Mi tipo de trabajo requiere tener los ojos siempre bien abiertos. Miren, yo no recibo el cheque de la paga cada semana. Hay muchas semanas en que sólo tengo un cero enorme y redondo, y algunas en las que acabo con saldo negativo. Así que cuando tengo una oportunidad he de ganarme un dólar, sea como sea.
Cuando Nyla me habló del pobre desgraciado que habían pillado la noche antes, del mismo modo que Nyla me había contado montones de veces cosas útiles, decidí que más me valdría verle de cerca. Había husmeado una posibilidad, aunque aún no estaba muy seguro de qué se trataba.
Siempre hay un modo de comprobar las oportunidades si uno es capaz de buscarlo, y ésta era fácil. No fue ningún problema dejarme caer en su sesión del tribunal… y tampoco fue nada del otro mundo conseguir que el viejo agente Pupp retirase los cargos.
—Si tú dices que está en regla, Larry…
—Lo digo.
—Entonces le diré al ujier que tengo que volver al trabajo. Pero dile a tu amigo que la próxima vez ande con más cuidado. —Se lo diré —le prometí, y le pasé un billete de veinte al darnos la mano.
Para mí eso es un gasto normal del negocio. En mi tipo de trabajo siempre es bueno mantener la amistad con los polis. Puede que eso no les impida buscarte las cosquillas de vez en cuando, pero al menos es probable que no lleguen al tercer grado.
Como solía decir mi mamá, probablemente he salido al abuelo Joe. Antes de llegar aquí y cambiarse de nombre, fue ladrón de bancos. Usaba pistola, naturalmente. Yo no la he utilizado jamás, pero la verdad es que, con gente tan confiada como para comprar en cualquier esquina anillos de diamante garantizados sin tacha, o invertir en valores petrolíferos de doble rentabilidad asegurada en el mostrador de un bar, no me hace mucha falta. A menos que uno de ellos logre ponerme la mano encima… Y mientras siga en tan estrechas relaciones con Nyla Christophe, no es muy probable que ocurra eso sin que yo tenga al menos un aviso cierto tiempo antes. Por lo tanto, la mantengo contenta de todas las maneras que puedo y, a decir verdad, en algunas de ellas soy condenadamente bueno.
También mantengo contentos a los árabes, aunque no exactamente del mismo modo. Hay que poner el límite en algún sitio, así que con ellos no hago negocios. Ya no… Bueno, la otra mitad del asunto es que, realmente, les gustan los chicos bastante más jóvenes de lo que yo soy ahora.
A veces pienso que me hubiera gustado más ser honrado, pero vivo en el mundo que me ha caído en suerte.
Así que cuando vi en qué andaba metido aquel primo tuve la inspiración de meter en el asunto a Ron. También le he mantenido contento a él… como una especie de inversión, suponiendo que tarde o temprano encontraría una forma de rentabilizarla. Cuando insultó al primo, a DeSota, supe que estaba en lo cierto. Entiéndanme, la verdad es que Ronnie es un bastardo de la peor especie, pero si sabes cómo manejarle conseguirás que haga casi cualquier cosa. Y yo sé cómo manejarle.
—Ron… —dije, con tono serio y lleno de gravedad, con aire de no querer ocultar nada—, tienes razón. Tendría que haberlo visto yo mismo.
Me guiñó el ojo por encima de su vaso de escocés, frunciendo humorísticamente una ceja con su gesto habitual.
—¿En qué tengo razón, Larry? —me preguntó.
Realmente, era un guiño soberbio. Se lo habían enseñado en los estudios de la MGM en los viejos tiempos, antes de que se metiera en sindicatos y cosas parecidas. Aunque la verdad es que más valía no confiar demasiado en el guiño o la sonrisa, porque podían desaparecer tan de prisa como los escotillones que ocultaban los cañones del almirante Nelson, y entonces… bum, muerto.
—Tienes razón —contesté—, en que Nicky DeSota, aquí presente, es un panoli que se ha metido en líos con el FBI y yo no tenía ningún derecho a traerle aquí y pedirte que le sacaras de esos líos.
Naturalmente, a DeSota casi le llegó el mentón al suelo. Pero el único mentón que importaba aquí era el de Ron, y lo único que hizo fue avanzar hacia adelante. Los ojos se entrecerraron. Todo su rostro cobró el aspecto acerado del alguacil a cuyos oídos acaba de llegar la noticia de que, después de todo, el forajido no se ha ido de la ciudad.
—Pienso —dijo con firmeza—, que deberías contarme de qué va y dejarme tomar mis propias decisiones.
—Ron, no quiero causarte problemas.
—Larry, los problemas son algo a lo que estoy acostumbrado —me contestó con tono cortante, y casi me pareció verle examinando su reflejo en una de las vidrieras de la puerta.
¿Qué otra cosa podía hacer? Exactamente lo que deseaba, por supuesto.
—Tienes razón, Ron —dije, y empecé a ponerle al corriente. Tardé un poco de tiempo. Ron no es lo que uno llamaría rápido de reflejos. Y DeSota tampoco lo era. Por el rabillo del ojo le vi con los ojos clavados en el suelo y cara de mal humor, pero no alzó la mirada ni dijo una sola palabra.
Y la verdad es que no tenía motivo de queja en cuanto a cómo narré su historia. Expliqué que era claramente un caso de confusión de identidad, aunque a juzgar por las apariencias la persona que había sido detectada en Daleylab era el gemelo de Dominic. Luego hice una pausa mientras Ron pedía con una seña otra ronda de bebidas y permanecía inmóvil unos momentos, digiriendo todo el relato.
—Ese otro tipo tenía su mismo aspecto, ¿no? —preguntó Ron, dispuesto a dejarlo todo bien claro.
—Ajá, igualito.
—¿Y tenía las mismas huellas dactilares?
—Eso es, Ron.
—Pero no era él —concluyó Ron.
Asentí con la cabeza.
—Entonces —dijo Ron, recapitulando brillantemente todo el asunto—, tal y como yo lo veo es un caso claro de confusión de identidad.
Le obsequié con un pequeño meneo admirativo de la cabeza y, con una mirada, intenté decirle a Dominic que me imitase. Pero Dominic no estaba dispuesto a colaborar. Siguió callado y me lanzó una mirada que era puro hielo. Dominic DeSota no estaba nada complacido conmigo, pero eso era porque no entendía el modo de llevarse bien con el viejo Ronnie.
Ronnie se puso en pie.
—Larry —dijo—, tú y Nicky os quedaréis a cenar, naturalmente. —Naturalmente. ¡Ya eran las diez de la noche pasadas! Sólo una ex estrella de cine mantendría horarios semejantes—. Quedaos aquí bien cómodos mientras me pongo algo encima, ¿vale? Si os gusta la música, decidle a Hiram que ponga el estéreo.
Y con esas palabras nos dejó para ir a arreglarse, lo cual no creo fuese fácil.
— ¿Qué diablos está tratando de hacer? —preguntó DeSota apenas el viejo estuvo lo bastante lejos como para no oírnos.
Intenté calmarle.
—Vamos, vamos, tranquilo. ¿No ha visto lo que estaba haciendo?
—¡Espero no haberlo visto!
—Estaba poniéndole de su lado, eso es todo —le expliqué—. Mire, Ron es un liberal hasta la médula. Su compromiso es inquebrantable. Le pusieron hace años en las listas negras de Hollywood por actividades sindicales y…
Me detuve porque el joven negro había vuelto a entrar en la habitación.
—Un poco de música, con los cumplidos del amo, caballeros —musitó, y desapareció nuevamente. Una música de melenudos emergió suavemente de unos altavoces ocultos. Me alegré de ello; hacía menos probable que nadie pudiese escuchar lo que estábamos diciendo.
—De cualquier modo —concluí—, tuvo suerte. Invirtió sus ganancias de las películas en propiedades inmobiliarias de Illinois, y acabó siendo muy rico.
Dominic seguía frunciendo el ceño.
—¿Liberal, ha dicho?
—Sí, Nicky, pero en su caso no es nada malo porque es rico. A nadie le importa que un hombre rico sea algo rosado… saben que no hará nada para cambiar el estado de las cosas.
—Entonces, ¿para qué hemos venido? —me preguntó.
—Porque si Ron se interesa por usted, puede ayudarle mucho. ¿Tiene alguna otra oferta?
Se encogió de hombros de mala gana.
Dejé las cosas en ese punto. No le había dicho que la otra razón de que a nadie le importase que las opiniones políticas de Ron fuesen algo izquierdistas era que a nadie le importaba un rosado que sólo hablaba y no actuaba. Y eso era lo que hacía Ron.
Pero aún no estaba preparado para que Dominic DeSota lo descubriese.
—Ésta es mi querida esposa, Janie —dijo Ron galantemente.
—Encantada —dijo ella, una vez DeSota y yo le hubimos dicho que nos alegrábamos muchísimo de conocerla. Después de eso, nos condujeron hasta el comedor, que no era sólo grande. Una habitación en la que puedan sentarse unas veinte personas es grande. Aquélla podría haber servido como salón de convenciones para el Gran Ejército de la República. Era enorme. Y a nuestro alrededor sonaba la música. — ¿Le gusta el sonido? —le dije a Dominic, al otro lado de la mesa. Giraba la cabeza a un lado y a otro, como suele hacer la gente que no había oído el estéreo con anterioridad—. Es un sistema nuevo —le expliqué—. ¡Escúchelo! ¿Ha notado cómo el violín suena como si estuviese a un lado y la orquesta al otro? Ron hace ya un año que lo tiene.
—Antes de poco tiempo estará en el mercado a disposición de todo el mundo —dijo Ron con tono modesto—. El único problema es que aún no hacen muchos discos en estéreo… y la mayoría pertenecen más al tipo de música de Janie que al mío —dirigió una sonrisa de esposo modelo hacia el lejano extremo de la mesa en el que estaba sentada su mujer, y ella le indicó a otro de los jóvenes negros que empezase a servir la ensalada antes de recoger la pelota de la conversación.
—Sospecho que al señor DeSota le gusta el mismo tipo de música que a mí —dijo ella amablemente—. ¿No es cierto, señor DeSota? Obviamente, está gozando con el concierto para violín de Beethoven.
Pero Dominic no estaba dispuesto a seguir el juego.
—¿Así que es ése? —preguntó—. La verdad, estaba pensando que es la misma pieza que tarareaba la inspectora Christophe cuando me interrogó.
A Ron se le cayó el tenedor de la ensalada.
—¡Nyla Christophe! ¡No dijiste que Nyla Christophe andaba metida en esto, Larry!
—Supongo que tendría que haberlo dicho —respondí, todo arrepentimiento y sinceridad—. ¿Supone eso alguna diferencia?
—¡Alguna diferencia! Jesús… quise decir, caray, Larry, ¡claro que supone alguna diferencia!
—Ya no puede hacerte ningún daño —dijo su esposa desde el otro extremo de la mesa. — ¡No es eso lo que me preocupa ahora! ¡A mí sí me gustaría hacérselo a ella! Nyla Christophe —dijo, volviéndose hacia Dominic—, es una de las peores agentes del FBI. ¿Se fijó en que no tiene pulgares?
—Puede apostar a que sí —dijo Dominic—. Me pregunté cómo…
—Yo se lo diré —contestó Ron—. ¡Robando en los almacenes! ¡Y luego la droga! Tuvo tres condenas antes de cumplir los veintiún años… y como a la tercera te cortan los pulgares, ella perdió los suyos. ¡Hasta entonces había sido estudiante de música, pero esa hierba asesina la atrapó entre sus garras y tuvo que robar para costearse el hábito!
—¿Y entró en el FBI? —inquirió Dominic con los ojos desorbitados, ya fuese por el asombro o por la indignación.
—Le dio por la religión —rugió Ron—. Fue a la oficina de su localidad cuando aún no le habían quitado los vendajes de los dedos. Dijo que había vuelto a nacer y que deseaba entregar a la justicia a cada uno de los camellos y traficantes de marihuana que conocía en todo Chicago… ¡y, créame, conocía a un montón! La tuvieron muy ocupada testificando durante un año y luego el viejo Federman consiguió que le diesen una licencia especial para infiltrarse, cobrando, entre unos organizadores sindicales de Dallas. ¡Gracias a ella lograron quince condenas, y ahí empezó la carrera de Nyla!
—En cierto modo, Ron —dije yo en tono conciliador—, es bastante impresionante que una persona como ella llegue a inspectora.
—¿Porque se trata de una delincuente? ¡Caray, Larry! ¿De dónde piensas que sacan a la mayor parte de sus reclutas?
—No, me refiero a que es una mujer —dije. —Ya —murmuró Ron—. Bueno… —en ese punto estaba maniatado porque yo sabía que Janie estaba totalmente a favor de los «derechos femeninos», cualquiera que fuese el significado que le daba a ello—. Bueno —dijo—, el caso es que ella, sea lo que sea, ahora es parte integrante de ese grupo reaccionario que dirige el FBI. ¡Los mismos que me condenaron hace años! Los que son uña y carne con los árabes, con toda esa pandilla de fundamentalistas del Congreso que…
Entonces Dominic le interrumpió. Habría sido capaz de darle un puñetazo por hacerlo, porque Ron estaba llegando a ciertas cosas que yo tenía muchas ganas de oírle decir, pero Dominic no podía esperar.
—¡Exactamente lo que yo digo! —gritó—. ¡Desde que los árabes y la Mayoría Moral se han unido, han estado haciendo retroceder el reloj! ¿Sabe que en la piscina de mi barrio permiten que haga incursiones la policía del estado? ¡Cualquier hombre que sea encontrado sin la pieza superior de su traje de baño puede ser multado con cinco dólares!
Ron lanzó una mirada llena de humor a su esposa.
—Tendría que habernos visto hace unos años en Hollywood, ¿eh, Janie? Los hombres y las mujeres a veces sin la pieza superior… y a veces sin otras piezas.
—Venga, Ron —dijo ella, sonrojándose—. Intentemos concentrarnos en el problema del señor DeSota.
—Gracias —dije yo con gratitud, volviéndome luego hacia Ron y planteándole mi pregunta—. ¿Qué piensas, Ron? Ya sé que éste es un asunto serio, incluso un asunto de principios. No quiero que corras ningún riesgo…
Ron tenía un aspecto muy noble.
—Es un asunto serio —declamó—, y un asunto de principios. Te ayudaré, Dominic.
—¿Lo hará? —gritó DeSota.
—Por supuesto —dijo Ron, con aire bonachón—. En primer lugar, le escribiré una carta al New York Times. Luego, veamos… ¿tú qué piensas, Janie? ¿Intentamos montar una manifestación? ¿Hacemos que alguno de tus amigos se pasee delante de los cuarteles generales del FBI en Chicago?
—Si tú quieres, Ron… —dijo ella—, aunque algunos de ellos están ahora en libertad bajo fianza. No sé si querrán ir a la cárcel.
Dominic puso cara de duda.
—No estoy muy seguro de querer que nadie vaya a la cárcel por mí —dijo.
—Hum —reflexionó Ron—. Entonces, ¿qué tal esto? ¿Por qué no hacemos una petición de firmas? Dominic puede llevar una silla plegable y una mesita a algún rincón del Loop y decirle a la gente que firme una demanda para que el FBI… eh… para que ellos… Exactamente, ¿qué quiere que hagan? —preguntó.
—Bueno, no lo sé con exactitud —dijo Dominic—. Quiero decir que no me han acusado de nada.
—¡Pero le interrogaron! ¡Le golpearon brutalmente!
—Sí, claro, pero tampoco puedo culparles del todo. Tenían esas fotos y las huellas dactilares.
Para mi gusto y el de Ron aquel hombre estaba empezando a mostrarse demasiado razonable.
—Intenta usted quitarles culpa —dijo Ron—. Eso demuestra mucha nobleza y es bueno… ¡pero no lo lleve a extremos estúpidos! Siguen siendo unos fascistas.
Eso ya me gustaba más. Me aclaré la garganta.
—Cuando dices «fascistas», Ron —inquirí—, quieres decir…
—Quiero decir que el FBI se ha convertido en una copia exacta de la Gestapo o la KGB —declaró él. —Entonces, ¿estás contra ellos?
Me contempló, arqueando una ceja.
—Ah, Larry —dijo, sirviéndose un poco de cordero asado—, no sólo estoy contra ellos, sino que pienso que el deber de cada americano es oponerse a ellos.
—Te refieres a manifestaciones y recogidas de firmas —insistí.
—Si son suficientes, sí —dijo valerosamente—. Si no lo son, entonces con las medidas que sean necesarias. Creo que…
Pero Janie no quería dejarle decir lo que creía.
—Ron, cariño —le riñó cariñosamente—, no estás dejando que Seth sirva las patatas. ¿Por qué no coges algunas y dejas que siga sirviendo?
—Claro, amor mío —dijo Ron, y luego hubo un cambio de tema. No importaba. Ya tenía bastante. Mientras comíamos el segundo plato descubrí que ya eran más de las once y empecé a encargarme de que DeSota entendiese que era hora de volver.
—Oh, no, Ron, postre no. No, gracias, ni tan siquiera café. Dominic tiene que trabajar por la mañana, ya sabes. Sí, la cena fue magnífica, ¡muchas gracias! Y gracias por tu ayuda, Ron… si pudieras hacer que sacaran mi coche…
—¿No se dejan nada? —preguntó Janie, siempre tan hospitalaria, buscando con los ojos algún sombrero o maletín.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—Tengo todo lo que necesito —dije para tranquilizarla, y era la pura y simple verdad.
Dejé a DeSota en la estación del interurbano. Empezó a protestar, dado que por la noche pasaba uno cada hora, más o menos, pero, como le hice ver, no podía esperar, con lo tarde que se estaba haciendo, que me pasase la noche entera salvando su estúpido trasero. Eran ya casi las dos cuando llegué a mi casa, en Lake Shore Drive. Dejé el coche en el garaje subterráneo, le enseñé brevemente mi pase al guardia y entré en el ascensor. Estaba pensando en Ron. ¡Pobre tipo! Sencillamente, había perdido el tren de las corrientes políticas actuales del país. Tenía ciertas locas y sentimentales ideas acerca de Franklin D. Roosevelt o alguien parecido, no lo sé… fuera como fuese, sencillamente no entendía lo que estaba sucediendo.
Lo que siempre intento tener en mente es que yo mismo hubiese podido acabar siendo un poco rosado, si el abuelito hubiese conservado sus principios cuando llegó aquí. En Rusia había sido ladrón de bancos y revolucionario. Cuando las cosas se pusieron demasiado calientes allí para él, se vino a Ellis Island, viviendo aún del botín de los asaltos bancarios pero abandonando detrás de él todas las ideas revolucionarias. Así es cómo empezaron J. Douglas e Hijos; y de J. Douglas e Hijos es de donde salió el dinero que me llevó hasta Yale. Pero supongamos que el abuelito hubiese tenido que dejar sus rublos y salir a toda prisa del país con un montón de ideas políticas a medio cocer, como su compinche, Lenin… ¿Qué hubiera sido de mí, sin esos magníficos cursos de ciencias políticas en Yale para mantenerme en el camino recto?
Me dirigí al gran estudio del piso catorce sin entretenerme ni un segundo. No había ninguna luz, pero las persianas del gran ventanal estaban subidas y entraba la iluminación suficiente de la calle para poder desnudarme y meterme en la cama sin problemas. Rodeé con el brazo a mi chica, cerrando una mano sobre uno de sus pechos y le susurré al oído:
—¿Nyla, cariño?
Despertó en seguida, como hace siempre. Ni siquiera tenía voz de sueño cuando me preguntó:
—¿Qué tal ha ido?
—Eso —dije, poniendo la otra mano junto a la primera— podrás juzgarlo tú misma cuando oigas lo que tengo en mi grabadora.
Se volvió hacia mí, acariciándome el cuello.
—¿Me lo dejarás oír?
—Pues claro que sí, encanto, naturalmente —dije—. Pero antes hay otro asunto del que me gustaría encargarme, si no te importa hacer antes un viajecito rápido al cuarto de baño…
Tenía entre mis brazos su cuerpo absolutamente relajado.
—No es necesario —dijo—. Después de todo, sabía que ibas a venir, así que me he ocupado de ello antes… Y ya veo que tú también estás listo…
Y bien que lo estaba. Si no lo había estado cuando me deslicé entre las sábanas, ahora desde luego que lo estaba. La carencia de pulgares nunca había disminuido la eficacia de Nyla Christophe, ni en la cama ni en ningún otro sitio.