«Voy a hacerte una oferta que no vas a poder rechazar.» Eso me dijo el tipo. No sé cómo consiguió el teléfono de mi casa, pero la cita de El Padrino me impidió cortar la comunicación. Se trata de una de mis películas preferidas. Mi padre me regaló una edición de lujo para mi último cumpleaños. La colección incluye, además de los tres filmes con sonido digital, información sobre la realización cinematográfica, entrevistas al director Francis Ford Coppola y a los actores principales: Marlon Brando, Robert De Niro y Al Pacino. Me gusta el cine en general, pero las películas de gángsters son mis preferidas.
Dijo que quería contratarme. Pensé que se trataba de un laburo periodístico. Entré por ese lado. El hombre había leído mis últimas notas en la revista. Me dijo que tenía futuro, que sabía contar historias y que escribía muy bien. Todo eso me dijo. Yo creo lo mismo, por eso no me hicieron ruido sus elogios. No perdía nada si aceptaba tomar un café con él.
Nos encontramos en un bar de Palermo. Al principio me pareció que su planteo era un completo disparate. Creí que se trataba de una broma de mal gusto.
—¿Me está pidiendo que mate a una persona?
—De ninguna manera, sólo que cumplas con un envío. Que lleves un regalo.
Amenacé con denunciarlo a la policía, pero su carcajada me hizo comprender que era una soberana boludez. Ni siquiera lo conocía. Después de un rato, cuando me contó sus razones y, en especial, después de escucharlo mencionar la cifra que me ofrecía, le pedí unos días para pensarlo.
—Tenés que entender que esto es una reparación o, si querés, el perfeccionamiento de un castigo. Pero vos no estás en ninguno de los extremos de esta cuerda. Apenas vas a ser el portador de un mensaje. ¿Qué es un periodista después de todo? Un mensajero —explicó—: Nadie se va a enterar. Te lo garantizo. Y si no sos vos, el encargado será otro. Este es uno de esos mandatos que se cumplen inevitablemente.
Me sorprendió con su razonamiento. Era similar a los que, en clave humorística, Max Aub pone en boca de los asesinos de sus cuentos. En Crímenes ejemplares, les da voz a los ejecutores para que defiendan con argumentos sus razones para matar. En su macabra comicidad los microrrelatos del libro revelan cómo los verdugos privilegian sus caprichosos motivos por sobre el derecho a la vida de las víctimas y las convenciones sociales que castigan el asesinato. Para ellos no hay dilema ético o moral. Actúan impulsados por sentimientos profundos o responden a pulsiones elementales.
El envenenamiento con cianuro es uno de los métodos más eficaces de destrucción. El cianuro es una sustancia letal en cualquier estado: sólido, líquido o gaseoso. Los nazis utilizaron cianuro de hidrógeno —ácido cianhídrico—, un gas inodoro, para sus matanzas masivas en los campos de exterminio. El gas salía de las duchas en lugar del agua prometida a los prisioneros judíos.
En forma de cristales, como cianuro de potasio o de sodio, envasado en pequeñas píldoras, fue usado en incontables ocasiones por agentes secretos, guerrilleros o espías para evitar que los detuvieran con vida. Una curiosidad: Adolf Hitler lo ingirió para suicidarse, aunque también se disparó un tiro en la cabeza.
Nunca pensé que investigar sobre venenos fuese tan interesante. El director de la revista para la cual trabajo suele decir que los periodistas somos bastante ignorantes. Dice «bastante brutos», en realidad, y que somos un grupo de privilegiados porque podemos mejorar nuestra formación mientras trabajamos. Y encima nos pagan. Me molesta escucharlo pontificar. Me irrita su risa burlona retumbando en la redacción. Pero tiene razón. Hasta que me encargaron este trabajo nunca antes había leído nada sobre venenos. Por las novelas policiales sabía, sí, que el cianuro huele como las almendras. Es que el cianuro se obtiene de las almendras, no de las comestibles o dulces, sino de las amargas, que contienen una molécula —la amigdalina— y una enzima —emulsina— que asociadas le otorgan su poder letal. Pero hay mucho más.
Sobre el cianuro subsiste una polémica que no pude despejar del todo en mi investigación periodística. Algunos aseguran que provoca una muerte rápida y poco cruenta, mientras que otros sostienen que la agonía es larga y dolorosa. Más allá de este desacuerdo, lo cierto es que, una vez en el organismo, el veneno forma un complejo estable de citocromo oxidasa, una enzima que bloquea el traspaso de electrones a las células. En buen romance: ese bloqueo le impide al organismo obtener el oxígeno que la sangre transporta, imposibilidad que provoca asfixia celular. El proceso fuerza una depresión en el sistema nervioso central que termina en un paro respiratorio.
Según los manuales médicos que consulté, el envenenado sufre convulsiones, dilatación de pupilas, respiración superficial, ritmo cardíaco rápido y débil. La sensación es de quemazón interna y ahogo. En el final, las pulsaciones se vuelven lentas e irregulares, la temperatura desciende y los labios, la cara y las extremidades adquieren un color azulado. El tono que volvió célebre al cianuro a lo largo de la historia. La muerte llega azul e inevitable.
Los testimonios de asesinatos con veneno se remontan al 1700 antes de Cristo. Se registran envenenamientos por causas políticas entre egipcios, persas y babilonios. Se utilizó hasta el abuso en el Imperio Romano. Cuentan que el célebre Claudio fue el primero de los césares asesinados con veneno. A instancias de su esposa, la codiciosa Agripina. Cuentan que le emponzoñaron unas setas, su plato favorito.
Los Borgia fueron los príncipes del veneno. Era su método predilecto para eliminar adversarios políticos, enemigos y hasta parientes molestos. No empleaban cianuro sino un tóxico conocido como Cantarella. Afirman que César Borgia, duque de Valentino, anunció a los postres de una comilona: «Todos ustedes han sido envenenados». Una frase teatral que merece ser cierta.
Dos papas provienen de esa familia: Calixto III —Alfonso Borgia— y Alejandro VI —Rodrigo Borgia—. Según los biógrafos, la familia envenenó a todos los posibles competidores para que Alfonso y Rodrigo alcanzaran sin escollos el trono de San Pedro.
Con todo, hay que admitir que los Borgia eran gente de una enorme sensibilidad artística. Hasta sus críticos más severos reconocen su generoso mecenazgo a pintores y artistas de la época. Cuentan que César Borgia le pidió al gran Leonardo Da Vinci, a quien solía financiar, la creación de una pócima venenosa insípida e inodora que lograra burlar la tarea preventiva de los probadores de comidas que, en general, acompañaban a los miembros del clero o de la corte.
Hay quienes señalan que el envenenamiento es una práctica criminal que se vincula con etapas decadentes de la sociedad. Aseguran que su empleo crece en períodos en los que los hombres carecen de la dignidad suficiente como para utilizar métodos más contundentes y honorables para eliminar a sus enemigos. Es posible. Pero aunque sus detractores lo consideren un acto de cobardía, el envenenamiento nunca pasará de moda.
No es tan difícil conseguir cianuro. Tampoco tuve que ocuparme de eso. Pero me entusiasmé tanto con «la tarea» que averigüé todo lo que pude. En su versión industrial se lo utiliza en la fabricación de plásticos y acero, y por esa razón es posible adquirirlo sin mayores inconvenientes. Se vende en forma de pelotitas del tamaño de huevos de paloma. Para utilizarlo con fines no productivos hay que depurarlo y concentrarlo.
Nada de eso hizo falta. Me pasaron un número de teléfono para que contactase a un químico de la provincia de Buenos Aires. El tipo me citó en una plaza. Era bajo y calvo, de unos sesenta años, con un leve parecido al actor Danny de Vito, uno de mis comediantes favoritos. Más allá del asunto que nos reunía, su sola imagen era graciosa. Se presentó como doctor Abel Di Rienzo, aunque no creo que ese sea el nombre que se lee en su documento de identidad.
Me preguntó si a mi amigo le gustaban las golosinas. «Mi amigo», dijo. No quise contradecirlo. «A quién no», le respondí. Y era verdad, solía llevarle a Patricio chocolates y alfajores en mis visitas al penal. Junto a la provisión de cigarrillos, eran parte indispensable del peaje que me cobraba por nuestras conversaciones.
—Lo que se me ocurre es reducir el cianuro a polvo y meterlo en la golosina, pero en el caso del chocolate es complicado… —dijo meneando la cabeza.
—¿Por qué? —a mí me parecía una idea genial y sencilla de resolver.
Di Rienzo me miró con desconfianza. Evidentemente yo no le caía bien, pero debía hacer el esfuerzo de soportarme si quería cobrar por su asesoramiento. Estábamos sentados en un banco, cerca de una calesita abandonada. El químico miró hacia ambos lados y, cuando comprobó que nadie podía escucharnos, se dispuso a explicarme:
—Es evidente: porque habría que agregar el polvo mientras el chocolate está líquido para que se mezcle bien, después volver a moldear la golosina con el formato original, y eso es un quilombo.
—¿Entonces? —pregunté desconcertado.
—Una alternativa sería disolver el cianuro en agua, darle unas pinceladas al chocolate y dejarlo secar —me respondió Di Rienzo, como si explicara la preparación de una comida en un programa de televisión.
—¿Y eso es efectivo?
—Así mataron a Alan Turing en 1954. Le pintaron con cianuro una manzana. Como en el cuento de Blancanieves, pero sin el beso del príncipe.
Cuando regresé a casa averigüé quién era Turing. No tenía idea de quién se trataba, pero no quise detener con preguntas el desarrollo de Di Rienzo. Turing fue un notable matemático y criptoanalista inglés. Se lo considera uno de los padres de la informática moderna. Fue miembro del equipo de la Inteligencia británica que descifró Enigma, es decir, el código de encriptamiento de los mensajes de la flota nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Un héroe que terminó procesado por homosexual y obligado a aplicarse inyecciones de estrógenos. Una tortura en nombre de las buenas costumbres. Hasta le crecieron las tetas al pobre. Luego lo mataron, o eso se sospecha, aunque también se habló de suicidio. Estaba claro que el hombre sabía demasiado y eso suele costar caro. El profesor Di Rienzo está convencido de que lo asesinaron con la manzana envenenada.
—El cianuro es muy soluble en agua, en un litro se pueden disolver varios cientos de gramos y resulta sencillo aplicarlo con un pincelito a cualquier alimento, a un chocolate por ejemplo —sentenció.
La cantidad es un dato crítico y permite comprender el formidable poder destructivo de ese veneno. Entre cien y doscientos miligramos, ingeridos por vía oral, son suficientes para matar a una persona de setenta kilos. Como alternativa, Di Rienzo me sugirió que abriera un alfajor por la mitad, espolvoreara el interior con cianuro y volviera a unir las mitades. Era una excelente idea.
Después de discutirlo un rato me convencí de que el alfajor era la mejor opción. Patricio podía racionar la tableta de chocolate, como habitualmente hacen los presos, y en ese caso no tendría la misma eficacia o podría terminar sentenciando a muerte a otro recluso. Además, dejaría una huella evidente.
Por otro lado Patricio adoraba los alfajores de maicena. En una oportunidad le llevé unos caseros, hechos por mi abuela, que le encantaron. Y recordé el consejo de Agripina, la ambiciosa madre del emperador Nerón y esposa de Claudio: si hay que intoxicar a alguien, que sea con la comida que más le gusta. Hay que servir el plato que provoque menos dudas. No se puede dejar lugar al pensamiento entre la percepción del manjar y el primer bocado.
Mantuve una última reunión con mi benefactor. Quería cobrar antes de la acción, y que me ratificara que no terminaría en la cárcel después de semejante movida. Era perfectamente consciente de los peligros que corría en este juego.
El hombre fue más que convincente. Me entregó el monto acordado en efectivo. Nunca había visto tanto dinero junto. Luego me explicó que no había nada que temer:
—Cada año, por lo menos una docena de presos se quita la vida. Seres atormentados que no soportan la culpa o el encierro. Se cuelgan, se cortan las venas, se intoxican, comen vidrio o se tragan hojitas de afeitar. No te preocupes, está todo arreglado dentro y fuera del penal para que el suicidio de Patricio se convierta en la historia oficial. No es difícil matarse en una cárcel. Y está claro que el veneno puede ingresar de cien maneras. Familiares, amigos u otros presos serán investigados. Hasta vos vas a tener que responder algunas preguntas. Pero no va a pasar nada, te lo garantizo. En unos días el suicidio del preso que no quería salir sólo será rescatado por tu crónica.