He tomado la autovía Daley para ir a la ciudad más de mil veces. Pero ninguna había sido como ésta. Nunca con sirenas sonando a todo meter y luces giratorias destellando sobre el techo de un gran Cadillac. A aquella hora de la madrugada no había muchos coches, pero los pocos que había no tardaban en apartarse de nuestro camino en cuanto veían las luces intermitentes del coche patrulla del Departamento de Policía de Chicago que nos abría paso. Hicimos el camino en veintiún minutos. Más rápido que el tren; pero fueron los veintiún minutos más largos de toda mi vida.
Nadie me explicaba nada.
—¿Por qué me arrestan?
—Silencio, Dominic.
—¿Qué he hecho?
—Ya se enterará.
—¿No pueden decirme nada al respecto?
—Oye, hijito, por última vez: cállate. El inspector Christophe te dirá todo lo que quieras saber… y puede que incluso más.
Me había llamado «hijito». Quien lo había hecho era el gorila que tenía sentado a mi derecha, aún mojado porque se había metido en la piscina para cogerme, y como mínimo dos años más joven que yo. Pero había una gran diferencia entre nosotros. Yo era el prisionero y él era quien conocía las respuestas que no estaba dispuesto a darme.
No había ningún letrero en el edificio de oficinas de Wabash, pero el vigilante nocturno nos dejó entrar de inmediato. Tampoco lo había en la puerta de la suite del piso número veinte. No había nadie en la antesala de la suite. Y todos seguían sin decirme nada pero, al menos, una de mis preguntas obtuvo respuesta. Vi el retrato que había en la pared, encima del escritorio de la recepcionista, y reconocí de inmediato aquel rostro de expresión beatífica… cualquiera habría reconocido aquella expresión, inflexible como la de una tortuga a punto de morder y decidida como un alud.
J. Edgar Hoover.
Al fin y al cabo, no había entendido tan mal la llamada telefónica. Estaba en manos del FBI.
Realmente, ignoro si uno ve pasar ante sí toda su vida, en un relámpago, cuando se está ahogando. Lo que sé es que durante los escasos minutos que siguieron revisé todos los actos punibles que había cometido. No sólo bañarme sin la pieza superior del traje o haber estado a punto de cargarme a un guardia de tráfico, sino remontándome mucho más atrás. Empecé por aquella vez que me oriné en la pared trasera de la iglesia presbiteriana del Monte de los Olivos, en Arlington Heights, cuando, a los nueve años, me encontré algo apurado de camino a la escuela dominical. Repasé la vez que había copiado en el examen de entrada a la universidad y la declaración falsa que había redactado con las pérdidas sufridas en el incendio de mi cuarto… la cama y el colchón de muelles que incluí en la lista no eran míos, sino de mi amigo de Alpha Kappa Nu. Incluso me acordé de algo que había censurado hasta echar fuera de mi mente consciente, la única vez que estuve realmente cerca de tener serios problemas con los árabes. No era un recuerdo del que sentirse muy orgulloso. Yo y mi compañero y amigo de la universidad, Tim Karasueritis, nos habíamos bebido tres botellas de cerveza ilegal, haciendo prácticas para convertirnos en hombres adultos. No tuve suficiente con vomitar. Lo que puso las cosas realmente mal fue que lo hice en la esquina de Randolph y Wacker, delante de la mezquita más grande y ostentosa de toda Chicagolandia. Y cuando lo había echado ya todo encima de la acera, le tocó el turno a Tim. Mientras le sostenía la cabeza junto al bordillo, se me ocurrió alzar la vista y me encontré a un hajji, con barba blanca y turbante verde, que nos contemplaba con ojos furiosos y acusadores. ¡Mal asunto! Pensé que nos habíamos caído con todo el equipo, pero supongo que incluso los hajjis árabes tienen hijos adolescentes. No dijo ni una palabra. Se limitó a quedarse mirándonos fijamente durante un larguísimo, largo instante y luego se dio la vuelta para entrar en la mezquita. Quizás volviese a salir de ella con el equivalente árabe de la policía, pero antes de que eso pudiese ocurrir ya hacía mucho rato que nos habíamos largado, corriendo cuando podíamos hacerlo y tambaleándonos cuando no podíamos hacer otra cosa.
Ah, realmente revisé hasta lo más profundo de mi ser. Rebusqué hasta hallar todo recuerdo punible, digno de reprensión o meramente de mal gusto, sin encontrar ninguno susceptible de justificar que el FBI anduviese a mi caza a aquellas horas de la noche.
Diez minutos después, reuní el valor suficiente para decidirme a comunicarle tal hecho a otra persona. Pero no había nadie a quien decírselo. Me habían hecho sentar en un pequeño cuarto casi desprovisto de mobiliario. Acuérdense de que por único atuendo llevaba mi traje de baño. Claro, hacía bastante rato que se había secado, pero en algún lugar de las oficinas había ventanas abiertas y las frías brisas del lago Michigan entraban por debajo de la puerta… puerta que, como descubrí cuando mi valor llegó al nivel necesario para examinarla, estaba cerrada.
Por raro que parezca, habían insistido en registrarme a pesar de lo escaso de mi vestimenta. No pensaban correr el riesgo de que llevase un arma, imaginé, ya fuese para atacarles o (quizás en un paroxismo de arrepentimiento ante la enormidad de mis crímenes, cualesquiera que éstos fueran) para suicidarme y echar a perder así los planes que me tenían reservados.
Por desgracia, no se me ocurría nada en mi pasado por lo que valiese la pena matar. Ignorar la razón de mi arresto era bastante molesto pero no podía hacer nada al respecto: no sólo la puerta estaba cerrada sino que en el cuartito había muy pocos objetos con los que intentar nada. Había un altavoz en lo alto de una pared, cubierto por una rejilla, y de él salía música… básicamente violines; música de melenudos. Había un escritorio con la superficie totalmente vacía, y me era imposible saber lo que podrían contener sus cajones. Cuando reuní el coraje necesario para tirar de uno de ellos como quien no quiere la cosa, resultó estar tan cerrado como la puerta. Detrás del escritorio había una silla giratoria con el respaldo acolchado y, delante del escritorio, otra silla de madera con el respaldo recto. No había nadie presente para decirme en cuál debía sentarme pero, de todos modos, escogí la de madera. Me senté, rodeándome con los brazos para resguardarme algo del frío, y empecé a pensar.
Y entonces, sin previo aviso, el inspector Christophe entró en el cuartito.
El inspector Christophe era una mujer.
Nyla Christophe no fue la única persona que atravesó el umbral, pero no había duda sobre quién era quién. El jefe era ella. Los que la acompañaban, dos hombres y una mujer regordeta de mediana edad, lo demostraban hasta en el más leve de sus movimientos.
Tardé un poco en superar mi sorpresa. Naturalmente, todo el mundo sabía que el FBI había empezado a reclutar mujeres hacía ya cierto tiempo. Pero nadie esperaba ver a una de ellas. Eran como las taxistas o las doctoras; sabías que existían porque cuando una visitaba algún sitio salía luego en los noticiarios cinematográficos y la veías la siguiente vez que ibas al cine. Por supuesto que eso no podía ocurrir con las agentes del FBI. Ninguna historia de interés humano y personal sobre una agente del FBI aparecería jamás como una atracción principal del noticiario cinematográfico semanal. Cualquier operador de cine que intentase conseguirla se encontraría metido en serios apuros… Probablemente se le acusaría de algo así como poner temerariamente en peligro a un funcionario del gobierno, exponiéndole con ello a una posible represalia criminal. Y acabaría en una sala de interrogatorios temiendo por su vida.
Algo muy parecido a mi propia situación.
En cualquier caso, ahí estaba. Primero un hombretón abrió la puerta y luego entró la inspectora Christophe, seguida de la señora gorda y de otro hombretón que cerró la puerta. Al entrar me lanzó una mirada algo distraída: oh, sí, ahí está justo el mueble que le faltaba a esta habitación. Le devolví la mirada y estoy seguro de que con mucho más interés. Nyla Christophe era una mujer atractiva en su tipo, y ese tipo resultaba ser el atlético, dotado de huesos grandes. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y tenía los ojos de color azul claro. Al andar mantenía las manos detrás de la espalda, al estilo de un almirante inglés de la era de los veleros. Daba órdenes igual que un almirante.
—Atadle —a los hombretones silenciosos. Y a la dama regordeta que se había instalado jadeante tras el escritorio con un cuaderno de taquigrafía en la mano—. Escriba. Diecisiete de agosto de 1983. Inspectora N. Christophe dirigiendo el interrogatorio de Dominic DeSota. No se complique las cosas, DeSota —finalmente, a mí—. Limítese a contarnos la verdad, responda a todas las preguntas y habremos terminado en veinte minutos. Primero, jure.
Mala cosa. Si lo primero que hacían era ponerme bajo juramento, eso quería decir que iban muy en serio. Lo que iba a decirles no sería meramente información recibida durante la investigación: sería una prueba. La taquígrafa se puso en pie y me alargó los libros, pronunciando con voz asmática las palabras para que yo las fuese repitiendo después de ella. Extendí la mano, cubriendo a la vez la Biblia y el Corán —el meñique en una, el pulgar sobre la encuadernación del otro— y juré decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, así me ayudase a ello Dios el Compasivo, el que Todo lo Ve, el Vengador.
—Estupendo, Dominic —dijo Christophe, en tanto que los hombretones volvían a atarme la mano derecha. Le echó un vistazo a su reloj, como si realmente pensase que podíamos salir de allí en sólo veinte minutos—. Y ahora, dígame simplemente por qué intentaba entrar en Daleylab.
Me quedé mirándola con ojos como platos.
—¿Intentar qué?
—Entrar en Daleylab —dijo con voz llena de paciencia—. ¿Qué andaba buscando?
—No sé de qué me habla —contesté.
No era la respuesta que la inspectora Christophe deseaba escuchar.
—Oh, Dominic, mierda —dijo malhumorada—. Tenía la esperanza de que fuese usted a mostrar un poco de inteligencia en este asunto. ¿Pretende acaso hacerme creer que nunca ha oído hablar de Daleylab?
—Naturalmente que no pretendo eso —todo el mundo sabía qué era Daleylab… o, al menos, sabía que era una especie de centro de investigaciones militares del más alto secreto, al suroeste de Chicago. Había pasado cerca de ahí en coche docenas de veces—. Pero, señorita Christophe…
—Inspectora Christophe…
—Inspectora Christophe, realmente no sé a qué se refiere. Nunca he estado en Daleylab y, ciertamente, no he intentado entrar ahí.
—Oh, dulce Fátima —dijo con un gemido, juntando las manos por primera vez.
Me llevé una sorpresa. La inspectora Christophe hubiera tenido problemas a la hora de prestar juramento, de habérselo pedido alguien: no tenía pulgares.
Naturalmente, no era tan raro ver a gente sin pulgares. Era una sentencia típica para los ladrones reincidentes, los carteristas o, a veces, los culpables de adulterio o de homicidio causado con un vehículo. Pero me pareció de lo más extraño toparme con una inspectora del FBI sin pulgares. Me costó cierto esfuerzo quitarme de la mente la falta de pulgares de Nyla Christophe, pero las cuerdas me estaban empezando a segar la piel de los brazos.
—Inspectora Christophe —dije, casi con indignación—, no sé de dónde ha sacado esa idea pero, sencillamente, es ridícula. No he estado en las cercanías de Daleylab desde hace un mes, o incluso más tiempo.
Ella miró a los dos forzudos y luego me miró a mí.
—No ha estado —repitió con tono pensativo.
—No he estado allí —dije yo con firmeza.
—No ha estado allí —repitió como un eco. Y extendió la mano.
Uno de los forzudos puso en ella una carpeta. Lo primero que había en su interior era una foto. La examinó para asegurarse de que no estuviese al revés y luego la sostuvo ante mí para que pudiese verla claramente. Era la foto de un hombre ante la puerta de un edificio.
El hombre era yo.
Era yo, pero vestido con un traje que nunca había tenido, una especie de mono de una sola pieza, del tipo que Winston Churchill había hecho famoso en la Segunda Guerra Mundial. Pero, ciertamente, era yo.
—Esta foto fue tomada —dijo Christophe con voz inexpresiva— por las cámaras de vigilancia de Daleylab anteayer por la noche. Al igual que estas otras —las fue pasando rápidamente. No todas habían sido tomadas con la misma cámara, ya que el fondo difería de la primera, pero el rostro familiar y las ropas extrañas eran siempre iguales—. Y éstas —añadió, sacando de la carpeta una tarjeta alargada—, son sus huellas digitales registradas en el documento de identidad de la universidad del Noroeste. Las de abajo las encontramos en el laboratorio. Sólo había cuatro huellas debajo de las diez que figuraban en la primera línea de la tarjeta… todas las que habían podido encontrar, supuse. Pero incluso un profano era capaz de ver que los curvos y espirales del pulgar y del dedo medio de la mano derecha, así como los índices de ambas manos, se parecían mucho a las huellas usadas como referencia en la parte de arriba.
—¡Pero esto no es verdad! —gimoteé.
—¿Piensa seguir manteniendo su historia? —preguntó Christophe con incredulidad.
—¡Tengo que hacerlo! ¡No estaba allí! ¡Yo no lo hice!
—Oh, Dominic, infiernos —suspiró—. Creía que tendría más sentido común —entrelazó sus manos sin pulgares y clavó los ojos en el suelo. No hizo ninguna señal a sus ayudantes. No hacía falta. Sabían lo que venía a continuación y, cuando avanzaron hacia mí, yo también lo supe.
No me golpearon mucho. Imagino que conocerán las historias sobre cómo tratan a los sospechosos: atendiéndome a ellas, casi no me pusieron la mano encima Por otra parte, creo que no todo son historias, porque una vez le arreglé una hipoteca al propietario de un bar que fue luego arrestado bajo sospecha de vender bebidas alcohólicas de grado alto a una persona menor de treinta y cinco años. Después de eso ya no le hizo falta ninguna hipoteca. Lo que su viuda me contó con un hilillo de voz acerca del estado de su cuerpo cuando lo devolvieron para el entierro bastaría para revolverles el estómago.
A mí no me pasó nada parecido.
Me dieron una buena tanda de bofetadas. Duele, claro. Duele el doble cuando estás atado porque no puedes devolver el golpe (bueno, tampoco es que fueras a hacerlo, al menos si sabes lo que te conviene) y ni tan siquiera puedes intentar recibir algún golpe en el brazo en vez de en la cabeza. Bastante antes de que acabasen ya me zumbaban los oídos, pero todos los golpes fueron con la mano abierta, no me hicieron morados ni me desgarraron la piel y hacían una pausa más o menos cada cinco minutos para que la inspectora Christophe pudiera reanudar el interrogatorio.
—El de las fotos es usted, ¿verdad, Dominic?
—¿Cómo puedo saberlo? Se… ¡aay…!, se parece un poco a mí.
—¿Y las huellas dactilares?
—No sé nada sobre huellas dactilares.
—Oh, diablos, seguid, muchachos.
Al cabo de un rato se hartaron de mi cara. O quizás se dieron cuenta de que estaba empezando a costarme oír a Christophe; fuese lo que fuese, empezaron a darme puñetazos en el estómago y golpes en la espalda. Como seguía llevando sólo el traje de baño, carecía de protección. Dolía. Pero el golpearme en la espalda debía de hacer que a ellos también les doliesen las manos, porque no lo hacían con tanto entusiasmo. Las pausas se hicieron más frecuentes.
—¿Quiere cambiar de opinión, Dominic?
—¡Maldita sea, no hay nada que cambiar!
Y luego volvieron a concentrarse en el estómago. Eso sí dolía. Me quedé sin aliento, medio doblado y apenas era capaz de oír lo que decía la inspectora Christophe.
Y estuve a punto de no enterarme cuando dijo:
—Maldito chalado, ¿sigue negando que estaba en Daleylab el trece de agosto, sábado?
Jadeé, sorprendido.
—Espere un momento… —naturalmente, no esperaron; se limitaron a seguir intentando conectar buenos directos en mi encogido estómago—. No, por favor —supliqué, y Christophe les detuvo. Tuve que aspirar hondo un par de veces y logré hablar, finalmente—. ¿Quiere decir el sábado pasado? ¿El trece?
—Correcto, Dominic. Cuando le cogieron en Daleylab.
Me senté un poco más erguido.
—Pero eso es imposible, inspectora Christophe —dije—, porque el sábado pasado estuve en Nueva York; había ido a pasar el fin de semana. Mi prometida estaba allí. Ella lo atestiguará. ¡De verdad, inspectora Christophe! ¡No sé quién era pero no podía ser yo!
Bueno, no fue tan fácil. Tardaron un buen par de golpes después de eso hasta quedar convencidos… o no exactamente convencidos pero, al menos, algo confusos. Sacaron de la cama a Greta para confirmar mi historia y ella les dijo que toda la tripulación se acordaría de mí, y les hicieron ponerse a todos al teléfono. Efectivamente, se acordaban. No acompaño muy a menudo a Greta en sus viajes a Nueva York y no tenían ninguna duda sobre la fecha.
Me desataron y me dejaron poner en pie. Uno de ellos hasta me prestó una gabardina para que me la pusiese por encima del traje de baño y pudiera irme a casa bajo la brillante luz del amanecer. Pero no estaban de muy buen humor. La inspectora Christophe no volvió a hablarme y se limitó a inclinar la cabeza sobre la carpeta, mordiéndose con furia los labios. Uno de los que me golpearon fue quien me indicó que podía irme.
—Pero no muy lejos, DeSota. Nada de viajes a Nueva York, ¿entiende? Limítese a quedarse allí donde podamos encontrarle cuando queramos. —Pero si he probado que era inocente.
—DeSota —gruñó—, no ha probado nada. Tenemos todas las pruebas que necesitamos. Fotos de vigilancia, huellas dactilares. Podríamos meterle a la sombra cien años con sólo eso.
—Excepto por el hecho de que yo no estuve ahí —dije, y no añadí nada más porque Nyla Christophe había alzado los ojos de su carpeta y me contemplaba fijamente.
Hubiera sido un mero acto de decencia por su parte llevarme a casa, pero no me pareció que valiese la pena quedarme por ahí a pedírselo. Encontré un taxista que me llevó y se esperó mientras yo entraba en casa a coger mi cartera para pagarle. Doce dólares. La paga de un día. Pero nunca he pagado con más alegría una factura.