Para la banda del Gitano todo se derrumbó con ese disparo. La bala que clausuró el último pensamiento de Alejandro, le atravesó la cabeza y quedó incrustada en la tierra. Los especialistas lograron ubicarla gracias a un detector de metales dos días después del crimen.
Un ciruja que solía buscar botellas y fierros en el basural se acercó a un almacén de la zona para avisar que había un tipo tirado en el piso, que parecía «muerto de tan quieto». Los dueños del negocio, si bien pensaron que se trataba de algún borracho que dormía la mona tirado en el descampado, decidieron llamar a la policía. Los primeros agentes que llegaron al basural y se toparon con el cuerpo inerte comprobaron de inmediato que se trataba de un homicidio. Les resultó sencillo acreditar la identidad del muerto ya que conservaba todos sus documentos: la cédula federal, el registro de conducir y dos estampitas de San Expedito. Durante el proceso judicial, tanto Patricio como el Gitano se cansaron de repetir que los documentos en el bolsillo del pantalón de Alejandro eran una prueba fehaciente de que lo iban a liberar.
El cuerpo de Alejandro, según certificaron los peritos forenses en cuanto llegaron al descampado, estaba cubierto de moretones, tenía la nariz rota y varios cortes en la cabeza. Federico Bauer nunca les perdonaría el brutal castigo, ese maltrato final a su hijo, que definía sin eufemismos como tortura.
El comisario Gless fue informado de inmediato. El operativo policial había salido al revés de lo planeado. Cuando le comunicaron el hallazgo, el fiscal Messina arrojó el teléfono contra la puerta de ingreso a su oficina. La muerte del chico era una tragedia para la familia Bauer pero también una catástrofe para su carrera profesional. Volvió a llamar a Gless. Después de intercambiar reproches le pidió que lo acompañara a la casa de Bauer. Sentía la obligación de informarle personalmente el asesinato de Alejandro. Antes de salir se comunicó con el gobernador y con el ministro del Interior. Junto a la crisis económica, la inseguridad estaba al tope de las preocupaciones de la población. Cuando se conociese el desenlace del secuestro del chico, el golpe político sería inevitable.
El empresario los recibió en el jardín. Apenas les abrió la puerta intuyó una mala noticia.
—Señor Bauer, tengo que informarle que nuestros agentes encontraron un cuerpo…
El fiscal hizo una pausa de segundos aunque sabía que no podía demorar el anuncio, y antes de que Bauer pudiese articular palabra, completó la frase:
—Y ese cuerpo pertenece a su hijo Alejandro. Lo lamento mucho —Messina habló sin bajar la vista ante la mirada perpleja del empresario, que tuvo que tomarse del marco de la puerta para no caer al piso.
—¡No puede ser! ¿Cómo? ¿Cómo pasó? —alcanzó a preguntar, atravesado por el dolor y el espanto.
—Lo mataron de un balazo, todavía no tenemos los detalles.
—Usted me dijo que mi hijo estaría bien. ¡Me lo prometió! —gritó Bauer fuera de sí. El comisario Gless tuvo que abrazarlo para que no avanzara sobre el fiscal. María Marta llegó hasta el jardín atraída por los gritos. No fue necesario explicarle nada. Cayó al suelo de rodillas y comenzó a preguntar entre sollozos:
—¿Lo torturaron? ¿Lo hicieron sufrir? ¿Qué le hicieron a mi hijito?
Ante cada pregunta la angustia se abría paso más profundamente en su corazón.
—No, no lo torturaron. Estaba un poco golpeado… —alcanzó a responder el comisario Gless.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué le hicieron eso a mi hijo? —cada interrogante de la madre era un mazazo para los funcionarios.
Bauer volvió a la carga, ahora con la furia que le provocaba la terrible noticia:
—¡Yo hice todo lo que ustedes me dijeron, demoré el pago del rescate, junté la plata y después la entregué! ¿Por qué dejaron que mataran a mi hijo?
El empresario estaba fuera de sí. Su esposa se arrastraba por el piso y lloraba. Bauer se abalanzó sobre Messina, pero el fiscal volvió a frustrar el ataque colocándose detrás del comisario. La psicóloga de la Policía Federal que acompañaba a la pareja desde el inicio del cautiverio de Alejandro, ayudó a María Marta a levantarse y la metió en la casa. Gless hizo lo propio con Bauer, que no dejaba de insultarlos:
—¡Mataron a mi único hijo! ¡Ustedes son tan responsables como los hijos de puta que le dispararon!
El fiscal intentó hablar pero no pudo. En cambio volvió sobre sus pasos y abandonó la casa. Nunca más regresaría. Ni siquiera para informar a la familia la detención de los asesinos, operación que dirigió personalmente cinco días después del crimen del chico.
Era la primera vez que Messina experimentaba una situación tan dramática. Nunca antes le había tocado informar a una familia sobre la muerte de un hijo. Habló con el ministro de Gobierno de la provincia, y se sinceró. Estaba conmovido: «Me echaron. Estaban más enojados con nosotros que con los criminales», le dijo.
La muerte de Alejandro detonó en el matrimonio Bauer una explosión emocional que terminó fracturando la pareja. Durante horas, Federico y María Marta se cruzaron reproches y acusaciones. Estaban partidos por la pérdida inesperada del hijo único y ya no podrían perdonarse. Desde esa noche misma comenzaron a dormir en habitaciones separadas. A partir de la tragedia sólo compartieron los trámites originados por el juicio y, más adelante, algunos actos organizados para exigir seguridad y castigos más duros para los delincuentes.
Como si la muerte de Alejandro hubiese quebrado la única amalgama que los mantenía unidos. María Marta se fue replegando sobre sí misma. Adelgazó casi diez kilos durante el trámite del juicio. Jamás habló con la prensa. Dos años después de las condenas murió de una neumonía o, como lo explicaba su esposo: «Se dejó caer».
Federico Bauer, en cambio, se encadenó, hasta el límite de la obsesión, a un juramento privado, ante la tumba de Alejandro: «Primero quiero saber quiénes fueron. Después quiero saber qué pasó, qué le hicieron y por qué. Cada detalle. Luego me encargaré de que paguen. No voy a descansar hasta que paguen». También lanzó una promesa pública: «No voy a parar hasta que los criminales que están sueltos dejen de amenazar a los jóvenes de mi patria. No voy a parar hasta que los que duerman con miedo sean los delincuentes».
Con ese propósito fundó una organización civil dedicada al análisis de la problemática de la seguridad. En pocos meses su figura adquirió tanta relevancia pública que ningún funcionario podía ignorar sus demandas y el peso de sus palabras en la opinión pública.
El dolor que lo embargaba y la entereza con que planteaba su reclamo provocaban inmediata adhesión popular. Convocó a actos multitudinarios con consignas simples y directas. La primera gran marcha sacudió al país. Quinientas mil personas se reunieron para escuchar a Bauer frente a la Casa de Gobierno. Entre otras medidas, logró el endurecimiento de las penas contra los responsables de asesinatos y secuestros. Mientras su esposa se apagaba, él brillaba.
Cuando se enteró por un periodista que mientras él transportaba el rescate en tren, vehículos policiales se tiroteaban con los secuestradores, no se detuvo hasta lograr la destitución del comisario Gless. Y aunque no consiguió remover a Messina, el fiscal tuvo que abandonar la dirección de la Fiscalía Antisecuestros. Además, el veto de Bauer congeló para siempre sus aspiraciones en la carrera judicial.