No había demasiados vuelos de Washington a Albuquerque la noche del domingo y ninguno de ellos era directo. Llegué a creer que me vería obligado a llamar a los de la fuerza aérea para pedirles ayuda. Jock se las arregló finalmente para meterme en un vuelo de la TWA que salía del National a las nueve. Eran cuatro horas de viaje y dos cambios horarios y, por suerte, conseguí dormir un poquito entre Kansas City y Albuquerque. Ahí se acabaron las comodidades civiles y a partir de entonces el resto del camino fue militar. Parecía como si los del Departamento de Guerra no durmiesen jamás. Me recogieron delante de la soñolienta terminal del aeropuerto en un coche oficial y nos lanzamos a través de las autopistas y los caminos desiertos hacia la entrada de la base Sandia. Mi conductor era una PM, teniente del WAC,[3] y los centinelas la saludaron nada más verla. No pidieron documentos de identidad pero cuando salimos del puesto de guardia nos siguió un furgón de la PM. Nos acompañó mientras atravesábamos la base, pasando junto a la instalación de energía solar, el área nuclear y el Edificio A-440.
Antes había sido el Edificio A-440. Ahora lo llamábamos la Gatera. El Rey de los Gatos era un coronel del Ejército llamado Martineau. Cuando nos habíamos visto en alguna convención, habíamos simpatizado bastante el uno con el otro y me sorprendió un poco que no me hubiese llamado él personalmente. Hubiera sido razonablemente informal y espontáneo.
Cuando salí del coche, tres PM bajaron del furgón y me siguieron. Empecé a darme cuenta de que en aquella visita no había nada de informal o espontáneo. Los PM no marcaban el paso y no dieron señales de querer rodearme, y mucho menos tocarme, pero no me quitaron los ojos de encima hasta que llegué a la puerta y crucé los salones que llevaban a la oficina del coronel Jacob Martineau.
—Coronel —dije, con una leve inclinación de la cabeza.
—Senador… —respondió él, devolviéndome el gesto, y añadió—: ¿Puedo ver sus documentos, por favor?
No, aquello no tenía nada de informal. Martineau repasó mi permiso de conducir de Illinois, mi pase de senador y la tarjeta de plástico con el borde rojo que contenía mis huellas dactilares y el código magnético que el Departamento de Guerra entrega a ciertos pesados como yo, que carecen de rango militar pero a veces tienen derecho a visitar ciertas instalaciones militares secretas.
No se limitó a leérselos de cabo a rabo. Colocó la tarjeta en una de esas pequeñas terminales de mesa que usan en los restaurantes de lujo cuando quieres cargar una factura de doscientos dólares en la cuenta de tu tarjeta American Express y, aun después de ese control, seguía sin parecer satisfecho.
—Senador —dijo—, me gustaría que me contase dónde nos vimos por última vez. ¿Fue en el Pentágono o aquí?
—Como usted bien sabe, Jacob —dije controlando muy bien mi tono—, no fue en ninguno de los dos sitios. Fue en Boca Ratón, en la conferencia sobre tecnología especulativa. Los dos asistíamos como observadores.
Sonrió, ligeramente más relajado, y me devolvió mi cartera.
—Bueno, Dom, supongo que es usted —dijo—. El otro no se acuerda de Boca Ratón.
Me dispuse a hacer una pregunta sobre «el otro» pero el coronel se me adelantó.
—Espere un segundo, por favor. ¡Sargento! Por favor, haga llevar al prisionero hasta la sala de conferencias. El senador y yo vamos a hablar con él.
Esperó a que el sargento saliese de la habitación antes de continuar:
—Dominic, tenemos problemas.
—¿A causa de ese tipo que dice ser yo?
—No dice exactamente eso —respondió el coronel, frunciendo el ceño—. El problema es que no dice gran cosa. Al principio pensamos que era usted. Ahora…
—¿Ahora ya no?
El coronel vaciló.
—Ahora —dijo—, no me hace ninguna gracia decirle lo que pienso, pero creo que es el único medio de explicarlo. Senador, creo que ese otro hombre es un Gato.