15

La noche muerde. Eso dice Juan, y el Zorro Benítez, su compañero de recorridas nocturnas, suelta una de sus potentes carcajadas, una de esas risas abiertas que parecen un grito. Juan suele repetir esa frase: la noche muerde. Y no habla del clima, ni siquiera de la intemperie que los acompaña como un manto tan permanente como la miseria. Dice que no encuentra otra manera mejor para explicar lo que siente cada vez que salen a buscar cartones y papeles entre la basura. A la hora de cazar desperdicios valiosos, Juan y el Zorro son como dos ratas gigantes, pacientes y rigurosas.

Juan Domingo Chacón nunca pensó que terminaría revolviendo basura para hacer la diaria. Hace apenas diez años llegó de Tucumán junto con su mujer, Rosalina. De emigrar de su ciudad natal lo convenció su primo, el Taco. Y Juan quería creerle, necesitaba cambiar de vida, torcer la suerte perra que lo acompañaba desde que era un niño. Pero algo salió mal y el camino de la salvación se volvió una cuesta imposible de remontar. Eso piensa ahora mientras ata prolijamente una pila de cartones con un piolín de nylon.

El Zorro le ofrece un cigarrito armado y él lo agarra agradecido. A pesar de que no hace frío en ese rincón de Banfield, a trescientos metros de la estación ya no se ve a nadie. Ni el vecino molesto que siempre los critica «porque ensucian la vereda», ni Marisa, la maestra jubilada que cada tanto les alcanza un botellón con agua.

Mejor. Cuando hay menos gente se puede trabajar con más tranquilidad y Burro, como Juan llama al viejo caballo que arrastra el carro en el que cargan el papel y otros cachivaches, no se inquieta. Le gusta esa calle empedrada, se llama Cabrera y no tiene salida, por lo cual casi no transitan automóviles por allí. Desemboca directo en las vías del ferrocarril. Desde hace años, los dos amigos suelen hacer un alto en esa calle para acomodar la carga y fumar unos cigarritos. Hay una planta de granadas y algunos árboles frutales.

Juan es cartonero desde hace dos años, cuando la crisis terminó por cerrarle todas las posibilidades de cualquier trabajo. Ahora, a veces, se pregunta si hizo bien en escuchar a su primo. El Taco, que andaba en la construcción desde que dejó la escuela primaria, lo entusiasmó. «Hay mucho laburo, venite, hermano. Y ganás el doble.» Hermano, así le dijo. «Vas a ganar el doble», le prometió. Insistió tanto que al final lo convenció.

Juan, que nada sabía de mezclas ni ladrillos, se vino para Buenos Aires. Siempre había trabajado en la zafra, como su padre y su abuelo, pero desde que los grandes ingenios azucareros redujeron personal y cambiaron los sistemas de producción contratando servicios de terceros, sólo hacía changas. Y esa vida no daba para más. Como estaba, habría celebrado hasta una invitación al infierno. Además, por esos días Rosalina le anunció que estaba embarazada y Juan no quería que su hijo pasara el hambre que lo había obligado a salir a mendigar por las calles de San Miguel. Por eso bajó a Buenos Aires. Su hijo iba a estudiar. Por eso bajó. Su hijo tendría una casa sin vinchucas ni piso de tierra. Por eso vino. Al principio estuvo bien, pero el trabajo fuerte duró poco menos que nada.

Esa noche, mientras acariciaba el cuello sudoroso de Burro, Juan no podía con su tristeza. Con sólo cerrar los ojos, la nostalgia lo devolvía a los campos amarillos de su provincia natal. Y cuando los abría comprendía que no tenía nada de nada. Ni aquello ni esto. Apenas una casilla en una villa en medio de la violencia, el narcotráfico y la miseria. Su única alegría era su hijo Martín, que a diferencia de sus padres, aquí en Buenos Aires, iría a la escuela. Martín Miguel le puso de nombre. Martín Miguel, como Güemes, el general gaucho que peleó por la independencia.

El Zorro lo devolvió a la realidad con una palmada en la espalda y una pregunta:

—¿Seguimos, compañero?

—No hay remedio —respondió Juan, resignado, y subió al pescante. Luego, con un suave golpe de las riendas sobre el anca del caballo, el carro se puso en marcha para seguir la ronda de esa noche. No habían recorrido ni veinte metros cuando escucharon la bocina del tren que se despegaba de la estación de Banfield. Por un instante, Juan giró la cabeza y detuvo la vista en el lagarto de metal que salía disparado en busca de la Capital. El tren le permitía soñar con el regreso. Fue entonces cuando vio salir un bulto disparado desde una de las ventanillas. Juan le pegó el grito al Zorro, que estaba catalogando con la mirada las bolsas de residuos que se apilaban sobre la vereda.

—¡Zorro, tiraron algo! ¿Lo viste? Tiraron algo grande…

El Zorro Benítez no alcanzó a ver nada, pero saltó del carro y comenzó a trotar siguiendo la dirección que indicaba el brazo de Juan. En unos segundos el cartonero estaba sobre el objeto que había caído del tren.

—¡Es un bolso! ¡Y está nuevito! —gritó.

—¡Tené cuidado, Zorrito! ¡Aguantá hasta que llegue, no toqués nada! —lanzó Juan, un poco por prudencia y otro tanto para marcarle la cancha a su compañero: si encontraban algo de valor tenían que dividirlo en mitades, como lo hacían siempre.

De todos modos con el Zorro nunca habían tenido problemas. Si bien era un amigo de los nuevos, como Juan llamaba a sus amistades de Buenos Aires, formaban una sociedad indestructible. Los amigos viejos eran los de Tucumán, los de toda la vida. Al Zorro lo conoció en la villa. A Juan le costaba relacionarse con aquellos que no eran provincianos, sin embargo con Benítez fue distinto desde el principio.

Se conocieron en un picado de fútbol, de esos que algunos domingos al mediodía se arman en el barrio. Les tocó jugar juntos por casualidad. Por la magia del «pan y queso», ese método popular de selección tan cruel como democrático. Parece mentira lo que genera el fútbol. Difícil que te lleves mal afuera de la cancha con un tipo con el que te entendés bien jugando adentro. Ese día la rompieron. Ni se conocían los nombres y tiraron como seis paredes. El Zorro, que jugaba de medio campista, le sirvió dos goles. Después, cuando pudieron charlar, Benítez le contó que era de Berazategui y que supo tener un buen laburo en una fábrica de autopartes hasta que la empresa cerró y dejó a todos en la calle. Le dijo también que había estado haciendo cualquier cosa: reparaciones y pintura a domicilio, que lavó autos, que se sostuvo con changas mientras pudo. Y que al final, por culpa de su mujer, terminó en ese asentamiento miserable y dedicado al cirujeo. Así lo decía, «por culpa de mi mujer». Juan supo después que en realidad Gladys, la compañera del Zorro, le había salvado la vida. Porque el tipo había caído en un pozo. Ni se podía mover de la cama del pedo con el que se acostaba todos los días. Perdieron hasta la casita que habían comprado con un crédito. Ella lo ayudó a salir. Ella logró que volvieran a empezar. Pero tuvieron que hacerlo desde abajo y la villa fue la única alternativa para no quedar en la calle. «Ya vamos a estar mejor», le decía Gladys. Y el Zorro peleaba por esa bandera de esperanza que sostenía su mujer en soledad.

Por esa razón, fiel al acuerdo no escrito que los mantenía cartoneando juntos, el Zorro Benítez esperó a su compañero sopesando el bulto que había levantado pero sin abrirlo. Juan paró el carro, saltó al asfalto y desde allí caminó en diagonal hacia la franja de yuyos mal cortados que se levantan junto a la empalizada del tren.

—Está cargado —comentó el Zorro.

—¡Abrilo, dale! —pidió su amigo, con la expectativa de hacerse de ropa nueva o tal vez de un par de zapatillas.

Benítez descorrió el cierre, levantó lo que parecía un paquete de sándwiches de miga, lo evaluó sobre la palma izquierda y luego empezó a abrirlo.

Ahora, a una semana del hallazgo, no se cansa de recordarlo en la intimidad de su familia: «Los billetes estaban todos ordenados. Los de arriba en montoncitos de cien pesos, y los de abajo en montoncitos de a cien dólares. No lo contamos pero enseguida nos dimos cuenta de que era un montón de guita», explica emocionado mientras frota las manos en los pantalones. «Nos empezamos a reír como pendejos y después nos abrazamos y el Juan casi se pone a llorar. Después nos avivamos que esa guita no era para nosotros y entonces nos asustamos un poco. No sabíamos qué hacer. Esperamos un rato, en silencio, sentados en el piso, y como no se veía a nadie, subimos al carro y volvimos pa’ las casas con el bolso. En el camino, aunque teníamos un poco de cagazo, nos pusimos de acuerdo en no devolver la guita. Por algo la encontramos nosotros. El que la tiró seguro que no la necesitaba o era el pago de algo mal habido. Droga, cosas robadas, no sé. “Es un milagro de San Expedito”, dije yo. “Es un regalo de Dios”, dijo Juan. Y era las dos cosas.»

Benítez se declaraba devoto del llamado «Patrono de las causas justas y urgentes», y una vez por semana se llegaba hasta la iglesia Nuestra Señora de Balvanera para encenderle al santo una vela roja y otra verde. En general sus pedidos iban de la salud al dinero, según el momento que estaba atravesando. Conoció «al milagroso», como lo llamaba, de manera casual. Una noche en la que separaba el papel para vender, se topó con la nota de una revista que decía: «A quién rezarle». Y debajo de ese título, una docena de santos acompañados de sus características divinas y el detalle de sus atributos extraordinarios.

Estaba el que te consigue trabajo; el que te protege de los accidentes; la que te cuida la visión; el que vela por la salud y otros más. Pero al Zorro lo impresionó mucho la existencia de un santo que operaba sobre «las causas urgentes». Lo convenció tanta disposición. Además el Zorro vivía en emergencia. Ahí nomás se hizo amigo. Desde entonces, nunca faltaba a su cita semanal con el santo.

En la casilla pegó un afiche, de los grandes, donde Expedito, vestido de centurión romano, con una cruz en la mano derecha y una especie de espiga en la izquierda, expresa confianza desde su porte bondadoso y atlético. «Parece un superhéroe», le decía su hijo. El Zorro se sintió obligado a darle una explicación. Un día fue hasta la iglesia de Balvanera para averiguar la historia de ese traje. No quería cometer errores con algo sagrado. El sacerdote de la parroquia le contó que Expedito vivió por el año 300 después de Cristo y que era comandante de una legión de romanos destacada en Armenia. Parece que un día Dios lo convocó y Expedito, después de escuchar ese llamado, se convirtió al Cristianismo. Cuentan que el mismo día de la revelación divina un cuervo quiso convencerlo de que postergara su decisión, pero que el legionario lo aplastó con su pie derecho. Se hizo «soldado de una causa más trascendente», le dijo el sacerdote. «Una causa que no necesita la espada», le dijo también. Fue entonces cuando el emperador Diocleciano, en represalia, ordenó su asesinato. Y el Zorro, a su vez, le contó la historia a su hijo, pero se embrolló un poco. Agregó un par de personajes y una batalla como las de las películas. Con todo, finalmente dijo lo que el niño quería oír: que San Expedito es una especie de superhéroe.

Cada día, antes de salir a cirujear, Benítez tocaba la imagen. Una suerte de caricia rápida que el santo le devolvía siempre con la misma mirada serena. Como si le dijera: «Tranquilo, Zorro, que ya llega». La semana del hallazgo, justamente, lo había invocado para mangarle plata. Así de directo fue el pedido. Le tenía que devolver un préstamo al Caño Fez, el prestamista del barrio. El Caño era un tipo muy pesado, andaba con dos matones que se encargaban de las cobranzas atrasadas. Y aunque el Zorro era duro, esta vez temía por su vida y la de sus hijos. Sabía que si no lograba entregar la plata en el plazo acordado tendría que enfrentar las consecuencias.

Cuando más desamparado se sentía, apareció el bolso. El santo había cumplido, y de sobra.