiflados y además tenían el feo vicio de hacer trampas en las pruebas. Cuando se les pillaba haciendo trampas se les ponía a prueba y si reincidían, se les echaba. Más pronto o más tarde, todos acababan fuera. Pero eso no servía para desanimar a los que dirigían el proyecto Guerra-Psi, pues tan pronto decidían que uno de sus lunáticos era un fraude y le despedían, sus buscadores de talentos desenterraban a otro en algún pueblucho de Idaho o Alabama y nos lo mandaban a toda prisa para que lo pusiéramos a prueba… y así, una y otra vez.
La otra razón de que fuese escéptico no tenía nada de cínica. Al contrario, era lo más opuesto al cinismo; mis compañeros del comité solían tacharme de idealista cuando yo hacía alguna alusión a ella.
Realmente, yo no creía que tuviésemos ningún enemigo.
Oh, claro, los japoneses y los alemanes. La verdad es que eran unos competidores muy duros y nuestra comunidad empresarial les odiaba tanto como el viejo Catón a Cartago. La verdad era que realmente nos las hacía pasar moradas en el comercio internacional pero ¿acaso deseábamos entrar en guerra con ellos? Cuando digo «enemigos» me refiero a enemigos de sangre, irreconciliables, como lo fueron en el pasado Adolf Hitler o Josef Stalin. Hacía mucho que habían desaparecido… de hecho, en el cuerpo diplomático ruso había un nieto de Stalin con el que yo solía jugar al póquer cada vez que podía. Un tipo estupendo… Enemigos mortales y militares de ese tipo ya no existían, simplemente. No se trataba tanto de tolerancia o sabiduría por nuestra parte, como de pura suerte, claro… si la Guerra Fría hubiese subido algunos grados más de temperatura años atrás, las cosas podrían haberse puesto muy mal. Pero nos libramos de eso cuando los chinos y los rusos decidieron subir de grado sus disputas fronterizas y convertirlas en una confrontación nuclear a gran escala. Lo dejaron después de unas cuantas bombas, pero ninguno era ya un enemigo militar digno de tomar en serio. Su gran problema era evitar derrumbarse por completo.
Teniendo eso en cuenta podría parecer extraño que nuestro Comité para el Análisis de la Investigación en Armamentos no hubiese intentado jamás cortarle los fondos ni tan siquiera a la Guerra-Psi. Había razones para eso y la principal es que esos proyectos eran tan baratos que su mantenimiento no tenía la menor importancia. Dado que era política nacional mantener una fuerte línea defensiva (y con Reagan en la Casa Blanca era imposible poner en duda esa política), debía existir algo como Sandia. Si la Guerra-Psi, la genética y la Gatera eran una pérdida total, como yo me inclinaba a pensar, entonces las cantidades así gastadas eran tan penosamente pequeñas que, sencillamente, no valían la molestia de inventarles un nuevo destino. La Guerra-Psi y la Gatera juntas costaban al año menos de lo que costaba el mantenimiento de un silo de misiles.
Y si alguna de ellas acababa convirtiéndose en un sistema de armamento operativo…
Bueno, su potencial era sencillamente enorme. En especial la Gatera. Había tomado ese nombre de algo llamado «el Gato de Schroedinger». ¿Qué era el gato de Schroedinger? Bien, digamos que, según contó el físico que compareció ante nosotros la primera vez que surgió el tema, Schroedinger era un hombre que había descubierto algo llamado mecánica cuántica. Ah, sí, y ¿qué era eso de la mecánica cuántica? Bueno, dijo el físico, básicamente era un nuevo modo de ver la física. Cuando su explicación no pareció satisfacer a ninguno de los endurecidos políticos que formábamos el Comité, lo intentó de nuevo. La mecánica cuántica, dijo, recibió ese nombre por el descubrimiento hecho por Schroedinger de que la energía, por ejemplo, no fluía en una corriente uniforme como el agua de un grifo (aunque, rectificó, hasta el agua de un grifo sólo parece uniforme e interminable, pero está compuesta en realidad por moléculas, átomos y partículas aún más pequeñas), sino en paquetes de unidades llamados cuantos. El cuanto básico de luz era el fotón. Bueno, allí empezamos a tener la impresión de que pisábamos ya terreno firme, porque hasta los senadores y los congresistas han oído hablar de los fotones. Pero en ese momento destrozó todas nuestras esperanzas volviendo al gato. ¿Qué tenía que ver el gato en todo ese asunto? Bien, dijo el físico, claramente angustiado y pendiente de nuestras caras, había una especie de experimento mental propuesto por Schroedinger. Verán, hay otra cosa que se llama el principio de la incertidumbre de Heisenberg. Y, en cuanto a eso, ¿qué era el principio de la incertidumbre de Heisenberg? Bueno, dijo removiéndose incómodo en su silla de testigo, eso era algo difícil de explicar…
Se equivocaba en eso. No era nada fácil de explicar, sólo de entender. Según Heisenberg, era imposible conocer a la vez la posición y el movimiento de una partícula. O sabías dónde estaba o podías saber hacia dónde iba, pero las dos cosas a la vez no.
Peor aún, había algunas preguntas a las que no sólo era imposible hallar respuesta sino a las que no había respuesta alguna, y ahí llegamos de nuevo al gato. Supongamos que se pone un gato en una caja, dijo Schroedinger. Supongamos que con el gato se introduce una partícula radiactiva que tiene exactamente una posibilidad sobre dos de fisionarse. Supongamos que con el gato y el radionúcleo se coloca una lata de gas venenoso con un mecanismo que entrará en funcionamiento si la partícula se fisiona. Luego puedes mirar a la caja desde fuera y preguntarte si el gato está vivo o muerto. Si la partícula se ha fisionado, está muerto. Si no, el gas no fue liberado y el gato está vivo.
Pero desde fuera no hay modo de saber cuál de las dos cosas es cierta. Desde el exterior hay cinco oportunidades sobre diez de que el gato esté vivo.
Pero un gato no puede estar vivo en cinco décimas partes.
Por lo tanto, dijo el físico en tono triunfal, contemplándonos radiante y complacido por haber puesto las cosas en claro, lo que intentaba decir es que ambas cosas eran ciertas. El gato está vivo. El gato está muerto. Pero cada una de esas frases es verdad en un universo dado, ya que en el momento de la decisión el universo se bifurca… y desde ese instante, para siempre, habrá universos paralelos. Un universo con el gato vivo y otro con el gato muerto. Uno distinto cada vez que tiene lugar una reacción subnuclear que podría haber seguido dos cursos distintos… pues sigue los dos a la vez, y los universos se multiplican de modo interminable.
En ese momento el senador Kennedy carraspeó.
—Esto, doctor Fass… —dijo—, todo esto es muy interesante como ejercicio especulativo. Pero en el universo real abrimos la caja y vemos si el gato está muerto.
—¡No, no, senador! —exclamó el físico—. Eso es totalmente erróneo. Los dos son reales.
Nos miramos unos a otros.
—¿En un sentido matemático, quiere usted decir? —aventuró Kennedy.
—En todos los sentidos —exclamó Fass, meneando violentamente la cabeza—. Esos universos paralelos, creados por millones a cada microsegundo, son tan «reales» como éste, en el que me encuentro testificando ante ustedes. O, para decirlo en un contexto distinto, el universo en el que habitamos es tan «imaginario» como cualquiera de ellos.
Y así nos quedamos, sentados allí, como tontos, dieciocho congresistas y senadores procedentes de todo el país, preguntándonos si aquel hombre intentaba tomarnos el pelo… o, de no ser así, qué podría implicar todo aquello. Un congresista de Nueva Jersey me murmuró al oído:
—Dom, ¿ves alguna aplicación militar a todo esto?
—Pregúntaselo, Jim —respondí con otro murmullo y, cuando el congresista así lo hizo, el físico puso cara de asombro.
—Oh, caballeros, les pido disculpas —dijo—. Y a las señoras también —añadió con un gesto hacia la senadora Byrne—. Pensé que había quedado todo claro… Bien. Supongamos que desean lanzar una bomba H sobre alguna ciudad, o sobre una instalación militar, o donde sea, en cualquier lugar del mundo. Construyen su bomba y la llevan a uno de los universos paralelos. Vuelan hasta la latitud y longitud de Tokyo (es decir, al lugar que corresponda), la vuelven a situar en nuestro mundo y la hacen detonar. Buuum. Cualquiera que fuese el lugar, se ha esfumado. Si tienen diez mil blancos (digamos, todo el arsenal de misiles de otro país) sólo hace falta construir diez mil bombas y soltarlas todas de golpe. Nadie puede defenderse contra esas bombas. Los enemigos ni tan siquiera pueden verlas llegar. Porque en su mundo no han llegado… hasta que ya están ahí.
Y volvió a recostarse en su asiento, muy contento de sí mismo.
Y todos volvimos a recostarnos en nuestros asientos y nos miramos entre nosotros.
Pero creo que ninguno de nosotros parecía especialmente complacido.
Quizás ni tan siquiera eso habría convencido al comité, de no ser por algo muy importante que ya he mencionado: si el programa no funcionaba, como todos pensábamos que iba a suceder (y debo añadir que ésa era la esperanza de la mayoría de nosotros), se perdería muy poca cosa, ya que el programa, igual que la Guerra-Psi, era muy, muy barato.
Bien, finalmente apareció aquel tipo y debo decir que fue una de las experiencias más desagradables de mi vida. No fue dolorosa ni insoportable. Pero careció totalmente de cualquier connotación agradable.
Como la mayoría de los hombres, detesto ir de compras, especialmente si se trata de ropa. Y una de las razones principales es que odio esos espejos triples que hay en las tiendas de ropa. Los encuentro sencillamente injustos, pues te pillan siempre por sorpresa. Te pruebas un traje; el vendedor te miente al decir que te sienta como hecho a medida; te hace caminar hasta el fondo de la tienda, donde hay tres espejos unidos entre sí, como un tríptico medieval. Te miras en todos, desprevenido, y lo primero que notas es que te estás viendo de perfil. Jamás me miro voluntariamente de perfil. Considero la idea casi obscena. No es así como Dios quiso que me viese y la prueba de ello es que cuando me veo de perfil me encuentro totalmente horrible. Ni tan siquiera reconozco a ese tipo con cara de idiota y nariz rara, por no hablar de la mandíbula prominente. Cómo ha logrado meterse en el espejo en el que debería reflejarme yo me resulta siempre un gran misterio… y, con todo, no he perdido totalmente el contacto con la realidad. Sé que esa persona, realmente, soy yo. Sencillamente, no quiero saberlo.
Eso es lo que sucedió en la Gatera, en Sandia.
Cuando le hicieron entrar no me miró. De hecho, no miró a nadie en particular. Al menos le habían dejado lavarse la cara, pero llevaba los brazos esposados a la espalda. Puede que mantuviese los ojos clavados en el suelo por miedo a caerse, pero no lo creo. Creo que sólo había una razón y era que sabía muy bien que si levantaba la vista los ojos que estaría mirando serían los suyos. O los míos. Los nuestros.
Le odié de inmediato.
Era mil veces peor que los espejos triples de las tiendas. No podía ser peor.
Tenía mi cara y el mismo color de pelo, incluso esa zona donde estaba empezando a perderlo. Tenía todo lo que yo tenía. Casi todo, pues había algunas pequeñas diferencias… pesaría unos tres o cuatro kilos menos que yo y sus ropas no se parecían a nada que yo hubiese llevado jamás. Era un mono hecho de una sola pieza con alguna tela color verde oscuro que parecía brillar y con el pecho lleno de bolsillos: había también bolsillos en el mismo sitio en que hubieran estado los de los pantalones, si es que los hubiese llevado. Incluso tenía bolsillos en las mangas y en el muslo derecho. Puede que en otro tiempo esos bolsillos hubiesen contenido las preciadas posesiones de mi otro yo, pero ya no era así. Sin duda, los soldados del coronel los habían registrado, apoderándose de ellas.
—Dominic —dije con esfuerzo—. Mírame.
Silencio. El otro Dominic no respondió y ni tan siquiera alzó la vista, aunque por el ángulo de inclinación de su cabeza y por su expresión decidida me quedó claro que me había oído. Nadie más habló. El coronel no perdía detalle pero seguía callado, y mientras el coronel Martineau no dijese nada ninguno de sus hombres abriría la boca.
Volví a intentarlo.
—¡Dominic! Por el amor de Dios, dime qué está pasando.
Mi otro yo mantuvo los ojos clavados en el suelo un ratito más. Luego alzó la vista pero no me miró. Examinó el reloj que había encima de la cabeza de Martineau, como si estuviese haciendo un cálculo; luego se volvió hacia mí y dijo:
—Dominic, por el amor de Dios, no puedo.
No era una respuesta muy satisfactoria. El coronel Martineau fue a decir algo pero le indiqué con un gesto que se callara.
—Por favor… —dije.
—Bueno, Dom, viejo amigo —dijo mi otro yo, con aire de pena—, en realidad, si estoy aquí es porque deseaba decirte algo. Precisamente a ti, Dominic DeSota que, como ya sabes, eres también yo.
El coronel empezaba a ponerse furioso, pero mi reacción fue muy distinta.
—Oh, Dom —le dije apenado a mi otro yo—, cuantas veces no habré deseado hacerme lo bastante mayor como para abandonar este tipo de juegos. ¿Por qué no sueltas de una vez lo que quieres decirme?
—Porque es demasiado tarde, Dom —dijo.
—¿Para qué es demasiado tarde, maldición?
—Para aquello de lo que iba a avisarte, ¿entiendes?
—¡No!
—Ya lo entenderás. Está sucediendo. Y cuando volvamos a encontrarnos —intentó sonreír, pero le salió más bien un semisollozo—, no será a mí a quien te encuentres.
Se detuvo, abrió de nuevo la boca, vaciló, miró al reloj…
Y desapareció.
Cuando digo «desapareció» ésa es justamente la palabra, pero quizás doy una imagen equivocada. El otro Dominic DeSota no «desapareció» agachándose para meterse en un armario, ni nada parecido, y tampoco se volvió transparente como un actor en una película de ciencia ficción. Sencillamente, desapareció. En un momento dado estaba ahí y al siguiente ya no.
Y un par de esposas, cerradas sobre sus ya ausentes muñecas, cayeron estrepitosamente al suelo en el lugar que él había ocupado.
Cosas como ésa no suceden en mi vida normal. Carecía de reacciones preprogramadas para enfrentarme a tan flagrante violación de las leyes naturales, y lo mismo le pasaba al coronel Martineau. Me miró, y le devolví la mirada. Ninguno de los dos dijo una sola palabra respecto a la desaparición, a menos que se pueda considerar como tal el «¡Mierda!», que me pareció oírle pronunciar en un susurro.
—¿Se le ocurre a qué podía referirse, coronel? —le pregunté… sólo para estar seguro—. ¿No? Ya me lo había imaginado. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
—No tengo ni zorra idea, senador —me contestó. Pero aunque un oficial con mando del Ejército puede decir esas cosas, no puede actuar como si fuesen ciertas. Llamó a un sargento y ordenó que saliesen patrullas a buscar a mi otro yo perdido; el sargento puso cara de asombro y el coronel de resignación, pues todos sabíamos que eso iba a servir de muy poco—. Hágalo, sargento —dijo, y se quedó mirando cómo cumplían sus órdenes—. Bien —me dijo finalmente—, al menos hay algo bueno. Ha dicho que, fuese lo que fuese, ya estaba sucediendo, así que muy pronto descubriremos qué significa todo esto.
—Me gustaría estar tan seguro como usted de que eso es bueno —dije yo.
Y diez minutos después, cuando resultó que había dicho la verdad, resultó también que, efectivamente, no era tan bueno. Salimos de la habitación y atravesamos el salón, con el pequeño destacamento de soldados del coronel siguiéndonos como perros fieles y preguntándose dónde estaría el pájaro. Y nos topamos con otro destacamento de tropas, una docena más o menos, que también avanzaban, pero no al trote como las nuestras. Llevaban equipo de combate y unas carabinas de extraño aspecto colgando del hombro, aunque no permanecieron ahí mucho rato.
—Apunten —dijo un sargento cuando los teníamos a unos quince metros. El destacamento se detuvo y los soldados pusieron la rodilla en el suelo. Las carabinas giraron limpiamente hasta apuntarnos, sin vacilar.
Un oficial apareció entre los soldados.
—Mierda —repitió el coronel Martineau, y no hizo falta que le preguntase por qué lo decía. El oficial vestía igual que el resto de los soldados pero era fácil distinguirle como tal porque llevaba pistola y no carabina. Otra cosa me quedó clara de inmediato respecto a su persona, y al hablar me la confirmó.
—Soy el mayor Dominic DeSota, del Ejército de los Estados Unidos —dijo con una voz que yo conocía muy bien—, y son ustedes mis prisioneros de guerra.
Lo dijo con gran claridad, pero había cierta tensión en su voz. Yo sabía el motivo. Las palabras se dirigían al coronel pero sus ojos estaban clavados en mí y la expresión de su rostro me era muy conocida. Era la mía.
—Hola, yo —dije, y sus rasgos se endurecieron—. Creía que habías desaparecido —añadí—. ¿Qué era, una broma?
Le hizo un brusco gesto con la cabeza a un soldado que se puso a mi espalda y me aferró los brazos. Algo frío y duro me mordió las muñecas y supe que me habían esposado.
—Ignoro a qué se refiere con eso de la desaparición —dijo mi otro yo—, pero esto no es ninguna broma. Están ustedes bajo arresto preventivo.
—¿Por qué? —preguntó el coronel, aceptando su propio par de esposas.
—Será sólo mientras ponemos las cosas en claro con su gobierno —nos dijo mi «yo» en tono tranquilizador—. Tenemos que explicarles lo que vamos a hacer y hasta que estén de acuerdo seguirán ustedes prisioneros. Es lo mejor que puede sucederles, ¿entienden? Y si no les gusta, no tienen otra opción. Pueden ofrecer resistencia y entonces ya no serán prisioneros, serán cadáveres.