19

Es lindo, muy lindo. Eso piensa la Mumi mientras le da de comer polenta en la boca. Tiene la piel suave, una sonrisa grande y unos dientes blancos, casi perfectos. Piensa. Bajo la camisa es posible adivinar el cuerpo firme y musculoso. Tiene deseos de tocarlo. La Mumi se calienta fácil. Eso le dice siempre el Gitano. «Te calentás fácil.» Esa condición ardiente de su mujer lo volvía loco. Ella le respondía con creces: era capaz de múltiples orgasmos. Hasta cuando estaba seguro de haberla saciado, el Gitano la presentía insatisfecha. Y cuando menos lo esperaba, ella estaba preparada para volver a empezar.

En el barrio todos disfrutaban su belleza a la distancia. Llevaba el pelo negro bien corto, vestía con un toque masculino: jeans ajustados y remera. Si no fuera por las tetas grandes y rotundas que se le adivinaban bajo la tela y por el culo casi perfecto, de lejos podría pasar por un tipo. La Mumi tenía treinta años y era una mujer deseable. Tan deseable como imposible. Era la mujer del Gitano, y en la zona nadie se atrevería a acercársele con intenciones amorosas por temor a sufrir eventuales represalias. Bastaba con registrar cómo la miraba cuando salían juntos a caminar por el asentamiento.

Quién lo diría. Ahora que le daba de comer a Alejandro, con una cuchara sopera, en la boca, despacio, y le limpiaba los labios con un repasador, la Mumi se calentaba. El chico Bauer no se podía percatar del efecto que provocaba en su benefactora. No era la primera vez que la mujer acudía al cuartito de atrás para alimentarlo. Sólo abría la boca en forma mecánica cuando ella se lo pedía con una orden breve: «Ahí va otra». Y Alejandro abría la boca. Sus ojos permanecían vendados, sus manos atadas a la espalda y los pies muy juntos envueltos por los tobillos con un cinturón. Por eso se sorprendió cuando sintió que ella dejaba el plato en el suelo y con sus dedos comenzaba a tocarle los labios, como si se los dibujara. No dijo nada, no estaba seguro de si había alguien más en la habitación. No sabía que estaban solos en la casa. El Gitano y Huguito habían salido en busca de un auto confiable para levantar el rescate, y la Mumi decidió aprovechar ese recreo.

—¿Qué hacés? —se animó a preguntar Alejandro.

—Nada, te toco un poco… ¿Me dejás? —dijo la Mumi con tono felino.

Alejandro intuyó una oportunidad en ese juego.

—Sí, si no me vas a lastimar…

—No, vas a ver que no te voy a lastimar —replicó la mujer del Gitano, y lo empujó con suavidad contra el colchón. Alejandro quedó de costado, ya que tenía las manos atadas a la espalda.

—¿Me desatás? —preguntó esperanzado.

—Después… —prometió ella.

La Mumi comenzó a besarlo despacio, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Primero en la boca, unos piquitos suaves, después comenzó a hurgar con su lengua esa cavidad que acababa de alimentar. La excitaba Alejandro, pero mucho más su peligroso accionar. El Gitano o su hermano podían volver en cualquier momento. Sintió un escalofrío, pero no podía parar. Además era una revancha, «valga una por tantas», se dijo. Estaba segura de que el Gitano la engañaba con otras mujeres cada vez que podía, pero no le importaba. Se sacó las zapatillas, los jeans y la tanga, se sentó boca arriba, abrió las piernas y con las dos manos fue guiando la cabeza de Alejandro hasta su entrepierna.

Él se dejó conducir. Pensó en Vicky. No para motivarse, lo hizo por memoria o, tal vez, sólo para comparar. Como las conchas marinas, todas las conchas del mundo son diferentes. Eso pensaba Alejandro. La de Vicky era pequeña como la boca de una niña, estaba cuidadosamente depilada y olía bien. No podía ver la concha que se abría ante su cara en la oscuridad, pero sentía los muslos firmes apretándole las orejas, el vello abundante y el aroma agridulce como una bienvenida. A pesar de la situación, la soga que le lastimaba las muñecas, el encierro y el miedo a morir, Alejandro tuvo una erección. Después de todo había una mujer allí. Una mujer joven que tal vez podía ayudarlo. Empezó a lamer. Lamía como si de ese trabajo artesanal dependiese su vida. Lamía como si fuese la última vez. Despacio y suave. La Mumi le acariciaba la nuca y gemía. Alejandro siguió así, alternando besos y mordiscos suaves, hasta que ella se vino en su boca.

Cuando terminó su tarea de orfebre ciego, volvió a implorar:

—Por favor, ahora desatame…

—Después, después te suelto… —volvió a prometer la mujer del Gitano.

Alejandro sintió cómo ella le abría el cierre del pantalón. Su pija estaba erecta, pero no bien la mano de su carcelera comenzó con las caricias, algo se quebró…

—Desatame, por favor, dejame ir. Parecés una buena persona… —pidió.

La Mumi no contestó. Por unos segundos trató de evitar lo irreparable. Intentó reanimar el miembro que perdía vigor entre sus manos, pero no hubo caso. Entonces no habló más. Sorda a los ruegos del muchacho, se incorporó y empezó a vestirse. Después se ocupó de su prisionero, le subió el slip y le cerró el pantalón. Fue a buscar un trapo con agua y jabón y le lavó la boca. Le lavó la boca con dedicación, como se lava la vajilla que se acaba de utilizar.

Alejandro de pronto comenzó a insultarla, le dijo que contaría lo que había pasado. Fue entonces cuando la Mumi lo golpeó. Apenas una bofetada, pero suficiente como para que Alejandro se callara. Fue hasta la cocina y volvió con un cuchillo tramontina y se lo puso en la garganta.

—Si llegás a decir algo te juro que te mato. Hablás y te mato —le dijo. Alejandro lloraba bajito—. Además, es tu palabra contra la mía, no seas boludo —agregó.

Antes de cerrar la puerta del cuartito con doble llave, la Mumi se acercó otra vez. Le acarició la cabeza, lo besó en los labios con delicadeza y le susurró al oído:

—Mejor quedate piola, que si te portás bien te ayudo a salir de acá.