A pesar de la estricta formación religiosa recibida de sus padres desde muy pequeño, Alejandro Bauer no creía en Dios. En realidad, como él mismo definía, «existen dudas razonables sobre su existencia». Por ese motivo indagaba con tanta convicción cómo influían el destino y el azar en la vida de las personas. ¿Qué papel jugaba Dios en el concierto finito que interpretaba cada ser humano? ¿En verdad era el Gran Director de la orquesta del cosmos? ¿Era cierto que ni un solo cabello se desprendía de una cabeza sin su anuencia? ¿O todo ocurría porque sí, de manera misteriosa?
Alejandro Bauer no creía, pero deseaba creer. En su fuero íntimo esperaba que todo lo aprendido desde que era niño en su casa, en la parroquia como monaguillo, en el colegio de curas, fuese cierto. Deseaba a Dios, pero su razón interfería con la fe.
En eso pensaba mientras su cara permanecía pegada al colchón sucio que le habían asignado sus captores y sus pulmones se inundaban de olor a mugre y humedad.
Para Alejandro, de acuerdo con sus lecturas, existían cuatro clases de hombres: los que buscan a Dios y lo encuentran; los que lo buscan y no lo encuentran; los que no lo buscan y lo encuentran y los que no lo buscan ni lo encuentran. Alejandro no se encontraba en ninguna de esas categorías. Prefería una quinta: la de los hombres que esperaban encontrar pero sin buscar. Aguardaba una revelación, una señal inequívoca que lo convenciera.
Con todo, cuando en la facultad se prendía en alguna discusión entre ateos y católicos, terminaba terciando por los creyentes. Para defender su paradójica postura de escéptico con fe recurría al planteo de Pascal, su filósofo preferido.
—Siempre es mejor apostar a la existencia de Dios, que no hacerlo —explicaba—. Pascal demuestra que esa es la actitud más racional. «Pues, aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, es decir, la gloria eterna.»
Sólo si era necesario Alejandro sacaba lápiz y papel, y traducía su argumento en cuatro escenarios:
Conclusión: es mejor creer en Dios.
Luego enfrentaba los cuestionamientos que despertaba la demostración con una didáctica contundencia, y citando de memoria lo que el filósofo había escrito en 1670: «Vamos a pesar la ganancia y la pérdida de tener fe con una moneda. Tiraremos una moneda al aire y elegiremos cruz para el hecho de que Dios existe. Tendremos estos dos casos: si usted gana, usted gana todo; si usted pierde, usted no pierde nada. Entonces, apueste a que Dios existe, sin dudar».
A lo largo de la historia del pensamiento se acumularon las críticas y refutaciones a la propuesta pascaliana de cruzar lo divino con el azar. El argentino Mario Bunge, por ejemplo, calificó el razonamiento como «científicamente falso, filosóficamente confuso, moralmente dudoso y teológicamente blasfemo». Pero qué importaba. Alejandro esgrimió la apuesta de Pascal infinidad de veces. Aunque estaba convencido de la debilidad de cada argumento que intentara demostrar la existencia de un ser celestial, simpatizaba con el esfuerzo matemático destinado a explicarlo. Además causaba una muy buena impresión entre sus compañeras de la universidad, y esa sí que era una causa santa.
El recuerdo lo hizo sonreír. La primera sonrisa desde que comenzara su cautiverio. Luego, a pesar de que tenía las manos atadas, logró rozar el bolsillo trasero de su pantalón con la punta de los dedos. El ademán tuvo su recompensa, ya que pudo comprobar que todavía estaban allí las dos estampitas, de distinto tamaño, que lo acompañaban a todas partes. Los dos cartones plastificados con la imagen de San Expedito. Curioso: le habían quitado todas sus pertenencias menos eso.
Alejandro se aficionó a ese santo por iniciativa de su novia. Victoria, católica practicante desde niña, le dijo que San Expedito nunca fallaba. «A lo sumo demora, pero siempre cumple», contó. Un poco en broma y un poco en serio, se acostumbró a llevar la estampita a los exámenes. Cada vez que un final se complicaba sacaba al santo de su encierro y, sin ningún cargo de conciencia, le hacía el pedido.
Más allá de la eventual «ayuda divina», Ale estaba convencido de que si no estudiaba no había en el cielo santo capaz de salvarlo. A pesar de esos reparos, San Expedito se había convertido en su talismán. Incluso apelaba a sus servicios cuando iba a la cancha y su equipo pasaba por momentos de zozobra.
Cuando Vicky le recriminaba «el mal uso» del santo y sus permanentes irreverencias, Alejandro le recordaba que San Expedito no se podía ofender porque ese era su oficio: escuchar y conceder. Aun con su carga de hipocresía, lo divertía esa relación transaccional entre la mayoría de los católicos y sus santos: «Si me cumplís esto que te pido, te enciendo una vela»; «Si me concedés tal cosa, hago tal otra»; «Me otorgaste esto, entonces seré bueno y haré aquello que te prometí», y así.
Alejandro pudo comprobar en México el grado superlativo de esos negocios entre seres terrenales y celestes. Durante un viaje con sus compañeros de facultad visitó San Juan Chamula, un pequeño pueblo del Estado de Chiapas, la región que se hizo célebre en el mundo por la actividad insurgente del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Pedro Giménez, un amigo del padre de Alejandro que los alojó en su lujosa casa de la playa, les sirvió de guía por el México profundo. Fue él quien los condujo hasta la capilla del poblado indígena.
Dentro de la iglesia no hay bancos, por lo cual los fieles asisten al oficio de pie o sentados en el piso, cubierto de baldosas en parte y en parte de tierra y pasto. La humilde capilla de San Juan Chamula es uno de los pocos templos del mundo en los que el crucificado juega un papel secundario. Sólo exhibe un Jesús diminuto, desplazado del centro del atrio. Ocurre que allí los que mandan son los santos.
Les explicaron que los Chamulas, descendientes directos de los mayas, no se identifican con el Cristo sufriente de la cruz y, a fuerza de sincretismo, asimilaron sus antiguos dioses a los ritos católicos que tuvieron que aprender a la fuerza desde la época de la conquista española. Pero como sus dioses eran muchos y los santos pocos, a alguien se le ocurrió replicar las imágenes y dividirlas en dos, de acuerdo al tamaño. De esta forma, en la pequeña iglesia hay un San José Mayor y un San José Menor; un San Pablo Mayor y un San Pablo Menor; un San Pedro Mayor y uno Menor, y así con todo el santoral.
Pero en San Juan Chamula no sólo existen santos mellizos. Lo que fascinó a Alejandro fue el espejo que cuelga del cuello de cada imagen. «Los indios querían mirarse y sentirse mirados», le reveló el sacerdote, con quien pudo compartir unas copas de mezcal después de la misa. «Ante ese espejo hablan, suplican, agradecen y maldicen, si es que el santo no cumple con sus ruegos», agregó.
Alejandro nunca pudo olvidar los gritos y gestos de fastidio que se sucedían ante las impasibles imágenes. La Iglesia mexicana tolera estas variaciones del culto como única manera de permanecer en el corazón de los casi setenta y cinco mil chamulas de la región. El amigo de su padre, un poderoso empresario de la industria farmacéutica, le contó que la comunidad era impermeable a la influencia de la guerrilla que opera en la zona desde 1994. Y eso complacía tanto al clero como al gobierno: «Con eso basta, a quién le rezan estos indios es lo de menos».
En honor a ese pragmatismo espiritual, cuando decidió incorporar a San Expedito a su vida, Alejandro eligió dos imágenes: San Expedito Mayor y San Expedito Menor. Hasta este momento le había pedido tareas simples, trabajos modestos para su mentada capacidad de resolución. Pero esta vez, con su cara pegada al colchón húmedo, en ese cuarto ubicado en un lugar incierto, no dudó; y a los dos santos les encomendó su vida. Iba a prometer algo pero no pudo. La situación le parecía demasiado grave como para soltar una promesa.
Después de un instante, como le ocurría siempre que pensaba en el mundo sobrenatural, tomó conciencia de que no podía esperar ayuda divina ni de la providencia. Comprendió que estaba solo, solo como nunca antes había estado en toda su vida, y que era él mismo el único que podía encontrar la manera de escapar de allí. Pensar en su familia redobló su fortaleza interior. Aun con el miedo anidando en su corazón, empezaba a creer que podría lograrlo.