—Ahora hay que hablar a la casa de este gato —dijo el Gitano.
El pibe, que seguía tirado entre los asientos y bajo los pies de Hugo, les imploró que no llamaran a su casa. Que se conformaran con lo que él tenía encima. Que se llevaran todo y lo dejaran en cualquier lado. Les aseguró que su padre había fallecido y que era mejor que no hablaran con su madre porque estaba enferma del corazón. El Gitano le tiró una trompada desde el asiento de adelante y le ordenó que se callara. Huguito le apoyó el cañón de su arma en la cabeza y empezó a zapatearle el cuerpo.
Además de los doscientos pesos que guardaba en la billetera, una tarjeta contenía los datos personales y el número de teléfono de la casa familiar. Aunque ya lo conocían, Hugo hizo todo el circo de que al fin habían conseguido un número donde llamar. Era una manera de cubrirlo a Patricio, que permanecía en silencio.
A una seña del Gitano, Patricio paró el auto en una cortada y el grandote se bajó para hacer la llamada desde el teléfono de Alejandro, un Star Tac flamante. No quería que el pibe escuchara la conversación.
El teléfono sonó apenas tres veces. Atendió el ingeniero Bauer.
—Hola. ¿Está María Marta? —preguntó el Gitano.
—No, ya se acostó, habla el marido. ¿Quién la llama? —se interesó el empresario.
—Bueno, mejor. Escuchá bien lo que te voy a decir: tenemos a tu hijo secuestrado…
—¿Cómo?
—Ya entendiste, gato. Queremos quinientos mil pesos y que no metas a la gorra en esto porque te devolvemos al pibe en pedazos…
—¿Esto es una broma?
—¿Vos sos boludo o te hacés? Juntá la guita o lo matamos —a Bauer se le hizo un nudo en la garganta pero alcanzó a responder. No estaba seguro de lo que pasaba, pero el tono amenazante y decidido de su interlocutor lo persuadió de colaborar.
—Esperá, esperá… Calmate, dejame hablar con él…
—Todo a su tiempo. Primero cumplí con el pedido que te hice.
—Quinientos mil pesos es mucha plata. Me tenés que dar tiempo…
—Te damos un día. Y no llamés a la policía porque te juro que lo matamos.
—Dejame hablar con él. Por favor —pidió el ingeniero casi sollozando. Fue en vano.
El Gitano cortó. Luego regresó al auto con una sonrisa satisfecha. «Hecho», dijo. «Ahora hay que esperar.»
Bauer no había alcanzado todavía a comprender la magnitud de la amenaza que pendía sobre su hijo, cuando otra llamada le paralizó el corazón. Atendió con la esperanza de que alguien le anunciara finalmente que la conversación anterior había sido una broma de mal gusto, un malentendido, y que Alejandro estaba bien. Pero no. Era Vicky. Estaba desesperada. Le contó que como Alejandro se demoraba salió a la vereda a esperarlo, y que se encontró con su auto estacionado a unos veinte metros de la puerta de su casa. Llamaba porque temía que le hubiese pasado algo.
Bauer le contó en detalle, sin pensarlo demasiado, la llamada que acababa de recibir y ella no pudo responder, ahogada en llanto. El empresario le pidió calma pero no logró reanimarla. Luego habló con el padre de Vicky. Su consuegro, Ernesto Lousteau, era un cirujano plástico muy reconocido. Discutieron sobre cómo debían moverse. Se juraron discreción, pero acordaron dar parte a las autoridades. Lousteau se encargó de hacer la denuncia en la comisaría de San Isidro. Era fundamental que revisaran el auto por si los secuestradores habían dejado algún indicio. El ingeniero Bauer permaneció en la casa. Era posible que los secuestradores volvieran a llamar. Además debía explicarle a su mujer lo que estaba pasando.
El comisario que tomó la primera denuncia se comunicó de inmediato con la Dirección de Investigaciones de San Isidro y con la Fiscalía Antisecuestros, una repartición judicial creada para investigar los delitos de ese tipo ocurridos en la zona Norte. El de Alejandro era el tercero en el último año. La oficina estaba a cargo de Martín Messina. Fue el fiscal Messina quien, después de convocar a Bauer, decidió intervenir todos los teléfonos familiares a través de la Secretaría de Inteligencia del Estado. La SIDE era el único organismo con la capacidad técnica como para realizar escuchas directas y determinar en forma rápida el lugar de origen de una comunicación.
Después de acordar esas medidas, el empresario regresó a su casa y se derrumbó en un sillón, pegado al teléfono. Estaba dispuesto a no moverse de allí hasta que los secuestradores volvieran a comunicarse. Su esposa, acompañada por una empleada de la Fiscalía, se dedicó a seleccionar fotos de Alejandro para facilitar su identificación. Cada vez que se topaba con una imagen de su hijo comenzaba a llorar. Todavía no se reponía del shock provocado por la noticia. También la acompañaban Elisa, la madre de Vicky, y una amiga.
Los policías le pidieron a Bauer que no tomara contacto con la prensa y que evitara difundir la noticia más allá de su círculo íntimo. También le sugirieron que no accediera a las primeras demandas de los secuestradores. Que les pidiera tiempo para reunir el dinero. El fiscal Messina fue terminante sobre ese punto:
—Hay dos formas de tratar esto. O se sigue el ritmo de los captores y se paga y esperamos que devuelvan a su hijo sano y salvo, o tratamos de hacer cesar el delito. Esto quiere decir rescatarlo, y para eso hay que atrapar a los delincuentes. Las dos formas son válidas y las dos tienen sus riesgos. Mi consejo es esperar hasta que hagan otro movimiento y después actuar de inmediato.
—Pero una acción de la policía podría poner en peligro a mi hijo —se alarmó Bauer.
—Señor, su hijo está en peligro desde que se cruzó con estos tipos —fue la respuesta contundente de Messina.
A Bauer le molestaba la arrogancia del fiscal. Pero era consciente de que la suerte de su Alejandro dependía de los aciertos de ese hombre de mirada dura y gestos desafiantes. Más tarde trató de ocultar su preocupación ante su esposa.
—Va a estar todo bien. Puedo reunir la plata, pero quiero asegurarme de que liberarán a Ale —intentó tranquilizarla.
María Marta estaba destrozada y escuchaba las indicaciones de su esposo y de los funcionarios como una niña dopada. Horas después, el fiscal fue a verla y le dedicó una larga charla.
—Es muy importante que mantengan la calma ya que van a vivir horas muy duras. Hay que entender que esto es como un negocio. Esa es la mejor manera para superar la crisis. Ellos deben cuidarlo si quieren cobrar.
La mamá de Alejandro se tranquilizó un poco luego de escuchar al fiscal. Messina no le generaba las mismas dudas que a su esposo. Parecía muy seguro de lo que decía. Sólo le molestaban sus modales recios y su compulsiva manera de fumar un cigarrillo tras otro.
Sin saberlo, Alejandro llegó a La Cañada cerca de la una de la mañana. Comprendió que transitaban calles de tierra por el traqueteo del auto. Una vez que detuvieron la marcha, lo bajaron a los empujones. No pudo ver nada porque permaneció todo el tiempo con la cara tapada. También le habían cruzado una cinta de embalar sobre los labios. Si hubiese podido mirar a su alrededor, sólo habría distinguido las siluetas de sus captores y los perfiles de las casillas de la villa. Aunque no lo sabía, Alejandro estaba en un lugar donde nunca nadie ve ni escucha nada. En especial si eso que pasa ocurre de madrugada.
Del brazo de Hugo atravesó la casa del Gitano hasta llegar al fondo. Allí, cruzando el patio, se levantaba una habitación de material que hacía las veces de improvisado taller. Era una pieza grande de tres metros por seis. Paredes de ladrillos huecos y techo de chapa. El Gitano lo sentó de un empujón sobre un colchón que habían tirado sobre el piso. El cuarto se levantaba en el final del terreno, sobre la calle Granaderos.
La mujer del Gitano los estaba esperando.
—Compré unas pizzas —les dijo en un susurro.
Antes de volver a la casa, el Gitano y Huguito ataron al pibe con sogas de nylon. Nudos dobles en los pies y en las manos.
Cuando Alejandro escuchó que cerraban la puerta del galpón, intuyó su soledad. Se sintió una mercancía. Un bulto. Casi nada. Y la bronca, la impotencia que venía acumulando con cada golpe recibido durante el viaje, con cada humillación, se trastocaron en miedo profundo. Nunca había sentido algo así. Y lloró. Lloró sin reservas, como lloran los niños cuando se sienten abandonados.
La Mumi abrió las cajas de pizza y Huguito se abalanzó sobre una porción de mozzarella.
—¿Cuándo termina todo? —preguntó Patricio sin disimular su inquietud.
—Tranqui, man, tengo todo bajo control. Ahora dejámelo seguir a mí. Hay que comprar un celular para seguir las negociaciones sin que la gorra nos intercepte, y una vez que cobremos, listo. Ahora a comer y a descansar que mañana va a ser un día largo.
Patricio rechazó el convite para pasar la noche allí y se fue a buscar a la Rusa al cabaret. Sus tres cómplices se sentaron frente al televisor y comieron en silencio. Luego Hugo se tiró en su habitación y se durmió enseguida.
El Gitano se demoró en la mesa armándose un porro, terminó el vino, y recién entonces se levantó. Amagó a salir hacia el cuarto del fondo, pero se detuvo. Pareció dudar un instante pero luego se abalanzó sobre su mujer. Mumi lavaba los platos cuando sintió los primeros mordiscos en el cuello y en la espalda. El Gitano nunca llegaba a lastimarla con esas dentelladas suaves que eran el prólogo inevitable de sus besos torpes. Ella lo dejó hacer mientras terminaba de enjuagar las copas. El Gitano le levantó el vestido floreado y con la mano izquierda le bajó la bombacha diminuta y negra hasta las rodillas, después terminó de empujar la tanga hasta el piso con el pie derecho. Se desabrochó el cinturón con una mano y sus pantalones cayeron como el cortinado de un teatro. Cuando Mumi sintió la carne de su hombre abriéndose paso por su cuerpo lanzó un gemido corto —un gritito, como los definía su marido— y giró la llave de la canilla para cerrarla.
Cuando terminaron, el Gitano rechazó los pedidos de su mujer para que se quedara a dormir con ella. «No puedo», le dijo varias veces de manera terminante, y se fue para el fondo. Cuando entró en el cuarto que hacía las veces de prisión, vio que el pibe permanecía inmóvil, en la misma posición en que lo habían dejado. Quieto, como si durmiera plácidamente. El Gitano desenrolló una colchoneta que sacó de un viejo armario, y se acostó junto a su prisionero. Pero Alejandro Bauer no dormía.