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El Gitano cerró el celular, miró a Huguito y palmeó a Patricio en la espalda. Después se levantó, acomodó la barriga por sobre el cinturón y, como si fuese el general de un ejército listo para el ataque final, anunció:

—Ya está, vamos a buscar la plata.

Llevaban una hora tomando café y fumando cigarrillos negros en la YPF de 9 de Julio y Belgrano, en el corazón de Avellaneda. El Gitano había elegido el bar de esa estación de servicio, frente al Hospital Fiorito, para esperar el cierre de la operación. Allí no se vendían bebidas alcohólicas y eso los ayudaría a permanecer con la atención afilada. La Mumi se había quedado en la villa custodiando al pibe Bauer, y desde allí le había comunicado las primeras instrucciones al padre. Después fue el propio Gitano el encargado de darle las últimas indicaciones operativas para que soltara el rescate en el lugar fijado. El final estaba cerca. Patricio apenas podía con su ansiedad, quería hacerse del dinero lo más rápido posible y así apurar la liberación de Alejandro.

Salieron a la noche y buscaron el auto que habían dejado oculto en un galpón de la calle Colón, a unos veinte metros del Mercado de Abasto de Avellaneda. Era una máquina impresionante. Un Audi A4, turbo, gris plata, asientos de cuero, regulación electrónica, techo corredizo y además con blindaje de fábrica de nivel 3. Eso le dijeron al Gitano: «nivel 3», es decir que era capaz de resistir disparos de armas cortas y largas. Esos autos casi no se veían en la Argentina. Lo habían retirado dos horas antes de un desarmadero de Ezeiza. El Gitano persuadió a un amigo que estaba en el desguace de vehículos para que se lo dejara unas horas sin hacer preguntas. No quería correr ningún riesgo si se daba la mala leche de un cruce con la policía. Tuvo que poner dos mil pesos por «el alquiler», pero la máquina lo valía. «Seguro lo importaron con franquicia para discapacitados», dijo el Gitano, «y después nos dicen chorros a nosotros. Este auto cuesta una fortuna.»

Media hora después de que salieran del playón de Ezeiza, el Gitano se dio un gusto. Le ordenó a Patricio que pararan en un descampado, se bajó y le disparó dos veces al parabrisas. Las balas rebotaron como pelotitas de goma. Parecía magia. Hugo quiso probar el blindaje, pero el Gitano no lo autorizó.

Ahora que viajaban a buscar la plata del rescate, a bordo del Audi, se sentían invulnerables. Patricio al volante, el Gitano en el lugar del acompañante y Hugo atrás. A esa hora, tardarían unos quince o veinte minutos en llegar a la estación de Banfield. Cuando pasaron frente al estadio de Racing, Huguito recordó que una vez se había probado en la sexta división de la Academia.

—Y no quedaste —lo fustigó su cuñado con una sonrisa.

—No, pero me di el gusto de jugar en un estadio de verdad —replicó Hugo, orgulloso y desafiante.

Si hubiese sido más hábil, más derecho para el arco, tal vez ahora Huguito tendría otra vida. Patricio volvió a poner el pensamiento y todos sus sentidos en el volante. Tomaron la avenida Pavón a la izquierda. Pasaron el supermercado Carrefour y luego la estación de trenes de Avellaneda. Todo iba bien hasta que, a la altura de la Municipalidad de Lanús, el Gitano pegó un grito:

—¡Doblá, doblá!

Pero ya era tarde, Patricio apenas logró aminorar la marcha. A cien metros se desplegaba un control de tránsito. Dos patrullas de la Policía Bonaerense, estacionadas en diagonal, permitían el paso de vehículos, pero muy lentamente. Tres agentes se ocupaban de seleccionar algunos automóviles, les ordenaban que estacionaran junto a los patrulleros donde otros agentes les pedían la documentación de los autos. A los demás les indicaban con señas que avanzaran. Era una elección caprichosa dictada por el azar y la avidez recaudatoria de los policías.

No quedaba tiempo para ninguna maniobra brusca que no despertara sospechas. Los tres contuvieron la respiración un instante.

—Pasamos sólo si nos confunden con algún político —dijo el Gitano.

Los vidrios semipolarizados casi no permitían distinguir el interior del Audi. Uno de los policías levantó la mano derecha como para pararlos, pero después la agitó para que apuraran la velocidad. Pasaron. Pasaron, pero estaban lejos de haber zafado. Desde el interior de uno de los patrulleros, el agente Fabio Bazán de la División Antisecuestros se comunicó por radio con el comisario Gless. «Los ubicamos», fue el lacónico mensaje, y le pasó el dato de la patente.

Lo que no sabían Patricio ni el Gitano era que el teléfono celular que habían utilizado para comunicarse con Bauer había sido detectado. Los técnicos en comunicaciones habían logrado ubicar la zona de los llamados, y ahora estaban tras ellos. Habían establecido un perímetro amplio para iniciar la búsqueda, un campo a monitorear que excedía a la ciudad de Avellaneda, una tarea compleja. Pero fue entonces cuando la suerte les otorgó a los agentes de inteligencia una ayuda imprevista: la identificación en el control policial había convertido al Audi 4 en un blanco móvil.

Por sugerencia del Gitano, dieron varias vueltas antes de retomar el camino hacia la estación de Banfield. Quería estar seguro. Desde el auto llamaron a un amigo de Hugo, que era «del palo y del sur profundo», para preguntarle si los procedimientos cerca de la Municipalidad eran habituales. Tras la confirmación, se tranquilizaron un poco. De todas formas decidieron estar alertas. Avanzaron algunas cuadras por calles laterales, y luego retomaron la avenida. Era más arriesgado, pero implicaba una ventaja clave si era necesario salir a mayor velocidad.

Cuando reingresaron a Pavón se les acercaron dos autos particulares de la policía, un Peugeot 306 y un Renault Mégane. En el primero viajaba el comisario Gless, su chofer y dos agentes con armas largas. En el otro iban cuatro efectivos de la División Antisecuestros.

Cerca del puente Escalada, un camión de recolección de residuos obligó a Patricio a bajar la velocidad. Sin consultar al fiscal Messina, el comisario Gless dio la orden de interceptarlos: «Procedan a la detención», dijo. El Mégane se puso a la par del Audi mientras el Peugeot se pegaba a la cola del auto que conducía Patricio. Con el camión delante, quedaron encerrados.

El Gitano percibió el peligro antes que nadie. A veces era como un animal, eso le decía su mujer. Abrió un poco las aletas de la nariz, como si el aroma de la confrontación pudiese detectarse en el aire. «Es como cuando está por llover», le explicaba a la Mumi, «y se siente el olor a tierra mojada». Llevó la mano derecha a la pistola que ocultaba en el bolsillo de la campera. Cuando giró la cabeza hacia la derecha, se topó con la mirada dura del oficial Martín Paz, quien, exhibiendo su pistola reglamentaria, le hacía señas para que se detuvieran. El Gitano no dudó. Nunca dudaba en estos casos. Bajó apenas la ventanilla como para decir algo, y comenzó a disparar. Los cristales laterales del Mégane estallaron. Una de las balas mordió el hombro del oficial que había lanzado la advertencia, antes de que pudiese responder a los disparos. El chofer perdió el control del volante durante unos segundos, y mientras sus otros compañeros repelían los disparos, dejó un hueco entre la parte trasera del camión y la trompa del Audi. Patricio sabía que no podía dar marcha atrás, y más por instinto que por conciencia del peligro pegó el volantazo y aceleró a fondo. El Audi chocó el costado del Mégane y salió a toda velocidad dejando parte de la pintura y el espejo delantero izquierdo adheridos al camión recolector.

El Peugeot inició una persecución que se extendió durante unas veinte cuadras. El comisario Gless abrió la ventanilla y comenzó a disparar con una escopeta tipo Itaka, pero las balas rebotaban en el blindaje. Desde el interior del Audi Hugo respondía los disparos a los gritos, mientras el Gitano se reía a carcajadas. Aun sin merca parecía sacado:

—¡Hijos de puta, no nos hacen nada! —bramaba.

Los automovilistas, que asistían como convidados de piedra a esa escena propia de una película de acción, no atinaban a detener sus vehículos.

Gless le pidió a uno de sus hombres que apuntara a las cubiertas pero fue en vano, el auto blindado lograba perderse en el tránsito. El comisario usó la radio para dar aviso a todas las patrullas de la región, pero el Audi les había sacado una ventaja indescontable. Cuando pudo, Patricio tomó por una vía lateral. Durante unos minutos circularon por las tranquilas y arboladas calles de Banfield.

—Tenemos que buscar la plata —ordenó el Gitano.

—¡Estás loco! ¡Nos van a matar! —gritó Patricio.

—¡Hacé lo que te digo, la concha de tu madre! —el Gitano nunca lo había insultado así. Sus gritos sólo tenían dos destinatarios posibles: Mumi y Huguito. Además, desde el tiroteo en la avenida mantenía la pistola entre sus piernas. Patricio comprendió que no era el mejor momento para desobedecer. Rodearon la estación de Banfield y dieron varias vueltas para confirmar que nadie los seguía. Llevaban diez minutos de retraso por la balacera. Entraron por la calle Cabrera. La calma del barrio desmentía el infierno que habían dejado atrás.

El Gitano bajó con una linterna en busca del bolso. Después de un rato les pidió a Patricio y a Hugo que lo ayudaran. Buscaron como desesperados. Incluso se arriesgaron a prender las luces del auto para iluminar la zona. Buscaron hasta en los costados de las vías. Y nada. Buscaron durante quince interminables minutos. Y nada de nada.

—El viejo nos cagó. ¡Hijo de mil putas! ¡Me la va a pagar! —maldijo el Gitano.

Luego llamó a su contacto para que le dijera dónde podían dejar el auto. No mencionó el tiroteo pero sabía que tendría que hacerse cargo del desastre. Iba a devolver un auto «quemado». Ahora, en lugar de venderlo en el Paraguay, habría que cortarlo o, peor aún, hacerlo desaparecer. El Gitano estaba furioso. Parecía que podía estallar como un globo por la bronca acumulada.

A unos diez kilómetros de allí el comisario Gless alternaba ira con resignación, y también hablaba por teléfono.

—Los estamos buscando, doctor. Estoy seguro de que van a aparecer…

—Me dijo que no había riesgos, Gless. Usted es el único responsable del fracaso del operativo —lo apuró el fiscal Messina del otro lado de la línea.

—Estaban en un blindado, no esperábamos eso. Le puedo asegurar que les dimos con todo… Pero son profesionales…

—Ahora no hay tiempo para excusas. Los tienen que encontrar cuanto antes. Bauer no me quiere decir dónde dejó la plata hasta que los secuestradores vuelvan a contactarlo, y yo debo explicarle que ya no volverán a llamarlo. Gless: por su imprudencia primero, y por su ineficacia después, la vida del pibe Bauer corre peligro.