Me había adormilado en el sofá esperando que Nyla llegase del aeropuerto. Supongo que cuando llegó por fin al hotel prefirió dejarme dormir. Podía haberlo imaginado. Siempre le había gustado practicar un poco al llegar, a veces antes incluso de abrir las maletas o de ir al cuarto de baño.
—¿Cómo se llega al Carnegie Hall? —solía preguntar, para responder ella misma—. ¡Practicando, practicando, practicando! Y, querido Dom, si me salto los ejercicios una temporada luego es mucho más difícil.
O sea que lo que me despertó fue el ruido del Guarnerius en la habitación de al lado… una de las chaconas de Bach sin acompañamiento. La reconocí fácilmente. Puede que un año antes no la hubiese reconocido, ya que la música clásica es una de las muchas cosas para las que no queda tiempo cuando se sigue una carrera política, pero mantener relaciones amorosas con Nyla Bowquist había sido educativo en muchos aspectos. Y ése era solamente uno de ellos.
Me levanté y fui al dormitorio. Ahí estaba, delante de la chimenea, dándome la espalda, serruchando el viejo contrabajo con el movimiento acompasado de su cuerpo. Me acerqué por detrás de ella y pasé la mano por debajo del brazo para acariciarle el pecho. No echó a perder ni una nota.
—Concédeme dos minutos más, encanto —dijo con los ojos cerrados, el arco del contrabajo moviéndose sobre las cuerdas.
—¿Y qué se supone que debo hacer durante esos dos minutos? —le pregunté.
Su respuesta me pareció como una canción, confundida con los compases de la música:
—Pide un poco de champán…
»… ve preparando la cama…
»… o, sencillamente, desnúdate.
Le di un beso en la nuca.
—Probaré el número tres —dije. En realidad, no empecé a desnudarme. Una de las cosas que me había enseñado Nyla es que era más divertido desnudarnos juntos. Volví a la salita… no, supongo que merecería un nombre más digno, quizás el salón. Sabía que no serían dos minutos. Más bien un cuarto de hora… Cuando Nyla anda en una gira de recitales siempre tiene miedo de olvidar algo importante (el fraseo de un pasaje, o el mejor modo de enfatizar un acorde de tres o cuatro notas). Por lo tanto, cuando practica lo hace de lleno, y eso lleva tiempo. Volví a sentarme y cogí el teléfono.
Mientras marcaba el número de mi oficina examiné la habitación. Me alegraba no tener que incluir la factura del hotel en mi nota de gastos. Los recaudadores de impuestos jamás se lo habrían tragado. Tampoco lo habría hecho el IRS[2] si cualquier ser humano normal hubiese intentado proclamar que una suite de cuatro habitaciones era un gasto de negocios necesario. Pero ésa es una de las buenas cosas que acarrea el ser violinista de concierto. Nyla dice siempre que necesita mucho espacio para practicar antes de los conciertos. La verdad es que eso es bastante cierto. Como parte de la estrategia habitual, los inspectores del IRS nunca han llegado a hacerle esa pregunta ya que las suites del hotel las reserva y las paga siempre la dirección de la sala de conciertos donde actúa; la factura ni tan siquiera llega a aparecer en sus declaraciones de ingresos y gastos.
Cuando me contestaron de la oficina, pregunté por Jock McClenny. Reconoció mi voz, naturalmente, así que me limité a decir:
—Jock, estoy donde siempre. ¿Algo urgente?
—Nada de nada, senador. Ya le daré un toque si aparece algún problema.
—Estupendo —dije, disponiéndome a colgar. Sabía que de ser necesario me llamaría y sabía igualmente que el riesgo de que ocurriese algo lo bastante importante como para que Jock me llamase al hotel de Nyla era mínimo. Pero le oí carraspear de un modo que me hizo detener—. ¿Qué pasa, Jock? —le pregunté.
—Bueno, senador, es que he recibido una llamada del Pentágono. Algo raro. Una llamada rutinaria de Sandia, para asegurarse de que estaba usted ahí mismo.
Sandia era una instalación de investigaciones en Nuevo México. Me erguí un poco en el sofá.
—Bueno, pues no estoy ahí.
—Exactamente, senador —dijo él y casi pude verle asintiendo con firmeza, complacido por haberse anotado un tanto. Y complacido, igualmente, por el hecho de que los militares hubiesen vuelto a cagarla, dado que a Jack le encantaba pillar al Pentágono metiendo la pata.
De hecho, también a mí me encantaba. Me habría gustado explorar un poco más el asunto, pero de la habitación contigua habían dejado de llegar los compases del violonchelo.
—Sigue atento, Jock —le ordené—. Hablaré contigo después.
—Muy bien, senador —dijo, sospeché que con un poco de envidia. No le culpaba. Nyla es una belleza espectacular, lo cual puede justificar ciertamente ya un poco de envidia, pero además se daba el caso de que Jock era un fanático de la música. Nunca se perdía una actuación de Nyla. A veces, desde el palco que ella solía reservarme, miraba hacia abajo y le veía más o menos por la fila veinte, contemplándola con aire de paciente adoración.
Cuando abrí la puerta que daba al dormitorio me pregunté cómo la habría mirado si la hubiera sorprendido como yo en ese instante… balanceando las caderas para sacarse el vestido, desnuda de cintura para arriba, con el Guarnerius bien seguro en su estuche. Nyla me lanzó una mirada altiva.
—Sigues con la ropa puesta —dijo con tono acusatorio.
—Eso tiene fácil remedio —contesté, y se lo probé sin la menor dificultad.
Si las cosas hubieran seguido su curso normal, un hombre casado como yo jamás hubiera podido mantener una relación con una mujer casada como Nyla Christophe Bowquist. Sencillamente, nuestros mundos no se cruzaban. Yo era un físico fracasado que había acabado metiéndome en la abogacía y luego en política. Nyla era algo especial. Había crecido de un modo salvaje y algo loco (ella misma lo decía) y si no hubiera sido por las audiciones para la beca de la Juilliard School, probablemente habría acabado en la cárcel o en algún sitio peor.
En vez de eso, acabó siendo N*Y*L*A C*H*R*I*S*T*O*P*H*E B*O*W*Q*U*I*S*T con un dúplex en Lake Shore Drive (y un esposo dedicado a las inversiones inmobiliarias), en tanto que yo acabé con un apartamento en Marine… y una esposa llena de ambiciones. Si Marilyn, mi mujer, se hubiese salido con la suya, yo hubiera acabado siendo presidente. Si me salgo con la mía puede que acabe siéndolo, pero tendré una primera dama distinta. Lo gracioso es que quien nos reunió por primera vez fue Marilyn. No lo pretendía, por supuesto, pero se le ocurrió que sería estupendo para mi imagen que les dejase hacerme miembro del Consejo de las Artes de Chicagolandia. Y ahí conocí a Nyla. Estuvimos sentados el uno junto al otro en una cena para recoger fondos un viernes, aparecimos juntos en un espectáculo radiofónico un sábado y acabamos en la cama la noche del domingo. ¿Química? Ésa es la palabra que suelen usar pero, sea lo que sea, con nosotros funcionó.
Cuando hubimos terminado y descansábamos apoyados sobre un montón de almohadas, fumando el cigarrillo de después de hacer el amor, el que mejor sabe, me di cuenta de que en sus ojos había una expresión algo ausente y le pregunté:
—¿En qué estás pensando?
—En nosotros —dijo.
—Yo también —alargué la mano hacia un cenicero, sin soltar del todo su pecho izquierdo y, cuando hube terminado con mis equilibrios para ponerlo donde los dos pudiésemos usarlo, añadí—: Estaba pensando en lo distintas que podrían haber sido las cosas si nos hubiésemos conocido de otro modo. —O en otro momento —dijo ella con un gesto de asentimiento.
Yo también asentí.
—Como si nos hubiésemos encontrado antes de que tú te casases con Fred… o yo con Marilyn. Si nos hubiéramos conocido por casualidad, sin que ninguno de los dos estuviese casado. ¿Tú qué opinas?
—¿De qué, Dom? —me preguntó, apagando su cigarrillo.
—¿Piensas que podríamos habernos casado? —le pregunté.
Se recostó un instante en la cama, hurgando juguetonamente con la lengua en mi oído.
—Claro —dijo luego.
Aunque no estaba tan «claro», la verdad. No teníamos demasiadas cosas en común, aparte de la cama. No sé gran cosa de música (no paso de conocer más que algunas canciones country) y Nyla le profesaba un decidido odio a la mayor parte de mis actividades políticas. Y, en cualquier caso, de haber sentido tan irrefrenable impulso por casarnos, había una cosa llamada tribunales de divorcio. Ninguno de los dos tenía hijos, poseíamos independencia económica de nuestros respectivos compañeros y a los votantes ya no les preocupaba tanto la historia matrimonial de un senador como en el pasado. Si volverse a casar después del divorcio te hubiese apartado de la política, la señora Reagan no estaría en la Casa Blanca.
No, lo que nos apartaba del matrimonio era únicamente que ninguno de los dos quería arriesgarse. Por eso Nyla volvió a decir «Claro», con mucha seguridad, y luego se incorporó en la cama.
—Tendría que empezar a pensar en vestirme. ¿Te reúnes conmigo en la ducha?
—Claro —dije, y lo hice.
«Claro» es una palabra que aparece mucho en nuestras conversaciones, para encubrir dudas sobre cosas que ninguno de los dos tiene demasiado decididas. Chapoteamos y nos enjabonamos mutuamente en la ducha, pasándolo muy bien, pero no durante mucho rato porque, cuando habíamos acabado de enjabonarnos a conciencia, el timbre del teléfono del cuarto de baño empezó a sonar melodiosamente.
—Oh, diablos —dijo Nyla—. No, Dom, déjame cogerlo —ése era otro de nuestros «claro». Claro que dejé que lo cogiese, ya que podía tratarse muy fácilmente de alguien que no debía saber que era yo quien contestaba al teléfono: un manager, un esposo, un reportero, un fanático del violonchelo que se las hubiese arreglado para conseguir el número de la suite… incluso podía ser la esposa de su amante, aunque los dos sabíamos que, probablemente, no sería ninguna de esas personas. Y no lo era. Era quien yo pensaba que sería porque, ¿qué otra persona iba a estar en la oficina todavía una tarde de domingo? Nyla me alargó el auricular poniendo mala cara; no le gustaba demasiado Jock o, al menos, no le gustaba que estuviese enterado de lo nuestro. Había dejado el auricular lleno de jabón y el que yo tenía en las manos hizo que estuviese a punto de caérseme. Pero me las arreglé para decir:
—¿Sí, Jock?
Y entonces sí que estuvo a punto de caérseme; de hecho, lo cogí por el cordón cuando ya había llegado casi al fondo de la ducha.
—Es sobre esa llamada de Sandia —dijo—. Viene de la Gatera, senador.
Entonces fue cuando tuve auténticos problemas con el teléfono, dado que la Gatera no es algo de lo que se suele hablar en una línea que no sea de máxima seguridad.
—¿Sí? —respondí secamente.
—Han vuelto a llamar, senador. Dicen que han comprobado las huellas dactilares, la voz, la foto del carnet… y que todo encaja. Tienen a ese hombre bajo custodia y él dice que es usted. Y también ellos lo dicen, senador.