—Nos cagaron a tiros… ¿Vos podés creer, estos hijos de puta…? ¡Nos cagaron a tiros!
El Gitano estaba indignado, había acumulado todo el odio del que era capaz en el viaje de regreso al barrio.
—¿Y la guita? ¿Qué pasó con la guita? —preguntó la Mumi, desconcertada por la llegada de su marido en ese estado de alteración y furia.
—Perdimos… Perdimos… La plata no estaba. Nos jodieron… ¿No entendés lo que te digo?
Los tres hombres habían entrado a la casa entre insultos y recriminaciones. El Gitano se encerró con su mujer en la cocina. Desde el living se podían escuchar los gritos y las mutuas acusaciones, las puteadas. La pelea puso a Patricio en estado de alerta y se decidió a intervenir. Abrió la puerta de un tirón y preguntó nervioso:
—¿Qué hacemos con el pibe?
—¡Mierda lo tenemos que hacer! —se apuró a gritar Hugo, que estaba loco por la espera y la cocaína.
El Gitano lo fulminó con la mirada.
—Y desde cuándo vos das órdenes acá, pendejo de mierda.
Hugo miró al piso.
La Mumi intercedió en defensa de su hermano.
—¡Este plan lo pensaste vos y ahora te la agarrás con todos!
—¡Callate, mierda! —gritó el Gitano y por unos segundos los calló a todos.
Pero Patricio se le animó:
—Me dijiste que no habría heridos…
El Gitano lo miró con desprecio y recién después de sacar un cigarrillo y encenderlo, habló:
—Esto se complicó. No vamos a poder sacar ni un peso y la cana está cerca. Traé al pibe —le ordenó a su cuñado—. Lo vamos a largar lejos de acá.
Hugo fue a buscar a Bauer, le liberó las piernas y lo condujo hasta la casa. Pasaron junto a la Mumi, que se había adelantado hasta el patiecito y se refregaba las manos en silencio.
—Llevalo al auto —ordenó el Gitano.
—¿Me van a matar? —preguntó Alejandro horrorizado—. ¡No me hagan nada, por favor!
—No, boludo, te vamos a largar. Quedate piola que no pasa nada —intentó calmarlo el Gitano.
Huguito lo llevó hasta el auto. Patricio abrió el baúl sin decir una palabra. Antes de obligarlo a meterse en ese hueco maloliente, le pusieron la billetera en el bolsillo trasero del pantalón. Alejandro tenía todavía los ojos vendados y las manos atadas, pero ahora por delante de su cuerpo.
Hugo le propuso a Patricio que entraran un rato a la casa para tomar unos mates y fumar un faso. En unos minutos el Gitano ordenaría otra salida, esta vez, para dejar al pibe. Patricio aceptó, aunque habría preferido salir cuanto antes con el auto. Necesitaba relajarse. Todavía le duraba la tensión del tiroteo con la policía. Pero también quería volver a hablar con el Gitano, quería asegurarse de que cumpliera con su palabra.
—Lo vamos a soltar. Ya te lo dije. Con la gorra tan cerca hay que largarles el hueso para que se calmen.
El relato de Patricio sobre lo que pasó esa noche suena convincente:
—La frase del Gitano me tranquilizó. Lo único que yo quería en ese momento era estar lejos de allí. Te juro que no veía el momento de que todo terminara. Quería dejar al pibe en algún descampado cerca de la autopista y volver con la Rusa lo más rápido posible.
»Durante todo el trayecto de regreso maldije el momento en que me embarqué en esa locura. Pero ya era tarde. Con todo, te aseguro que el Gitano, que es un hijo de puta, un desalmado, me juró por la Virgen que lo íbamos a liberar. Y yo le creí. Te lo juro. Te digo más, incluso después de todo lo que pasó, estoy convencido de que él quería soltarlo. Pensá un poco: a esa hora el pibe Bauer era una brasa ardiente. El Gitano decía que cuando no se puede ganar hay que tratar de no perder. Lo que ocurrió después fue producto del destino.
De todos nuestros encuentros, es la única vez que lo veo afligido. Como siempre, habla mientras camina, pero de golpe se detiene en medio de la celda y se frota el pecho con la mano derecha, de abajo hacia arriba. Desde la boca del estómago hasta casi la garganta. Parece que le dolieran el corazón y la barriga al mismo tiempo.
—Apagá un rato el grabador —me pide— y traeme un poco de agua.
Alejandro escuchó que las voces de sus captores se alejaban del auto. Esperó unos minutos hasta comprender que estaba solo dentro del vehículo. A esa altura estaba convencido de que lo iban a matar. Pensó que ya habían cobrado el rescate y que no le quedaba ninguna otra posibilidad que intentar escapar. Se corrió la venda de los ojos y con los puños empujó la tapa del baúl hacia arriba. No lo podía creer, pero se abrió. Sólo había quedado apoyada.
Asomó apenas la cabeza. No se veía señal alguna de sus secuestradores. A unos diez o quince metros estaba la casa de material donde, intuyó, lo habían mantenido cautivo durante casi tres días. Miró hacia los costados y pudo distinguir a lo lejos las siluetas de otras casillas de la villa. No lo sabía, pero eran casi las tres de la madrugada. La oscuridad era total. No lo pensó mucho: decidió escapar. Bajó como pudo del auto y empezó a correr.
Eligió una dirección cualquiera y corrió. Corrió como nunca antes había corrido. Débil por el encierro y la mala alimentación, corrió por su vida. Además era un Bauer. Confiaba en su destreza física y estaba seguro de que podría lograrlo, sólo tenía que llegar hasta una calle transitada y pedir ayuda.
—¿No me mentís? ¿Cómo que el pibe se escapó?
—¿Qué sentido tiene mentir ahora? Además es lo mismo que declaré en el juicio —insistió Patricio, molesto por mis preguntas.
—Sí, lo leí, pero pensé que era un artilugio para zafar. Pensé que directamente lo habían fusilado cuando no pudieron cobrar el rescate.
Patricio Ramos detiene su marcha automática por la celda y se deja caer en el camastro. Como si el relato pesara demasiado para sostenerlo en la levedad de su recorrido. Después de unos segundos retoma el hilo de sus recuerdos.
—Estábamos fumando los cuatro en la cocina. Discutíamos dónde dejar al pibe para desorientarlo y ganar tiempo para volver cada uno a la suya sin despertar sospechas. Cruzábamos los dos porros recién armados mientras tomábamos unos mates que cebaba la Mumi, cuando Huguito se levantó para mear y lo vio. Fue pura casualidad. Iba camino al baño cuando miró para afuera y vio cómo el pibe salía disparado del baúl del auto. «¡Se escapa! ¡El hijo de puta se escapa!», gritó.
»Yo me quedé petrificado. La Mumi soltó el mate del susto. El Gitano también gritó, manoteó la campera que estaba sobre el sillón, sacó la pistola y salió detrás de Hugo, que ya había empezado la persecución. Después de un momento de duda yo también comencé a correr. A los pocos minutos dejé atrás al Gitano y me puse a la par de Hugo.
Alejandro dobló por uno de los pasillos y siguió corriendo hasta que se topó con un alambrado que parecía el fondo de una casa. Lo trepó como pudo, lastimándose las manos y llorando de dolor y miedo. Desde muy atrás, el Gitano disparó un par de tiros al aire. En cualquier otro lugar los disparos habrían funcionado como una alarma, pero en la villa fueron la mejor señal para que nadie asomara la nariz.
Alejandro golpeó la puerta de una casilla, gritando.
—¡Socorro! ¡Ayúdenme, por favor!
Pero la puerta no se abrió. Tuvo que seguir huyendo.
El Gitano conocía el asentamiento mejor que el cuerpo de su mujer. Interrumpió la carrera, su peso tampoco lo ayudaba demasiado, y decidió rodear la manzana. Imaginó por dónde podría salir el chico si, como calculaba, nadie le daba refugio. Hugo y Patricio seguían corriendo detrás de Alejandro.
—No sé cómo explicártelo ahora. En el juzgado no me creyeron una palabra, pero yo corría para decirle que no le iba a pasar nada. No me importa si vos tampoco me creés. En ese momento ni pensé en que el pibe me podía reconocer. Quería decirle que se quedara tranquilo, que no pasaba nada, que lo íbamos a largar. Le quería explicar que todo era un error, un lamentable error. Que yo lo llevaría a su casa con mi auto, como siempre. Pero no pude, no pude. No sé qué me pasó.
Patricio no se detiene a considerar mis preguntas. Saca a la luz lo peor de aquella noche. Se confiesa sin pudor.
Un vecino declaró en el juicio que escuchó los golpes a su puerta y los gritos de auxilio, pero que se demoró en abrir porque primero fue hasta el cuarto de sus hijos para ver si estaban bien. Dijo también que cuando por fin salió, vio que un muchacho se alejaba corriendo. Y que después cerró la puerta cuando se dio cuenta de que lo perseguían dos tipos.
La dueña de un almacén pensó que querían robarla, y apenas se asomó por la ventana. Cuando comprendió que el intruso que atravesaba su patio no era un ladrón sino un joven que huía a la carrera, llamó por teléfono a la policía. Pero dijo que cuando contó lo que pasaba y le pidieron el nombre y la dirección, se asustó y colgó. «Cualquiera de nosotros lo podría haber ayudado», se lamentó ante el tribunal.
Podrían haberlo ayudado, sí, pero no lo hicieron.
Patricio me pide un cigarrillo y prosigue con el relato:
—No se nos escapó por muy poco. Si el Gitano no se aviva y le corta el paso, capaz que llegaba a la avenida. Y una vez ahí, tal vez, hubiese podido parar algún auto y zafar. Le faltaban apenas treinta metros. Unos treinta metros nada más. Pero estaba muy cansado. Lo vi saltar un tejido de alambre y correr hacia la calle mejor iluminada. Seguro que pensó que ahí podría pedir ayuda y se lanzó a la carrera con el poco resto físico que le quedaba. Era rápido. Pobre pibe. En cuanto pisó la calle de tierra el Gitano se le tiró encima. El animal le dio un topetazo que lo hizo rodar. Alejandro intentó levantarse para continuar la carrera pero recibió una trompada tremenda en la cabeza. Cuando Huguito llegó lo empezó a patear en el suelo. Yo frené unos metros antes. No pude intervenir. Me toqué el bolsillo y noté que todavía tenía la media que había usado para taparme la cara en el secuestro. Me la puse. Le pegaron un rato hasta que el Gitano me pidió que lo ayudara a Hugo a levantarlo. Cuando volvíamos, desde la puerta entreabierta de una de las casillas nos miraba un vecino en calzoncillos. Recuerdo su gesto de reproche. El Gitano lo amenazó mostrándole el revólver, y el tipo se metió adentro enseguida. Lo que sigue ya lo sabés, para qué te lo voy a contar.
No le doy tregua:
—Porque quiero escucharlo de tu boca, es el acuerdo que hicimos.
Y Patricio habla. Y Patricio cuenta. Patricio quiere hablar.
—¿Por qué te escapaste, boludo?
—Me quieren matar…
—Si te dije que te íbamos a soltar… ¿Sos idiota?
Alejandro estaba sucio de tierra y tenía la cabeza y las manos ensangrentadas. Uno de los ojos violáceo por un golpe y el labio partido. Temblaba.
Cuando llegaron a la casa el Gitano volvió a golpearlo. Un par de trompadas. La última en la mandíbula y el pibe se desmoronó.
—Cárguenlo en el baúl —ordenó.
Antes volvieron a atarle las manos, nuevamente por la espalda. Luego lo amordazaron.
Patricio parece acercarse al llanto. Mira hacia abajo y se estruja las manos. ¿Será sincero? Descarto la pregunta. Sus recuerdos bajan como un río indetenible.
—Vos me tenés que creer —reclama—. Ayudé a Hugo a poner al pibe en el auto pero después le supliqué al Gitano que lo dejáramos en cualquier lugar. Que no hacía falta meternos en un quilombo mayor. Que Alejandro no nos denunciaría. Pero no hubo caso. El Gitano estaba cabreado con el chico pero también conmigo.
—Vos te cuidás el culo solo, te tapaste la cara todo el tiempo, cagón… Pero a Huguito y a mí nos vio perfectamente y yo no voy a correr riesgos.
—Vio todo, el auto, la casa, el barrio. Hay que borrarlo del mapa y rápido. Tenemos a los ratis encima —dijo la Mumi, que escuchaba la discusión desde el umbral.
Era una locura. Para colmo Hugo acompañó la decisión:
—No hay otra, no hay otra, hay que darle —dijo.
—Eso dijo nada más: «No hay otra». Por entonces el Hugo era tan malo como boludo. Subimos al auto. No sabés cuántas veces se repite esa noche en mi cabeza. Estando acá adentro, es como si viese todo el tiempo la misma película. Es como un castigo extra. Se repiten las escenas y yo no puedo hacer nada para cambiarlas.
Patricio Ramos no quiere hablar más. Le apoyo la mano en la espalda pero resiste con un movimiento nervioso mi demostración de afecto. Decido darle un respiro. Le ofrezco otro cigarrillo y aguardo a que reanude su relato, que ahora adquiere un tono distante y monocorde.
—Manejé unos veinte minutos. Cuando el Gitano me lo pidió, desvié por un camino de tierra y estacioné cerca de un basural. Hugo conocía bien el lugar. Yo me quedé en el auto. No sé por qué no pude reaccionar. Ellos sacaron al pibe del baúl y lo llevaron a los empujones unos diez metros, hasta el costado de una de las montañas de desperdicios. En prisión, Huguito me contó que le parecía que Alejandro se había dado cuenta de todo. Que sabía que lo iban a matar. Me dijo que parecía que los ojos se le salían de la cara por la desesperación. El Gitano lo hizo arrodillar. El pibe imploraba. Desde el auto podía escuchar sus gritos perfectamente. Decía que su familia pagaría, que nos darían plata de sobra. Que volvieran a llamar a su papá. Que no lo mataran. Entonces bajé del auto y miré. No pude evitarlo, me bajé y miré. No hice más que eso. Miré. De lejos, pero miré.
»Desde el momento de la detención hasta el día en que nos sentenciaron, el Gitano sostuvo que el matador había sido Huguito y que él había intentado detenerlo. Pero no fue así. Yo vi cuando el Gitano le apretó el cuello con una mano y le fue bajando la cabeza hasta que la frente quedó contra la tierra. Después le apoyó el caño en la nuca y disparó. Así de simple. Así de rápido. Le apoyó el caño en la nuca y disparó.