El Gitano le dijo a la Mumi que tenían que irse de La Cañada, de inmediato. En Córdoba, en la ciudad de La Falda, contaba con un amigo que regenteaba un grupo de cabañas. «Hay que desaparecer ya», dispuso. Seis horas después de la ejecución de Alejandro, circulaban por la Panamericana a toda velocidad. Hugo aceptó acompañarlos a regañadientes. Quería cruzar a Paraguay y después a Brasil, donde podía darle trabajo un amigo que se ganaba la vida en un barco turístico en la zona de Florianópolis.
—Para eso necesitás guita y vos sos un gato. Nos borramos un tiempo, cuando todo se calme, podés salir —le explicó el Gitano—. Ahora estamos en Vietnam, si prendés un cigarrillo en la noche, los chinos se avivan y te vuelan la cabeza.
Patricio llegó a la casa de la Rusa a media mañana. Usó su llave para entrar, sin alterar el silencio del departamento. Sabía que a esa hora la rubia de sus sueños dormía extenuada por el baile y los excesos. Recién emergía al mundo real después de las dos de la tarde. Se sacó la ropa rápido y se metió en la ducha. Le dolía la cabeza y sentía náuseas. No terminaba de aceptar lo que había pasado. Cerraba los ojos y los últimos momentos de Alejandro se reiteraban en su cabeza. La persecución por la villa, la captura, los golpes y el asesinato. No podía parar. «Vos hacé tu vida normal que nosotros desaparecemos un tiempo. Cuando todo se calme, hablamos.» Eso le dijo el Gitano. Era una orden. Ahora se arrepentía de no haber reaccionado. Ni siquiera pudo recriminarle nada al tipo que lo había traicionado; que le había prometido que no pasaría nada, que nadie saldría lastimado; al hombre que había matado a un pibe indefenso. Sólo atinó a escucharlo en silencio, dominando la indignación, quebrado por la amargura, y por el miedo. Y después dijo que sí, como un colegial asustado, dijo que sí, y se fue. Ahora, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, se sentía responsable de esa muerte. Estaba solo con sus miserias y no tenía idea de cómo continuaría su vida.
La Rusa lo encontró en la bañera, acurrucado y con fiebre, tiritando.
Al Gitano le gustaba comer. El Pocho, su amigo cordobés, les preparó como bienvenida un chivito a la parrilla y les prestó una de las cabañas que alquilaba. Manejaba media docena, y como la temporada había terminado, sólo una permanecía ocupada por una pareja de turistas ingleses.
«Pocho es un fenómeno.» Eso decía el Gitano, y era verdad. El tipo se alegró con la visita, y eso que el Gitano le había caído de improviso, con la bruja y el Huguito. El Pocho y el Gitano se entendían de memoria. No precisaban hablar para saber qué pensaba el otro. Parecían hermanos. Los dos macizos y brutales en sus maneras de relacionarse con el mundo. Se conocían desde hacía diez años y habían hecho varios trabajos juntos, todos vinculados con la piratería del asfalto, la especialidad del cordobés. Asaltaba camiones por encargo: muchas veces sus clientes eran los mismos fabricantes de los productos que robaban, otras, sectores enfrentados de la cadena de distribución. «Es una papa», explicaba el Pocho. «Sólo tenés que untar con generosidad a la cana, y asunto arreglado. Todos contentos. Además no tiene grandes riesgos. ¿Quién vigila un camión de medicamentos o de fertilizantes? Hay un poco de escándalo al principio pero después no pasa nada, es como si al hijo del dueño de la juguetería le robaran un autito de carrera.»
El cordobés había comprado las cabañas pensando en su retiro.
—En un par de años me salgo —le confesó a su amigo.
Además de su eficacia profesional, el Pocho era dueño de una gran virtud: no hacía preguntas. El Gitano adoraba eso. Él era igual, moldeado en el mismo barro. No daba ni pedía explicaciones. Con los suyos era incondicional y durísimo con aquellos que se atrevieran a enfrentarlo.
Esa noche comieron hasta el hartazgo. La combinación era perfecta: chivito, vino tinto y música de cuarteto. Después, los tres bailaron por turnos con la Mumi, que con sus movimientos sensuales ayudaba a olvidar el pasado inmediato. El vaivén de sus caderas diluía el contorno de sangre alrededor de la cabeza de Alejandro. El suave balanceo de sus tetas disipaba la intranquilidad de estar, otra vez, en fuga.
El Gitano llegó a la cama con la intención de hundirse en el cuerpo de la Mumi, pero no pudo. Demasiado vino. Demasiadas horas sin descansar. La corrida desesperada tras el pibe, los golpes —le dolían los nudillos de la mano derecha todavía—, la decisión final de disparar, el peso de su dedo índice sobre el gatillo. Cuando su mujer salió del baño, el Gitano roncaba. Boca arriba, con estruendo.
La Mumi encendió un cigarrillo y salió a fumarlo a la galería. Los rumores del bosque eran suaves y agradables como un arrullo. La contracara del sonido gutural que lanzaba su hombre desde algún lugar de su inconsciencia. Miró el cielo. La noche se veía limpia y profunda. La luna en cuarto creciente se abría como una sonrisa de metal. Sintió un escalofrío cruzar la integridad de su espalda. La Mumi tuvo un mal presentimiento. Nunca antes, desde que estaba con el Gitano, se había sentido tan frágil.
En Buenos Aires, el comisario Gless y el fiscal Messina apenas lograron dormir unas horas. De la casa de Bauer partieron directamente hacia la División Antisecuestros. Necesitaban encontrar a los asesinos de Alejandro lo más rápido posible. Desde las primeras horas de la tarde, la noticia del secuestro repicaba en las radios y la tele, como preludio de un drama. Los periodistas daban cuenta del rapto y revelaban la identidad de la familia. También mencionaban el hallazgo de un cuerpo con un balazo en la nuca. No demorarían mucho en desembalar el circo mediático que, entre otras cosas, apuntaría al gobernador y al jefe de la Policía con acusaciones de negligencia e ineficacia. Además, la víctima constituía el ideal de cualquier familia: joven, lindo, universitario, buen pibe, con un futuro brillante, hijo único de un empresario poderoso.
Gless sabía perfectamente que su cabeza podía rodar.
—La política es menos piadosa que un asesino serial —sentenció el fiscal, como para terminar de alarmar al policía.
Se pusieron a trabajar contrarreloj. Convocaron a los responsables de la SIDE y a los agentes de la Federal abocados a investigar la desaparición del chico. Llamaron a los especialistas y trazaron un mapa triangulando las últimas llamadas detectadas con el lugar donde apareció el cadáver. A las pocas horas, y con la ayuda de la Central de Comunicaciones de la Policía Bonaerense, ubicaron un llamado de ayuda que, si bien no fue confirmado, se había originado en una zona cercana al lugar donde encontraron el cuerpo de Alejandro. Casi como una acción desesperada, Messina logró que un juez autorizara algunos allanamientos en La Cañada, sobre los domicilios de cuatro o cinco malandras de poca monta tomados al voleo.
El comisario Gless entró con todo: pateando puertas y sin escatimar golpes ni detenciones. Como había imaginado, no demoró mucho en recibir el primer dato. «Se equivoca, comisario, no es a mí a quien busca.» La cadena de favores revelaba su primer eslabón roto; y desde entonces hasta llegar al nombre del Gitano no pasó mucho tiempo. Consiguió la orden y reventó la casa. Era evidente que habían salido de apuro, pero ningún vecino aceptaba revelar con qué rumbo. El comisario estaba convencido de que ya contaba con la identidad de uno de los responsables del homicidio. El prontuario del Gitano lo hacía acreedor de todas las sospechas. El viaje precipitado terminaba de cerrar el cuadro. Ahora sólo tenían que encontrar al Gitano y a sus cómplices. Desde la aparición del cuerpo de Alejandro todas las policías del país estaban en alerta, también las fuerzas que custodian las fronteras y los aeropuertos. Gless llamó al fiscal Messina y lo tranquilizó:
—Estamos mordiéndoles la cola.
Con todo, pasaron dos días hasta que el dato de un buchón les permitió mirar hacia el interior de Córdoba. A la cabaña de las sierras entró un grupo de elite de la policía cordobesa. El operativo comenzó a las 7 de la mañana del viernes posterior al crimen. Los tres estaban durmiendo cuando los sacaron de la cama a empujones y trompadas. No tuvieron la más mínima oportunidad de resistirse. Las fotos en los diarios son elocuentes. Muestran al Gitano y a Hugo en pantalones cortos y ojotas, los dos con las camisas abiertas, como a medio vestir. La Mumi no aparece en escena, por lo menos en los ejemplares de ese día que consulté en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
Esa misma noche detuvieron a Patricio. Después de los primeros golpes y ante la oferta de un acuerdo judicial, Huguito lo delató. Lo apresaron, en el cabaret, dos policías de civil. Estaba en la barra esperando a la Rusa mientras trataba de ahogar su intranquilidad en un whisky. La detención se cumplió con órdenes susurradas y directas. Patricio no opuso resistencia. Fuera del local lo esposaron y lo metieron dentro de un patrullero. La Rusa se enteró varias horas más tarde, en el boliche no quisieron arruinarle una noche de buena recaudación.
La captura de la banda fue bien recibida por el ingeniero Bauer, pero no alcanzó a mitigar su bronca ni su pena. Ya estaba alzado sobre la plataforma de su dolor, y no pararía hasta que los homicidas fueran a prisión y los funcionarios que participaron de la investigación del secuestro «pagasen por su incompetencia». Mientras el Gitano viajaba en avión hacia la Capital Federal para comparecer ante el juez, Bauer organizaba su primer gran acto contra la inseguridad frente a la sede del gobierno nacional.
La convocatoria fue impresionante. Una multitud con antorchas y pañuelos blancos. Su discurso llamó a terminar con los delincuentes, pidió aumentar los castigos para los delitos graves, exigió mejores sueldos para los policías y se despachó contra Gless y Messina con similar contundencia. También denunció, por inacción, al ministro de Seguridad y al gobernador.
El fiscal vio el acto por la tele, y no tuvo dudas: con la muerte de Alejandro había nacido un héroe civil. Bauer se convertía en el nuevo referente de las clases medias y altas que se sentían amenazadas por la inseguridad. El empresario, atravesado de dolor por la pérdida de su único hijo, exponía un mensaje simple y directo: «Lo que le pasó a Alejandro le puede ocurrir a cualquiera. Hay que decir ¡basta! Estoy decidido a dar la pelea contra los delincuentes y sus cómplices de la justicia y la política. Pero necesito que me ayuden».
«Dice lo que todos quieren escuchar. Su dolor es verdadero y lo que dice lo dice bien», pensó el fiscal, y apagó el televisor.