PRÓLOGO

Las sagas islandesas constituyen uno de los fenómenos más llamativos de la historia de la literatura, y las dos que aquí se presentan, la Saga de los Groenlandeses y la Saga de Eirik el Rojo, ocupan entre ellas un lugar destacado ya que nos narran el descubrimiento e intento de colonización de América por los escandinavos hacia el año 1000.

El tema de estas sagas se presta a la polémica y ha provocado múltiples y encontradas pasiones, por lo que se ha escrito más acerca de ellas que sobre cualquier otra saga islandesa; pero a menudo se las ha utilizado para defender una teoría preconcebida, de forma sensacionalista y poco objetiva, olvidando el espíritu con que fueron escritas y contribuyendo así al oscurecimiento y desprestigio de las narraciones de unos hechos cuyo fondo de verdad parece indudable.

Nacidas en el siglo X, en las largas veladas al amor del fuego que los prolongados inviernos de Islandia propician, las sagas permanecieron recluidas en la tradición oral durante mucho tiempo: los sagnamenn las repetían de memoria en banquetes, sermones y asambleas, y alguna vez añadían frases de su cosecha.

Sólo a partir de finales del siglo XII o principios del XIII, cuando los acontecimientos que narran han quedado alejados en el tiempo, se convierten en literatura escrita.

La palabra saga es afín a los verbos sagen y say, decir y narrar en alemán e inglés, y significa relato en la lengua de los noruegos: relato de cosas sucedidas, historia registrada en palabras. Este término se aplica especialmente a las narraciones en prosa de las biografías, hechos y gestas de los islandeses, y luego también de los reyes de Noruega; las sagas son epopeyas en prosa, aunque a veces se intercala en el texto algún grupo aislado de versos.

Para acercar al lector a la Saga de los Groenlandeses y a la Saga de Eirik el Rojo, se hace necesario hablar aquí de Islandia, el país que engendró las sagas, del valor histórico y literario de éstas, de los viajes que protagonizaron sus personajes, de las nuevas tierras que visitaron y de la aventura vikinga de la que forman parte.

Después de las invasiones de los germanos que acabaron con el Imperio Romano de Occidente, el siglo VII supone para los pueblos de la Europa cristiana un período de relativa paz exterior, pero en el siglo VIII se inicia la segunda oleada de invasiones bárbaras, y Europa se ve acosada en esta ocasión desde muchos frentes y por enemigos tan diferentes como musulmanes, eslavos y vikingos.

Estos últimos jugaron entonces un papel tan decisivo que han dado unidad a esta segunda crisis y nombre al largo período que abarcó, el comprendido entre los siglos VIII y XI. Se habla de la «era de los vikingos» no sólo en la historia de Escandinavia sino también en la de la mayor parte de Europa, a la que ellos atemorizaron con sus continuos ataques, y a la que únicamente dieron tregua durante el tercio medio del siglo X. Desde el siglo IX muchos de ellos buscaban tierras donde asentarse además de botines, y en general puede decirse que los aventureros vikingos y varegos perseguían en sus viajes fama, prestigio y ascenso social, y que todo ello sólo se podía conseguir a través de la hazaña guerrera y la posesión de una tierra patrimonial.

Ya entonces se podía comenzar a hablar de tres nacionalidades escandinavas dentro de un mundo culturalmente hermano: suecos, daneses y noruegos.

Los primeros se expandieron hacia el este del Báltico, siguiendo el curso de los grandes ríos rusos; son los varegos, guerreros, mercaderes y príncipes, también llamados rus, nombre del que deriva la palabra Rusia.

Los daneses se dirigieron hacia Inglaterra y la costa atlántica de la Galia, y recogiendo la herencia política inglesa y, sobre todo, carolingia, crearon las formas más perfectas de Estado medieval.

Son los noruegos los que más nos interesan, y sus rutas de expansión las más variadas. Con las Shetland como primera etapa de su camino, unos se encaminaron a la costa oriental de Escocia e Inglaterra, y los más numerosos hacia las aguas y tierras irlandesas; desde allí algunos navegaron hacia el oeste de la Galia, de España, e incluso más allá del estrecho de Gibraltar.

A partir del siglo IX los noruegos crean una nueva ruta que apunta hacia el noroeste, y aquellos que la siguen buscan nuevas tierras que colonizar, apartándose así de los habituales objetivos de pillaje y conquista. Después de ocupar las pequeñas islas situadas al norte de Gran Bretaña, este movimiento los llevaría primero a Islandia (860-870), y desde allí, cuando esta isla no ofrecía nuevos recursos a su creciente población, un segundo impulso los empujaría hacia Groenlandia (981-985), y poco más tarde a América (1000).

Aunque los historiadores medievales islandeses y las propias sagas nos cuentan que siempre que los marinos avistaban una nueva tierra por primera vez era ello debido a tormentas o vientos desfavorables que desviaban las naves de su rumbo, lo cierto es que los viajes de los noruegos por el Atlántico Norte eran bastante numerosos y que los navegantes estaban preparados para el descubrimiento de tierras, respondiendo a una tendencia ordenada de expansión y búsqueda de lugares en que establecerse. En realidad, la mayoría de las rutas que siguieron eran conocidas en tiempos pasados, y los escandinavos tuvieron siempre muy buen cuidado de estar informados acerca de ellas. Sólo el camino hacia Groenlandia y América es completamente nuevo.

Cada etapa puede ser considerada como consecuencia de la anterior, y los escandinavos trataron de asentarse en todas aquellas tierras, aunque las dificultades con las que tropezaron fueron cada vez mayores, y menores los recursos con que contaban para enfrentarlas.

Hablemos ahora de Islandia, el país de nuestras sagas. Fue el sueco Gardar Svavarsson el descubridor escandinavo de la isla, a la que dio el nombre de Gardarsholm, la isla de Gardar; le siguieron el vikingo Naddod, que la llamó Snaeland, Tierra Nevada, y Floki Vilgerdarson, que le dio el nombre que hoy tiene:

Island, Tierra del Hielo. Estos viajes se sucedieron en la sexta década del siglo IX, y aquellos nórdicos encontraron en Islandia, posiblemente la mítica Thule, a los papar, anacoretas irlandeses que habían llegado allí en busca de soledad y pobreza para mejor servir a Dios. Desde finales del siglo VIII los papar, con sus báculos y sus libros religiosos, alcanzaban la isla en sus curachs, embarcaciones de cuero con estructura de madera, pero entonces, negándose a convivir con aquellos paganos recién llegados, la abandonaron no sin antes haber plantado en algunos corazones la semilla del cristianismo.

La colonización noruega de la isla comienza hacia el año 870, con Ingolf Arnarson y su hermano de leche Leif, llamado Leif el de la Espada. Ingolf se asienta en el sudoeste, y tras él llegan numerosos inmigrantes noruegos, tantos que hacia el 930 las mejores tierras estaban ya ocupadas y se daba por completada la Edad de la Colonización.

Aquellos primeros pobladores llegaron a Islandia (más acogedora que las islas Británicas, donde por aquella época los vikingos sufrían fuertes derrotas) por causas muy diversas; como cuenta la tradición literaria islandesa, muchos baendr, ricos propietarios rurales, y jarls, aristócratas que dominaban una región, abandonaron Noruega con sus siervos porque se negaban a soportar la tiranía de Harald el de los Cabellos Hermosos, vencedor de la batalla de Hafrsfjord en el 872, primer rey de aquel país y unificador de sus treinta cantones; otros simplemente porque tenían problemas con la justicia o porque no querían pagar los impuestos que Harald Harfagar, cuya implacabilidad tanto se ha exagerado, exigía; algunos más porque la fortuna les había dado la espalda y buscaban nuevas tierras donde rehacerse.

Todos estos noruegos llevaron consigo sus armas, su ganado y sus herramientas y se dispusieron a vivir, según los usos y costumbres de sus padres, de aquel pobre país que, aunque rocoso, ni siquiera ofrecía piedras que sirvieran para la construcción.

Hacia el 930 su espíritu de independencia sienta las bases de una muy peculiar república aristocrática que tiene en el Althing, la Asamblea General, su institución más sobresaliente. El Althing, con poder legislativo y judicial, ha sido considerado como el primer Parlamento del mundo, pero su funcionamiento era controlado por los godar, sacerdotes y jefes políticos, miembros de las principales familias del país. Además, el derecho por el que se regía la vida de los islandeses, a pesar de haber alcanzado un desarrollo desacostumbrado en aquella época, se inspiraba en una concepción de la justicia opuesta a los códigos latinos: prevalecía la fuerza de las familias y los clanes, y faltaba un poder ejecutivo que garantizase la observación de las leyes de obligado cumplimiento que dictaba el Althing.

Los islandeses se dedicaban a la agricultura, a la ganadería y a la pesca, y algunos eran vikingos: piratas, comerciantes y aventureros al tiempo. No debe extrañar que fueran bastantes los que, empujados por las circunstancias, sobre todo el hambre del año 976, se lanzaran a la colonización de nuevas tierras. De ellos y de sus colonias en Groenlandia y América hablan las sagas que ofrece este libro.

Aunque el país prosperaba, se daban ya las causas que originarían la pérdida de su independencia a manos del rey Hakon de Noruega en 1262.

La tierra no permitía el autoabastecimiento, al escasear materias tan indispensables como la madera, el grano y el hierro, y a ello se unía el hecho de que los islandeses se mostraban como colonizadores poco previsores, pues no se proveían para las épocas de las vacas flacas y despojaban a la naturaleza de todo lo que ofrecía, sin preocuparse para nada de su reposición.

Así pues, necesitaban cada vez más del comercio con Noruega, y con Inglaterra en menor grado, y la fragilidad de su república se acrecentaba por las continuas disputas que los enfrentaban.

Astutos y amantes de la verdad, individualistas y apegados a sus familias, contradictorios pero no por ello incoherentes, heroicos, belicosos e insumisos, los islandeses dividían a sus semejantes en amigos y enemigos, y gastaban buena parte de sus energías en litigios y querellas que muchas veces nacían sin otro motivo que una fácil ofensa a su honor, concepto tan complejo que sólo con ocho palabras podían abarcarlo.

Aficionados a contar historias de sus antepasados y faltos de la piedra y la madera que les hubiera permitido expresarse a través de las artes visuales, desarrollaron el arte de las palabras: la literatura islandesa es el corazón de la rica literatura escandinava del medioevo.

En el año 1000, el Althing promulga una ley que hace del cristianismo la religión de Islandia. Esta decisión, de carácter religioso e incluso político, influyó en otros aspectos de la cultura del país, pues los muchos libros que llegaron con ella trajeron consigo el alfabeto latino, que demostró ser la herramienta capaz de sacar a la luz la latente pasión literaria de los islandeses.

En pergaminos obtenidos de pieles de ternero transcribieron manuscritos en monasterios, haciendas y granjas: los setecientos que hoy se conservan enteros o mutilados son sólo la punta del iceberg de aquel extraordinario fenómeno cultural.

Nacía así una literatura que había de dar magníficos frutos en los campos de la poesía, la historia y la prosa de las sagas, anticipo de la novela moderna, pero también una literatura marcada por el aislamiento, una lámpara rodeada de brumas y tinieblas que terminarían por dejarla en el olvido: muchas de sus huellas permanecerían ignoradas durante siglos; murieron sus múltiples hallazgos que renacerían mucho más tarde en otros lugares.

Hasta el año 1000 la poesía escandinava estaba representada por los thulir o recitadores anónimos, y se basaba en la aliteración. Al comenzar el siglo XI, los escaldos, poetas creadores que daban más importancia a la forma que al fondo de sus obras, sustituyen a los thulir, e influidos por celtas y latinos compaginan rima, asonancia y aliteración. Son los autores de las kenningar, término que significa conocimiento, metáforas de indudable belleza, pero cuya complejidad y creciente hermetismo llevaría a la degeneración de esta poesía.

Obra importante es la Edda Mayor, en la que se recogen treinta y cinco poemas aliterativos compuestos entre los siglos IX y XIII no sólo en Islandia, sino también en Noruega y Groenlandia, pero es de suponer que casi siempre por poetas islandeses. Eran éstos los más apreciados en las cortes escandinavas, florecientes centros culturales, y desde el siglo X en adelante fueron islandeses todos los poetas que en ellas destacaron.

Aunque el espíritu de esta poesía no está demasiado lejos de las sagas, la base de éstas radicaría en la historia, e histórica fue la primera escuela literaria de Islandia, en la que se incluyen autores tan importantes como Saemund el Erudito y, sobre todos, Ari Thorgilsson (1067-1148). Llamado Ari el Historiador, escribió obras tan señaladas como el Islendingabók, o Libro de los Islandeses, primera obra de la literatura escrita islandesa junto con el Código de Leyes del Althing, ambos del primer cuarto del siglo XII; el Konungabók, o Libro de los Reyes, que refiere la historia de los reyes de Noruega, y el Landnámabók, Libro de los Asentamientos, que narra el descubrimiento y colonización de Islandia y que aporta las genealogías de los primeros pobladores de la isla.

Fue Ari el padre literario del gran Snorri Sturluson (1179-1241), autor polifacético, a caballo entre la poesía, la historia y las sagas, cuyas obras más notorias son la Edda Menor, o Prosaica, tratado de arte poética que explica la cosmogonía pagana desde una óptica cristiana, y la Heimskringla, o Historia de los Reyes del Norte, Konunga Saga por excelencia, saga histórica para cuya elaboración partió de las viejas sagas heroicas. Muchos autores la tienen por una de las obras fundamentales de la literatura universal, y con ella un islandés contribuye decisivamente a la creación de la historia nacional noruega. Perteneciente a la poderosa familia de los Sturlung, Snorri participó activamente en la política de su país, en continua tensión con Noruega, y es uno de los personajes de la Sturlunga Saga.

La mención de Snorri Sturluson como autor de la Heimskringla no debe confundirnos haciéndonos creer que los nombres de los autores de las sagas nos son conocidos, pues la gran mayoría de ellos permanece en el más absoluto anonimato. La razón de esto se puede encontrar en que las sagas son la voz de todo un pueblo que trataba inconscientemente de afirmar su identidad a través de ellas. Tampoco debe inferirse de ello que los autores de las sagas se limitaran a transcribir y repetir lo que habían recitado dos generaciones de rapsodas, pues además del material oral utilizaban fuentes escritas, organizaban todo ello a su gusto y no descartaban la creación personal, ya que incorporaban ocasionalmente al texto palabras e ideas propias.

Las sagas buscaban la instrucción y el entretenimiento de sus oyentes y lectores, y para alcanzar estos fines recogían siempre las historias que más podían interesar a los islandeses, por estar inmersas en la tradición de su pueblo. A pesar de esta base común, las sagas se pueden clasificar en varios grupos.

Las Islendingasögur, Sagas de los Islandeses o Sagas de Familia, forman el conjunto más valioso y original y también el que aquí más nos importa. Expresión de una Islandia que fue el último reducto de la recia cultura pagana de los escandinavos, nos muestran también el peso que el cristianismo tenía en la época de sus autores. Escritas en el siglo XIII, cuentan las vidas de los islandeses y los enfrentamientos entre sus familias durante el período que transcurre entre la primera ocupación de Islandia y el final de ta primera generación cristiana, hacia 1030, y que es conocido con el nombre de Edad de las Sagas.

Las Konungasögur, Sagas de los Reyes, nos hablan de las dinastías noruegas y de los más sobresalientes hechos de sus reyes.

La ya mencionada Sturlunga Saga, por no tener igual, se resiste a incorporarse a cualquiera de los grupos, y en ella se relata la historia de Islandia en el siglo XII a través de las dramáticas aventuras que corrieron los miembros de la muy señalada familia Sturlung.

Las Biskupasögur, Sagas de los Obispos, crónicas de pesada lectura y escaso valor literario, tienen sus protagonistas en los obispos de la isla y algunas fueron escritas en latín.

Las Riddarasögur, Sagas de los Caballeros, son más tardías, y su espíritu cortesano ejemplifica, junto con el de las Fornaldasögur, las Sagas de los Tiempos Antiguos, relatos de leyendas y mitos germanos plagados de aventuras y maravillas, la degeneración formal de las sagas con el paso de lo anecdótico a lo novelesco.

Otro de los factores que ocasionaron el empobrecimiento literario de las sagas fue la progresiva influencia que ejerció sobre sus autores la moral cristiana, ya que las alejó de una de sus principales virtudes: bondad y maldad convivían en los corazones de todos sus personajes.

Habría, sin embargo, que matizar esta afirmación, recordando que la Brennu-Njáls Saga, la Saga de la Quema de Njal, incorpora a sus páginas el espíritu cristiano y no deja de ser por ello una de las más renombradas. Además la Iglesia favoreció el desarrollo de las sagas y su transición de literatura oral a literatura escrita, para que pudieran así llegar con mayor facilidad a mayor número de gente, con el propósito de educar al pueblo y apartarlo de otras diversiones, tales como los bailes, consideradas más inmorales.

El carácter épico de las sagas de los islandeses ha justificado que se las tenga por el equivalente en prosa de la poesía épica germánica. El destino está siempre presente en las sagas, porque también marca la vida del hombre del norte en el medioevo, y no sólo como una fuerza exterior, pues el carácter del individuo forma también parte del destino.

Sabedores de que no podían sustraerse a lo que el todopoderoso hado había dispuesto para ellos, conocedores de que no podían oponerse con éxito a un destino inevitable, los héroes de las sagas mostraban su dignidad, su insumisión y su rebeldía con la manifestación de su indiferencia estética ante lo que la fortuna les deparaba: aceptan su destino y lo cumplen sin rendirse a él; mirándolo de frente y con lucidez se convierten en sus protagonistas.

Cuando las sagas nos narran las muertes de sus héroes, el momento de su victorioso enfrentamiento definitivo con el destino, nos ofrecen algunos de sus párrafos más bellos y representativos, y la insólita y memorable frase que tienen tiempo de decir antes de expirar nos comunica lo que sienten con palabras sencillas, llenas de poética ironía.

En la Saga de Eirik el Rojo, Thorvald Eiriksson, mientras se arranca del vientre la flecha que sabe lo llevará a la muerte, dice: «Es un país rico este que hemos encontrado; una capa de grasa viste mis entrañas».

Pero no debemos concebir a los héroes islandeses como seres extraordinarios: son hombres de carne y hueso, y nunca la encarnación del bien, que luchan con enemigos muy semejantes a ellos.

Yerran los que definen las sagas como meras historias de «campesinos a la greña», pues olvidan su alto valor literario. Es cierto quejas sagas abundan en descripciones de peleas y reyertas, pero los islandeses, maestros en el arte de la disputa, lo fueron aún más en el de la escritura.

Es el lenguaje de las sagas claro, conciso y directo, de una sencillez que no implica simplicidad, pues no carece de habilidad y poesía; los diálogos que en ellas aparecen son breves a causa del laconismo de sus personajes, y su belleza áspera y extraña. No se analizan los caracteres de los protagonistas, y los pensamientos y sentimientos de éstos se deducen de sus palabras y, sobre todo, de sus actos.

Las mejores sagas nos conmueven sin recurrir al sentimentalismo; la ecuanimidad, la imparcialidad y la noble indiferencia de los autores escondían una emoción destinada a ser redescubierta por oyentes y lectores. Su realismo las distingue del resto de la literatura medieval, cuajada de simbolismos.

En muchas de ellas el deseo de sus autores de relatar los hechos tal como sucedieron y la exactitud de sus descripciones geográficas fundamentan su valor como fuentes históricas.

Pero ni su realismo es el mismo que el nuestro, ni su fidelidad histórica es absoluta y uniforme. Las sagas no excluyen la narración de acontecimientos mágicos o sobrenaturales, que los escandinavos juzgaban pertenecientes al mundo real (sibilas que predicen el futuro; muertos que se levantan y hablan; espadas y lanzas que combaten por sí solas), y aparecen ocasionalmente seres fabulosos, como el unípedo de la Saga de Eirik el Rojo.

En cuanto a la fidelidad histórica de las sagas, ha quedado claro que en algunas de ellas los personajes y los hechos en que éstos participan son pura invención del autor.

Sembrada de genealogías, cada saga acoge un sinnúmero de hombres y mujeres ligados entre sí por vínculos de amistad y parentesco. El que gran parte de los personajes fueran reales, y su gran número, son las causas de que muchos de ellos figuren en más de una saga: éstas integran así un mismo bosque literario.

Los personajes que aparecen en las sagas aquí publicadas, la de los Groenlandeses y la de Eirik el Rojo, son prácticamente los mismos, pues ambas nos cuentan la misma historia, aunque entre ellas haya diferencias e incluso contradicciones que han creado problemas a los estudiosos. Forman un grupo de especial interés dentro de las sagas de los islandeses y han sido llamadas «Sagas de Vinlandia», pues son las únicas en las que se nos narran los viajes de los escandinavos a América, a las tres tierras que de ella conocían: Helluland, Markland y, la más importante, Vinlandia.

También nos hablan de los previos descubrimientos y colonización de Groenlandia, pero esto no es tan señalado por sí mismo, puesto que de este país se ocupan con mucho detalle otras sagas, sin que, además, pueda ponerse en duda la realidad de la presencia de los nórdicos medievales en la Tierra Verde, después de las numerosas excavaciones realizadas allí por arqueólogos daneses.

El hecho de que se haya demostrado que los datos referentes a Groenlandia en estas Sagas de Vinlandia no se apartan de la realidad, nos inclina a contemplar bajo una luz más favorable lo que en estas mismas sagas se nos cuenta acerca de América, aunque en este caso no dispongamos de argumentos arqueológicos tan válidos.

Algunos se niegan a creer en los viajes de los escandinavos a Groenlandia y de allí a América basando su incredulidad en las insalvables dificultades opuestas por un clima terriblemente riguroso. Es cierto que tales viajes y la dificultosa colonización de Groenlandia hubieran resultado imposibles en las actuales condiciones climáticas, pero no es menos cierto que en aquella época el clima se mostraba bastante más benigno en el norte de Europa: hacia el siglo V se inició un breve retorno xerotérmico que, con sus naturales altibajos, culminaría en un óptimo climático que abarcaría los siglos X y XI, para luego dar paso a un corto período glacial a partir de los siglos XII y XIII. Se incrementó entonces el número de los hielos flotantes, de los que no nos hablan las sagas por no ser habituales en su tiempo, y se ampliaron las extensiones cubiertas de hielos perpetuos; avanzaron las morrenas, quedaron bloqueadas las antiguas rutas marítimas y se produjo el progresivo abandono de las tierras más septentrionales y el repliegue de la expansión escandinava.

Para explicar los viajes de los escandinavos a Islandia, Groenlandia y América ha de hacerse también alusión a las naves de que disponían para realizarlos y a su pericia y arrojo como pilotos y navegantes.

Las naves vikingas eran de muy diversos tipos, y tanto las de guerra, utilizadas casi siempre para el transporte de tropas, como las mercantes, dedicadas al comercio o al traslado de gentes a nuevas tierras, estaban sin duda entre las mejores de la época.

Fue en el campo de la construcción de barcos mercantes donde más destacaron, recogiendo una tradición que se remonta a la Edad del Bronce, y enriqueciéndola en los siglos VII y VIII con la mejora revolucionaria de las técnicas de construcción naval, que se manifiesta en adelantos tan decisivos como la adopción de la vela y la mejora de la quilla y del casco, este último hecho de tablas solapadas.

Recios y muy marineros, los knerrir o transatlánticos fueron los navíos que hicieron posibles los viajes que cuentan las sagas: con ellos se emprendieron las colonizaciones de Islandia, Groenlandia y América. El knorr, que podía embarrancarse, al igual que los navíos de guerra, en las playas planas sin necesidad de puerto, cortaba las olas llevando a bordo a unos veinticinco o treinta hombres, mujeres y niños, junto con su ganado, bultos y vituallas. Impulsado por el viento que henchía su gran vela cuadrángulas sus tripulantes acudían sólo ocasionalmente al uso de los remos. Cada nave llevaba a bordo un bote auxiliar, y en muchas ocasiones otro de remolque.

Pero más importante aún que la notoria calidad de sus naves, insuperable en el género de barcos sin puente, pero similar a la de las de otros pueblos del norte de Europa, fue la habilidad y la ciencia de sus pilotos. Suplían la falta de ayudas tan valiosas para la orientación como la de la brújula y la de las cartas de navegación con sus magníficas dotes de observación aplicadas a sus conocimientos geográficos y a lo que del vuelo de los pájaros sabían, y por medios puramente astronómicos mantenían a lo largo de grandes distancias un rumbo invariable.

Orientados de noche por la estrella polar, se valían de día del estudio de la posición del sol, y contaban para ello con un rudimentario astrolabio. Muchos eran los días encapotados en que el sol permanecía invisible; algunos dicen que entonces acudían a la mítica piedra solar, la solarsteinn, pedazo de espato calcáreo que reflejaba la luz polarizada y descubría así el sol oculto.

Los viajes de los navegantes noruegos e islandeses del siglo X en adelante aportarían la información que sobre las rutas marítimas tenían los geógrafos islandeses de los siglos XII y XIII, los más avanzados de su tiempo.

Pero aquellos sistemas de navegación distaban mucho de ser perfectos, y los marinos habían de afrontar continuos problemas; las naves estaban siempre a merced de las inclemencias del tiempo, y perdían el rumbo en numerosas ocasiones, como corroboran los relatos de las sagas.

Conscientes de las deficiencias de su ciencia y de lo azaroso y accidentado de sus viajes, los navegantes escandinavos recurrían a las adivinaciones y confiaban su suerte a Dios y a los dioses.

En uno de esos azarosos viajes, y a bordo de un knorr, Gunnbjorn Ulf-Krakason, como apuntan las Sagas de Vinlandia, descubrió unos islotes y vislumbró la tierra desconocida que había detrás de ellos. Sesenta años después, en el año 981 o en el 982, Eirik el Rojo, desterrado de Islandia a causa de los excesos de su espada, que ya le habían obligado a abandonar su Noruega natal, se convertía en el verdadero descubridor de Groenlandia, la exploraba durante tres años y le daba el nombre de Groenland, Tierra Verde.

Sin olvidar que en aquella época había allí pastizales en los fiordos interiores y hierba en las laderas más favorecidas por el sol, parece claro que llamar así a un país casi siempre vestido de blanco y que carecía de árboles, perseguía el fin de atraer pobladores a sus tierras deshabitadas. Muchos islandeses, seducidos por este nombre y empujados por las calamidades por las que pasaba por entonces su país, en el que ya no era posible hacerse con nuevas tierras de calidad, ocuparon los veinticinco knerrir que capitaneados por Eirik el Rojo emprendieron viaje a Groenlandia en el año 985 ó 986. Sólo cuatrocientas personas alcanzaron su destino y se convirtieron en los primeros colonos de aquel país. Se establecieron en la costa occidental de Groenlandia, la de clima más moderado, y se concentraron en dos asentamientos principales, la Colonia Oriental, en torno a la bahía de la actual Julianehaab, y, unos quinientos kilómetros más al Norte, la Colonia Occidental, cuyo centro se situaba en el Fiordo de Godthaab. La Colonia Oriental era la más importante, y en ella se asentó Eirik el Rojo, fijando su residencia en Brattahlid, en el fiordo que se llamó Fiordo de Eirik, y sobre ella ejerció su autoridad de patriarca.

Los colonos construyeron sus nuevas viviendas con piedra, tepes y madera de la que les llegaba a la deriva, igual que habían hecho en Islandia. Se alimentaban de la leche y la carne que les proporcionaban sus vacas y ovejas, de la carne de los caribúes, ballenas, focas y morsas que abatían en los extensos territorios de caza, del grano que traían de Islandia y Noruega, pues el que allí crecía en superficies pequeñas y aisladas era insuficiente, y de la pesca.

Groenlandia parecía la hermana menor de Islandia; ligada a ella por fuertes lazos culturales, económicos y de amistad, padecía similares problemas aunque mucho más aguzados.

Se convirtió en una nación independiente cuya organización política era una copia reducida de la de Islandia, pues se basaba también en una constitución y en una Asamblea General, emplazada en su caso en Cardar, en la Colonia Oriental.

También allí se establecería la sede episcopal, ya en el siglo XII; hasta entonces sus obispos habían residido en Islandia.

La supervivencia de las colonias groenlandesas, asentamientos marginales dentro del mundo escandinavo, nunca poblados por más de tres o cuatro mil personas pendió siempre de un hilo.

Aún era más acusada que en Islandia la falta de grano, metales y madera, el clima más crudo, la tierra más inhóspita, y las comunicaciones más difíciles e infrecuentes. El autoabastecimiento era imposible para aquellos escandinavos, y dependían del comercio exterior, lo que aprovecharía Noruega para acabar con su independencia en el 1261, un año antes de que hiciera lo mismo con Islandia.

Los noruegos ofrecieron unas pretendidas ventajas comerciales, pero lo cierto fue que su dominio fue una de las causas de la decadencia de Groenlandia. Noruega atravesaba entonces por una prolongada crisis, y los impuestos que exigió y el control monopolístico que la Corona noruega, cuyas naves eran insuficientes para cubrir sus propias necesidades, ejerció sobre el comercio, se tradujeron en la práctica desaparición de éste.

También contribuyeron al hundimiento comercial de Groenlandia la imposibilidad de construir naves propias a causa de la falta de madera, y la fuerte competencia que los paños ingleses y holandeses, las pieles y cueros rusos y el marfil africano, hacían a sus tradicionales exportaciones de lana groenlandesa, pieles, y colmillos de narval, a principios del siglo XIV.

Además, a partir del siglo XIII, el clima, ya de por sí muy riguroso, se hizo más frío y seco, y los escasos pastos desaparecieron casi por completo.

Los esquimales estaban mucho mejor adaptados a la dureza del país, pero hubieron de trasladarse más al sur, siguiendo a las focas de las que dependía su supervivencia, y hostigaron a los nórdicos.

La Colonia Occidental fue abandonada a mediados del siglo XIV, y la Oriental sobreviviría, aunque en condiciones muy precarias, durante ciento cincuenta años más, hasta que perecieron sus últimos habitantes, famélicos y degenerados.

De la ocupación nórdica de Groenlandia durante unos quinientos años sabemos lo que nos cuentan las sagas, y de ella dan fe los numerosos hallazgos de los arqueólogos daneses. Se han localizado las dos colonias y en ellas los cimientos de sus granjas e iglesias, incluso los de la catedral de piedra de Gardar. En cuanto a los edificios que aparecen en las Sagas de Vinlandia, se han excavado la granja de Brattahlid y la iglesia de madera de Thjodhild, más antigua que las otras iglesias hechas de piedra.

La colonización de Groenlandia llevó a los nórdicos muy cerca de América y, según las sagas, se repitió el mismo esquema que ya se había dado en Islandia y Groenlandia: un marino, en esta oportunidad Bjarni Herjolfsson y en el año 985 ó 986, avista nuevas tierras cuando una tormenta le había desviado de su rumbo; como aquél no había pisado aquellas tierras, hay otro navegante, en esta ocasión Leif Eiriksson hacia el año 1000, que explora metódicamente el país descubierto; finalmente se pasa al intento de asentamiento, protagonizado en América por Thorfinn Karlsefni hacia el año 1010.

En realidad el Labrador sería tan accesible como Noruega desde la costa occidental de Groenlandia, y no es de extrañar que los nórdicos llegaran allí si sabían, como parece probar el estudio de sus tratados geográficos, que había tierra al oeste de Groenlandia.

Las Sagas de Vinlandia no son las únicas fuentes escritas que hablan del descubrimiento de Vinlandia, ni tampoco las primeras.

La distancia temporal que separa estas sagas de los hechos que relatan, unos dos siglos, ha hecho dudar de su fiabilidad, pero ya en 1075 se escribió la primera referencia a Vinlandia de que se tiene noticia, en la Gesta Hammaburgensis ecclesiae pontificum, monumental historia del arzobispado de Hamburgo, cuyo autor fue Adam de Bremen. La Iglesia escandinava dependía entonces de ese arzobispado, y en el capítulo dedicado a Escandinavia, para cuya confección Adam se había guiado por lo que le contó el rey Sven Ulfsson de Dinamarca cuando visitó su corte unos diez años antes de escribir el libro, nos habla de una isla en el océano llamada Vínland, en la que había vides y trigo silvestre. También coincide con las sagas al decir que la isla fue descubierta por muchos, pues con ello parece significar que hubo diferentes expediciones a Vinlandia.

También habla de Vinlandia Ari el historiador en su Islendingabók, escrito hacia 1127, libro que le fue encargado por dos obispos, uno de ellos descendiente de Thorfinn Karlsefni. Dentro de la breve sección en que se ocupa de Groenlandia, dice que los utensilios nacidos de la mano del hombre que en esa tierra encuentran Eirik el Rojo y los primeros colonos, permitían deducir que sus antiguos habitantes eran parecidos a los nativos de Vinlandia, a los que los groenlandeses llamaban skraelingar. Esta mención hace suponer que los hechos eran conocidos y no necesitaban de mayor explicación para los lectores islandeses.

En los anales islandeses hay también algunas referencias aisladas. En el año 1121 se dice: «Eirik el obispo de los groenlandeses partió en busca de Vinlandia», lo que puede indicar que los islandeses habían olvidado, cien años después de la expedición de Karlsefni, la localización de aquellas tierras. Pero, según parece, tampoco habían cesado por completo los contactos entre Groenlandia y América, pues en el año 1347 aparece citado un pequeño barco groenlandés al que las tormentas arrojaron a las costas islandesas y que llevaba madera de Markland.

Con respecto a la posibilidad de que hubiera viajes desde Groenlandia a Markland para proveerse de madera, cabe apuntar que arqueólogos daneses han descubierto en Herjolfsnes cofres de alerce, árbol que no crece en Escandinavia, pero abundante en Terranova y Labrador.

Para valorar con justicia las sagas desde el punto de vista histórico, es necesario tener en cuenta que no pretenden ser tratados geográficos o históricos, pues aunque sus autores acudieran a veces a las fuentes de que tales ciencias beben, y obtuvieran de ello datos a menudo fiables, lo hacían con la finalidad de explicar mejor el desarrollo de los hechos que querían narrar y las vidas de los personajes que los protagonizaban.

Las contradicciones existentes entre las dos sagas cuando ambas cuentan una misma historia no deben causar extrañeza, dados los diferentes contextos histórico-literarios en que fueron creadas, y en realidad tas discrepancias nunca son de fondo, como pudiera creerse a primera vista, aunque sí lo bastante notables como para impedir una localización exacta de los lugares visitados por los islandeses-groenlandeses en las costas americanas.

En la Saga de los Groenlandeses, Bjarni Herjolfsson avista nuevas tierras al oeste poco después de que Eirik el Rojo partiera para colonizar Groenlandia en el 985-986, y sólo después de quince años Leif Eiriksson le compra el barco, se informa y navega hacia la tierra que aquél había avistado cuando era joven; la explora y da nombre a los tres países que visita: Helluland o Tierra de Piedras Planas, Markland o Tierra de Forestas, y Vínland o Tierra del Vino. En esta última tierra levanta las Casas de Leif y encuentra entre otras maravillas que la naturaleza ofrece las vides y uvas que dan origen al famoso nombre.

A su vuelta, Thorvald Eiriksson cree que el país no ha sido suficientemente explorado, y marcha hacia Vinlandia con instrucciones de su hermano en la misma veterana nave. Explora efectivamente el país y da el nombre de Cabo de la Quilla a uno situado al noreste de la Casa de Leif. Es el primero que encuentra indígenas, y después de que sus hombres mataran a varios de ellos sin motivo alguno, se rompen las hostilidades y muere de un flechazo. Sus compañeros regresan con un cargamento de uvas y madera.

Más tarde, Thorstein Eiriksson quiere llegar a Vinlandia para recoger el cadáver de su hermano, pero se pasa todo el verano a merced de las tormentas y acaba en Lysufjord, en la Colonia Oriental, donde muere en una de las tantas epidemias que aparecen en las sagas.

Más suerte tendría Karlsefni que, con su mujer Gudrid, la viuda de Thorstein, y sesenta hombres parte hacia Vinlandia con todo lo necesario para establecerse allí. Llega también a las Casas de Leif, y allí comercia con los skraelingar hasta que surge la enemistad entre ellos y los combates que los enfrentan obligan a Karlsefni a regresar a Groenlandia.

Por último se nos cuenta la dramática expedición de Freydis que, con dos naves, la suya propia y la de Helgi y Finnbogi, arriba a las Casas de Leif. Allí Freydis haría matar a los dos hermanos y a la tripulación de éstos.

En la Saga de Eirik no aparece para nada Bjarni Herjolfsson, y es Leif quien desempeña un papel parecido al suyo, aunque quizá aún más anecdótico, pues sólo se dice que descubre accidentalmente, en un azaroso viaje que lo llevaba de Noruega a Groenlandia, alrededor del año 1000, unas tierras cuya existencia no había imaginado, y en las que había uvas, trigo silvestre y arces.

Después se nos narra brevemente la fracasada expedición de su hermano Thorstein hacia aquel país del que tanto se hablaba; en este caso vuelve a Eiriksfjord y de allí marcha a Lysufjord, donde tenía una granja, y allí muere.

Casi todo lo que la Saga de Eirik el Rojo cuenta de Vinlandia, está incluido dentro de lo que nos relata de la empresa colonial de Karlsefni, de la que se ocupa tan detalladamente que también se llama Saga de Thorfinn Karlsefni. Era éste un comerciante islandés que marcha con su nave y la de Bjarni Grimolfsson hacia Groenlandia, donde pasa un agradable invierno con Eirik el Rojo y su familia, que le hablan de las excelencias de Vinlandia. En verano, parte hacia allí con tres naves (la suya, la de Bjarni, y otra tripulada por hombres del clan de Eirik).

Thorvard (a quien acompaña Freydis, su mujer, Thorvald Eiriksson y Thorhall el Cazador) y todo lo necesario para emprender la colonización. Es Karlsefni quien va dando nombre a las costas que exploran: Helluland, Markland, Kjalarnes, Furdustrandiry, por fin, los dos lugares que aquí se reparten las características de la Vinlandia de la otra saga, Straumfjord y Hope. Encuentran uvas y trigo silvestres poco antes de llegar a Straumfjord, pero en este lugar pasan un invierno muy mísero; Thorhall se separa y Karlsefni y Bjarni deciden navegar más al sur, hasta Hope, donde hay trigo, vides y peces en abundancia. También hay skraelingar, con los que comercian con mucho provecho hasta que éstos les atacan en tan gran número y con tan terribles armas que resuelven abandonar el país, a pesar de lo buena que era la tierra. De vuelta a Straumfjord, Thorvald muere de un flechazo, y una vez allí Karlsefni y los otros deciden retornar a Groenlandia, al finalizar el tercer invierno desde su partida.

Parece ser que la Saga de Eirik fue escrita más tarde que la Saga de los Groenlandeses, posiblemente a modo de revisión de ésta, tratando de racionalizar sus datos y de conciliarlos con los de otras fuentes. Esto explicaría, entre otras cosas, las diferencias que se dan entre ambas sagas en cuanto al papel que cada una atribuye a un mismo personaje, y de manera especial a Leif en lo concerniente al descubrimiento y exploración de Vinlandia.

El autor de la Saga de Eirik conoce la Saga de Olaf Tryggvason, redactada a finales del siglo XII por Gunnlaug Leifsson, pues de ella procede la mención de Leif como descubridor de América en un viaje que le llevaba de Noruega a Groenlandia para difundir el cristianismo, y sin saber que tal viaje era un invento del fantasioso Gunnlaug, digno tocayo de Gunnlaug Lengua Viperina, lo incorpora a su relato. Esto le obliga a hacer algunas otras variaciones, como borrar cualquier mención a Bjarni y adjudicar a la expedición de Karlsefni algunas de las vicisitudes por las que había pasado la de Leif. Aparte de la tradición oral y de la Saga de los Groenlandeses, el autor de la Saga de Eirik utiliza una versión del Landnámabók, pretendiendo alcanzar mayor objetividad y amplitud histórica, y lo enmarca todo con un estilo más elaborado y más propio de las sagas clásicas.

Pero la Saga de Eirik el Rojo no sólo se contradice en algunos puntos con la de los Groenlandeses, sino que ha llegado hasta nosotros en dos versiones que tampoco coinciden en todo. Se conserva en dos manuscritos, uno incluido en el Hauksbók, largo códice de sagas y escritos eruditos compilado a principios del siglo XIV por Hauk Erlendson, y el otro en el Skálholtsbók, de finales del siglo XV, y a veces las diferencias que hay entre ambos manuscritos, aunque sólo afecten a algunas palabras concretas y a la redacción de las historias, y no a éstas en sí, son considerables. Los dos se derivan de la misma Saga de Eirik el Rojo, de mediados del siglo XIII, que quizá tampoco fuera la original, pero ambas versiones se alejan algo de su fuente común: la del Hauksbók por lo que parecen aportaciones personales del cultivado Hauk, con las que se proponía enriquecer la prosa del texto, y la del Skálholtsbók por descuidos del copista. Antes se prefería la versión del Hauksbók, de prosa más correcta y clásica, pero estudios posteriores han probado la mayor fidelidad histórica y cercanía formal a la fuente común del Skálholtsbók, que es el que se sigue en esta traducción.

La Saga de los Groenlandeses no se halla completa en ningún texto antiguo. El original, escrito hacia el año 1200, se incorporó a la Gran Saga de Olaf Tryggvason, extensa compilación de material histórico reunida en torno a la figura del rey Olaf, lo que se hizo con bastante descuido e incluso se perdió el primer capítulo, que hoy nos llega a través de una interpolación del Landnámabók. La Gran Saga de Olaf Tryggvason está contenida en el Flateyjarbók, amplísimo códice de finales del siglo XV.

Estudiando los datos que las sagas nos aportan sobre los viajes de los marinos escandinavos, los días de navegación y la dirección de ésta (aquí algunos sostienen que la información más precisa y significativa aparece en el relato del viaje de Bjarni Herjolfsson), y sus descripciones geográficas y del paisaje, clima, flora, fauna y habitantes, cuando los hay, de las tierras que aquéllos avistaron y visitaron, se ha tratado de localizar éstas.

Sin que se pueda afirmar nada categóricamente, lo más probable es que Helluland, al oeste de Groenlandia, fuera la costa sur de la isla de Baffin y que Markland, más al sur, fuera una parte de la costa del Labrador.

Vinlandia ha sido buscada con gran empeño y a lo largo de muchos años, pues de ella es de la que más se nos habla en las sagas, según las cuales fue la tierra más meridional que los escandinavos alcanzaron, y donde intentaron un asentamiento estable.

Prueba del esfuerzo que ha exigido la interpretación de las sagas a sus estudiosos es que Vinlandia, la región o el lugar concreto en que los colonos erigieron sus casas (Leifsbudir), se ha ubicado en multitud de zonas o puntos diferentes de la costa oriental de Norteamérica, desde Florida hasta Terranova.

Lo más probable y aceptado es que Vinlandia, o Straumfjord-Hope, estuviera situada en el norte de la isla de Terranova, en atención a aquellas descripciones de viajes y accidentes geográficos, pero cabe pensar que los escandinavos llegaron más al sur en viajes de exploración.

La mención repetida que hacen las sagas de que en Vinlandia coexistían salmones, trigo silvestre y vides, ha conducido a que algunos la emplacen en Nueva Inglaterra, especialmente en las cercanías de Boston. Otros argumentan que en aquella época las vides y el trigo podían crecer en latitudes más altas, o que el que hubiera vides en la nueva tierra no era sino un invento de Leif, que había aprendido de su padre, Eirik el Rojo, qué clase de nombres se debía dar a los territorios que se deseaba colonizar.

Todo puede permanecer como objeto de debate mientras no sea confirmado por la arqueología, y eso parece muy difícil, y no precisamente porque no se rastree lo suficiente, sino porque los escandinavos que pisaron América debieron ser muy pocos, y sus asentamientos permanentes, si es que hubo alguno, aún más raros.

Mientras duraron las expediciones, siempre limitadas y muy pronto casi inexistentes, llegarían en pequeños grupos y se conformarían con conseguir un buen cargamento, una vez fracasado el intento de establecimiento en una colonia demasiado aislada y mucho más marginal aún de lo que era Groenlandia.

Pero la presencia de normandos en América sí parece demostrada arqueológicamente gracias a las excavaciones dirigidas por el noruego Helge Ingstad durante los años 60 en L’Anse Aux Meadows, en la punta norte de Terranova, para muchos el «Promontorium Winlandiae». Según cuenta el doctor Ingstad, aparecieron ocho casas, una de ellas de gran tamaño, que presentan las características arquitectónicas típicas de las de la era de los vikingos en el norte de Europa, varias agujas mohosas, un fragmento de aguja de hueso de tipo nórdico, una lámpara de piedra del mismo tipo que las de la Islandia medieval, y, en una pequeña herrería, un yunque de piedra, un horno para extraer hierro del mineral, escoria, trozos de hierro fundido y un pedazo de cobre. A esto se añade una pieza de esteatita perteneciente a un torno de hilar de tipo también nórdico.

Hay dataciones de Carbono 14 que dan fechas cercanas al año 1000, pero en realidad no es posible fechar con exactitud estas ruinas, que en todo caso no parecen corresponder a un asentamiento permanente, pues no hay indicios que permitan colegir que sus habitantes practicaran la ganadería o la agricultura.

Tampoco después de estos trabajos se pueden identificar de manera irrefutable los lugares de que nos hablan las sagas, y ni siquiera se puede asegurar que estas edificaciones constituyeran el asentamiento principal, Leifsbudir o las Casas de Leif.

El resto de los descubrimientos arqueológicos que pretendían probar la estancia de los vikingos en América, y un ejemplo notable es el de la piedra rúnica de Kensington, han sido rechazados, por haberse puesto en evidencia que no eran sino falsificaciones, en las que casi siempre estaba implicado un norteamericano de origen escandinavo. El famoso mapa de Vinlandia, publicado en 1965 y que pretendía ser del siglo XV, tampoco ha podido resistir una investigación seria, y hoy se sabe que fue dibujado en nuestro siglo.

Muchos de los defensores de estas falsificaciones actuaban de buena fe, si bien a los norteamericanos les ofuscaba el deseo de que su continente hubiera sido descubierto por hombres rubios y a los europeos del norte les tentaba la idea de poder atribuirse el descubrimiento de América.

Pero aunque no parece que haya dudas razonables acerca de la arribada de un puñado de vikingos al continente americano, el verdadero descubrimiento llegaría quinientos años más tarde, protagonizado por Colón y sus tres carabelas, pues es ése el momento en que se abre un Nuevo Mundo ante otro más viejo que ya estaba preparado para recibirlo, y sólo entonces y de aquel encuentro se derivarán consecuencias decisivas para los dos continentes.

Y afirmar esto no significa ni mucho menos menospreciar la gran aventura que comenzó cuando Eirik el Rojo oyó las palabras que lo condenaban al destierro y lo declaraban fuera de la ley:

… en todos los lugares donde los hombres dan caza a los lobos donde los cristianos erigen sus iglesias donde los paganos elevan sus templos y hacen sacrificios donde la llama se yergue donde la tierra verdea donde el hijo llama a su madre donde la madre amamanta a su hijo donde el calor del fuego une a las gentes donde se alza el brillo de los escudos donde el sol resplandece donde vive la nieve donde en primavera el halcón se cierne si bajo sus alas se cobija un viento favorable donde baja el cielo donde se eleva la ciudad donde se calma el viento donde los hombres siembran el grano.

Que los dioses tengan en su gloria a los que respetan todos los juramentos y en su cólera a los que violan uno.

Antón y Pedro Casariego Córdoba.