Si eres agente hipotecario no tienes domingos. El domingo es el día en que tus clientes no trabajan, así que si quieres ganarte el pan pillando a la señora de la casa en sus horas libres, puedes apostar al domingo. Hacía un día estupendo, con nubéculas que parecían de algodón surcando el cielo por encima de los árboles de la Reserva Forestal Mekhtab ibn Bawzi, y la piscina centelleaba bajo el sol cuando pasé junto a ella. Ese día no habría piscina para mí. Ni iglesia. Ni escapada para ver el partido de los Cubs. No habría nada de nada, salvo calcular pagos y porcentajes, y detectar posibles trampas ocultas en la transferencia de algún título Torrens; ni tan siquiera pude echarle un vistazo al periódico del domingo hasta las cinco de la tarde y eso fue en el interurbano, camino de la ciudad. Cogí el de las 4.38 en Elk Grove, saqué el periódico cuando el tren empezó a moverse y dediqué diez minutos a las noticias realmente importantes… ya saben, las de la sección deportiva, sobre los Cubs y el Sox y sobre la situación de los Brooklyn Dodgers en la clasificación. Con sólo un par de partidos por jugar, los Cubs llevaban una ventaja de diez puntos y medio. No se trataba de una situación imposible, no… Pero la verdad es que no había demasiadas razones para dedicar mucho tiempo a la clasificación, así que no tardé demasiado en pasar a la sección de noticias.
Naturalmente, no había olvidado el loco viaje a Dixon. Supongo que hasta entonces no me había preocupado realmente mi posición. Asustado un poquito, sí. Es imposible no estar asustado cuando el FBI te echa la mano encima. Pero no estaba preocupado, porque al fin y al cabo yo sabía que no había estado ahí y tenía un montón de testigos para probarlo.
Así que, en realidad, era la rimbombante promesa de ayuda de Ron lo que me provocaba cierta preocupación. Estaba todo el rato esperando a que sonase el teléfono y que… no sé, que algún reportero radiofónico de la Cadena Azul de la NBC, o quien fuese, me preguntara cuáles eran mis impresiones sobre la manifestación de ese día en Chicago.
Bueno, nadie me había llamado por teléfono. Tampoco hubo ninguna manifestación o, al menos, ninguna que figurase destacada en las dos primeras páginas del Tribune. La noticia más importante era sobre la vuelta del presidente Daley a Chicago para inaugurar las obras de su biblioteca… eso era la gran sensación del Tribune. (Un diminuto recuadro al pie de una página informaba sobre la reanudación de los combates entre Lituania y Rusia, con los rusos acusando de la agresión a la Sociedad de Naciones).
También había una historia sobre un rugido espantosamente fuerte y ruidos que parecían gritos en el cielo, sobre Oíd Orchard Field (la fuerza aérea negaba conocer sus posibles causas) y, entre una cosa y otra, casi estábamos ya en el Loop cuando llegué a la página 7, cuyo titular rezaba así:
ANTIGUA ESTRELLA DE CINE
ARRESTADA
SE LE ACUSA DE DIFAMAR AL FBI
Y A LOS EE.UU.
Así que el viejo Ron estaba en chirona.
No sólo estaba en chirona sino que, cuando leí con más atención el artículo, las cosas que, según las acusaciones, había dicho (los del FBI eran «fascistas»; era un deber ciudadano «oponerse» a ellos) eran las mismas que había dicho cuando yo estaba sentado ahí.
Sólo habíamos estado cuatro personas en aquella mesa. No me imaginaba a Ron autodelatándose, y tampoco a su esposa; y sabía que yo no había sido.
Así que el dedo acusador pertenecía a mi compañero misterioso, Larry Douglas.
Me había llevado hasta allí deliberadamente… no, todo había empezado antes. Me había buscado y había logrado que estuviese en deuda con él. Entonces me había llevado allí con el propósito específico de meter al viejo Ron Reagan en apuros. ¿Por qué? No podía ni imaginarlo. Y no me importaba. Sólo estaba seguro de que Larry Douglas era un portador de problemas.
Empecé a preocuparme realmente acerca de eso pero, para entonces, ya era un poco demasiado tarde.
El Twentieth Century Limited debía llegar exactamente a las seis de la tarde. Había calculado las cosas para estar ahí con el adelanto suficiente, pero estuve a punto de llegar tarde porque, cuando iba por Randolph, oí detrás de mí unas sirenas pertenecientes a seis coches que me adelantaron y se detuvieron bloqueando la calle justo delante de mi automóvil. Sentí de pronto el corazón en la boca.
No iban a por mí. No iban detrás de nadie. Estaban sencillamente cumpliendo con su deber hacia los ricos y famosos, escoltando a un cochazo tan largo como un campo de fútbol, con los tapacubos de plata. Árabe, por supuesto, un Gran Árabe. Por un instante pensé que podía ser el viejo Mekhtab ibn Bawzi en persona, aunque ya casi nunca aparecía en público. No era él, sino su primogénito, Faisal ibn Mekhtab. No era difícil reconocer a Faisal, dado que jamás se le veía en público sin aquel rubí, grande como un huevo, que llevaba colgado del cuello, y los seis guardaespaldas de nariz granítica que nunca le quitaban los ojos de encima. Ni siquiera los policías de la ciudad podían rebasar a los guardaespaldas y acercarse a Faisal. Lo único que los policías estaban haciendo allí era contener a los civiles como nosotros que, con los ojos como platos, contemplábamos a Faisal, en atuendo de gala, avanzar con pasos delicados sobre una alfombra roja para entrar en el enorme supermercado nuevo de la A & P. Lo estaba inaugurando oficialmente. Eso parecía lógico; después de todo, la cadena era de su propiedad. Los reporteros de la radio, apartando respetuosamente los ojos, pusieron un micrófono frente a sus augustos labios; un pelotón de músicos salidos de un camión se puso a tocar un pupurri de canciones alegres y, con unas tijeras de oro, Faisal cortó la cinta escarlata que cerraba el umbral.
El espectáculo no carecía de interés, pero Faisal tardó sus buenos veinte minutos en meterse nuevamente, siempre con sus delicados pasitos, dentro de su Cadillac. Sólo entonces, el cortejo se evaporó tan rápidamente como se había formado. Logré encontrar un sitio para aparcar y entré en la estación cuando faltarían cinco minutos para la hora, con la cabeza llena de árabes ricos, malvadas mujeres del FBI y Larrys Douglases traicioneros, sin apenas espacio mental para la dama de mis amores, Greta. No siempre la recibía en la estación a su vuelta del viaje a Nueva York, pero lo intentaba cuando me era posible. Especialmente los domingos como hoy, cuando hacía buen tiempo y quizás pudiésemos dar un paseo los dos juntos por la costa del lago o ir al zoo. Naturalmente, las azafatas trabajan para ganarse la vida y, si se había pasado la noche de pie aguantando a pasajeros gruñones o niños mareados por culpa del tren, entonces nos limitaríamos a coger el interurbano y yo la acompañaría hasta su casa…
¡Cuan pacíficos me parecían aquellos días ya desaparecidos! Había tenido todo aquello que deseaba y no me había dado cuenta.
En la gran sala de la estación, los operadores estaban muy atareados poniendo en el panel las horas de llegada y salida de los trenes. Es algo emocionante estar en la estación Unión, porque desde ahí se puede ir a casi cualquier parte del mundo… al menos, a cualquier lugar del país. Hay trenes que llegan de Los Ángeles, Salt Lake City, Nueva Orleans y Washington D.C., y hay salidas para Boston, Minneapolis, Detroit y Houston. Había mozos sonrientes ataviados con gorras rojas que llevaban en sus carritos montones de equipaje, y pasajeros presurosos que trotaban a su lado con aire preocupado, parejas en luna de miel despidiéndose de sus familiares con un beso y gente de vacaciones que se arrastraba sobre el suelo de terrazo con maletas llenas de conchas arenosas, sombreros de paja y trajes de baño aún mojados. Aparte de un viaje que otro con Greta y alguno de negocios a Pittsburgh o Milwaukee, no viajaba con demasiada frecuencia. Quizás por eso la estación me parecía siempre tan exótica. Y tan… no sé… ¿competente? Puedes poner en hora el reloj con los trenes; salen justo cuando la minutera cambia de lugar con un chasquido y llegan justo cuando la minutera avanza de un salto hasta el punto exacto.
Por esa razón me quedé asombrado al ver que en el tablero de horarios un operador estaba poniendo la palabra retrasado junto a TWENTIETH CENTURY LIMITED.
Me dirigí apresuradamente hacia la habitación del personal para ver si podía enterarme del motivo, medio con la esperanza de que el operador hubiese cometido un error y Greta me estuviera esperando ahí. No estaba. Y nadie parecía saber la razón. Me encontré a una azafata que acababa de salir de los vestidores. Había trabajado con Greta una o dos veces pero se pasó al prestigioso Supercbief de Los Ángeles en cuanto logró acumular la suficiente antigüedad. Me lanzó una mirada de asombro.
—¿Que el Twentieth Century lleva retraso? No, Nicky, eso no puede ser; nunca llega tarde.
Se marchó a llamar por teléfono y volvió con cara preocupada.
—Qué raro… —dijo—. Lo han detenido en las vías. Han puesto un nuevo maquinista.
—Eso suena feo —dije yo, con la garganta repentinamente seca… ¿había ido algo mal? ¿Un accidente? Un maquinista que había sufrido un ataque al corazón, se había vuelto loco o… No había límite alguno a las catástrofes que mi mente era capaz de inventar.
Pero no inventé la correcta.
Estuve allí sentado veinte minutos, esperando que ocurriese algo, y cuando finalmente ocurrió no fue nada bueno. Sucedió por etapas. La primera fue un empleado de la compañía que entró a toda prisa, con cara de susto.
—No te lo vas a creer —le dijo a un compañero al entrar—. Han parado el tren en las vías. Han sacado a las azafatas, al conductor, a los porteros, a los otros dos que iban conmigo, al maquinista, al bombero… la única razón de que no se me llevasen también a mí, supongo, es que estoy cubriendo una baja y que no se trata de mi turno de costumbre. ¡Un trabajo limpio! Han dicho algo sobre una conspiración…
La segunda fue cuando me hube recuperado lo suficiente para oír que alguien preguntaba quiénes eran «ellos…» y oí la respuesta, para ese momento ya esperada: «el FBI».
Y la tercera fue cuando me disponía a salir y dos hombres jóvenes e impecablemente vestidos aparecieron a mi lado, y me agarraron eficientemente de los brazos.
Me hicieron entrar por una puerta en la cual había un cartel que decía Sólo Uso Oficial. Junto a ella estaba Nyla Christophe, con las manos a la espalda y aparentemente satisfecha. Tenía todas las razones del mundo para estarlo.
Estúpido de mí…
No había conseguido ver lo sencillo que era el problema desde el punto de vista de la inspectora Nyla Christophe. ¿Testigos que me proporcionaban una coartada molesta? Ningún problema. Sólo había que arrestarlos. Un testigo en una celda del FBI, a todos los efectos prácticos, deja de existir como tal. De ese modo podría fabricar un caso sencillo y precioso sobre la base de las fotos y las huellas dactilares y no tendría ninguna necesidad de preocuparse por unos detalles imposibles de entender. Ningún problema, ni el más mínimo… para Nyla Christophe.
Mas para mí… ¡oh, sí! ¡Montones de problemas! Y el peor de ellos estaba apenas empezando.