Un día después, el asunto ya no parecía tan grave.
—Fue sólo una confusión de identidad —le aseguré a Greta cuando llamó para despedirse, ya que se iba otra vez de viaje a Nueva York.
—¿Incluso las huellas dactilares?
—Venga, Greta… —dije mirando alternativamente a mi jefe, que me devolvió la mirada con expresión meditabunda, y al reloj que tenía detrás, el cual me decía que sólo me quedaban dos horas antes de comparecer ante el tribunal encargado de los juicios por circulación—. ¡Tú sabes dónde estuve esa noche!
—Claro que lo sé —dijo suspirando, con un tono de voz como si ya no estuviese muy segura. Supuse que ésos eran los efectos del interrogatorio del FBI. La oí bostezar—. Por el amor de Dios —dijo disculpándose—, espero que no me encuentre así durante el viaje. Ha habido tanto ruido esta noche…
—¿Qué ruido? —no me había enterado de nada, pero la verdad es que eso suele ocurrir cuando estoy dormido.
—Esa especie de rugido, ¿no lo oíste? ¿Algo parecido a un trueno? Aunque no hubo ningún trueno… Perdona —añadió, y pude oír que decía algo, tapando con la mano el auricular. Luego siguió hablando—. Lo siento, cariño, pero están empezando a embarcar. Tengo que marcharme. Te veré dentro de un par de días…
—Te quiero —dije, pero estaba hablando con un teléfono colgado. Lo que es más, el señor Ruppert avanzaba hacia mí, así que me apresuré a continuar, dirigiéndome al silencioso auricular—: ¡Ojalá tuviese una docena más de clientes como usted! Cuídese, y ya le volveré a llamar cuando tenga las cuotas.
Colgué y me quedé mirándole con cara de estúpido, para inclinarme de nuevo a toda prisa sobre los papeles que cubrían mi escritorio. Siempre guardo un montón de papeles listos para los días del despacho. Sin embargo esta vez se trataba de auténtico trabajo, cuotas que debía preparar para clientes de seis municipios distintos. Dado que cada municipio tenía sus propios códigos de incendio y seguridad (y, por lo tanto, sus propias pólizas de seguro) y dado que, después de todo, cada cliente difería en lo tocante a sus capacidades de crédito y de pago, tuve que estar dos horas largas dándole a la calculadora. Había esperado comer bien de camino a Barrington, pero tuve que conformarme con un perrito caliente y una cerveza en un restaurante situado junto a la autopista. Llegué dos minutos antes de las 13.30, lo cual significaba que llegaba tarde. Pero no demasiado. El juez ni siquiera había aparecido y, probablemente, no lo haría hasta como mínimo un cuarto de hora después… ésas eran las ventajas de ser juez. Pero todos los demás llevaban allí el tiempo suficiente como para haber entregado su multa, haber hecho su alegato y haber conseguido un número. Conseguí el mío. Para esa sesión habían convocado a cuarenta y dos personas. Yo era el número cuarenta y dos.
Tomé asiento en la parte de atrás, intentando hacer cálculos. Número cuarenta y dos… Digamos, siendo muy optimista, un promedio de minuto y medio por caso. Eso significaba que el juez llegaría al mío al cabo de una hora y algo más. De todos modos, me dije para tranquilizarme, no estaba tan mal el asunto, dado que tenía un maletín lleno de informes de crédito por comprobar. Podía seguir sentado ahí, en la última fila, y adelantar un poco mi trabajo.
Abrí el maletín, saqué la primera media docena de carpetas y eché un vistazo a los alrededores, moderadamente satisfecho con mi suerte. Para alguien que no hubiese estado nunca antes en un tribunal de tráfico, era interesante. El atril del juez parecía de juguete y estaba flanqueado por dos banderas. La de la izquierda era el viejo estandarte de las barras y las estrellas, con las cuarenta y ocho estrellas brillando sobre fondo azul; a la derecha, la bandera blanca de Illinois. Entre las dos…
Entre las dos había un letrero en la pared. Decía:
PROHIBIDO FUMAR
PROHIBIDO COMER
PROHIBIDO BEBER
PROHIBIDO LEER
PROHIBIDO ESCRIBIR
PROHIBIDO DORMIR
O sea que la tarde no iba a ser tan productiva como había creído.
Hice la prueba de abrir el maletín encima de mi regazo, pero la prueba dio negativo. Un tipo ya mayor y entrado en carnes, con el uniforme del Departamento de Policía de Barrington, se acercó por el pasillo para ver qué hacía. Parecía no haber regla alguna en contra de tener materiales de lectura o de escritura encima del regazo; no me dijo que los guardara. Pero era fácil ver que estaba esperando a saltarme encima… el más pequeño garabato, la más mínima palabra leída con el rabillo del ojo y ¡pum!
Le dirigí una sonrisa conciliadora y me volví hacia el ciudadano que estaba sentado dos asientos más allá.
—Hace calor, ¿verdad? —le pregunté—. Podrían poner en marcha los ventiladores…
—Los ventiladores no funcionan —eso fue todo lo que dijo. No había ninguna regla que prohibiese hablar, pero no parecía dispuesto a correr riesgos.
Una voz, detrás de mí, me lo explicó:
—Funcionan, pero las facturas de electricidad del tribunal están subiendo demasiado… —Me di la vuelta y vi a un joven vestido con elegancia que me sonreía; llevaba chaqueta y pantalones blancos y, junto a él, en un asiento vacío, había un sombrero blanco de panamá. Un vestuario de lo más deslumbrante, pensé—. Pero cuesta seguir despierto, ¿no? —añadió—. Especialmente con ese ruido que no deja dormir por las noches.
Otra vez lo del ruido. Volví a decir que yo no había oído nada y tanto él como el otro ocupante de mi fila se mostraron dispuestos a darme más detalles. Como si viniera del cielo, ¿sabe? No, no es como un aeroplano… con un aeroplano se pueden oír los motores; esto no era un motor, parecía más un rugido… aunque, sí, puestos a pensarlo, parecía venir de cerca del aeropuerto. ¿Midway? No, Midway no… ese pequeño campo privado de aviación que hay hacia el noroeste, Oíd Orchard, así lo llaman, aunque algunos deseaban cambiar el nombre por el de O'Hare. Y, ¡amigo!, ese ruido era realmente algo extraño. En eso todos estaban de acuerdo (todos excepto yo, que no tenía gran cosa que aportar al asunto salvo mis oídos) y probablemente podríamos haber seguido hablando media hora más sobre el tema si el ujier no hubiese exclamado en voz alta:
—Su Señoría Timothy P. Magrahan. ¡Pónganse todos en pie!
Y todos nos pusimos en pie. Su Señoría entró en la sala del tribunal, sudando bajo sus negras ropas judiciales de un dólar noventa y ocho, contemplándonos como un actor que cuenta, sin demasiado placer, lo escaso de su auditorio. Cuando se nos permitió sentarnos de nuevo, lanzó un suspiro y nos soltó un breve discurso:
—Damas y caballeros, la mayor parte de ustedes se encuentran hoy aquí por haber sido acusados de cometer faltas de circulación. Bueno, no sé qué tal se sentirán ustedes, pero, en mi opinión, esto es algo que hay que tomar en serio. Una falta de circulación no es una cosa sin importancia de la que no deba uno preocuparse. Ni mucho menos… Una infracción del código es una agresión contra el propio hecho de conducir. Y esa agresión es una falta contra la buena gente que nos permite conducir… nuestros amigos de Oriente Medio, incluyendo al propio Mekhtab ibn Bawzi. Una falta contra nuestros amigos de Oriente Medio es una falta contra los principios de tolerancia religiosa y amistad democrática entre los pueblos…
No me sorprendí demasiado cuando mi atildado vecino me comentó en un susurro al oído que el juez Magrahan se presentaba en noviembre a la reelección. Cuando el juez llegó al punto en que nos hablaba de la ofensa contra el Corán entendida como una ofensa a la religión en general, incluyendo nuestras propias particularidades judeo-cristianas, empecé a darme cuenta de que aquella multa de tráfico podía ser algo serio. Mi única esperanza de salir bien librado hubiera sido que el oficial que me había denunciado no se hubiese presentado ante el tribunal. Y no era así. Había un banquillo en un lado de la sala y entre los cinco o seis hombres sentados en él (un par con uniforme de la policía del estado, los demás procedentes de varios municipios) se encontraba mi buen amigo de Meacham Road. También él sabía que yo estaba allí. No me sonrió ni me hizo ningún gesto, pero de vez en cuando sentía sus ojos clavados en mí.
En el primer caso compareció ante el tribunal una mujer joven de aspecto asustado, con un bebé en un cochecito: más de cien kilómetros por hora en una zona con límite máximo en los noventa. Multa de veinticinco dólares y seis meses de suspensión del permiso de conducir. El segundo caso fue peor: conducción bajo la influencia del alcohol, tercera falta, junto con imprudencia temeraria y hacer caso omiso de las señales que indicaban la obligación de parar. Era un hombre que no tendría más de veinte años y no logró abandonar la sala por sus propios medios. Uno de los oficiales se lo llevó esposado para que esperase la sentencia y, al irse, pude ver cómo se contemplaba meditabundo los pulgares, como si no esperase conservarlos durante mucho tiempo.
Me erguí en mi asiento y dejé el maletín en el suelo. La mayor parte de los presentes en la sala estaban haciendo lo mismo. Parecía que el juez Magrahan ya había decidido su estrategia política: perder votos entre la gente a la que había sentenciado le costaría menos de lo que iba a ganar construyéndose una reputación como intrépido en pro de la seguridad viaria.
Pensé que también debía considerarse el hecho de que la mayor parte de los que esperaban ser juzgados procedían, como yo, de otros municipios y, por lo tanto, carecían de interés para el recuento de votos del juez.
Así que permanecí sentado durante media hora, viendo cómo el juez impartía justicia a sus súbditos, uno por uno. Decidí que éste no era mi mes. La inspectora Nyla Christophe ya había sido bastante mala pero, al menos, había sido capaz de quitármela de encima. Con este juez no tenía ni la menor esperanza. Vi cómo mi conocido del traje blanco vagabundeaba por la sala del tribunal como un amigo de la familia en una fiesta campestre, deteniéndose para hablar con uno y otro de vez en cuando. Empecé a fijarme más en él cuando se agachó para decirle algo al oído del policía que me había multado. Cuando el policía me miró, meneando la cabeza, me senté aún más recto. Cuando unos dos minutos después los dos salieron juntos de la sala, aún hablando, estuve a punto de ponerme en pie para seguirles; pero el ujier que tan concienzudamente me había estado vigilando mientras abrí el maletín estaba al extremo de mi fila, observándome con aire dubitativo. Me quedé sentado, aunque sólo durante un rato. Cuando, unos minutos más tarde, la curiosidad venció a la cautela ya era demasiado tarde.
—¿El lavabo de caballeros? —le musité al ujier; y él hizo un gesto de asentimiento. Me dirigí hacia donde había señalado; ni el policía ni el hombre de blanco estaban a la vista.
Y cuando, media hora después, el secretario del tribunal pronunció al fin mi nombre, el juez conferenció en voz baja con otro ujier y luego me miró frunciendo el ceño.
—Señor DeSota —dijo—, el oficial que le multó ha sido convocado para cumplir una tarea policial urgente y no puede testificar en su contra. Por lo tanto, y cumpliendo la ley, no tengo más opción que dejar los cargos sin efecto. Es usted un hombre libre, señor DeSota, y me permito añadir que un hombre muy afortunado.
Estuve totalmente de acuerdo.
Estaba tan contento por haberme librado del embrollo, que no me enteré de que el zumbador estaba sonando hasta cuando ya me hallaba a medio camino de casa. Me detuve en una gasolinera y mientras mi depósito se llenaba de gasolina super llamé al centro de mensajes. Esta vez habían hecho la conexión con toda exactitud y la telefonista tenía anotadas todas y cada una de las palabras del mensaje. Por lo tanto, en esta ocasión fue el mensaje en sí lo que me dejó totalmente atónito. Pronunciado sílaba a sílaba, con mucho cuidado, decía:
—No necesita saber mi nombre, ni tampoco la razón de que me importe lo que le suceda, ni cómo sé quién es usted ni nada por el estilo. Pero si quiere que le ayuden con la dama sin pulgares, tómese un bocadillo de atún y lechuga en la cafetería Carson, en Pirie, Scott, esta tarde a las seis.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—Sí, señor —dijo la telefonista, toda mieles y competencia profesional—. ¿Quiere que le repita el mensaje? ¿No? ¡Entonces permítame que le diga, señor, que mensajes como el suyo son, de vez en cuando, los que hacen de este trabajo algo divertido e interesante! Gracias, señor DeSota, muchas gracias.
—No hay de qué —dije, y me quedé mirando por el parabrisas hasta que el mozo del surtidor llamó con los nudillos en el cristal—. Lo siento —dije, y busqué en mis bolsillos el dinero necesario para pagarle… ¡sesenta y nueve centavos el galón! Si le hubiese echado una mirada a los precios jamás me hubiera parado ahí. Pero no tenía espacio suficiente en mi mente para pensar en ello; estaba demasiado ocupado pensando en el mensaje. Y en el asunto de la confusión de identidad con el FBI. Y en todas las demás cosas raras que estaban empezando a invadir mi vida y el mundo. En circunstancias normales no hubiera hecho caso del mensaje. Era exactamente el tipo de asunto de aspecto turbio del que cualquier persona medianamente inteligente se hubiera mantenido alejada. El tiempo que invirtiese yendo allí sería, como mínimo, tiempo perdido para el negocio principal de mi vida: a saber, hacer hipotecas para gente que necesitaba comprar casas. El jefe no estaría nada complacido. Y todo el asunto tenía mal aspecto. Si iba, podía muy fácilmente meterme en líos de los que luego sería incapaz de salir.
Naturalmente, fui.
Una vez, Greta y yo leímos una novela en la que uno de los personajes decía algo así como: «Ella entró en los grandes almacenes, uno de esos sitios donde las mujeres entran con gran alegría pero al que muy pocos hombres están dispuestos a seguirlas». Greta dijo que eso le parecía un poco insultante para las mujeres.
—A las mujeres no les gusta comprar —dijo—. Ocurre, sencillamente, que deben hacerlo. Ellas son las que compran la comida, las cosas del hogar y todo lo que hace falta comprar cuando se tiene una familia.
—No compran los coches —señalé yo.
—No, por descontado. Naturalmente, no compran nada que exija un gran desembolso de capital —concedió ella—. Pero ese tipo de cosas se compran una vez cada bastantes años. Y casi cada día hay todo tipo de artículos de consumo que deben comprarse. Si una mujer pasa gran parte de su tiempo haciéndolo es porque se trata de su trabajo, igual que comparar precios y valores. Así es como conserva el poder adquisitivo familiar. El que le guste o no carece de importancia, dado que debe hacerlo de todos modos.
—Cierto, cariño —dije yo, sonriendo.
Esa sonrisa no le gustó nada.
—No, Nick, ¡hablo en serio! No deberías decir que a las mujeres les gusta comprar. Deberías limitarte a decir que es su trabajo.
—Vamos, Greta —dije intentando ser razonable—, piénsalo un poco más, ¿quieres? ¿Cómo puedes decir que es insultante para alguien decir que le gusta su trabajo? A mí también me gusta el mío.
—No es lo mismo —dijo, pero ya no con tono de enfado, y luego cambió de tema.
Era muy buena para eso. Greta no era ninguna sufragista. Me había dicho un centenar de veces que si tuviese derecho de voto no sabría qué hacer con él. Pero lo que sucedía con Greta es que tenía un buen trabajo de azafata, y eso la hacía un poco… bueno, no quiero decir que la masculinizase, ni nada parecido. Tampoco es que la hiciese exactamente independiente. Y, naturalmente, todo era hablar por hablar; si alguna vez yo sacaba el tema ya sabía lo que diría, y cuando ya estuviéramos casados se habrían acabado esas ideas raras.
Aunque de vez en cuando me preocupaba un poquito.
Pero en esos momentos mis preocupaciones eran mucho más inmediatas. Lo que me hizo pensar en todo eso fue que, al examinar los alrededores de la cafetería Carson, tuve la sensación de que aquel párrafo de la novela había dado exactamente en el blanco. Habría unos cien clientes esparcidos por el gran local (plantas colgando por todos lados y muebles verdosos de estilo porche campesino), y noventa y cinco de ellos eran mujeres. No había ningún hombre solo, ni ninguna pareja de hombres. Puede que de vez en cuando hubiese una pareja, con el hombre tirando a mayor y siempre con esa mirada de perro apaleado de Oh Dios-mío-me-he-metido-en-el-lavabo-de-señoras.
Supongo que por eso creí que mi Comunicante Misterioso sería una mujer. Eso muestra lo dignas de confianza que son mis deducciones.
Después de veinte minutos y cuando la camarera, ya algo entrada en años, había acudido por tercera vez a preguntar si había decidido qué pedir, le dije que sí. Después de otros veinte minutos llegó mi bocadillo de atún y ensalada.
Y veinte minutos más tarde (cuando ya me había comido la mitad del bocadillo, intentando dejar la otra mitad en mi plato como señal para que me reconociesen), sentí que alguien pasaba rápidamente detrás mío. Cuando alcé la vista ya había un hombre sentado al otro extremo de la mesa.
Le conocía. No llevaba el traje blanco, pero tampoco habían pasado tantas horas.
—Bien, hola —dije yo—. Debí adivinar que sería usted.
La camarera andaba por ahí cerca; él la miró y luego frunció el ceño exageradamente, mirándome.
—Vaya, hola —dijo, con el tono propio de dos viejos conocidos de negocios que se encuentran por casualidad, sin la menor sorpresa. Pero si conocía mi nombre no lo utilizó. Todo se redujo a «Cuánto tiempo sin vernos» y «Entonces, ¿cómo estás?» y tonterías por el estilo a las que no esperaba realmente que yo contestase. Cuando la camarera hubo anotado su pedido y estuvo lejos, me dijo, en el mismo tono de charla—: No le han seguido hasta aquí. No hay nadie en el restaurante que le vigile. Podemos hablar.
La cantidad de misterio que estoy dispuesto a tolerar tiene un límite. Cogí la otra mitad de mi bocadillo y le examiné mientras lo mordía. Era joven, tendría dos o tres años menos que yo. Un rostro de aspecto franco, con pecas, y el pelo color arena… El chico de la puerta de al lado, el que sabes perfectamente que nunca hará nada turbio o ilegal. Sólo que ahí estaba, actuando como si estuviésemos fuera de la ley.
—¿De qué vamos a hablar? —pregunté, con la boca llena de atún y pan de trigo crujiente—. Y, de paso, ¿con quién estoy hablando?
Hizo un gesto de impaciencia.
—Llámeme Jimmy. Los nombres no importan. Lo que importa es, ¿qué intentaba hacer en Daleylab?
—Ah, Jimmy —dije con tristeza, y dejé en el plato los restos de mi bocadillo—. Esto es una estupidez —dije—. Vuelva y cuéntele a la inspectora Christophe que el truco no ha funcionado.
Me contempló en silencio durante un rato, con el ceño fruncido, mientras la camarera dejaba en la mesa su bocadillo de queso y jamón.
—No es ningún truco —dijo luego.
—Es solamente un truco, Jimmy. Nunca he estado en las cercanías de Daleylab y será mejor que usted y la inspectora Christophe se enteren.
—Deje de tomarme el pelo —dijo—. Tienen su foto.
—Es falsa.
—¿Y las huellas digitales? ¿Falsas también?
—Todo lo que tengan para demostrar que intenté entrar en Daleylab el sábado pasado por la noche es falso —dije con firmeza—, porque no estuve allí. Masticó su bocadillo de jamón y queso, estudiándome con cara de sospecha. Yo lo estudié a mi vez. No sólo era más joven que yo, también era más alto y mucho mejor parecido. Y estaba pero que mucho mejor vestido que yo. El traje blanco que había llevado esa tarde era deslumbrante. Éste no lo era, pero el corte era magnífico y el tejido, inglés auténtico… como mínimo setenta y cinco dólares. Y los zapatos, que hacían juego, estaba bien seguro de que no habían salido precisamente de ningún Thom McAn.
—Nyla cree que los testigos de su coartada mienten —dijo de pronto.
Recogí los restos de mi bocadillo y volví a dejarlos en el plato.
—¿Cómo sabe lo que piensa Nyla Christophe si no es usted del FBI?
—Somos amigos —me explicó—. Tengo muchos amigos en la policía… no sólo en el FBI. Tendría que haberse dado cuenta.
—Sé lo que hizo —dije yo—. Pero no sé por qué razón.
—¿Por qué no iba a hacerle un favor si me apetece? —me preguntó—. Volvamos a sus testigos. ¿Mienten?
—¡No! Y, si lo hicieran, ¿acaso iba a decírselo? Pero no están mintiendo.
Masticó el resto de su bocadillo en silencio, con los ojos clavados en mí como si algún cambio de mi expresión pudiese resolverle el problema. Dejé que se estuviese callado. Yo acabé mi bocadillo, me bebí el café que me quedaba y le hice una señal a la camarera para que lo volviese a llenar. Él señaló su vaso con el dedo indicando lo mismo y, cuando la camarera desapareció, me dijo:
—La verdad es que no creo que mientan. —Me alegra oírlo.
—Oh, Dominic, no me venga con esas pamplinas. ¿Sabe que está metido en problemas hasta el cuello?
No lo sabía.
—¡La inspectora Christophe me dijo que podía irme a casa! —protesté.
—¿Por qué no iba a decírselo? No podría salir de la ciudad sí lo intentase. No ha terminado con usted.
—¿Por qué no, maldita sea?
—Porque —me explicó—, las fotos y las huellas dactilares no mienten.
—¡Pero yo no estuve ahí!
—Juraría que lo dice de veras —contestó lentamente—. Y creo que sus testigos también son sinceros, y eso es difícil de tragar. Creo que incluso podrían pasar la prueba de un detector de mentiras.
—¿Por qué no? No estamos mintiendo.
—¡Oh, Dominic, infiernos! —explotó—. ¿No sabe que necesita ayuda?
—¿Va a ayudarme? —le pregunté.
—¿Yo? No —dijo—. Pero sé de alguien que podría hacerlo. Pague la cuenta, Dominic, y vamos a dar una vuelta.
En esta época de agosto el sol no se pone hasta las ocho, o más tarde, pero ya había oscurecido del todo cuando llegamos a nuestro destino. Al salir de los suburbios de Chicago en dirección al sur, el tráfico era bastante escaso. Pasamos junto a kilómetros de trigales y docenas de pueblecitos y cada vez que le preguntaba al tal Jimmy adonde íbamos se limitaba a menear la cabeza.
—Cuanto menos sepa —dijo—, en menos problemas podrá meter a nadie. —Entonces, ¿cuándo vamos a llegar? No soy ningún pájaro nocturno, Jimmy, tengo un trabajo y esperan que me presente en él por la mañana…
—Lo que tiene —dijo con tono paciente, al detenerse delante de un semáforo—, es un problema con el FBI. Y si no lo pone en claro, ningún otro problema va a tener la menor importancia.
—Sí, Jimmy, claro, pero…
—Pero nada, y deje de refunfuñar —me ordenó—. Ya casi estamos, es justo en las afueras de este pueblo.
«Este pueblo», según el cartel que había en la carretera, se llamaba Dixon, Illinois, población 2250, donde los del Rotary y el Lyons Club se reúnen cada jueves y viernes en el Holiday Inn. Nos desviamos de la calle principal para entrar en una plaza con un cañón de 75 milímetros de la Segunda Guerra Mundial sobre una franja de césped, seguimos unas cuantas manzanas y luego Jimmy hizo girar el coche con un agudo chirriar de neumáticos para meterlo por un sendero privado.
No me explicó a quién pertenecía el sendero privado. No había ningún lindo cartelito que dijese «Bien venido a los Acres Bien Escondidos», ningún nombre, nada que lo identificase y, ciertamente, nada que nos hiciera sentirnos bien venidos. Más bien al contrario… Lo que distinguía a aquel sendero de todos los demás era la reja que nos obligó a detenernos en la curva siguiente. Había una pequeña garita de vigilancia junto a la reja y de ella surgió, algo encorvado, un centinela enorme que, a diferencia de la garita, no era de madera.
—Documentos —ordenó. Jimmy le pasó algo. No sé de qué se trataba, pero le dejó satisfecho. Bueno, casi. Lo examinó durante un tiempo, lamiéndose los labios. Luego descolgó un teléfono y discutió con alguien al otro extremo de la línea. Finalmente alzó la rechinante barrera y nos indicó con una seña que pasáramos.
Medio kilómetro después, más o menos, el sendero se bifurcaba para rodear una extensión de césped con una fuente. Dimos la vuelta y nos detuvimos delante de un porche de enormes columnas blancas. Ya lo había visto antes… creo que en Lo que el viento se llevó. Y los criados procedían de la misma película. Un joven negro de expresión alegre avanzó hacia nosotros por un lado meneando la cabeza para coger el coche de Jimmy y llevarlo a un invisible aparcamiento que había detrás de un bosquecillo de manzanos en flor. Una negra gorda de mediana edad surgió desde otro lado para dejarnos entrar en la mansión. No saludó a Jimmy por su nombre y no me hizo el menor caso. Tampoco hizo preguntas ni nos dio ninguna respuesta. La lista de cosas que no hizo, de hecho, era muy larga. Lo que sí hizo fue lo siguiente: nos condujo en silencio a través de un enorme vestíbulo de tres pisos con una escalera en forma de espiral, recubierta de alfombra, que llegaba hasta la entrada; luego por un pasillo; después por una especie de pequeño saloncito con una chimenea y sillones y un diván de cómodo aspecto, todos vacíos; y nos hizo franquear una puerta de vidrio para, finalmente, dejarnos en un lugar que parecía la combinación de un gimnasio y un invernadero. Fuera ya hacía bastante calor, pero en el interior hacía el doble. El lugar estaba lleno de plantas tropicales que llegaban hasta el techo de cristal, con lianas que se aferraban a los árboles y una especie de olor general a jungla, plantas podridas y tierra húmeda.
En medio de todo eso había una piscina, larga y estrecha. En la piscina, un hombre de edad avanzada. Y en el hombre, nada de ropa. Estaba muy flaco, pero eso no parecía preocuparle. Parecía estar nadando un largo tras otro. Llegó a nuestro extremo de la piscina con abundantes chapoteos, lanzó un jadeante «Noventa y ocho», siguió nadando con una torpe especie de crawl australiano hasta el otro extremo («Noventa y nueve») y volvió hacia nosotros a toda velocidad, atravesando grácilmente el agua con los brazos por delante de su gorro de baño blanco y alzando remolinos de espuma detrás de él al vigoroso ritmo de sus patadas.
—Cien —dijo respirando hondamente, y se agarró al borde de la piscina. Otro joven negro, éste más bien de aspecto grave, le alargó una toalla con la que se frotó el rostro para mirarme luego sonriente—. Buenas noches, caballeros —añadió.
Yo emití un ruido que no era un «Buenas noches» pero que, al menos, era cortés. Jimmy estuvo mejor. Se acuclilló junto a la piscina, agarró una de las húmedas y resbaladizas manos del viejo nadador y se la estrechó con entusiasmo.
—Ron —dijo de todo corazón (al menos, sonaba como si lo dijese de todo corazón)—, no puedo decirte lo agradecido que estoy de que hayas querido vernos esta noche.
—No te preocupes —dijo cortésmente aquel hombre—. Después de todo, Larry, dijiste que éste era un caso muy importante de peligro para las libertades civiles.
—Sí, creo que lo es —dijo «Jimmy» con tono decidido, cuidándose muy mucho de mirarme para ver si me había enterado de su nuevo nombre—. Se trata de Dominic, aquí presente. Tiene un problema fuera de lo común con el FBI. Ellos dicen que le detectaron intentando entrar en una instalación secreta de investigación del gobierno. Tienen fotos y huellas dactilares para probarlo. Pero él tiene testigos a toda prueba que demuestran que en esos momentos se hallaba a más de mil kilómetros de ese lugar.
Ron había salido de la piscina y se estaba secando vigorosamente con la toalla. Debía de tener unos setenta años, pero cuando me fijé en lo sólido de su torso y en la total ausencia de grasa superflua alrededor de su cintura, mi único deseo fue que yo pudiese vivir hasta llegar a sus setenta años. No sólo tenía buen aspecto, sino que, además, me resultaba familiar. Acabó de secarse, dejó la toalla sobre las baldosas y permitió que el negro le pusiese un albornoz de sarga blanca.
—Larry, ya no hago películas de detectives —dijo, sonriendo, y me di cuenta de por qué me resultaba familiar. Era actor. O, al menos, lo había sido. De cine… Nunca había llegado a ser una gran estrella, pero era uno de esos rostros que ves una y otra vez hasta que tu subconsciente lo recuerda aunque el resto de tu mente lo olvide. Hasta que hubo alguna especie de escándalo… ¿Escándalo? Un jaleo de algún tipo. No podía acordarme de los detalles, pero le habían despedido. No sólo del trabajo de actor, sino de la industria del cine en general. Quizás había sido algo político. Fuese lo que fuera, había ocurrido mucho tiempo antes. Justo después de la Segunda Guerra Mundial, justo cuando yo estaba empezando a prepararme para nacer, y ahora el viejo Ron tenía como mínimo setenta años, puede que algo más. Un anciano de lo más apuesto, aun sin contar la esbelta cintura y la anchura de sus hombros, con una sonrisa muy atractiva y un mechón de cabellos blancos que le caía constantemente sobre los ojos.
Ése era su aspecto. El viejo Ron no se quedó junto a la piscina. Nos guió hasta la habitación de los sillones y el diván. En los cinco minutos que habían pasado desde que la cruzamos, alguien había encendido el fuego en la chimenea y había colocado botellas y vasos en una alacena. Un tercer joven negro, quizás el mismo que había encendido el fuego y preparado las bebidas, apareció para atender nuestras peticiones mientras Ron se instalaba en el sillón más cercano a la chimenea, alzando los pies desnudos para que se calentasen, confortablemente apoyados en un puf. ¿Se acuerdan aún de que era agosto? Podía entender que tuviese sus deditos algo fríos, pero estaba igualmente seguro de que debía de existir algún medio de calentarse mejor que caldear todo aquel maldito cuarto.
Cuando todos tuvimos en las manos nuestras bebidas, él levantó su vaso en un brindis, engulló con viveza la mitad del contenido y luego volvió a obsequiarnos con su atractiva sonrisa.
—Bien, Larry —dijo—, ¿qué especie desgraciada de incompetente sin remedio me has traído esta vez?