Cuando sonó el zumbador yo tenía una mano en el cambio de marchas, listo para meter la segunda, y la otra asomando por la ventanilla para indicar que iba a girar a la izquierda. Tenía toda la atención concentrada en el guardia de tráfico, que se estaba tomando un tiempo espantosamente largo para dar paso a la circulación procedente de Meacham Road. Mi cabeza estaba llena de intereses hipotecarios revisables, porcentajes, condiciones para préstamos a soldados recién licenciados y además barruntaba si me sería posible o no llevar a nadar a mi chica después de la cena. Era martes y, por lo tanto, un buen día para nadar, porque a veces, las noches entre semana, cuando oscurece, el encargado desvía la vista si alguien se baña sin la pieza de arriba.
El zumbador hizo pedazos todos esos proyectos.
Soy incapaz de oír un teléfono y no descolgarlo. Me arriesgué. Saqué la mano del cambio de marchas y descolgué el teléfono.
—Dominic DeSota al habla —dije, en el preciso instante en que el guardia se acordó de que también había tráfico esperando en Meacham y, con un gesto perentorio, me indicó que girase. Y entonces todo sucedió al mismo tiempo.
El conductor del tranvía interurbano vio que yo vacilaba, así que empezó a avanzar por el cruce justo cuando yo pisaba el acelerador. La telefonista al otro extremo de la línea dijo algo que parecía chino, o quizás choctaw. No era ninguna de las dos cosas, sencillamente no había hecho correctamente la conexión. Me imagino que ya sabrán de qué humor andan al final de un turno, algo cansadas y lentas de reflejos, limitándose a sintonizar las frecuencias sin preocuparse demasiado, ¿no? No logré entender ni una palabra de lo que dijo. Tampoco es que eso me preocupase demasiado entonces porque, de repente, tuve veinte toneladas en forma de dos vagones de tranvía justo delante mío, demasiado cerca para detenerme. El tranvía no podía girar. Tenía que hacerlo yo. Sólo había un modo de evitar el choque y, desgraciadamente, el guardia de tráfico estaba justo en medio de mi camino.
No le atropellé.
Pero el mérito fue más suyo que mío. Me esquivó de un salto, por los pelos. Pasé lo bastante cerca para deslustrarle las botas, pero no le dejé sin dedos de los pies.
No le culpo por multarme. Yo hubiera hecho lo mismo. O incluso algo peor; tampoco le hubiera culpado si me hubiese encerrado sin más trámites, pero no lo hizo. Se limitó a tenerme clavado ahí durante tres cuartos de hora, aparcado en un recodo de la carretera, delante de la reserva forestal, con todos los motoristas que pasaban alargando el cuello para ver al pobre desgraciado al que estaban multando. Se tomó todo el tiempo necesario. Se acercaba, me pedía el permiso de conducir y lo estudiaba un buen rato. Luego se iba a disolver los atascos de tráfico que se habían formado y se lo pensaba un poco. Luego volvía para pedirme algún otro documento de identidad, mi historial laboral, cuánto tiempo llevaba viviendo en Chicago o para preguntarme cómo podía ser que no estuviese enterado de que se suponía que un coche debía cederle el paso a un tranvía.
Aprovechando los intervalos, yo seguía intentando enterarme de quién me había llamado. En mí negocio se vive del teléfono; alguien llama porque necesita una hipoteca y, si no le sirves adecuadamente al momento, lo único que tiene que hacer es llamar a cualquier otro. Por otra parte, esa llamada en particular me había parecido un poco preocupante. Pero, claro, era una empresa desesperada. Por supuesto, nunca se pone dos veces la misma operadora cuando usas un teléfono de coche y todas aquéllas con las que logré hablar se mostraron de lo más divertidas ante mi rara idea de que no tuviesen nada mejor que hacer que buscar de nuevo entre las llamadas ya transmitidas a los abonados. Y cuando yo seguía insistiendo, se escandalizaban.
—¿Tiene usted alguna idea, señor Dominic —me preguntó una—, de todas las listas de llamadas que debo revisar para encontrar la suya?
—Supongo que un millón, si se dedica a buscarme con un nombre equivocado —dije yo—. No es el señor Dominic. Es el señor DeSota. Dominic DeSota.
No hubo respuesta a mi estocada verbal.
—Ni tan siquiera está usted seguro de que la conexión fuese la adecuada —se limitó a contestar, tan indignada como si fuera yo quien hubiese traicionado su confianza al hacer mal las conexiones—. La llamada pudo ser para otro número totalmente distinto.
—Imagino que no con mi nombre —dije en tono conciliador, pero en esos momentos ya volvía a tener encima al guardia, preguntándome si mis padres habían sido ciudadanos de alguna potencia extranjera o si yo padecía alguna enfermedad contagiosa. Pareció sentirse muy disgustado al ver que estaba hablando por teléfono en vez de consagrar toda mi atención a arrepentirme de mis pecados—. Olvídelo —le dije a la telefonista.
Acepté mi multa. Le lamí las botas al oficial (metafóricamente). Juré que no volvería a hacerlo nunca (fervorosamente). Conduje a la tímida velocidad de sesenta por hora hasta mi hogar de soltero y deseé que el día hubiese mejorado. No había mejorado y no daba señal alguna de que fuese a hacerlo. Greta no contestaba al teléfono, lo cual quería decir que se había ido de compras o a Dios sabe dónde. Para cuando volviera, la piscina de la Reserva Forestal Mekhtab ibn Bawzi ya estaría cerrada. Tampoco había logrado cerrar el trato de la hipoteca, y ni tan siquiera había vuelto a llamar a los posibles clientes para que no soltasen el cebo.
Y empecé a preguntarme realmente en serio si a través de la cascada y chillona interferencia de aquella llamada que se había interrumpido a la mitad había oído realmente, como me había parecido, las palabras «al FBI».
Al principio, yo quería ser agente de propiedades inmobiliarias… bueno, no, para decir la verdad y que se escandalice quien quiera, lo que realmente quería ser al principio era científico. Pero no se puede ganar uno la vida con eso, así que cuando llegué a la universidad ya había empezado a estudiar el negocio inmobiliario.
Y entonces me desvié y me encontré metido en las hipotecas.
Si le digo a la gente que la razón de ese cambio fue que los agentes hipotecarios gozan de una vida más interesante que los de la propiedad, se limitan a quedarse callados mirándome. Pero es cierto. Las hipotecas son muy emocionantes. Miren, con ellas uno convierte en realidad los sueños de la gente, y no hay compañía más interesante que la de los soñadores. A veces esos sueños me preocupan un poco, porque algunos de esos soñadores son parejas de recién casados, patéticamente jóvenes; no sé si se dan cuenta de dónde se están metiendo, con unos porcentajes de interés que llegan hasta el cinco y medio y a veces hasta el cinco con ocho décimas. Pero los pagan. Piden prestados miles de dólares, a veces la paga de dos o tres años enteros, para conseguir la casita con las paredes recubiertas de yedra que han visto en sus sueños. Y yo era la persona que les ayudaba a convertir esos sueños en realidad.
Supongo que hubiera sido mucho más satisfactorio encargarme de los préstamos en algún gran banco. En Chicago eso no sucede, a menos que seas pariente de alguien poderoso, y alguien poderoso, por supuesto, no puede ser un italiano. En el negocio de la banca, ese alguien es un árabe. No es que eso sea muy raro… ¿cuántos bancos hay en Norteamérica que no gocen de respaldo árabe? Ciertamente, no muchos, al menos entre los grandes y prósperos. Así que yo no tenía demasiado futuro trabajando en la banca, pero los árabes no se ocupaban de algunos trabajos en el sector de servicios, como el de agente hipotecario.
Quizás fuese porque sabían lo que era un agente hipotecario. La mayoría de la gente no lo sabe. Yo era quien entrevistaba a los clientes, les ayudaba a escoger el producto que podían permitirse (o que casi podían permitirse), comprobaba el crédito de que podían disponer y les guiaba a través de toda la preparación de los impresos de solicitud, el logro de avalistas, de los permisos y los variados requisitos necesarios para cualquiera que desee llegar a ser propietario de una casa.
Es una forma de vivir. Y también es interesante… ya sé que no paro de repetirlo, tal vez para convencerme yo mismo. Greta, mi chica, me lo dice cuando no me lo estoy diciendo yo; ella cree firmemente en el trabajo sólido y en la necesidad de tener unos ahorros en el banco antes de casarse, cosa que vamos a hacer uno de estos días. Será posible gracias a mi trabajo.
Uno de estos días.
Mientras tanto, sigue siendo interesante —es, como mínimo, la tercera vez que lo digo— y además me permite disponer de tiempo libre cuando quiero. Y, normalmente, quiero gozar de ese tiempo libre cuando puedo pasarlo con Greta. La compañía tiene la regla de que todos sus vendedores deben pasar al menos cinco horas a la semana «en el despacho…» eso consiste exactamente en estar ahí, en el despacho de la agencia, para atender a los clientes que llamen o se dejen caer casualmente para vernos. Fuera de eso, yo hago mi propio horario. Así que cuando Greta está de viaje (es azafata), mis jornadas son largas. Cuando está libre entre un viaje y otro, intento tener tiempo para pasarlo con ella. Me siento verdaderamente complacido de que tenga ese trabajo… No, eso es mentira. No me gusta. Me preocupan todos los tipos a los que conoce, yendo y viniendo de Chicago a Nueva York, y las noches que se queda a dormir allí. Por supuesto, las Pequeñas Fátimas acompañan a las azafatas, pero siempre se puede eludir a las carabinas. Greta y yo sabemos todo lo que debe saberse sobre ese tema. La verdad es que realmente odio pensar que le estoy enseñando cómo hacerlo en Chicago y que ella está usando todos esos trucos luego con otra persona en Nueva York. Odio pensar en ello.
Así que intento no hacerlo. Y, al final, logré ir con ella a nadar esa noche. Apenas llegué a casa me quedé en ropa interior, bajé las persianas, cerré las puertas y saqué una botella de cerveza de la alacena secreta que tengo debajo de la escalera. Mientras se enfriaba en la nevera intenté de nuevo enterarme de mi misteriosa llamada telefónica. Naturalmente, para entonces ya no había la menor esperanza. Mi lista de llamadas estaba cerrada bajo horas de acumulación de otras hojas. Pero entonces me senté con mi exquisita botella fría de cerveza, con sus costados perlados de gotitas heladas. Sonó el teléfono. Greta.
—¿Nicky, cariño? ¿Estás de humor para un baño de última hora?
Lo estaba, claro que sí. Engullí la cerveza tan rápido que sentí crujir los dientes, me puse el traje y cuando llegó ella y se zambulló a mi lado yo llevaba ya un buen rato en el agua.
A esa hora no había demasiada gente en la piscina, pero cuando saltó del trampolín todos los ojos masculinos se clavaron en ella. Greta es un espectáculo precioso. Mide algo más de metro setenta, es rubia, tiene los ojos verdes y la cintura muy esbelta. Los hombres suelen mirarla mucho. Con traje de baño, incluso con el traje de baño con falditas hasta medio muslo que los vigilantes de nuestra piscina imponen como obligatorio, algunos hombres llegan a quedarse boquiabiertos y con cara de tontos. Lo sé, me ha pasado hasta a mí.
Nadamos hasta el extremo más oscuro de la piscina para besarnos. Habían apagado las luces para ahorrar electricidad y sólo el pabellón de baños seguía iluminado brillantemente. Nos quedamos inmóviles en el agua —a mí me llegaba hasta el hombro; a Greta, hasta el mentón—, rebotando suavemente sobre los dedos de los pies para no flotar a la deriva, la besé concienzudamente y luego la abracé de nuevo para repetir el beso.
Ella me lo devolvió. Durante un tiempo bastante largo. Luego se apartó un poco, riendo, y entre los dos pasó una breve extensión de agua fría. Cuando alargué otra vez los brazos hacia ella me dijo:
—Eh, eh, cariño. Vas a conseguir que me ponga a hervir.
—Desearía… —dije yo, y ella me interrumpió.
—Ya sé lo que desearías. Puede que yo también lo quiera, pero no podemos.
—En esta parte de la piscina no hay nadie…
—Oh, Nicky, ya sabes que no se trata de eso. ¿Qué pasaría si… bueno, ya sabes, si me pillases?
—No es muy probable —no hubo respuesta a eso—. Y, de todos modos, siempre se puede hacer algo.
—No, Nicky querido, no se puede hacer. No, si te refieres a la palabra que empieza con «A». Jamás podría destruir la vida de mi niño. Y, de todos modos, esos sitios son difíciles de encontrar y nunca se sabe si van a matarte o a dejarte lisiada para el resto de tu vida.
El problema era que tenía razón, y los dos lo sabíamos. No pasaba ni un día sin que alguna incursión policial en casa de algún abortista clandestino acabase con el criminal llevado a rastras por la policía y las pacientes intentando ocultar el rostro ante las cámaras de los noticiarios. Ciertamente, no era eso lo que deseábamos.
Ahora ya no quedaba casi nadie en la piscina y nadie parecía darse cuenta de que nos estábamos bañando. Greta volvió a acercarse y no se resistió cuando la besé de nuevo.
—¿Nicky? —me susurró al oído.
—¿Qué, cariño?
Una leve risita y luego un murmullo tan apagado que apenas si logré oír sus palabras.
—¿Y si nos quitamos la parte superior ahora?
Miré a nuestro alrededor. Aparte de un par de hombres ya mayores con traje de baño y albornoz que estaban terminando una partida de damas, la única persona que quedaba en el área de la piscina era el encargado. Estaba leyendo un periódico debajo del letrero luminoso de la salida.
—¿Por qué no? —dije.
Bajé la mano y muy, muy lentamente, abrí la cremallera de la parte superior de mi traje de baño.
Recuerden que bañarse sin la parte superior no es realmente ningún gran crimen. En el código ciudadano está calificado como una falta de Clase 3… lo cual quiere decir que nunca te arrestan por ello; se limitan a imponerte una multa, como por aparcar en sitio prohibido. La multa no es nunca superior a cinco o diez dólares y los jueces prácticamente jamás dictan sentencia de prisión. Muy a menudo, cuando un hombre se baña sin la parte superior del traje, se limitan a soltarle con una advertencia, si es la primera vez que comete esa falta.
Por lo tanto, no esperaba lo que sucedió.
No esperaba que todas las luces de la piscina se encendieran de pronto. Los jugadores de damas lanzaron un chillido de sorpresa cuando alguien pasó corriendo entre ellos, lanzando el tablero por los aires. Ésa fue sólo una de las personas que salieron de la nada: había otras corriendo hacia nosotros desde todas las direcciones… del vestuario de hombres y del de mujeres, incluso desde detrás de la valla; y todas convergían en mí. Dos hombretones saltaron sin vacilar al interior de la piscina, aún vestidos, para cogerme y hacerme salir a la fuerza.
Greta se quedó mirándolo todo, atónita, con el agua hasta la barbilla… Estaba aterrada y no entendía nada, y no es que yo estuviera mucho mejor.
El mundo empezó a girar, y no dejó de hacerlo hasta que me tuvieron echado de bruces sobre el capó de un coche aparcado junto a la valla de la piscina. El metal estaba caliente; el coche acababa de llegar y parecía que lo habían conducido a buena velocidad. Me hicieron separar ampliamente los pies mientras la mano de un policía nada delicado exploraba el húmedo trasero de mi traje de baño… ¿buscaría acaso armas, por el amor de Dios? Había dos coches más, con los faros encendidos hacia mí y, como mínimo, media docena de hombres… y también ellos me apuntaban; yo era el centro de todo.
Y sólo se me ocurrió decir:
—¡Oigan! ¡No he hecho más que quitarme la maldita pieza superior del traje de baño!